viernes, 27 de noviembre de 2015

La pura verdad








Dicen que hay cosas nunca se superan. Aun cuando se es pequeño, aun cuando no hay conciencia de lo que sucede alrededor, algo queda. Dicen que es así y Juan no es la excepción.

Él es una persona tranquila. Simple a su manera, solitario.  Por eso, Juan no imagina el poder que tiene en sus manos. Y no lo hace porque simplemente es algo imposible de creer. Él es una persona realista. Ateo por convicción y temeroso de los hombres por experiencia. Y ese temor es resultado de su pasado: sus padres habían muerto cuando él era pequeño, asesinados frentes a sus propios ojos.
Y en Juan quedó ese dolor mezclado con amargura y una cuota de futura venganza, escondido en un pequeño rincón de su inconsciente.

Sin embargo los años pasaron, él creció bien, maduró rápido. Los detalles macabros de su horrible pasado estaban en el olvido junto a tantos otros recuerdos. Así se transformó en un adulto hecho y derecho y al parecer, tuvo una vida plena y fructífera. Solo, pero feliz.

Vive en la ciudad. En la misma casa en las que sus padres habían perecido. Tiempo atrás, había logrado comprarla en el estado original. Con los mismos muebles, con las mismas cosas de cuando era chico. En su hogar, el tiempo está detenido y a él le parece bien. Más que bien, en realidad. Es su burbuja en el tiempo y eso lo resguardas del mundo real, agresivo y apurado.

Cada fin de semana, Juan descansa en su refugio de la playa. Un maravilloso lugar en el sur. Alejado de todos. Alejado del bullicio de la ciudad, de los vecinos molestos y de toda compañía posible. Le gusta estar solo y, sin indagar mucho en los por qué, lo acepta con alegría y disfruta al máximo de esos momentos.

El sol baña a Juan con su cálida luz. Sale a caminar por la playa, a pensar en la vida, a disfrutar del maravilloso fin de semana. Sus pies descalzos tocan la arena. El agua que en pequeñas oleadas acaricia su piel. Es el paraíso. Y mientras camina con mucha paz en su corazón, los minutos pasan y se transforman en horas.

Está ya muy lejos de su cabaña cuando el sol comienza a esconderse y el viento se hace más frío. Entonces, sin que eso lo amedrentase, se mete entre las rocas. En las cavernas naturales. Conoce cada rincón, cada pasadizo de ese asombroso lugar. Pero así y todo, la naturaleza siempre lo sorprende. Y esa tarde encuentra una cueva inexplorada en sus anteriores visitas.

La gruta es enorme. Su abertura principal, enorme como la boca de un monstruo ancestral, juega con el viento y provoca un sonido agudo, casi como la voz de una mujer que lo invita a pasar. El sol rebota entre las piedras y eso es suficiente como para que Juan entre sin pensarlo demasiado. Hay en el techo, estalactitas de cristal y en el fondo se puede escuchar el agua correr. “Hermoso”, piensa.
Camina hacia adentro unos cuántos metros. El sol poniente le ayuda iluminando el lugar. Y esa tarde en particular, el sol tarda más de lo debido en esconderse del todo en el horizonte. O así le parece a Juan.  

A lo lejos, un rayo de sol perdido se topa con algo que provoca destellos de miles de colores. “Extraño”, se dice, aunque avanza directo a ese lugar. Camina unos cuantos metros más, evitando las rocas provenientes del techo abovedado de la cueva y llega hasta una pared donde parece terminar todo. Incluso el mundo en sí mismo.

El mar se siente a kilómetros de distancia. El sol apenas relampaguea y afuera hay una calma expectante. Mientras Juan se acerca a ese brillo incrustado en la pared, el universo hace una pausa, como si estuviese conteniendo la respiración ante lo inevitable.

Juan observa más de cerca el brillo. Es algo incrustado en la pared. Es tan hermoso que sin pensarlo dos veces, lo toca. En el instante en que su dedo entra en contacto con aquel objeto, el silencio se hace absoluto y aparece una tremenda oscuridad.

