viernes, 20 de septiembre de 2013

Te daría lo que sea…



Ella se iba insensiblemente a la muerte y yo no sabía qué hacer. El amor de mi vida se extinguía como se extingue una llama que no ha sido alimentada suficientemente. Como se evapora el agua que es abandonada al sol intenso del verano. Ella me dejaba lenta pero inexorablemente y a mí se me partía el alma en miles de pequeños pedazos. ¿Qué haría después con eso? ¿Cómo me juntaría todo cuando ella ya no estuviese? La miraba bella en su inmaculado estado. Ni siquiera la enfermedad podía sacarle esa pureza en la piel, esa belleza interior que a pesar del estado asomaba con vehemencia demostrando que aún estaba en este mundo, luchando. ¿Cómo hacer para que el Universo se detuviese y se congelase en ese instante? ¿Para que fuese eterno? Para que no se marchase todavía. Todavía tenía mucho que darle…mucho amor. 

Ella conocía mi angustia e intentaba consolarme. ¡A mí! Si, a mí. Ella moría y me consolaba. Me pedía que fuera feliz luego de su partida. ¿Cómo iba a serlo? ¿Si el único ser que había amado en toda mi vida me dejaba solo? No. Jamás volvería a ver el sol en mi vida. Estaba determinado a dejar este mundo con ella. Si era necesario, así sería.


Ya llevábamos tres noches en ese maldito hospital que no hacía nada por ella. “Vaya a tomar algo”, me había dicho la enfermera. “Nada va a cambiar si se toma unos minutos para usted”, me insistió con ternura en la mirada. Y cómo yo no modificara mi posición agregó: “Si algo sucede yo lo llamo inmediatamente”. Tal vez fue su determinación o quizás mi agotamiento tras escuchar el pip de las máquinas hora tras hora en estos días, pero algo me convenció. El destino quizás. No creía en el destino. Creía que el futuro lo hacíamos cada uno de nosotros…sin embargo…


Me levanté y fui al bufet. Eran cerca de las tres de la madrugada y no había visto el cielo en casi una semana. Todo había sido tan lento y rápido a la vez que mi cerebro no podía procesar lo vivido. Ella llevaba años peleando contra esa enfermedad que ahora parecía ganarle. Porque esa mañana, al parecer, su espíritu se había cansado y estaba decidido a dejarla. Yo me aferré a ella para que no se fuera y la detenía cuanto podía, si es que eso era posible. Sin embargo, todo mi esfuerzo no había impedido que ella entrase en un sueño profundo.


Me pedí un café bien cargado. Mientras lo preparaba, la chica del bufet me miraba como intentando adivinar el motivo de mi estancia prolongada allí. Pero nada me decía. Era un joven bella y me pregunté si no se cansaría de ver tanta tristeza a su alrededor. O tal vez el que estaba cansado de tanta tristeza era yo. Me entregó el café y sólo le hice una media sonrisa agradeciéndole y me fui a sentar a una mesita.


Las luces del bufet estaban todas encendidas, como si necesitase de eso para mantener intacto mi insomnio. No lo necesitaba, estaba más que despierto. Estaba en trance. Necesitaba darle horas, días de vida a mi esposa. A mi compañera de vida. Necesitaba imperiosamente darle más tiempo. Me senté en la mesa, solo con el café humeante delante y debí de quedarme dormido pensando y desando más para ella cuando repentinamente sobrevino un silencio extraño y el bufet quedó solitario. Las luces se encontraban apagadas casi en su totalidad, excepto por una bombilla de luz que alumbraba mi mesa. “¿Hola?”, dije tímidamente. Pero nada se escuchó. A lo lejos sentí el vaivén de una puerta, pero sólo eso. La muchacha que minutos antes me había vendido el café estaba parada allí detrás del mostrador, como petrificada. Me levanté y fui hacia ella. “Disculpame”, le dije. Pero parecía un maniquí. Ni siquiera parpadeaba. Su tórax estaba inmóvil, su cabello a un lado de su cuello también quieto, como si hubiera sido congelado en pleno vuelo. Su rostro inmóvil y perfecto. Penumbra a su alrededor. Sus ojos estaban a medio cerrar, como si se hubieran quedado en pausa.


