sábado, 17 de junio de 2017

PISO 23





Dalia entra y oprime el botón número 31. Detrás de ella llega, apurado, Martín y oprime el botón 23. Dalia observa eso y un escalofrío le recorre la espalda, pero no dice nada. Ni siquiera conoce a Martín. 

Ella se acomoda en un rincón y aguarda que el ascensor comience a subir. Mientras se eleva lentamente, crujiendo en cada piso, Dalia observa a su compañero de viaje. “Piso 23”, piensa. 

Sus mareos habituales se hacen presentes, como cada vez que toma el ascensor. Entonces fija la mirada en algún punto y hoy es la nuca de él. Fijar la vista en un punto es la única manera que tiene de no vomitar. Aunque se cuestiona que el punto de anclaje sea en esa nuca, en la de él. “El piso 23”, se repite agarrándose de una de las barandas. Él nota el movimiento y se da vuelta de inmediato. Y la observa. 

―¿Estás bien?
―Sí, si.―dice ella secamente. 

Él se queda mirándola y Dalia se siente intimidada. No puede articular palabra sin que la náusea empeore. Aunque en realidad es más el temor propio de la mujer que está con un extraño. Con un hombre, sola e indefensa.

―Me llamo Martin ―dice él.

Ella desvía la mirada de su punto, que en ese momento era el pecho de él. Mira su rostro, sus ojos. Son sinceros, o eso le parece. Entonces contesta algo, para cortar el hielo, para sentirse más segura. 

―¿Vivís acá en el edificio?
―No, vengo de visita.
―Al piso 23…

Dalia quiere asegurarse de que no se equivocó de botón. Nadie baja en ese piso. Nadie, desde hace años.

―Si, ¿por?
―Nada…por nada. Es que…
―¿Hay algún problema con eso?

Todo cambia, abruptamente, como las palabras. Dalia percibe la dureza en la voz de Martin. Una dureza que segundos antes no existía. Se da cuenta de que a él le molesta que indague por ese destino, por el piso 23. Quizás él sepa algo, toda la historia. “O tal vez sea un completo ignorante y va a ese lugar a encontrarse con su amante”, se dice ella. Imagina cómo sería una amante de Martín. Se imagina ella misma en brazos de él en el piso 23. Deshabitado y estéril. Porque después de aquel incidente, todo quedó de esa forma. Rojo, seco, estéril se pensó en el suelo escarlata y pegajoso debajo de él, de Martín. En la oscuridad desértica de ese piso. Se sonroja y él lo nota.

La luz parpadea y el ascensor se detiene en un entrepiso. Dalia vuelve a la realidad bruscamente y enseguida siente que el encierro oprime su pecho. Martin continua observándola, petrificado. La analiza completa, investiga sus rincones. Ella siente la mirada en su piel, en sus zonas húmedas. 

―¿Por qué me preguntaste del piso 23?―dice de pronto con brusquedad.
―El ascensor se detuvo, se detuvo. Nadie va al piso 23.

Una luz roja se enciende. Dalia observa que  la luz le da un nuevo aspecto a su compañero de viaje, uno que la aterroriza. Tiene las ojeras marcadas como cuencos oscuros. Sus labios afinados, crispados de violencia. Ella no entiende qué pasa. Trata de evitar mirarlo, pero sus músculos no responden. Siente que la violencia de él la toca, la aprisiona. En su cuello, en sus muslos. 

―Cómo que nadie va al piso 23 ―dice entre dientes―. Yo estoy yendo al piso 23.

Martin da un paso adelante, se acerca a Dalia que aún está mareada, a pesar de que el ascensor está detenido. Sus puños crispados, su mandíbula comprimida. Ella  retrocede un paso. Ahora nota su rostro endurecido. Le parece más grande que antes, incluso avejentado. Segundos atrás, Dalia juraría que era un muchacho, un veinteañero como ella. Pero ahora parece todo lo contrario. “Si pudiera ver el cabello que tiene”, piensa observando el gorro de lana negro que cubre la cabeza de Martín. “¿Es pelado?”,se pregunta estúpidamente ella. No puede concentrarse en nada. Ni siquiera en acercarse al teléfono de emergencia para llamar a alguien que ayude. 

De pronto la luz cambia y el ascensor arranca. Martín retrocede, los rasgos vuelven a ser amables, incluso eróticos. Todo se ablanda, pero Dalia tiembla mientras siente el crujido del ascensor pasando por otro piso. 

