sábado, 14 de enero de 2017

Tormento








Cuando el corazón le dejó de latir, su alma emergió por la nariz en busca de su destino. Por supuesto iba directo al infierno. Sabía que le esperaba algo oscuro y malo, y por eso quiso escapar. Por supuesto, no pudo hacerlo.

De inmediato millones de sombras, esas que parecen no estar, las que se ocultan detrás de las puertas o incluso entre las cortinas de tu casa, se abalanzaron sobre aquella ánima culpable y la acorralaron. 

La encerraron entre barrotes color tiza. Barrotes óseos hechos de víctimas, envueltos en sangre y restos de carne. Tibios. Malolientes como todo lo putrefacto que hay en el mundo. Como el azufre del inframundo. Inviolables para las almas malvadas. Entonces ahí se quedó quieto esperando la entrevista con el Señor de las Tinieblas. ¿Qué más iba a hacer? ¿Llorar? No. Era culpable, así que solo restaba aguardar. 

Pasaron las horas, incluso días o meses. En ese sitio no se podía saber con exactitud cómo transcurría el tiempo. Pero pasó el suficiente como para que se preguntara cómo sería el Diablo. ¿Sería como lo describía la Biblia? O quizás era más fantástico que eso: un enorme dragón con ojos inyectados y aliento horrible. Esa imagen le gustaba más. Divagó un largo rato acerca de la apariencia de aquel ser y sobre todo, imaginó qué podría decirle. Incluso imaginó que el mismo Diablo, asombrado por las hazañas de esta ánima acorralada, lo invitaría como integrante de su staf personal.

Cuando ya estaba harto de imaginar, unos demonios aparecieron y supo que el momento había llegado. Ellos abrieron su cárcel de huesos y se apostaron uno a cada lado. Los tenía demasiado cerca y pudo ver cómo salían cientos de gusanos por la oreja o el orificio donde debía estar la oreja en realidad, del demonio que estaba a su derecha. También su tórax, que estaba semiexpuesto, se encontraba colonizado por tarántulas y víboras pequeñas. Observó asombrado que dentro de las costillas, un pulmón carbonizado, se expandía de vez en cuando. Pero no temió. Todo tenía un sabor agradable para él.  

La situación era de lo más natural. Aunque... Una vez en el centro de lo que parecía una sala de enjuiciamientos diabólica, miles de luces comenzaron a caer desde el techo abovedado del infierno. Lo rojo se entremezcló con el blanco y una pizca de celeste. Los destellos se transformaron en rayos y los demonios, asustados, comenzaron a gritar. Con  sus bocas desfiguradas emitieron sonidos guturales, ahogados y roncos que ensordecieron al detenido.

El alma del condenado no supo qué hacer por primera vez. En un segundo se vio rodeado de estas luces y elevado a través del infierno. Traspasó piedra, lava, tierra, agua. Y llegó a una cama de hospital. Ahí se vio rodeado por un grupo extraño de personas. Con batas blancas y barbijos. Deliberaban si lo dejaban morir o no.

Sin embargo, antes de que pudiera decir “Estoy vivo”, otras sombras surgidas de los monitores lo envolvieron y se lo llevaron a otro tipo de profundidades. Una asfixiante y viscosa como la brea. Ahí fue donde vio su familia de pequeño. Revivió los golpes de su padre, el dolor al ver a su madre degollada a manos de su hermano y la violencia de la venganza. Fue testigo de su hermano decapitado y hasta pudo sentir el olor a amargura y frustración de su adolescencia callejera. Recordó que así había comenzado todo. Con venganza y luego con placer.

Las sombras aparecieron y otra vez volvió al hospital. Agotado y temeroso de lo que le esperaba aguardó inmóvil, tembloroso de a momentos. Sabía que en la tierra no tenía futuro. Afuera unos policías custodiaban la puerta de la habitación. Lo aislaban de la sociedad inocente.

