domingo, 30 de octubre de 2016

Toda una vida y más





—¿Estás seguro de que todo va a salir bien, Alfredo?
Carmela miró a su esposo como hizo tantas otras veces en los últimos 45 años. Aunque sus ojos estaban nublados por las cataratas y las palpitaciones ya no eran sólo por amor, podía detectar cuando su marido se comportaba “raro”. 

“Son muchos años juntos”, pensó. Y era verdad. Se habían casado muy jóvenes, casi inmediatamente luego de conocerse. “Un escándalo”, sonrió mientras lo observaba. 

—Vos quédate tranquila. Vi un video y lo explica muy bien. Así que no te preocupes. En tu estado tenés que estar relajada.
Carmela no estaba tranquila ni relajada ni nada parecido. Amaba a su esposo, pero sabía que él a sus 76 años tenía “episodios” cada vez más seguidos. Primero las llaves en la heladera, luego la pava en el fuego hasta casi derretirla. El cuerpo falla luego de cierto tiempo, todos lo saben. Sin embargo una cosa era cierta, ella ya no podía seguirle el ritmo a sus desvaríos ni a nada que él propusiese. “Tres meses de vida”, pensó. Y así como había sido un shock para ella, para Alfredo había sido devastador. Varios días pareció un zombi. Sin expresión, sin alma. Quizás el alma de Alfredo se había fugado a otra época, a aquellos años en los que la mayor preocupación eran la cena de fin de año, con quién pasar navidad o qué hacer en las vacaciones. Sí, Alfredo estuvo fugado en esos días.

—Bueno…si a vos te parece.
Más allá de los pensamientos preocupados de su esposa, Alfredo iba y venía a una velocidad mayor de la que sus articulaciones le permitían a estas alturas. Ahora que había encontrado el bendito video explicativo estaba más animado. Lo había buscado durante semanas sin suerte. Y ya estaba al borde de la desesperación cuando lo vio en el estante más alto de la biblioteca. “Esto nos va a cambiar la vida”, pensó cuando, con esfuerzo, llegó hasta donde se encontraba el video. Luego del hallazgo comenzó a sonreír un poco más. No como cuando salieron del médico aquella tarde. 

“Alfredo, vas a estar bien…sin mí”. Un nudo en la garganta había aparecido y un silencio posterior le demostró que nada estaría bien. Alfredo sin ella no existía. Era un imposible. 

Los días que siguieron a la visita del médico fueron oscuros. Alfredo se encerró en su mundo. Con pesadillas por las noches y ojos rojos en las mañanas. Él necesitaba una alternativa a la realidad que vivía. Aunque parecía que el mundo le ofrecía solo malas noticias. Entonces empezó a averiguar cosas que no se atrevía contarle a su esposa por temor a que ella lo censurara. O que en realidad no funcionase en absoluto. No quería darle falsas esperanzas. Pero una idea anidaba en sus envejecidas neuronas, quizás un recuerdo de la infancia. Sí. De su abuela materna. Ella se decía bruja aunque todos sabían que era algo más que eso. El problema era que ella estaba muy muerta y se había llevado a la tumba sus más preciados secretos. 

Con una idea casi nublada, buscó respuestas en lugares que por supuesto no iba a encontrar. En los diarios, en libros de historia, incluso en la computadora que apenas sabía prender. Y Carmela se preocupó mucho. “Se va a enfermar”, pensó más de una vez. Pero qué le iba a decir. Ya no tenía fuerzas y los tres meses estaban llegando a su fin. “Quizás así se entretenga y todo pase rápido, desapercibido”. Carmela estaba convencida que si él se entretenía, su muerte pasaría inadvertida. 

Sin embargo aquella tarde, las cosas cambiaron drásticamente.
—¿Ves? Solamente tengo que hacer estos jeroglíficos acá y allá y poner los cuerpos ahí.
Carmela al escuchar a su esposo hablar de esa forma sintió algo en el pecho. Como un susto repentino o una palpitación brusca. Estaba asustada realmente. Sobre todo cuando escuchó “cuerpos” así tan a la ligera. No sabía si él alucinaba o si realmente había muertos involucrados. O cuál de las dos opciones era peor. También se preguntó si no debía llamar a alguien. Quizás al médico. 

—¿Qué cuerpos, mi vida?—dijo ella con suavidad para no alterar a su esposo.
—Vos, tranquila.—fue la respuesta conciliadora de Alfredo que siguió yendo y viniendo por la casa. 