A la mañana siguiente Juan despierta pensando que aquello había sido un sueño. Uno extraño, por supuesto. Y mientras se prepara el desayuno decide ir en busca de la cueva. Necesita saber si aquel sueño ha sido sólo eso o tal vez un recuerdo guardado de su infancia. Tiene cierta ilusión. La ilusión de haber estado antes en ese lugar. Quizás con su padre, quizás con su mamá.  Tal vez el tesoro exista. Tal vez.

Sin embargo y para su sorpresa, al observar la mesa de la cocina, ahí está el pequeño objeto. Es una botella con una diminuta etiqueta que dice “La pura verdad”.
Juan queda hechizado por la imagen tanto que ni se cuestiona cómo había llegado a su mesa ni se pregunta qué sería ese objeto. En el mismo trance en el que se encuentra, toma el frasquito con gran delicadeza, aunque con temor de romper ese artefacto milenario y observa que dentro hay una especie de remolino. Un huracán en miniatura. Un torbellino de arena permanente y unos cuantos rayos que dan a la imagen un aspecto surrealista como mínimo. 

Juan está maravillado con su hallazgo. “Quizás aun estoy soñando”, piensa y convencido de eso sale con su descubrimiento en mano para verlo mejor a la luz del sol.

Siente la calidez de la arena en sus pies, la brisa marina en su rostro. No parece un sueño para nada. Pero no importa ya. Eleva el frasquito y deja que un rayo de sol lo atraviese. “No desearás esto”, escucha y se asusta. El frasquito resbala de sus manos y cae en la arena con el peso del universo en su pequeña masa. El mar se silencia de pronto, las nubes se detienen y la brisa se desvanece de inmediato.

Juan siente el miedo recorrer su cuerpo. La voz parece muy real y sobre todo, la reacción de su entorno es inexplicable.

Se despabila de las sensaciones y se agacha para observar mejor. Se había producido un cráter de tamaño desproporcionado en el sitio donde había caído el frasco. La arena está derretida ahí como cuando los rayos caen en la playa. Y en el centro, su preciado objeto brillante. Aunque ahora son dos. El otro es rojo. Intenso. También contiene un huracán, pero diferente, con lluvia de sangre. “El mal universal”, dice. Y no se atreve a tocarlo.

La “pura verdad” ahora es más grande y su tapa late al ritmo del corazón de Juan. “Podés acceder a la pura verdad destapando el frasco. Aunque no lo recomiendo”, dice la voz otra vez. Juan mira a su alrededor aunque sabe que está completamente solo. Se repite varias veces que esto es un sueño y agarra el frasquito de la pura verdad. El huracán es mayor, los rayos son más grandes y ahora se puede divisar una ciudad diminuta. “Esto es tan pero tan raro”, piensa. Y acerca el frasco a sus ojos. De inmediato el frasco del mal universal aumenta de tamaño. “Estás por llegar a un punto de no retorno, amigo”, dice nuevamente la voz.

Juan suspira y mira más de cerca la verdad. Mientras, el mal aumenta y se pone más rojo. Lo que observa ya no es una ciudad, sino un barrio. Allí hay familias, niños jugando en la calle. Es una hermosa tarde, es primavera.

Los niños juegan en las calles. El sol cae. Las madres llaman a sus hijos y el barrio comienza a descansar. Juan siente en su pecho la ansiedad de una historia conocida. Siente un latir en su cabeza y se arrepiente de haber mirado el frasco que ahora es mucho más grande. Casi tiene el tamaño de una botella de vino. Ve su casa. La de ahora, la de antes. Ve a su madre sentada en el sofá mirando la televisión. Ve a su padre sacando la basura. Era tarea de hombres, lo recuerda. Y se ve a si mismo a sus cortos 4 años jugando con un autito de colección.