―¿Querés bajar conmigo?

Dalia se relaja un poco y observa el contador electrónico. Piso 17 dice. “Ya falta menos”, piensa. 

―¿Por qué querría bajar con vos?
―Es obvio que querés…puedo verlo en tu cara, en tu cuerpo. Te estás muriendo por saber…

“Muriendo”, piensa. “Qué palabra tan atinada. Quizás solo quiera asustarme. Debe saber del asesinato. Seguramente está involucrado y viene a regodearse de que no lo descubrieron”, se convence. “Se rumorea que cinco chicas fueron asesinadas en el piso 23”, recordó. “¿Y si fuera verdad y es el asesino?”, se asusta. Piensa en el cambio de aspecto. Se convence que es ella, por el mareo, por la náusea. “Al fin y al cabo, lo de antes fue por la luz. Estaría asustado, seguramente. Como yo”. Dalia quiere convencerse de que las intenciones de Martín son inocentes. Aun sabiendo que bajaría en ese piso, en el que nadie bajaba nunca. 

Él se acerca. Dalia puede sentir el perfume que usa. Por un breve momento su piel se eriza y duda si quedarse o bajar con él. Lo haría, aunque sabe que saldría perdiendo. Ese piso solo genera fatalidad. Podría ser mentira. Podría ser todo una leyenda urbana. Pero no se anima a romper con las posibilidades. 

Él espera, ella aguanta, y lo que surge se disipa. El rostro de Martín se endurece nuevamente. La luz roja reaparece. Los rasgos se avejentan y Dalia tiene pánico. 

El ascensor continúa su camino. Ya se encuentra en el 19. Rápidamente llega al 20, 21, 22. Los últimos segundos juntos se hacen interminables. Ella teme. Teme que se quede. Teme que se baje en un piso amenazante. El ascensor se detiene, la luz se vuelve clara. El ambiente se calma. La amenaza es externa y está latente. Él se da vuelta, la puerta está por abrirse. Va a salir del ascensor, de su vida, de todo lo que hizo ese momento bizarro. Entonces Dalia oprime el botón que impide abrir la puerta y toma la mano de Martín. La puerta no se abre y continúa el viaje con él.

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017

domingo, 4 de junio de 2017

Recuerdos







―Mirá esta foto, Carmen.

No puedo creer que la haya encontrado después de tantos años. No quiero ver fotos viejas, mucho menos de mi familia. Ya no. Me corrí de ese lugar hace mucho. Le hago un gesto de “Ah, qué lindo”, pero no puedo disimular. Los recuerdos de mi infancia no son magníficos. Él tuvo una infancia buena, feliz. Yo no tanto.

―Qué pasa, ¿no querés conservar esta foto familiar? Ya sé que no te gusta recordar, pero está tu viejo…

Agarro la foto y la observo. Otra vez, como antes, me siento succionada por aquella situación, por la cara de mamá. ¡Estaba tan triste el día de la foto! Su forma melancólica de ver la vida fue durante mucho tiempo, mía. Su tristeza, su vacío casi existencial son una carga que aún me acompañan. Y a pesar de eso la extraño. Y la foto cobra ese particular peso en mi vida, en mi historia.

―Papá murió a los pocos días de esa foto, Jorge.
―Sí, sabía. Vos me contaste.
―Sí, pero no te conté toda la historia.

Hago una pausa sin despegar los ojos de la imagen. Sé que Jorge hace el gesto, ese de “no sé si quiero saber” o tal vez de: “¿Para qué le mostré?”. Quizás en realidad está interesado y lo demás corre por mi cuenta. Lo cierto es que no sé si quiero contarle. Pero es mi esposo y merece que lo haga. Una historia que quizás le de pistas de mis enrosques, como él le dice a ciertas reacciones que tengo y que no puede entender. Quizás si le cuento, la foto no sea tan pesada para mí.

Respiro hondo. Las manos me tiemblan un poco, pero me doy coraje. Sé que si saco esto de mi sistema, quizás la vida cambie para mí, aunque me conformo con que no empeore.