Sentí una presencia, algo detrás de mí, como una brisa en mi nuca. “¡Al fin! Tal vez alguien pueda explicarme que sucede”, pensé. Pero al voltear, nada. Todo paralizado. Ni siquiera se escuchaba el ruido de los aires acondicionados que tan solo minutos atrás zumbaban a toda potencia. Ese zumbido me recordaba que afuera era verano y que diez años atrás, un verano como ese, la había conocido. Desde ese día jamás nos habíamos separamos. Y ahora me estaba dejando para siempre. Nuevamente el ruido de una puerta que se movía a lo lejos me sacudió. Di vuelta sobre mis talones para observar de donde venía el sonido y nada. Todo desértico. Pero en el preciso instante en el que me convencía de que me estaba volviendo loco, una luz intensa y demasiado bella para ser real, apareció bañando mi corazón.


“¿Qué darías a cambio?”, dijo una voz que provenía directamente de la luz. Miré hacía ese haz luminoso y aunque había emitido una dulce tonalidad, no podía divisar qué o quién era.


“¿Qué daría a cambio?”, pregunté incrédulo intentando adivinar de qué se trataba todo eso.


“Pensalo…”, me contestó con la misma tonalidad musical y bella. Y repentinamente todo volvió a su ritmo. El café estaba aún humeante frente a mí. La luz volvió, los aires acondicionados se encendieron como por arte de magia y la chica del bufet continuó con lo que sea que estuviera haciendo previo a toda esa parafernalia. Y la luz ya no estaba allí.


El interrogante me devanaba los sesos. ¿Qué daría a cambio? Apuré el café y fui nuevamente junto a mi esposa. La miré y nada había cambiado. Esos diez años no le habían hecho mella. Ni una arruga en su rostro. Sus manos y sus dedos ejercitados por el piano, seguían siendo bellos y delicados. Tal vez más huesudos ahora que había adelgazado. Pero sólo yo lo notaba. Era el que sabía de su padecer. Y allí descansaba. Hacía varias horas que había entrado en coma. Me acerqué a su rostro y le susurré “Estoy aquí me cielo”. No sabía si me escuchaba. Pero lo intentaba. Le hablaba, le contaba de nosotros. De nuestros años buenos y felices.


La enfermera que seguía a su lado, me miró y dijo “¿Tan rápido volvió?”, y yo la miré sin sentido. Estaba cansado y así y todo sabía que había pasado un tiempo prolongado desde mi partida. Pero claro, considerando el tiempo de ese sueño extraño. Me acomodé nuevamente en el sillón que ya era parte de mí, le tomé la mano y la seguí observando. Seguí esperando el milagro. “¿Que darías a cambio?”, escuché y me sobresalté. La voz dulce y clara nuevamente me hablaba y yo no estaba dormido. Miré a la enfermera que seguía allí, esperando que hubiese escuchado lo mismo que yo. Ella observó mi sobresalto y me preguntó si estaba bien. “Si”, le dije poco convencido. “¿Usted me habló recién?”, le pregunté. A lo que ella por supuesto contestó que no. ¿Me estaría volviendo loco? Era posible. Pero en ese preciso momento la enfermera me miró nuevamente, con los ojos en blanco e iluminada con una luz blanca, resaltando la oscuridad de su piel. Yo me asusté como loco pero no tuve tiempo de reaccionar ya que ella habló:

“¿Qué estás dispuesto a dar a cambio?”.


Yo quedé petrificado. No creía en Dios como la mayoría de las personas en esa época. La humanidad en ese entonces, no tenía fe. Y yo no era la excepción. En el mundo quedaban pocos creyentes y a pesar de todo, mi esposa era una de ellos. Era la que tenía fe y se la llevaba consigo. Miré a la enfermera poseída y le dije:

“¿A cambio de qué?”