Dos minutos después el anciano apareció arrastrando con dificultad a alguien, un joven hombre inconsciente. Lo colocó en el centro de uno de los jeroglíficos circulares de suelo y desapareció otros dos minutos. Carmela escuchó la respiración agitada de su marido y supo que estaba recuperando el aliento. Pensó en decir algo, pero enseguida lo descartó. Entonces Alfredo reapareció con el cuerpo de una mujer de unos veinte años. Hizo exactamente lo mismo que con el muchacho y descansó una vez más. Los cuerpos así dispuestos en sendos círculos, quedaron enfrentados apenas rozándose las rodillas en posición fetal. Al ver semejante cuadro, Carmela se tapó la boca para no gritar. Algo en su interior le decía que esas dos personas estaban muertas y que todo iba a terminar muy mal. Sin embargo la realidad era que nada podía hacer u objetar. Lo hecho, hecho estaba. Y ella no podía moverse siquiera para ir al baño. 

Entretanto y omitiendo las reacciones de su mujer, Alfredo prendió el televisor y puso el video.
—Viste Carmela…tengo la situación bajo control. Acá dice cómo llevar adelante todo. 

Carmela se preguntó qué sería todo, pero ni se animó a cuestionar a su esposo con el que había compartido toda una vida. Alfredo se sentó a su lado y le instó a beber un vaso de jugo. Él hizo lo mismo, la tomó de la mano y la besó. Dijo varias veces unas palabras extrañas que Carmela tuvo que repetir y eso fue todo.
Unos minutos después, ambos estaban sin vida frente al televisor que aún encendido mostraba la película “The skeleton Key”. Al finalizar los créditos, los cuerpos depositados en los círculos despertaron. Se miraron, se tomaron de la mano y sonrieron pícaramente. 

Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016

viernes, 21 de octubre de 2016

Paralajmërim






El ruido de la locomotora que se acerca te despierta. En un segundo te querés incorporar pero las amarras están tan tirantes sobre tu cuerpo que no te podés mover ni un milímetro. Ni siquiera te cuestionás qué hacés ahí. Sólo intentás en vano desatarte pero es imposible, por supuesto. 

El tiempo pasa. El ruido se acerca. Bocinas, luces. Sentís el acero de las ruedas del tren atravesando tu carne. Lacerando tus huesos. Tu corazón se detiene luego de que tu tórax explota por la presión. Y el dolor se queda grabado en tu espíritu que aún lucha por desaparecer de aquel sitio. Pero no. Seguís ahí, entre huesos astillados, tierra y metal. Cada costilla se desprende del esternón, la columna se te hace trizas y dejás de existir. 

Solo para abrir los ojos y entender que estabas soñado. Suspirás. El corazón, ese que segundos atrás había sido expulsado de tu cuerpo, late a miles de pulsaciones por minuto. Tus pupilas dilatadas aun buscan el metal. Tus manos tiemblan y hasta podés sentir que unas gotas de orina se te escaparon. Te serenás. Respirás hondo y decidís seguir durmiendo. Querés darte vuelta, pero algo te lo impide. Sentís barras metálicas en tu dorso y el miedo aparece otra vez en tu mente. Una brisa fresca y desubicada te indica que no estás en tu habitación. “No puede ser”, te decís angustiado. Pero el tren aun no se escucha. 

La luna esta sobre tu cabeza, redonda. Y ves miles de estrellas que se disputan la primacía del brillo en el firmamento oscuro. Querés levantar los brazos, pero no podés. “Tengo que salir de acá”, pensás pero ya es tarde. Escuchás el tren a la distancia. Y todo comienza otra vez. La desesperación. Las luces. El terror. La frenada imposible. Los chispazos de las ruedas sobre las vías. Y el dolor. La sangre que se esparce por todos lados. Tu carne destrozada. Oscuridad. 

Tus ojos se abren desesperados y una vez más despertás. Te prometés salir de esta. Aunque si supieras de qué se trata sería más fácil. Intentás recordar algo pero sólo se te viene a la cabeza el tren y el dolor “¡Concentrate!”, te decís pero no funciona. Respirás hondo y tratás de entender donde te encontrás ahora. No estás al aire libre y eso es casi un consuelo. Sin embargo tampoco estás en tu habitación. Sentís voces, alguien habla. Putea. Un sacudón te indica que estás en el baúl de un auto. “¿Qué carajo pasa?”, pensás y agudizás el oído. Un freno en seco. Un par de encapuchados te arrancan del baúl y te depositan en las vías. “Esto es para que aprendas hijo de puta. Con los amigos no se jode” dice uno de ellos y se van a toda velocidad en un auto que se te hace conocido. 