“Debo salir de acá”, pensó. Pero eso era algo prácticamente imposible. Quiso levantarse pero las amarras en el cuerpo no lo dejaron. Un tubo de plástico estaba insertado en su garganta y dedujo que gracias a eso respiraba aún. Sin embargo necesitaba salir de ahí. Se sacudió en la cama pero nadie se percató de eso. Nadie vino por él. Ni siquiera el sueño. Sintió fuego en sus cuerdas vocales. Sintió el dolor de la carne atravesada por una bala. Se preguntó ¿por qué me salvaron? “Por obligación”, escuchó en su cabeza. “Es su deber”.

Otra vez los demonios se lo llevaron. Y mientras el pip del monitor se transformó en un sonido constante, la oscuridad sobrevino y creyó que finalmente moriría.

Pero no. Fue directo al pasado. A una habitación de hotel barata. Sucia como su alma. Y se vio con ella. Con su primera víctima elegida. Consiente y disfrutada. Se vio atándola a la cama y amenazándola con un cuchillo. Vio cómo ella lloraba y él se excitaba. “Eras macabro”, escuchó en su cabeza. Vio como con el cuchillo recorría la piel blanca de la mujer. Como cortó el corpiño y expuso sus senos. Vio como los acariciaba. “Eso te costará el futuro, amigo”. Vio todo y se volvió a excitar. “No aprendes ¿no?” Y en el instante en que la iba a ultimar, volvió al hospital. Al ardor de la garganta. Al pip rítmico. “No quiero vivir más”, quiso gritar, pero no pudo. Ahora estaba totalmente paralizado.

Una persona vestida de blanco entró. Era una mujer. Hermosa, de contornos bien marcados. Pensó que si pudiera en ese momento la haría suya, sin pedir permiso. Y la mataría porque ya estaría manchada por él. Sí, lo haría sin remordimientos.

Pero no podía hacer nada. Solo pedir misericordia. “Ayuda”, intentó decir pero solo se escapó una lágrima de impotencia. Ella se acercó y él pudo divisar su rostro, su palidez. Se le hizo conocida. Se parecía demasiado a la mujer de la habitación. Aterrorizado observó que ella sonría con malicia. Una carcajada profunda e infernal que expuso su garganta oscura y sanguinaria. De pronto, de su boca salió una serpiente que se abalanzó sobre el cuello del moribundo resucitado y se enroscó ahí. Lentamente la serpiente fue apretando la garganta del asesino. Lo único que le impedía matarlo era el tubo de plástico. Los ojos se le hicieron saltones, se inyectaron de sangre y aunque deseó revolverse en la cama no pudo. Y así sintió un crack: el tubo y su laringe se habían partido.

Las tinieblas aparecieron otra vez y lo llevaron a la prisión de huesos. Suspiró aliviado porque definitivamente había muerto. Estaba seguro.

Entonces el Diablo apareció ante él. Para nada se parecía a lo que había imaginado. Era un ser con mirada pacífica, vestido de médico y con un estetoscopio colgando de su cuello. Supo que era él por el aroma a azufre, intenso, penetrante. Pudo ver el abismo en sus ojos, uno oscuro, el de su futuro.

Lucifer habló con claridad y determinación, lo hizo una única vez y sin rodeos: “Ahora solo faltan otras 35 víctimas más”. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos losd erechos reservados 2017

lunes, 2 de enero de 2017

Tacones en tu corazón





Entrás a la casa de la avenida 54 y en el segundo en que atravesás la puerta,un aire espeso se filtra en tu nariz. Te penetra. Avanza por tus fosas nasales y se anida en tu cerebro. Esa es tu señal. La señal de peligro, de que algo no anda bien. Aunque como siempre, no hacés caso.

Mientras tratás de no enredarte en una guirnalda, saludás a unos cuantos que se te hacen conocidos. A Marcia la conocés de la oficina. Ella te sonríe. Estás casi seguro que quiere acostarse con vos. Pero no te gusta. “Quizás cuando esté muy desesperado”, te decís y sonreís. La imaginás gimiendo y te causa repulsión. No, ni siquiera cuando estés desesperado. 