“De su vida, por supuesto”, me contestó señalándola y mi corazón dio un vuelco. Podría hacer algo para salvarla. Tenía esperanzas después de todo. Una alegría inusitada me invadió el corazón y el cuerpo. ¡Ella viviría! Estaríamos juntos hasta envejecer. Una lágrima asomó en mis ojos. Pero rápidamente me frene en seco. No podía ser real. Seguramente alguien me quería jugar una broma de muy mal gusto. O quizás ya no podía manejar la verdad, la pérdida de mi amada esposa y estaba volviéndome loco. Debería manejarme con cautela hasta saber de qué se trataba todo. Medité un instante pero mi esperanza surgió y contestó por mí.


“Te daría lo que sea”, le dije.


“Hecho”, respondió y la mujer tomó la forma habitual. Ella me miró y continuó con lo que estaba haciendo previo al trance sin siquiera emitir un sonido. Le pregunté si sentía bien y ella extrañada por la pregunta, dijo que estaba perfectamente. Yo quería saber de qué se había tratado todo eso. Si habría sido un truco. Sin embargo no me dio tiempo. Mi mujer abrió los ojos y me sonrió. Entonces supe que todo había sido verdad. En pocos días la recuperación fue espectacular y en una semana fue dada de alta con el asombro e incredulidad de los médicos. Nadie podía creer lo que sucedía con ella. Yo era extremadamente feliz. La tenía conmigo y absolutamente sana.


Sin embargo, una idea comenzó a rondar mi cabeza: “Lo que sea”, había dicho. Yo le había dado a cambio de esta felicidad lo que sea a alguien o algo completamente desconocido para mí. Y eso era algo muy amplio, muy vago y muy peligroso. Aun no sabía quién había concedido mi deseo. Un deseo que había partido desde el sufrimiento y desde lo más profundo de mi desesperación. Consternación, que ahora me perseguía nuevamente por la probabilidad de que me sacaran algo o me obligaran a hacer algo terrible.

Cada día que pasaba mi paranoia se incrementaba. Cada luz repentina o sonido brusco que surgía de la nada, me perseguía. Me sentía acechado día y noche. Ya no descansaba. Solo esperaba que me reclamasen el precio de la vida de mi mujer. Ella me preguntaba que sucedía conmigo, pero no podía contestarle. No podía preocuparla con algo tan banal. Ella estaba sana, ella era feliz. Sin embargo mi pesar, mi secreto nos separaba cada vez más. Ella jamás creería la historia del bufet y de la enfermera. Jamás, porque estaba convencida de que la medicina del hospital la había salvado y yo creía que así sería mejor. No debía involucrarla en ninguna cuestión que la pusiera en riesgo.


Pero mi ansiedad era cada vez mayor. Comencé a reaccionar mal y violentamente cada vez que me hablaba. Sentí que ella era la culpable de mi desgracia. Que ahora tenía todo la vida por delante y yo sólo una incógnita. Una cruz anónima que me pesaba cada día más.


Una mañana se acercó para besarme en la mejilla y ese beso me dolió en el alma. Tenía las valijas armadas y una lágrima en su mejilla. Me dejaba para siempre. Y no la culpaba. Sería más feliz sin mí, sin mi cruz, sin mi paranoia. Una vez que cerró la puerta, mi corazón se sumergió en un oscuro abismo sin retorno. Cerré todas las ventanas. Oscurecí la casa tanto como estaba mi corazón. Me acurruqué en un sillón y dejé pasar los días, las semanas, los meses.


Una tarde, cuando ya no sabía cuánto tiempo había estado quieto, sin comer y sin dormir, una luz como la del hospital apareció. Lo único que pude hacer fue llorar. De miedo, de bronca, de agotamiento. “¿Me viniste a cobrar la deuda?”, le pregunte temblando. Y la luz tomó forma de mujer. La forma de una bella mujer de vestido blanco y cabellos negros como la mismísima noche sin luna. Me miró con unos ojos oscuros que llegaron a mi corazón y me dijo “Si…vine por vos, aunque no esperaba que fuese tan pronto.”


“No entiendo…”, le dije agotado y sin fuerzas. Mis extremidades estaban tan adelgazadas que no podía siquiera levantar la mano para tocar mi rostro y secar mis escasas lágrimas. Miré a mí alrededor y noté que estaba rodeado por mi propia inmundicia. Parecía un animal carroñero viviendo en un chiquero. Me había abandonado, había dejado que ella ganara. Le había entregado la vida a mi verdugo sin cuestionamientos.