Y todo empieza otra vez. Y el dolor se graba en tus neuronas a fuego. En el último segundo previo a morir recordás algo, un flash. Una minucia tal vez. Junto al dolor, unos ojos claros y una noche sudorosa se impacta en tu recuerdo. 

Estás sobre ella. La penetrás una y otra vez. Con rabia. Con locura. Sólo sabés que se llama Catalina y que no es de acá. No importa de dónde mierda sea. Ahora es de acá. De entre tus sábanas. Ahora es tuya. La lujuria se agota y la observás. No imaginaste nunca que ella se te regalaría de esa manera. No luego de conocerla por unos minutos. 

Abrís los ojos porque alguien te zamarrea. Te incorporas aunque un cuchillo en la garganta te frena en seco. Mirás a todos lados. Hay una humedad en las sábanas. Algo caliente discurre. Es la sangre de la rubia degollada. Entendés que es por ella. Todo es por ella. El dolor, la muerte. Todo pasa de nuevo. Todo se repite. El viaje, los golpes, las vías, el tren. La carne destrozada, el dolor agudo hasta en los huesos. La sangre y la oscuridad. 

Estás en el bar del centro con una cerveza. Tus manos tiemblan, tu corazón está acelerado. Una gota de sudor recorre tu cara y nerviosamente te la limpiás. “Estoy soñando despierto”, pensás. “El tiempo no salta así. Es un sueño. Nada más”. Las luces del bar te provocan dolor en los ojos y el ruido retumba en tus oídos. Pensás que quizás abusaste del alcohol. “Sí, es eso”, te convencés y por un instante tu cuerpo se serena. 

A lo lejos divisás a tu mejor amigo. Hace meses que no sabés nada de él. Te alegrás de por fin verle la cara. Se acerca con una sonrisa mientras vos deliberás si contarle o no lo de tu sueño. Quizás te trate de loco o tal vez te mande a uno de esos curanderos que conoce. Sin embargo algo te arranca del pensamiento. Detrás de él una rubia cabellera asoma. “Te presento a mi hembra, amigo. Se llama Catalina y es colombiana. ¿Qué te parece?”, dice y un recuerdo de tu abuela inmigrante de Albania se te materializa: “paralajmërim”. Tus  pensamientos se acomodan, los recuerdo del sueño se hacen vívidos. Pensás en ella, en tu abuela. Paralajmërim repetía cuando algo no andaba bien, cuado tenía un mal presentimiento. 

El terror reaparece. Tus huesos recuerdan el dolor de un futuro que se dibuja claro, límpido. Tu corazón da un vuelco y sin decir una palabra salís corriendo del bar. Espantado vas a tu departamento, hacés las valijas y desaparecés de los lugares que solías frecuentar. 

Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2016

sábado, 8 de octubre de 2016

Rival





—Cecilia está tísica. Van tres que mueren en la casa de esa misma enfermedad.
—¡Dios ampare a esa mujer! Es todo tan triste que me cuesta pensar en eso…ellos vivían bien, estaban acomodados… ¿Quién es ese médico que dice saber la causa? ¿Cuáles son sus credenciales?
—No lo sé—dijo Carmen con cierta preocupación en el rostro. —Jamás pensaría en cuestionar al doctor. Jamás.

Juan la observó. Vio a su mujer. Tiempo atrás, él hubiera dicho lo mismo, pero ahora tenía sus dudas. Que la pequeña Diana, una flacucha y desgarbada niña, se hubiera muerto de tuberculosis era una cosa. ¿Pero el resto? Era demasiado. Diana era la hija de la ama de llaves. Jamás había estado en contacto con los otros. En cambio Cecilia era la más fuerte de la casa. Había sobrevivido a la pérdida de dos hijos y un aborto espontáneo que la había postrado durante seis largos meses. 

 —Lo único que sé es que este hombre no hizo nada por salvar a los otros. Ahora Cecilia enfermó también. ¿Notaste algo extraño cuando visitaste a Cecilia?
—No, nada. Es todo muy raro. Y el doctor tiene una credencial. ¿Qué podemos a hacer? —dijo ella mirando el bordado que la mantenía entretenida cada tarde.
—Proteger a los que quedan. Voy a buscar a otro doctor. 

