domingo, 23 de abril de 2017

Ella no se fue







Cuando te llamé y no contestaste algo dentro de mi cuerpo dijo que me esperaban días oscuros. Insistí una vez más porque vos no eras así. No eras de “desaparecer”, de no contestar un mensaje. Eras libre sí, pero tu libertad era madura, la de una joven que tiene el mundo y la vida por delante, y así debía ser. Yo te enseñé eso. Yo te eduqué así. 

Enseguida salí a buscarte. Me tomé el colectivo de larga distancia y fui a tu departamento. Fueron horas desesperadas mirando el celular a cada rato, rogando que no se terminara la batería…esperando un mensaje liberador. No llevé nada más que el celular y tus llaves, las que me habías dejado en caso de emergencia o de visita inesperada. Esas visitas de cuando uno extraña horrores a su hija y se aparece con un matambre casero o unos churros para matear el fin de semana. 

Cuando llegué, no pude atinarle a la cerradura. Estaba tan nerviosa que las manos me temblaron. Me imaginé miles de cosas, y todas ellas no fueron ni un céntimo de la verdad. Cuando logré abrir encontré ese frío, el de la soledad, porque todo estaba desértico. Me senté en tu silla favorita y miré por la ventana. Mi pecho se estremeció nuevamente y miré el celular otra vez. Deseé no tener cobertura y que fuera problema del maldito 3G. Deseé que de pronto tus mensajes lloverían, uno atrás de otro, diciéndome que estabas bien. Que habías ido al cine o de una amiga. También imaginé que entrabas por la puerta y me abrazabas. Pero nada de eso sucedió. 

Llamé a tus amigos, porque los conozco a todos. Porque a pesar de que en el programa de la tarde dijeron que eras libertina, y que yo no sabía con quién “andabas”, yo los conocía. Tu  mejor amiga se asustó al escuchar mi voz. “La vi el jueves a la tarde. Me dijo que iba a pasar el sábado por tu casa a tomar mates”. No quiso pensar en lo peor pero como a mí, sé que en el estómago se le retorció algo. “Esperame que ahora voy y te ayudo”, me dijo. 

Llamé a tu novio. Un pibe de diecinueve años, como vos. Para la prensa y la policía era un sospechoso. Yo lo conocía de siempre, del barrio. Marcos estudiaba informática y vos trabajo social. Él me contó lo mismo que tu amiga, que te había visto el jueves a la noche y que el sábado ibas a pasar por casa a tomar unos mates. “Ya voy”, también dijo.

En la tele también dijeron que te habías fugado porque tu relación conmigo era de opresión. O que no me importabas y que por eso no me enteré de tu desaparición hasta dos días después. Lo sospeché antes, te digo. Pero eso queda en mí. Lo sospeché cuando te llamé y no contestaste. Cuando te mandé el mensaje y ni siquiera lo viste. Cuando te volví a llamar y el celular me daba apagado. Todas esas veces sospeché lo peor, pero como madre tenía la obligación de la esperanza, de buscarte a toda costa. 

Y lo denuncié a la policía. Tus amigos y Marcos me acompañaron y me ayudaron a resistir los embates de la ley. Ellos me preguntaron si eras una persona “rebelde” y sí, es tan rebelde como cualquier adolescente, les dije. ¿Pero tiene algún motivo para irse? Y yo les contesté que no te habías ido. Que habías desaparecido. Que alguien había provocado eso. ¿Y usted está segura? Tan segura como que la traje al mundo. Tan segura como que conozco sus intereses. Tan segura como que sé que amabas la vida y que jamás pondrías en riesgo eso. ¿Pero andaba sola de noche?, me preguntaron. Y por dentro la indignación se apoderó de mí. ¿Por qué no podría andar sola de noche? ¿Por qué debería de tener chaperones? ¿Por qué un hombre sí y ella no? Pero no pude decir nada. Solo que no sabía, que seguramente sí. Y entonces vi ese gesto del “Ahhh… ¿vio que no sabe todo? ¿Vio que su hija era una libertina? ¿Qué quiere? ¿Si anda sola de noche?” Ella no se lo buscó, le dije. Pero ya estabas condenada, mi hija. Ellos se convencieron de que te subiste al primer auto de marca que pasó y que seguro estabas drogada por ahí. Que porque usabas faldita te merecías que te violen o que te toquen el culo. 

Marcos vio mi cara y me frenó. Él entendió que iba a cagar a palos a ese oficial y que no era conveniente. Al menos no ahora. “Acampemos”, dijo y montamos guardia en la comisaría. No les gustó mucho pero eso les obligó a moverse, a buscarte. 