“Nunca dije cuando te iba a cobrar. Como sospechaste a cambio de la vida de tu amor, reclamaría tu propia existencia. Sin embargo vos elegiste cuando dármela”. Yo grité desesperado por mi vida, por mi esposa que había alejado debido a mi paranoia. Por todo el tiempo que había vivido estancado, sin planes, sin futuro, vacío. Entonces me arrepentí de ser tan necio, de haber pensado sólo en mí. Me arrepentí de no haberla disfrutado, ni a mi vida ni a la mujer que me había dado todo. Me arrepentí del egoísmo de haber dado algo que no estaba dispuesto a dar desde el corazón. Entonces me dejé llevar, me sentí liviano como una pluma. En ese momento, la luz se hizo tan intensa que me encegueció.


Una mano temblorosa aunque delicada me tocó y abrí los ojos que aún me dolían por la luz. Sin embargo, para mi asombro, me encontraba nuevamente en el hospital. Miré a mí alrededor y todo estaba allí: la enfermera, los aparatos, la cama y ella. Mi bella esposa estaba allí y abría los ojos y me sonreía y me tocaba. Había despertado del coma y se recuperaba...


La miré, la bese larga e intensamente sin poder creer lo que mis ojos veían. En ese momento entendí que nadie tiene certeza de cuando su vida llegará al final, que los días pueden ser uno o miles. Ese día comencé a vivir mi futuro con ella. 






Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

domingo, 8 de septiembre de 2013

Fragmentada



Y salí del baño casi dando tumbos, agarrándome como podía de las paredes para no caer. Si no fuese porque jamás en mi vida había probado el alcohol, cualquiera que me hubiese observado, diría que estaba bajo la influencia de alguna droga o bebida. Sin embargo, no era así. Avancé pesadamente por el pasillo y llegué al comedor. Miré extrañada todo cuanto me rodeaba. El ambiente tenía un extraño aroma a azufre, viciado y espeso. Como si una espesa nube se hubiese instalado en mi casa. En ese instante las cortinas se movieron, se levantaron casi fantasmalmente y la brisa, que ingresaba desde el parque, me acarició el rostro. Pero no fue una sensación agradable. No, fue la más extraña brisa que mi cuerpo había sentido y se posaba en mi alma contándome un presentimiento. Ese soplo gélido y raro guardaba un terrible secreto capturado por el tiempo, por un mundo extraño que en ese momento me rodeaba y me acusaba de algo. De algo que yo desconocía. Por esa misma ventana entreabierta asomaba el sol. Pero no era el sol de siempre, porque iluminaba la habitación con un extraño fulgor anaranjado. Su luz rebotaba caprichosamente entre los rincones de la casa provocando un tono lóbrego y espeluznante, donde las sombras tomaban raras y diabólicas formas. Y todo envuelto en esa espesa y desagradable bruma. Yo miraba sin entender, todo cuanto se expresaba a mí alrededor. Era mi casa pero las cosas no encajaban.

Sentí mis manos húmedas y las miré. Las veía como borrosas. Como si tuviera una delgada tela que distorsionaba todo cuanto miraba. Igualmente noté que estaban rojas. Me las refregué para quitar ese color intenso y mortal pero no lo logré. Miré mis pies descalzos pero no los reconocí. Eras dos elementos que no formaban parte de mi cuerpo y sin embargo ahí estaban. Y también de un color rojo intenso. Todo parecía de otro mundo. Y un silencio.

Repentinamente escuché el golpe de una puerta. El sonido fue tan intenso que mis tímpanos estallaron en miles de pedazos, dejándome un eco que se repetía una y otra vez segundo tras segundo. Me tomé la cabeza como si con eso lograse aplacar el dolor penetrante que ese sonido me provocaba. Pero nada sirvió. Mi cabeza no soportaba ese sonido y de nuevo silencio. Entonces supe. Supe que venían por mí. Que venían a buscarme para cobrar por los pecados cometidos en mi vida. Y lo supe porque la brisa era extraña y el fulgor del sol me había advertido que así sería.