Las lágrimas comienzan a brotar de los ojos de Juan. “Ya es tarde”, dice la voz, pero Juan lo sabe. La botella del mal se hice enorme, gigante, roja y huracanada. Unos hombres entran a la casa de Juan. Gritan. Todos gritan. “Callensé o los mato a todos”, dice uno muy alterado. El padre de Juan quiere defender a su familia. Es en vano. Lo golpean hasta matarlo. Toman de los pelos a su mamá y se la llevan al cuarto de arriba. Otro de los maleantes se queda con él. Está inquieto. Se le nota que eso no era parte del plan. Juan está otra vez ahí dentro, en la casa, es chico. Su mamá grita. Es desgarrador. Luego de un largo rato el silencio invade la casa. Los tipos meten las cosas de valor en bolsas. “Ya se van”, piensa Juan. La botella del mal está a punto de reventar. Lo traga, lo envuelve.

Uno de los ladrones le habla al otro. Señala a Juan. Discuten. “Es un niño”, dice uno de ellos. No importa. La botella del mal explota. El huracán de sangre invade el alma de Juan. Se apodera de él, de sus pensamientos. La venganza brota, el mal se instala en el mismo momento en que la bala atraviesa su pequeño corazón.


Ahora Juan va en busca de ellos.

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) - Todos los derechos reservados 2015 

sábado, 14 de noviembre de 2015

La torre





“¡Dios, mío, dios mío! No sé si me estoy volviendo loco, pero es necesario que cuente esto. Alguien tiene que saber lo que me pasa. Me encerré por mi propia voluntad y desde aquí voy a proteger a la humanidad. Aunque dudo que alguien pueda salvarse.

Era un pequeño papel. Mínimo, escrito con sangre. Lo encontré en una visita a la ciudad de piedra. Provenía de una torre abandonada. Una de esas que estaban protegidas por el gobierno y a la que obviamente no se podía entrar. Solo se accedía con un guía y en grupo. Por supuesto estaba determinado a verla, a entrar y a constatar la leyenda por mí mismo.

Antes de realizar “el golpe” como le decía yo, antes de animarme a entrar, hice unas cuantas visitas. Siempre en conjunto, siempre rodeado de gente que pasaba y observaba sin involucrarse, sin meterse en la historia. Y con cada visita algo en mi interior se gestaba. Una decisión, una certeza, varios recuerdos. Mi madre, tan presente y una leyenda antes de dormir.
Y de esa manera, él nos salvó a todos. Porque hay ciertas cuestiones que deben ser vedadas a los hombres…
Pero ¿cómo una persona sola puede salvar a miles de millones?
Pudo Adán ser el padre de todos, pudo un solo ser humano salvarnos de la perdición.

Esa conversación era tan lejana como los recuerdos de mi infancia. “Sos un ser especial, hijo”. Adoraba a mi madre. Y como todo lo que adoré en mi vida, lo perdí muy pronto. Vi pasar generaciones y generaciones. Crecí con esa historia relatada por mi madre y con la incógnita de cuál sería la perdición y si se trataba sólo de una leyenda. Pensé en mi hijo recién nacido. A él le debía la verdad.

Luego de décadas de investigación, luego de tomar coraje, de procesar esto de romper las reglas, me decidí a entrar solo. ¿Qué podía perder? Luego de tanto, luego de una eternidad de reflexión, estaba seguro de que nada. A lo sumo, sería una decepción descubrir que todo era una mentira.

Ese día por la tarde, salí en una excursión junto a varias personas. El camino era sinuoso y en muchas partes inaccesible. Pero finalmente, luego de varias horas llegamos. Al bajar, la joven guía comenzó a contar la historia del lugar. La misma historia que había escuchado tantas veces, aunque ahora yo deseaba que terminara rápido, que se fueran todos de ahí. Mi corazón estaba alterado, yo estaba nervioso. Sentí que toda mi vida había sido dirigida a ese minuto único en donde la historia sería revelada ante mí.