Pasé días infernales. Fuimos detrás de cada llamado telefónico que denunciaba haber visto “algo” y con el corazón en la boca presencié situaciones atroces. Mientras te buscaba vi como aparecían otras jovencitas. Muertas. Violadas. Violentadas. Mientras te busqué vi como demonizaron a estas víctimas e imaginé la justificación cotidiana de tu desaparición. ¿Por qué hacer algo así? ¿Por qué no compartir el dolor conmigo? Sé que muchos lo hicieron, aunque en esos momentos duele todo y lo que dijeron de vos fueron miles de puñaladas en mis intestinos. 

Los días se hicieron semanas y el acampe ya no sirvió de mucho.

Lentamente cada uno tuvo que retomar su vida como pudo aunque yo no. Mi vida quedó detenida esa tarde en la que no respondiste mi llamado. Imagino que quizás se apiadaron de vos y te dieron entierro e imagino también la vastedad de esta tierra, el rincón posible, el lugar minúsculo donde poder encontrarte. Y se hace tan difícil la espera, la búsqueda, la ansiedad. 

Y entonces anoche te soñé. Entraste a mi cuarto con una luz particular. Con la incandescencia propia de lo inmaculado. Tus ojos hermosos y honestos como siempre. Tu sonrisa serena, entre adulta e infantil. Me acariciaste el rostro y me pediste que no llore más. Ya no sufras, me dijiste y te acostaste junto a mí. 

Hoy la mañana sonó el teléfono y supe que finalmente, luego de cuatro años, te habían encontrado. 

"En Argentina hay un femicidio cada 18 horas. Ni una menos.Vivas nos queremos"

Autor: Soledad Fernandez (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017 
Imagen hallada en la web

sábado, 15 de abril de 2017

En el jardín de su casa







El hombre avanza con paso cansado, con el peso del mundo sobre sus hombros. A pesar de su juventud siente que ya vivió lo suficiente, quizás hasta unos días de más. La duda y la esperanza ya no lo acompañan, lo abandonaron varios kilómetros atrás. “Ella se merece que llegue”, piensa y ese pensamiento es el motor que lo mantiene en pie a pesar de todo. 

Una lágrima se escapa y se estrella sobre el pequeño. Lo carga en sus brazos a pesar de los calambres y espasmos en las piernas que le obligan a parar. No hay apuro, sin embargo. 

El sol le castiga el rostro y él está seguro de que merece ese como tantos otros castigos por venir. “¿Cómo se lo digo?”, se pregunta y le tiembla el labio inferior. “Esto es ser hombre…poder confrontar lo adverso, poner el pecho”, se convence. Lo abraza. Lo acerca aún más a su corazón y el llanto se hace incontrolable. 

Piensa nuevamente en ella. Ahora solo puede hacer eso. Hay cosas que no necesitan palabras. Como cuando le pidió matrimonio: solamente se inclinó sobre su rodilla derecha y la miró directo a los ojos. No necesitaron palabras para sentir; una sonrisa, una lágrima, un beso. Así fueron ellos. ¿Será igual ahora?

Camina un poco más y su ropa se engancha con una rama caprichosa. “El bosque nos quiere acá”, se dice. Pero sus reflejos están agotados como sus músculos y tropieza con una enorme piedra. Cae de rodillas pero logra sostenerlo entre sus brazos: “Ya no te voy a dejar caer nunca más”, piensa angustiado deseando morir ahí mismo. Quizás ese sea el lugar más propicio para perecer, pero no se lo permite. No se permite morir a la intemperie y con esfuerzo se levanta para continuar.  

El sol se pone y la noche llega. Él busca un refugio entre los árboles para sentarse, para descansar sus acalambradas piernas y quizás cerrar los ojos. Sabe que ya jamás dormirá. Que su mente no gozará del descanso onírico de ahora en más. Pero al cerrar los ojos las imágenes se vuelven vívidas: el río, el barro, los gritos. Despierta de golpe y lo abraza como si por arte del destino pudiera escapársele. Besa su frente y se levanta para seguir. “¿Sabés que cuando vi a tu mamá por primera vez supe que jamás la dejaría ir…? Sí, supe que sería mi mujer para siempre”, dice con tristeza. Aunque no está tan seguro ahora. Busca palabras, las correctas, pero sabe que no existen ese tipo de palabras. ¿Cómo decirle? Imagina situaciones en su cabeza “Perdoname Clara, no pude…”. Imagina que completa la frase. Imagina el grito de ella, el dolor desgarrador. La culpa. Imagina que todo es un maldito sueño.