Intenté moverme pero el corazón me latía desbocado y el zumbido que aún sentía en los oídos, me punzaba la cabeza. Ese zumbido además me advertía que debía esconderme. Sin embargo, me paralicé. No. No debía dejar que me encontraran porque sería tarde. Ya todo sería en vano. Pero, ¿a dónde me escondería para que no me encontrasen? Seguramente el Señor había mandado un grupo de ángeles a perseguirme. Y esos seres celestiales serían vengativos, no temerían embarrarse los pies para llevar adelante su objetivo. No, seguramente sería el peor grupo de ángeles… Todo porque había roto el delicado balance de la vida. Pero yo no pude evitarlo. Juro que no. Juro que intenté llevar mi vida adelante con la mayor… y este mareo que no se iba me trastornaba, me hacía pensar cosas tontas. ¿Dónde estará él? ¿Me habrá dejado para siempre? Seguro que lo hizo. Seguro que se enteró de mis pecados y que me venían a buscar y me dejó. ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué?

Por más que intenté lograrlo no pude, ¿quién podría culparme por eso? En el mismo instante en que el sol se tornó extraño, supe que no iba a lograrlo. Tal vez ni sobreviviese y al fin de cuentas me llevarían igual. Pero debía evitarlos a toda costa. Si me iba, debería ser bajo mis propios términos.

Me senté en un rincón de la cocina. Necesitaba serenarme. Necesitaba descansar de mi mareo, de mi pesar. Además, así ganaría tiempo porque seguramente los que venían a buscarme no mirarían en los rincones del suelo. Serían tan enormes, que allí pasaría desapercibida. Sería minúscula y casi invisible, como muchas veces había sido en mi propia vida. Imperceptible para el mundo, mínima. ¡Que tonta! Siempre dejando que el resto tomase decisiones por mí. A lo mejor merezco que me lleven. A lo mejor es así como debería ser. Porque ¿quién quiere a alguien que no es capaz de decidir en su vida? Sentí mi corazón nuevamente acelerado y una falta de aire que me oprimían el pecho. Dolor. Mis pies rojos, más rojos. Pisadas. El terror provocó que me moviera, aunque con dificultad. La visión aún tenía esa tela que no me dejaba ver bien y el mareo… me fui gateando a la habitación. Me provocaba dolor en las rodillas, pero no me importó. Seguí moviéndome y cuando silenciosamente llegué, vi con horror la cama que minutos antes se encontraba pulcramente acomodada y estaba ahora toda revuelta, llena de barro con algo rojo. Rojo como mis manos. ¿Será sangre? El pánico se instaló en mi estómago y trepó hasta mi mente que quería entender lo que sucedía. Pero no podía. ¿Qué era eso por Dios? No. No debía invocar a nadie porque no sabía que o quien me buscaba. Y sin embargo ya habían pasado por allí. Fui de inmediato y como pude hacia el vestidor y me encerré allí. Oscuridad. Sentí algo húmedo y caliente debajo de mí. Pero me quedé tratando de no respirar. Tratando de no hacer ruido.

Las imágenes de mis vestidos tomaban extrañas y demoníacas formas. Mientras intentaba escuchar lo que sucedía afuera sentí algo que me tocaba. Una mano que como venida de ultratumba, se posó en mi hombro. No quise mirar quien era porque sabía que eran ellos. Entonces salí cómo pude de allí. ¡Me encontró!, pensé llorando. Las lágrimas bañaban mi rostro como si fueran parte de una cascada inagotable. Me mordí los labios para no gritar. Me  enjuagué las lágrimas con ambas manos rojas y salí de la habitación a gatas. Volví a la cocina. Debía armarme con algo para defenderme. Una tijera, una cuchilla. Cualquier cosa afilada. Me sentía débil. Apenas podía andar pero no dejé que eso me impidiese continuar. No debía dejarlos completar su plan. No debía.