El mundo a mi alrededor estaba ralentizado. Todo tardaba una eternidad. Cada palabra, cada respiro. Era obvio: necesitaba una distracción para escabullirme e infiltrarme en ese mágico lugar. Un cartel prohibía el paso. Así que cuando la joven habló acaloradamente de los asesinatos ocurridos en esa torre rocosa, y mientras todos observaban sorprendidos lo alto que ella señalaba, me escondí detrás de unos arbustos. Luego de un rato todos se fueron y suspiré aliviado. Tomé coraje y entré.

El sol caía entre los cerros rodeados de nubes grises. Sabía que quedaban pocas horas de luz por lo que me apuré. Traspasé la cadenita que contenía el cartel de “peligro” y un escalofrío me recorrió la espalda. “No seas boludo”, me dije mientras sellé mi destino al darme cuenta que sería imposible volver. “¿Porqué no lo pensé antes?”, me cuestioné. En todo caso, ya era tarde para arrepentimientos.

El lugar olía a rancio. El aire se sentía espeso y viciado. Quizás me estaba llenando de hongos al permanecer ahí, pero necesitaba fotografiar aquella recámara. Necesitaba sentir la leyenda en carne propia. Necesitaba vivir lo que él había padecido. “Él nos salvó a todos”. Había sido una terrible decisión. Para él, para los suyos. Sin embargo, para los demás era todo palabrerío. Aunque no para mí. Yo estaba seguro. Lo sentía en mis venas: todo era real. “El fue un héroe, hijo. Nunca lo olvides. Jamás”

Atravesé el umbral y me sentí transportado a otra época, a una lejana y sanguinaria. Sentí el horror del pasado colándose en mis huesos y la promesa de la fatalidad suspirando en mis oídos. “¡Qué estupidez!”, me dije. La penumbra me envolvió enseguida, pero esperé y cuando mis ojos se acostumbraron comencé a divisar bultos. De repente y como si se revelase algo maravilloso y único, divisé las paredes y el interior, una mesa y un banco de madera. La piedra tenía colores entremezclados: verde, negro. Incluso rojo. Parecía chorrear desde arriba, como si las paredes lloraran por el hombre y el sacrificio.

Fui hasta la mesa y la fotografié. “Vete de aquí”, decía un grabado en la madera. No hice caso, por supuesto y busqué la escalera. Era rudimentaria y circular. Largos adoquines brotaban de la pared y conducían hasta lo más alto, hacia mi destino. Miré hacia arriba. Era infinita y finalizaba en la recámara donde descansaba eternamente el hombre. No había barandas ni nada parecido por lo que me repetí varias veces que si me caía era mi final. Empecé a subir, escalón por escalón, con cuidado y miedo. A medida que me alejaba del suelo, mi mente reproducía miles de situaciones en las que yo terminaba muerto, estrellado con el cráneo partido en dos. “Calmate ya”, me dije, pero mi mente tenía vida propia y se empecinaba en mostrarme esas visiones horribles.

Continué con mi ascenso. Me fui apoyando a la pared circular y áspera, a la secreción que brotaba de la piedra y se pegaba a mis pensamientos. De tanto en tanto tuve que detenerme por el vértigo que producía la altura y al mirar hacia abajo la oscuridad me succionaba, o eso me parecía. Aunque lo peor no era eso. A mitad de camino la secreción babosa que chorreaba de la pared atravesó mi ropa, mi piel, mis huesos. “Pará de alucinar”, me dije más de una vez. Pero algo de eso se estaba mezclando con mi esencia y a medida que el tiempo pasaba, flashes de la habitación se aparecían en mi cabeza y se instalaban como una realidad permanente, indeleble. Una vela, una hoja pequeña, sangre. Mucha sangre. Y con mano titubeante alguien escribía que me alejara de allí.