―Siempre me pregunté―comienzo con cierta duda ―, el porqué de la tristeza de mamá en esta foto. Es tan manifiesto su sentir, en el rostro, en la actitud… el recuerdo de aquella tarde fue el de risas, de papá con su pipa dando órdenes al chico que sacaba la foto. Mi hermano haciendo gestos estúpidos. Y mamá que parecía una estatua. Ausente.
―Por ahí no quería sacarse la foto
―¡Pero fue idea de ella! Ella insistió durante meses que debíamos tener un recuerdo familiar. Una foto para después, decía. Para cuando miremos atrás, el pasado, y veamos que éramos felices juntos. Vos pensá que en esa época no teníamos cámara de fotos y esa producción salió bastante cara. Mamá ahorró mucho para esa banalidad.

Toco la foto una y otra vez. Siento las risas de mi hermano e incluso puedo sentir el olor a humo que sale de la pipa de papá. Trato de sacudirme de los recuerdos, pero es difícil.

―Durante bastante tiempo pensé en esa tarde ―sigo―, en cómo fueron las cosas y las consecuencias de los días posteriores. Me tomó mucho tiempo entender que pasó. Sobre todo porque el día en que papá murió, mamá hizo todo lo posible para que mi hermano y yo no estuviéramos en la casa.
―No me vas a decir que tu vieja mató a tu viejo ¿no?
―¡No! Solo digo que a veces siento que mamá sabe las cosas antes de que sucedan.
―No entiendo…
―Mirá, cuando me escapé con mi primer novio, mamá estuvo rara los días previos. Alterada. Ansiosa. Puedo decir con seguridad que yo misma no sabía que me fugaría. Porque fue decisión del momento. Y lo más extraño fue que supo dónde encontrarme…o esperarme en realidad. Esa madrugada, ella estaba en el bar donde me encontraría con el pibe para irnos. Cuando entré y la vi en la barra con un vaso de agua se me heló la sangre. Te lo juro. Por supuesto mi novio al verla ahí huyó como rata por tirante. Y yo volví a casa con mamá.
―Pudo haberte seguido…
―Puede ser. Pero no es lo único…cuando quedé embarazada de Rodrigo ella se comportó más amable, más dulce de lo habitual aun antes de que yo supiera del embarazo…
―Intuición…
―No me creés, ya sé…lo único que digo es que con esta foto fue igual. Ella sabía que papá moriría aquel sábado, por un asalto en la casa. Por eso preparó lo de la foto. Para tener un recuerdo. Por eso ese día nos llevó al parque a pesar de que era invierno y hacía mucho frío…
―Pero, si ella sabía lo que iba a pasar, ¿por qué no alertó a tu papá?
―Eso me pregunté siempre y por eso estamos distanciadas. Ella niega todo por supuesto y yo no le perdono eso. No le perdono que no me diga si papá murió en un asalto, si le dijo, si lo alertó o…
―¿O qué?
―O lo dejó morir. Solo. Quizás ya no lo amaba. Quizás estaba harta de él y no le avisó y yo perdí a mi papá ¿entendés?
Un llanto me impide seguir hablando. Jorge me acaricia el rostro y me abraza. “Tranquila” me murmura. Yo me repongo, seco mis lágrimas y le sonrío. Las sensaciones y la foto se hacen más lejanas. “Quizás ahora”, pienso, “las cosas se acomoden”.
―Creo que te preocupás demasiado. Eras muy chica. Hay cosas que se te habrán pasado por alto. Es que me suena a demasiado fantástico todo…no me malinterpretes. No creo que estés loca. Solo que estás saltando en conclusiones que no tienen una base muy sólida, amor…
―Tenés razón. Recuerdos son recuerdos y son del color de quien los trae a la memoria.

Llega la tarde y voy al geriátrico a ver a mamá. Han pasado varios años desde la última vez que vine a verla. Un escalofrío me recorre al traspasar la puerta. Recuerdo cómo mamá lloró luego de saber que papá estaba muerto. “¿Por qué lo hizo?” no paraba de decir entre lágrimas. Saco la foto de mi bolsillo. Su poder sobre mí es menor, me doy cuenta. Entonces algunas cosas se clarean como cuando sale el sol luego de una lluvia copiosa. Y sin querer entiendo que nunca se trató de un robo. Que ella jamás habló del asesino, sino de papá. Él había decidido morir. Solo él.

Cuando llego al cuarto de mamá el enfermero me cuenta que estuvo agitada estos días previos. Que tuvieron que sedarla y que repetía mi nombre una y otra vez.

―No se preocupe ―le digo ―ella sabía que iba a venir. No pregunte como, pero lo sabía.


Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) – Todos los derechos reservados 2017