Cuando logré entrar allí vi con asombro que todas las ollas, cuchillos y cucharas estaban flotando como poseídos por una fuerza antigravitacional enorme y poderosa, aunque a mí nada me provocaba. Aunque hubiese querido flotar y ser liviana para poder huir de allí. Hubiese querido huir, pero estaba encerrada en mi propia casa. ¿Y si no era el Señor el que me buscaba? ¿Y si era el mismísimo amo de las tinieblas?

“No. Todos tenemos posibilidad de arrepentimiento”, me dije una y otra vez intentando concentrarme en una realidad que se distorsionaba a cada paso. Sin embargo me arrepentí de ser quien era, lo hice de corazón, honestamente aunque por las causas equivocadas. Me senté en el pasillo casi rezando un mantra: “me arrepiento, me arrepiento, me arrepiento”. Pero ¿de qué? De ser, de nacer, de estar.  Y recordé, me arrepentí de haberlo eliminado.

Con el corazón un poco más sereno, intenté escuchar y noté que las pisadas ya no se sentían. El sol asomó del color habitual, dorado intenso y cálido. Mientras me calmaba, pude oír el sonido de un pájaro que afuera llevaba alimento a los pichones de su nido. Me paré lentamente y con miedo. Aún podía sentir un nudo en mi garganta. Había recordado y eso era terrible, triste. Pero estaba exhausta. Tomé fuerzas y miré dentro de la cocina. Todo estaba en su lugar, como siempre había sido. Fui a mi habitación casi arrastrándome y la encontré inmaculada como la había dejado. Al parecer se habían apiadado de mí. ¿Habrían leído en mi corazón la honestidad de mi arrepentimiento? Tal vez. O quizás se dieron por vencidos esta vez y volverían más tarde. Quizás más tarde yo tomaría una decisión diferente y ya no estaría esperándolos. Al menos no en este mundo…

Quise mantenerme en pie pero la fatiga pudo más y caí en un sueño profundo. Mientras mis ojos se cerraban con un peso que no podía controlar, observé que mis manos aún estaban rojas como así también mi ropa y mis piernas y mis pies. Pero no pude evitar caer en ese sopor. Un llanto…tristeza…

Una puerta se abrió. Dejando entrar el aroma de la primavera que afuera desplegaba su potencial candor. Entró un hombre a la casa y se encontró con un cuadro terrible: huellas de sangre por todo el piso y las paredes. La joven en el suelo ensangrentada, apenas respirando. Se agarró la cabeza en un llanto y se agachó para levantarla y llevarla a la cama. “Ya mi vida, ya…vas a estar bien”, le dijo mientras la llevaba. Constató que respirase y entonces tomó el teléfono y llamó a urgencias:
-Si…es mi esposa…está muy débil…tiene sangre por todos lados…pero…
Él tocó el abdomen de su mujer y sintió un escalofrío por la espalda. Dejo tirado el teléfono mientras fue a la otra habitación desesperado, nada. Se llegó corriendo al baño y cuando llegó un grito desgarrador salió de su garganta y se escuchó en toda la casa, en el cielo y el infierno. Envolvió el pequeño cuerpo y salió de allí. Entre tanto, la ambulancia había llegado.

Entonces, los demonios volvieron a llevarme. Pestañé y lo único que pude ver fueron enormes ojos mirándome insistentemente…no me podía mover. Mis brazos estaban atados o algo así. Me sentí muy cansada, adormilada. Todo se puso nublado otra vez… Me sacudieron y abrí los ojos lentamente y con esfuerzo. Todos hacían preguntas y yo no podía responder. Quería dormir para siempre pero los demonios no me dejaban en paz. Tristeza, dolor, ausencia. Mi corazón tenía un hueco enorme. Un vacío que dolía y que ya no podía llenar con nada. Porque esos malditos se llevaron lo más preciado para mí y jamás me abandonarían. Me torturarían por siempre.

El marido la visitaba cada fin de semana en el hospital psiquiátrico. Luego de perder a su bebé, tras ocho meses de embarazo, ella nunca fue la misma. Los delirios se instalaron en su frágil y fragmentada mente y fueron parte de su vida. Los demonios la siguieron por siempre. Ese trágico día, él perdió a su esposa y a su hijito no nato. Y jamás se perdonaría no haber estado con ella en ese momento…



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