El día transcurre como su caminata y el cansancio finalmente lo vence. Cae en un sueño profundo, denso. El sol es brillante, el agua cristalina corre, los peces pueden verse jugar en el fondo. Joaquín sonríe de felicidad al pescar una pequeña palometa. Él es feliz también porque ve a su hijo radiante. “La felicidad es efímera”, piensa y enseguida el cielo se cierra por inmensos nubarrones que aparecen. Una crecida enorme barre con todo, con ellos. Agua, barro. “¡Joaquín!” Es en vano. El agua los arrastra, los lleva kilómetros abajo. 

Despierta sobresaltado. Está hambriento y angustiado. Quizás todo fuese un mal sueño, así lo desea, pero enseguida ve a Joaquín en sus brazos y entiende que esa es la realidad y que aquel sueño lo va a acompañar hasta el último día. Lo abraza y se levanta para continuar. 

Atrás quedaron sus zapatillas, aunque no siente dolor. Las ampollas se le reventaron horas antes y la carne viva, expuesta, se llenó de barro y mugre. Eso pasó cuando la piel de su hijo se puso violácea.
Recuerda el día que supo que Joaquín venía al mundo. Tampoco necesitaron palabras, ni ella ni él. Solo una brillantez única en los ojos y una caricia en el vientre de Clara. “Cuidalo mucho”, fueron las únicas palabras de despedida, y un beso. “Sé que solo es un fin de semana…” Pero sus ojos estaban preocupados y esas palabras que dijo, ahora son una carga. 

Luego de varios días divisa su casa y algo en su pecho da un vuelco. Quizás sea que las especulaciones llegan a su fin, que las suposiciones y las preguntas terminan ya. Sabe que ahora empieza la realidad o quizás ahora comienza su pesadilla, la última, la viviente. Ella corre, ansiosa, con una mezcla de emociones en su rostro. Un patrullero está en la puerta porque solo era un fin de semana y todo se prolongó. “Ella merece saber”, es su único pensamiento. Clara, a unos pasos de él entiende lo que sucede. Cae sobre sus rodillas con un grito mudo. Él entrega el cuerpo del niño a su madre y ella, con Joaquín en brazos muere de dolor, ahí nomás, en el jardín de su casa. 

Autor: Soledad Fernández (Miscelaneas) - Todos los derechos reservados 2017

viernes, 7 de abril de 2017

Mutilación





Observás su rostro con detenimiento. Su cabello oscuro, sus labios redondeados. Te gusta hacer eso mientras ella no lo nota, mientras duerme. Mirás su palidez extrema, su blancura salpicada de pecas discretas. Incluso jugás con encontrarle sentido a la disposición de sus manchas faciales: “Esta es Orión”, pensás y reís. Te preguntás si siempre fue así de blanca, sin grandes matices. Es algo que no sabrás pero que no te inquieta. Esa falta de conocimiento como tantas otras cuestiones de la vida ya no te provocan nada. 

Con tu mirada recorrés los contornos de su rostro. Los surcos que la conforman, que la hacen lo que es. Imaginás cuando ella ríe y podés representar en tu mente cada una de sus arrugas. No tiene muchas, obvio porque solo tiene veinte años. Pero imaginás esas líneas naturales que aparecen al reír, al llorar, al suplicar.
La viste llorar, pero no querés recordar eso. No. Preferís observarla dormida e imaginar el resto. 

Por un breve instante pensás en despertarla porque la ansiedad te carcome, como siempre. Sos una persona ansiosa, nerviosa en ocasiones, sin embargo fría cuando se necesita. Ahora, en este preciso momento, tenés esa adrenalina que te inquieta, que corre por tus venas, que picotea tus terminales nerviosas y que te hace pensar que otra cosa diferente quizás sería mejor. Pero te frenás. “Siempre es más interesante ver la reacción luego de que abren los ojos”, pensás. Una sonrisa se dibuja en tus labios pequeños y la necesidad se disipa. Si la despertás ahora te perdés la variedad de expresiones. Si, mejor dejarla descansar. 

Aguardás y el tiempo se dilata, se estira como un chicle usado, despreciable y sin sabor. Te aburrís y eso no te gusta nada. Entonces jugás con las probabilidades porque así es más excitante y el tiempo pasa y la espera se acorta. Entonces, en tu mente retorcida se suceden imágenes de las probables reacciones, de todos los escenarios en los que estás vos y ella. Mirás uno de los tantos momentos probables, el más oscuro tal vez y en ese pensamiento elegido ella abre sus ojos y aparece la tan conocida sensación de no saber dónde está. Enseguida, en tu imaginación ella busca lo conocido. Revolea la mirada para uno y otro lado buscando lo que sabés muy bien que no encontrará. Ella te verá a vos, en la oscuridad, ansioso, y por dentro ella se dirá: “¿Dónde mierda estoy?” sí, en tu imaginación ella es boca sucia y hasta pensás que es capaz de hacer cualquier cosa por irse de ahí. Incluso… tu corazón se acelera y tratás de frenar la catarata de pensamientos. Volvés a tu momento elegido, el imaginario y calculado. Entonces, luego del posterior descubrimiento de saberse en lugar que no le pertenece, el horror se pintará en su expresión… el miedo teñirá su rostro, su piel, su aroma; esa es la parte que más te gusta. 