“Imposible”, me dije. Y miré hacia arriba, a mi destino. Y lo vi. Vi que debajo de la puerta había un resplandor. “No puede ser”. Pero era. Parpadeé varias veces para cerciorarme de que no alucinaba. Me repetí que nada de aquello podía ser posible. Pero estaba sucediendo. Como también sucedía que lo que chorreaba de las paredes ahora me empapaba de rojo y verde, y me transformaba con cada segundo que permanecía allí. La oscuridad me succionaba al abismo pidiéndome que me suicide, y el resplandor me atraía como una polilla que estúpidamente va al calor de la llama.

Por un segundo dudé si seguir o irme para nunca volver. “Ya estás a unos cuantos pasos, mi querido y no hay forma de volver atrás”, escuché una voz de ultratumba y a pesar de mi terror continué subiendo. Los escalones eran cada vez más pequeños pero ya no me importaba. A estas alturas solo el miedo me guiaba. Y bruscamente me sentí liviano. Sentí que el cuerpo no me pesaba, que mis pasos no eran titubeantes. Estaba seguro de que ese líquido que me había penetrado me había dado alguna especie de poder extraordinario. O me quería convencer de algo que no fuese mi ineludible destino fatal. El miedo se fue apaciguando y en un segundo estuve parado frente a la puerta. Acomodé mi cámara, limpié el lente y entré.

Lo siguiente que recuerdo es una sombra que me tragó.

Desperté junto a mi esposa y supe que algo horroroso pasaría si mi vida y la de mi hijo, seguían adelante. Muerte y horror, sangre y una humanidad corrompida por la inmortalidad. Porque mi condición se esparciría como un virus maldito en el vientre de cada mujer que supiese lo que le depararía a su prole. Aun perturbado tomé a mi pequeño de 2 años y aunque ella gritó y lloró me lo llevé a la torre de piedra. “Nunca me olvides”, le dije a mi mujer, aunque no sé si me escuchó. En la torre y luego de que el niño se durmiese, le quité la vida. Lo asesiné con mis propias manos y con su sangre, mezclada con mis lágrimas, escribí una advertencia: si de mí había descendencia, el mundo dejaría de ser el que era.

Los siglos pasaron y yo continué encerrado a pesar de que varias veces flaqueé. Me alimenté de hongos que crecían en las paredes y pude sentir la transformación recorriendo mis venas. Sin embargo, una noche alguien entró, atravesó el portal y se presentó frente a mí. Apareció ahí con algo metálico en sus manos y me apuntó. No supe qué era aunque no me importó. Vi en sus ojos algo, una chispa que siglos atrás supe ver en mí. Me le abalancé pero lo que pasó fue extraño. En lugar de poder tomarlo del cuello y ahorcarlo, nos fusionamos. Nos convertimos en uno.

Ahora somos espanto que vaga por las noches. Sé que alguien más aparecerá. Que mi sacrificio fue en vano. Porque entendí que aquel brillo era algo que había visto en mí la misma noche en la que mi vida se escapó de mis manos. De la cordura cotidiana. Entendí que cuando dejé a mi joven mujer, llorando desesperada porque me llevaba a nuestro pequeño descendiente, ella esperaba el segundo.


Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

sábado, 7 de noviembre de 2015

Inmune









Alba tomó el vaso de cristal y de un sorbo vació el contenido color ámbar. Su esófago sintió enseguida el calor, como un fuego que traspasó sus entrañas. No estaba acostumbrada a tomar nada fuerte y ese… bueno, era un momento especial para tomarlo. 


Miró la casa. Impecable como siempre. Impecable a pesar de todo. Ella era prolija como primera y quizás única cualidad, escrupulosa en sus quehaceres, detallista al máximo. Aunque ahora pensaba ¿de qué sirvió tanta pulcritud? De nada, por supuesto. A pesar de todos sus esfuerzos, los tres cadáveres descansaban en sus camas, cubiertos con sus respectivas sábanas blancas. El balde con agua turbia, por la mezcla de sangre y heces, descansaba en el lavadero junto al lampazo. En el ambiente, había un aroma a perfume mezclado con estiércol. Pero ese olor era mejor que el de afuera. 


