viernes, 27 de octubre de 2017

Maldito Papá Noel





“¡Mirá papi, es Papá Noel!”. Ese que va ahí corriendo es mi hijo. Tiene cinco años y cree en Papá Noel y los Reyes Magos. Sí, va corriendo a abrazar a ese gordo vago vestido de rojo. Él está convencido (de) que ese tipo le va a traer lo que pidió. Pobrecito. Pobre yo que soy el que baja los billetes para pagar la dulce y alegre navidad de mi familia. 

Pero no culpo a mi hijo. Yo fui así. Así de crédulo. Hasta que entendí que todos estos tipos vestidos de franela carmesí se aprovechaban de nosotros. Bah de ellos, los niños.
¡Cuánto desprecio!, dirán ustedes. Es así. Uno de estos me quitó la ilusión de la navidad hace muchos años. Siempre quise vengarme. Siempre lo imaginé, lo saboreé acá en mi mente. Imaginé miles de horrores cayendo sobre ese hombre y otros tantos iguales a él. Pero primero les voy a contar el porqué de mi indignación y odio hacia esta gente que ama disfrazarse de un octogenario de barba blanca. 

Yo tendría once años. Sí, once. En aquella época no existía internet ni nada por el estilo, así que la única magia reconocida era la de Papá Noel y los Reyes. Y uno estiraba sus creencias hasta el máximo posible. Hasta casi la adolescencia si era necesario. 

“Papi, vení” Ahí voy Ramiro. Miren, es tremenda esa cara de ilusión. Esos ojos llenos de esperanza. Las miles de preguntas existenciales: ¿Habrá leído mi carta? Si no tengo chimenea, ¿viene igual? Preguntas que ellos se hacen, como me las hacía yo. Aunque una de esas preguntas, básica y profunda como el origen del universo, llevó mis ilusiones infantiles a la ruina. 

Veo a Ramiro y los sentimientos se me mezclan. Recuerdo las fiestas de mi infancia. Como entonces, Mamá está ahí sentada, aunque con muchos años más. Su pelo canoso, su sonrisa arrugada. Pero siempre ahí. Casi puedo perdonarla…pero no.

Aquella navidad fatídica, Papá Noel había venido a casa. Mis primos y yo habíamos aguantado hasta las doce de la noche. Corriendo, molestando a los grandes. Robando los restos de las copas de sidra que se habían abierto con alguna anticipación. Estaba en la plenitud de mi felicidad. Yo era el primo más grande, así que de alguna forma marcaba el camino para los demás. Y en las navidades era el más astuto. Generalmente adivinaba qué le traían a cada uno. Hacíamos apuestas con eso y yo les ganaba a todos. 

“¡Papi!” Ya voy, hijo. Sentate que te saco una foto, a ver… mírenlo. A Ramiro y a “Santa”. Le suda la gota gorda. Ese traje le queda apretado. Le creció la panza en estos años. Y esos ojos están seniles ya. Que lo parió. Parece que él también envejece. “Despacio Ramiro que el hombre se va a destartalar si le saltás así encima”. 

¿Cuál era la pregunta que me rondaba? Una básica por supuesto: ¿cómo hacía Papá Noel para estar de forma simultánea en las chimeneas de todo el mundo? Era algo muy complejo de lograr, aun siendo el dueño de la magia. Y no había una respuesta convincente para mí que no quería despertar y dejar de creer. En realidad creo que evitaba la respuesta. Evitaba crecer.

Aquella noche, luego de esperar varias horas, luego de que la ansiedad inundase mi corazón y la de todos los menores de edad,  las luces se apagaron y fuimos corriendo hasta el enorme árbol de navidad de mi familia. Y aparecieron Papá Noel, el conejo de pascuas (muy venido a menos) y otro personaje que no recuerdo. Podría haber sido tranquilamente WinniePooh, no estoy seguro.
“Papi, Papá Noel tiene el mismo olor que el abuelo Toto”. 

Parece que la tercera edad usa solo OldSpice. Rami es muy perceptivo. Siempre digo que estos pibes nacieron con una computadora en cada mano y que nos pasan por arriba. “Sí, hijo. Usan el mismo perfume”. 

Volviendo a mi navidad, aquella noche en cuanto divisé a Papá Noel me le tiré prácticamente encima. Recuerdo que puso cara severa y que ese gesto me fue muy familiar aunque, por supuesto, no le hice caso. Ni al gesto ni a mis instintos que gritaban lo obvio: ese hombre era un trucho, no era Papá Noel. Pero yo quería mi regalo y punto. Había hecho una larga lista de posibles presentes, así que algo de todo eso tenía que sacar del fondo de su bolsa. Recuerdo que buscó un rato largo y sacó un paquetito (que me pareció algo escaso, obvio) y me saqué la foto anual. 

Pero me quedé molesto por esa cara de enojo de Papá Noel. ¿Por qué me había mirado así? ¿Acaso había cláusulas de edad o algo parecido? No entendía por qué me defraudaba de esa manera. Entonces decidí encararlo. Lo seguiría y cuando nadie nos viera, le pediría explicaciones. ¿Quién se creía? Sólo una persona en todo el mundo me podía regañar así y no estaba en ese momento. Como en tantos otros momentos. 