“Hay que dar una vueltita y ver”, pensás mientras agarrás de una mesa un vaso con una bebida naranja. Tiene mucho hielo. No es jugo, obvio. El alcohol quema tu garganta y llega enseguida a tus neuronas. Sabés que no deberías tomar. Pero hoy te lo permitís. Después de todo, es 31 de diciembre. “Venite a la fiesta de fin de año”, decía la tarjetita que encontraste en tu escritorio, “La vas a pasar bomba”, continuaba. “¿Por qué no?”, te digiste. A pesar de todo lo que eras, a pesar de ser el jefe mal arreado, rezongón e incluso, a pesar de ser casi un acosador de las secretarias, te apreciaban. ¿Lo hacían? Por supuesto. Nadie se resistía a tus encantos. 

Si, sos irresistible. Sobre todo para Laura, la de las fotocopias. Ella te guiña el ojo cuando le mirás las tetas y le hablás de la minita que te llevaste la noche anterior a la cama. También te escucha cuando te burlás de Marcia. Todos lo saben. Ella y vos son incompatibles, aunque ella te vea como la madre de sus hijos.
Por ahí fue ella la que te invitó. Eso te deja pensando. Junto a la notita había una flor, una rosa negra. “Extraño color”, pensaste. Pero te pareció adecuado llevarla. Como un código secreto de encuentro. En la solapa del saco, la llevás puesta. Esa es tu entrada triunfal: el traje de la oficina y la rosa. Estar presentado es tu fuerte. Y tus ojos claros. También los oyuelos que se te hacen al sonreír. Esos son tus atributos. Y hacerlas gemir en la noche. Con una copa de champán y esa pastillita que las relaja. Así no preguntan, así no te exigen. O no te demandan por acoso. 

Marcia seguro que quiere probar. La pastilla, la tuya, todo. Pero te hacés el difícil. Aunque hoy está más presentable. Maquillada y con tacones tiene un aire misterioso. Como por la mañana. Ella nunca usa perfume, pero hoy le sentiste un aroma sensual. Diferente. Muy raro. ¿Estás seguro que nunca te la llevaste  la cama? Ya perdiste la cuenta de cuántas fueron y hasta tenés dudas. Quizás en una noche de desesperación y alcohol…quizás una noche como la de hoy, de fin de año solitaria. Las burbujas de alcohol te juegan una mala pasada en momentos así. Tus recuerdos se alborotan. Pensás en Marcia y la mantenés ahí por si no surge otra alternativa. Siempre como última opción. 

Aunque cuando llegás al living de esa casa llena de gente, mujeres al parecer (todas?), observás unas curvas vestidas de rojo. Unos tacos aguja negros, un cuello blanco. “No puede ser ella”, pensás. Pero estás seguro de que es. Esos rulos recogidos en un rodete se te hacen demasiado familiares. Querés escaparte, pero ya es tarde. Ya te vio. “Hacete el boludo”, pensás y te bajás de un saque el vaso que venías saboreando. Hacés que saludás a otra compañera que ni te mira y amagás con irte, pero ella avanza hasta vos. No podés evitar observarle las tetas que están apretadas en ese vestido escotado. Tampoco podés evitar pensar en la noche en que te la llevaste a tu departamento e hiciste con ella todo lo que se te antojó. La pastilla funcionó mágicamente. María fue tu primera. El debut de las mujeres empastilladas. Luego de ella, lo demás se te hizo vicio. 

La saludás ausente. Ella te habla pero no le entendés. La música te ensordece. Las lucecitas que se encienden y se apagan dan un fulgor extraño, con sombras grotescas en las paredes, demoníacas. Querés irte, pero ella te toma de la mano y esa sensación extraña se disipa. “Bueno”, pensás, “Si empezamos así…” y te lleva por una escalera. Caminás detrás de ella, observando su culo enorme, rojo, ajustado. Aunque sentís que todo te gira. “No voy a poder”, pensás. Pero no te importa. Quizás te quedes dormido entre sus tetas. Sería el cielo, aun sin hacer nada. Sí, estás seguro de que esta noche es perfecta para dormir sobre su cuerpo desnudo. 