Ahora que la calma se había instalado, un sollozo se le subió desde la boca del estómago. Intentó salir con violencia pero Alba lo reprimió enseguida. Se prometió no llorar más. Ya había derramado demasiadas lágrimas en esos días y de nada le había servido. El llanto siempre había sido su compañero, pero en este caso deseaba estar sola. Deseaba no sentir nada, en realidad. 


Pensó en cómo estaban las cosas, pensó “¿Por qué yo? ¿Qué tengo de especial?”. Aunque para esa pregunta era tarde, como para tantas otras cosas. Porque si se hubiese dado cuenta antes, quizás el resultado hubiese sido otro. Seguramente el mundo hubiese cambiado. O no. Tal vez, ese pensamiento destructivo y oscuro era una forma más de castigarse. Un tormento, un “qué hubiese pasado si…” 


Miró por la ventana. Pilas y pilas de cuerpos en las calles. El olor a podredumbre era penetrante y nauseabundo, pero ella ya se había acostumbrado. Así como se había acostumbrado a su relativo encierro, a su relativa felicidad, a toda su vida vivida de forma relativa; de esa misma forma también se había acostumbrado a ver cadáveres por doquier. Aunque jamás imaginó que todo terminaría así. 


Pensó en su esposo. Él fue uno de los primeros en partir. Con total seguridad su cuerpo estaba en la fosa común que se armó al principio de todo. Unas semanas atrás, cuando los casos eran unos pocos cientos, los científicos habían mandado a construir un enorme pozo crematorio. La idea era incinerar los cadáveres, pero no hubo tiempo. Los contagiados aumentaron exponencialmente en cuestión de horas. Y a los dos días de él, la mitad de la población ya había perecido. 


“Horrible”, murmuró.


Luego siguieron los niños. Los propios y los ajenos. Los tres hijos de Alba fueron expirando de una forma espantosa. Uno a uno, levantaron fiebre y se desangraron en cuestión de horas. “Pensamos que era el Ébola. Pero ni eso mata tan rápido”, recuerda ella una conversación de expertos en la televisión. La sangre salía por los ojos, los oídos y la boca. Y sus hijos se retorcían en febriles convulsiones. Cuando paraban de quejarse era porque la enfermedad ya les había quitado el espíritu, los había vaciado. 


Alba los cuidó. A cada uno de ellos le entregó su paciencia y su amor. Mientras que por dentro ella se marchitaba, se transformaba en una muerta en vida. En un zombi. Y así, cada uno sus hijos la abandonó y ella transmutó a una piedra inerte. 


Luego de que el más pequeño muriese, Alba se dispuso a acomodar el desastre que había en su hogar. Con pena, y un peso enorme en su pecho tomó el balde y detergente y limpió la sangre de sus hijos que estaba esparcida por doquier. Horas y horas de extenuante labor mientras que afuera los gritos de desesperación se iban calmando. Hasta que hubo un silencio global. Entonces, luego de limpiar la casa, de acomodarlos con prolijidad, Alba esperó que la enfermedad viniese por ella. Que se la llevase junto a los suyos. Junto a los otros.


Los días pasaron y el mundo pereció por completo. Y Alba quedó esperando la enfermedad. “Quizás te alimentaste de tantos que ya no podés venir por mí”, gritó desesperada una noche. Era la última de los humanos. La sobreviviente de un cataclismo viral. La inútil inmune que no pudo hacer nada por nadie. Solo limpiar el despojo de una familia destrozada.


Miró el vaso vacío. Suspiró mientras la última lágrima recorrió su mejilla. Su dedo acarició el contorno del cristal con suavidad y un silbido agudo apareció en el aire. Breve y único. Los ecos de ese musical sonido se esparcieron por el mundo, sin interferencias. Alba escuchó el mágico sonido y el silencio posterior. Y en el instante que sintió que alguien golpeaba su puerta, supo que el veneno había surtido efecto.



Relato basado en el micro:

“Sola y su alma, de Thomas B. Aldrich: Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean la puerta.”


Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015