La joven mujer dejó la labor en el regazo sin levantar la mirada. Como siempre se quedó callada, con miles de palabras en su cabeza. El doctor no era un problema, lo sabía. Lo que la dejaba perpleja era la actitud de su esposo. De repente explotaba con toda esta cosa de la duda. ¿Sería por ella? Temía siquiera pensarlo. Cecilia era una mujer con todas las letras. Era de esas personas que a pesar de tener casi cuarenta, mantenía un porte majestuoso que solo pocas mujeres sabían llevar. Y era humilde en sus actos a pesar de estar en una posición muy favorable. ¿La envidiaba? Ahora se daba cuenta de que sí y que temía perder a su esposo por ella. Sobre todo porque uno de los muertos era el propio marido de Cecilia. 

—Vos andá a visitar a nuestra querida amiga…—dijo de Juan al marcharse.
—¿Estás segura que deba? Apenas ayer estuve en la casa…
—Ella nos necesita ahora. Te necesita. Yo…te pido que cuides de ella, Carmen.  

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Cecilia estaba bastante pálida aquella tarde en la que Carmen llegó a visitarla. Al entrar en la habitación, Carmen tuvo la sensación de que observaba a un ángel. Eso le chocó porque incluso en la enfermedad, Cecilia se distinguía. Era hermosa a pesar de su padecimiento.

—¿Cómo se siente Señora Cecilia?
—Podés decirme Cecilia. Me has estado cuidando todo este tiempo… te estoy tan agradecida. 

Carmen sonrió y se puso colorada. No estaba segura de por qué tenía esa reacción. Quizás sentía que sus pensamientos estaban expuestos ante aquella tremenda mujer. No lo sabía.
—Quedate tranquila que esto no va a terminar conmigo. Pasé por tantas cosas que esta va a ser una anécdota más. 

Carmen la escuchó en silencio mientras fue hasta la cómoda a enjuagarse las manos. Así debía ser, le había dicho Juan. “Todo debe ser pulcro antes de tocar algo de ella o a ella misma, Carmen”. Suspiró. Mientras se secaba las manos se observó al espejo. Se notó delgada e insignificante. Vio arrugas en su rostro a pesar de no llegar a los treinta. Nunca antes se había sentido así, amargada. “Es ella”, pensó “Ella me hace sentir así”.

Carmen había construido su familia con esfuerzo. “Familia…sólo somos Juan y yo”, se dijo. Ella venía de la pobreza y Juan fue su única salvación. Llevaban seis años juntos y recién ahora podía decir que tenía sentimientos por él. Aunque “los sentimientos no son importantes, hija. Lo importante es que te cases bien”. Tal vez no era amor. Tal vez era miedo. Ese temor de saberse sola si él decidía ir tras Cecilia, ahora que era viuda. 

—Creo que mañana ya podré levantarme. Mi malestar es mas leve y siento que la fuerza está volviendo a mi cuerpo. ¿No te parece Carmen?
—Si, claro—contestó la joven con la cabeza en otra cosa. 

“Si se salva de esto van a decir que es inmortal. Que es una especie de diosa amazona que volvió de entre los muertos. Seguramente harán una fiesta en su honor y estará hermosa e inmaculada. ¿En qué lugar quedo si pasa eso?”, siguió pensando la atormentada mujer. Sus puños se cerraron casi como en un reflejo. Imaginó su futura soledad, su pérdida. Pensó en Juan y Cecilia rearmando una vida. Formando la familia que ella no pudo porque su vientre se negaba a albergar a un niño como Dios manda. Una lágrima recorrió su mejilla y se estrelló en el suelo junto a sus sueños de maternidad.  

—¿Estás bien Carmen? —preguntó Cecilia al verla ahí, frente al espejo, callada. Pensativa. 

Carmen respiró hondo. Se preguntó porqué el veneno que le estaba dando cada día no surtía efecto. “No importa”, pensó y se dio valor como cuando había dado el “Si”, a un casi desconocido. A Juan. Pensó en sus orígenes, en su presente y supo que debía defender lo suyo. 

—Estoy más que bien—concluyó mientras se daba vuelta y le sonreía a Cecilia.

“Es ahora. Debo hacerlo ahora”, pensó. Caminó hasta la cama. Observó a su rival, le sonrió con desdén y tomó el almohadón del sillón. Con firmeza lo colocó en el rostro de Cecilia que batalló por su vida. “Tranquila”, dijo con suavidad “El descanso eterno pronto llegará y por supuesto te vas a sentir mucho mejor… en realidad no sentirás nada, mi querida Cecilia”. Entonces la mujer ya no se movió y Carmen salió a avisar que la tuberculosis se había cobrado una vida más. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2016
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