Subís las escaleras. Se te hacen eternas como la mañana en que ella fue a encararte. Te acusó de violarla. “Yo no te obligué a nada, amor”, le habías contestado. Pero ella insistió. Tuviste que encerrarla en aquella clínica. Cuando se es el jefe es fácil tener abogados poderosos que estén a tu disposición. “Parece que la estancia en el sanatorio le hizo bien…en todos los aspectos”, pensás mientras de refilón te parece ver a Mónica, otra de tus conquistas. 

Alguien, otra chica vestida de traje negro, te da un vaso con una bebida verde. “Es especial para vos”, te susurra al oído y la tomás. No es sed lo que te impulsa, es la misteriosa mujer de labios carnosos que casi roza tu piel cuando te habla. Querés irte con ella, pero tu dama de rojo te tironea y obedecés como un niño tonto. 

Atrás queda la de negro e imaginás su puchero. “Hay para todas”, pensás mientras tus pies tropiezan con un escalón. Caes de rodillas, pesado. El equilibrio te abandona momentáneamente y casi rodás escaleras abajo. Te agarrás de la baranda y sentís la adrenalina en tu pecho. Ese acelere peligroso, el calambre en el estómago. La taquicardia se instala mientras tratás de despejarte del alcohol. “Vamos tontito”, dice tu guía femenina y te parás condificultad para seguirla, “Ya falta poco”, te susurra mientras te ayuda a seguir. “¿Tan desesperada estás?”, le preguntás y ella te sonríe. O eso parece esa mueca en sus labios. Algo maquiavélico se filtra en sus ojos y por un segundo dudás. Pero alguien te empuja. Una mano en tu espalda, más abajo tal vez. No podés distinguir, aunque te gusta. Es la de negro. “Así, sí”, te reís estúpidamente. 

Entran los tres a la habitación. Hay velas y una cama con dosel bordó. Como aquella vez. Como todas las veces. Es una réplica de tu habitación. El aire espeso te penetra otra vez y sentís que el piso se mueve. En un segundo todo se oscurece a tu alrededor. 

Un ardor penetrante te despierta. Estás agitado. Tus pupilas están dilatadas, tu respiración se entrecorta. El terror inunda cada uno de tus poros. Buscás a tu alrededor. Todo está borroso. Te querés levantar pero algo te lo impide. Estás atado. Hay risas y murmuraciones a tu alrededor. Son ellas. Son todas. María sobresale. El rojo llamativo que viste se te hace incandescente. Ella sonríe. Vos no tanto. 

Un dolor en el costado te hace mirar a tu derecha. Está Marcia ahí. “A ella no le hice nada”, pensás, aunque el desprecio puede ser terrible para alguien que te desea. Llorás de dolor. “¿Qué es esto?”,decís con la palabra entrecortada. Algo te molesta en el costado y sentís la humedad en tu espalda, caliente, viscoso. Hacés un esfuerzo sobrehumano y alcanzás a ver algo clavado en tu costado ¿es un zapato? Es un tacón, son muchos. En el pecho, en la panza, en tus piernas. Llorás como un nene. Suplicás como un cobarde.
Son ellas que clavaron sus zapatos en tu cuerpo. ¡Reaccioná! Los mismos zapatos que exigías que usaran en tus encuentros, en tus sesiones dopadas de sexo abusivo y sin control. Aullás de dolor. Agonizás. Rogás que se termine. 

María se acerca con su zapato. Tiene un taco de 15 centímetros, extremadamente fino, afilado como ella, como el odio que juntó durante tanto tiempo en la clínica. Eleva el zapato y con la violencia de quien estuvo encerrada, privada de una vida, te clava el último tacón en el corazón, y aunque parezca que no tenés uno, enseguida queda demostrado que sí. Cuando de pronto deja de latir.

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017