Ella suspira, se mueve levemente y sabés que estás por presenciar ese momento. Tu respiración se acelera, se dispara como cuando tenés un orgasmo. Incluso podés sentir un calor ascendiendo entre tus piernas anticipando esa agradable sensación de libertad y desenfreno. Sí. Ella es tu orgasmo. Ella y cada una de las anteriores son el éxtasis viciado que jamás pudiste tener porque sos un hombre incompleto, mutilado y tu mente tiene que imaginar todo, incluso cómo sería penetrarla. 

En esa mezcla de pensamientos mojados, cárneos e imposibles de concretar te enojás al recordar tu mutilación, tu maldita incapacidad como hombre. Te indignás con el mundo, con tu madre que no hizo todo lo posible para restituirte, para completar lo que un accidente te cercenó. La adrenalina da paso al veneno y ahora todo se tiñe de lo peor del mundo. La rabia te inunda y quita el placer que saboreabas minutos antes. Querés volver a sentirte bien, pero la bestia rencorosa y pútrida ya salió de la jaula y es capaz de cualquier cosa. 

Pero ella despierta y sentís que si todo se da como debe ser, tal vez tu bestia se tranquilice y al final, quede satisfecha. Sin embargo, la joven abre sus ojos cristalinos y los se clava en los tuyos. Sentís el hielo lacerante de su mirar en tu pecho y te asombrás porque no debería ser así. “Esto es nuevo”, pensás mientras tu bestia desgarra tu carne por dentro. Jamás pasó algo así. Ella se salteó todas las reacciones previsibles y te desafía. “Dale hijo de puta”, te dice “Si me vas a matar ¡hacelo ya!”, te ordena. Ella te ordena qué hacer. Irónico ¿no? 

Pensás que es una atrevida, una desvergonzada. ¿Cómo se va a saltear todas las etapas? ¿Cómo se atreve a desafiarte así? Su comportamiento te paraliza, te deja descolocado y expuesto. La bestia se agazapa y aparece el miedo, el tuyo, ese miedo visceral e inexplicable. La bestia se esconde, quiere huir, como cuando tu padre te castigaba de chico. Podés sentir los latigazos de entonces en tu piel, el ardor y la debilidad. Mientras ella te desafía vos observás que el mundo se desmorona debajo de tus pies y caés a tu infierno personal, al de los recuerdos, al de tu impotencia. 

Retrocedés. Tenés que pensar, decidir qué hacer con ella. Si, mejor alejate y pensá muy bien qué hacer. Si la dejás viva te va a entregar porque ya vio tu cara, ya identificó tus rasgos. Estás muerto si la dejás ir. Pero esta situación ya no tiene gracia para vos. Todo se fue a la mierda.

“¡Estúpida!”, le gritás. Sí, es una estúpida malcriada. “No tenías que…” Pero ella se ríe en tu cara. A carcajadas como cuando quisiste hacer algo con ese estorbo que tenés entre tus piernas, a tus quince. La prostituta que te presentó tu padre se te mató de risa en la cara y saliste llorando como un bebé. Y lo peor no fue eso. Tu viejo te cagó a palos por pelotudo. Sí, eso te dijo. Inútil, pelotudo y maricón. 

“¡Basta!”, gritás y ahora ella se asusta. Observás la tensión de su cara, la dureza del terror. Sus ojos abiertos, las pupilas agrandadas que ocupan casi todo el iris. Podrías ver su alma si te animaras. Pero no es algo que necesites o desees ver. Volvés a su dureza, al terror que le provocás. Cada músculo de su cuerpo está tenso, a la espera de que hagas un movimiento. Sí, algo quiere volver. La sensación de poder, quizás. Pero la amargura y el odio son más fuertes. Y los recuerdos te atormentan.

Caminás de un lado a otro, impaciente. Te frenás delante de la mesa donde están tus herramientas. Las mirás. Ahora todo se desdibuja, hasta pierde el sentido. El mundo pierde su dirección natural, la tuya. Pensás en que habría sido divertido, placentero torturarla, mutilarla como estás vos. Pero te agobian los recuerdos, la ansiedad y el dolor que cargás en tu espíritu. Mirás otra vez las herramientas que tanto placer te hubieran dado. Tu pecho se cierra, una lágrima se derrama, las manos te tiemblan. 

Entonces agarrás el camino fácil. Le disparás a ese rostro que te observa con desesperación y luego te volás los sesos de una vez. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017