Así fue que lo seguí. Sin que él lo notara caminé tras sus pasos. Él anduvo por la casa, mí casa, con total naturalidad, sin percatarse de que lo seguía. Y se metió en el cuarto de mis padres. ¡Descarado! Cerró la puerta luego de entrar y yo apoyé mi oído para escuchar. Hubo risas. Muchas risas. Pero lo que recuerdo con gran nitidez es: “¡No puede ser que todavía crea en cuentitos de hadas!” Papá Noel le decía eso a mamá. Pero ella le contestó: “Dejalo, no seas tan duro con él. Ya va a crecer”. Pero yo no quería crecer. Al menos no ese día. Y menos con ese regalo de morondanga.

Estaba tan enojado, tan indignado con lo que ese gordo vestido de rojo le decía a mí vieja que con violencia abrí la puerta para devolverle el maldito regalo y cantarle las cuarenta. En la cara. Pero me encontré con el cuadro más inesperado de mi vida: Papá Noel besando a mi madre y toqueteándola por todos lados. 

Por supuesto salí corriendo de la habitación. Horrorizado.
Ese día dejé de creer en todo. La navidad ya no fue importante para mí. En casa no se habló más del tema y por varios años Papá Noel no volvió a animar las fiestas familiares. Hasta que nació Ramiro.
Y acá estamos, frente a frente. Frente a este hombre sudoroso, vestido de rojo que ahora me mira con aprobación. Saca un paquetito y me lo da mientras me guiña el ojo. “Tiene el mismo olor que el abuelo Toto”, recuerdo y mi amargura se transforma en un llanto ahogado y en un abrazo sentido a mi papá. 

Autor: Sole Fernández (Misceláneas) - Todos losd erechos reservados 2017

sábado, 7 de octubre de 2017

Entre ahora y el después.





Él la toma entre sus brazos y como puede la levanta de la cama. Carmen siente el corazón de Raúl latir acelerado. Su aroma. Hace tiempo que no lo siente, que no se rozan. De inmediato él la deja en la silla y se aparta. La conexión se pierde. Una descarga de electrizadad, como un cosquilleo, recorre a Carmen. Ella duda si es por él o por la silla.
—¿Quién la uso antes, Raúl?
—¿Antes? 
—Sí, antes que yo la usara, antes de que me pasara esto, ¿quién la uso?
—No sé quien la uso, Carmen. ¿Tan importante es que sepas eso?
—Quiero saber quién la usó...
—No entiendo cuál es el problema. La necesitabas urgente. La conseguí. Deberías estar agradecida. Pero no. Siempre criticando. Siempre buscando la quinta pata al gato. 
"Hay algo que no me dice", piensa Carmen. "No tiene que saber de dónde la saqué", piensa él.
—No dije nada Raúl. Solo pregunte de quién era. Si es tanto problema no pregunto más nada. En mi condición... 

Ella siente que su pecho se contrae de angustia. No puede angustiarse. No en su condición. Pero el pulso aumenta y su respiración se entrecorta. Aunque no sabe si es porque ya no puede caminar o porque sabe lo que se viene después. Con él. Acaricia el metal del apoyabrazos. La silla es su nueva mejor amiga. O debería serlo de ahora en más. Por el momento la odia. Aunque la electricidad esa que sintió antes sigue estando. Quizás deba amarla, piensa. Ella la llevará a todas partes. La acaricia. Siente algo en el metal. Hay unas letras, apenas se pueden leer. Ella rasca.
—Disculpame —dice Raúl. —Es duro verte ahí. Pero lo vamos a superar.
—¿Duro? Realmente no sabés lo que me pasa o lo que siento. Pero siempre fue así...no me quejo esto podría ser una oportunidad ¿no? Podría ser...
—Escuchaste al doctor. El dijo que esto puede ser transitorio. No hay razón para que no camines...

Ella se endurece de pronto. Él la quiere sana. El después está firmado, sentenciado en realidad. Ella debe curarse a pesar de sus deseos. Así debe ser porque antes de su parálisis habían decidido cómo sería el después. Y eso no se modificará por nada ni por nadie. Menos por una paralítica amargada.
—No hay razón para mi parálisis y aun así no camino. Todos creen que estoy loca. Pero no lo estoy. Vamos a casa ¿sí? 

Él la acomoda en la camioneta luego de varios intentos fallidos. Carmen puede ver como la vena de su frente late enérgicamente. Imagina que se hincha, le borra la cara, se pone violeta y más violeta. Luego estalla y la sangre de él la baña. La sangre es salada y caliente. Le gusta esa sangre. Podría alimentarse de su sangre. Observa cómo Raúl se retuerce del dolor y muere desangrado. Hace una sonrisa y él se pone más nervioso. Transpira. Golpea la silla varias veces para que se trabe. Ella siente los golpes en su espalda, pero no se queja. Incluso le gusta. Le encanta tiranizarlo con la mirada, con sus suspiros. Sabe que lo hace sentir frustrado e inútil y eso le da placer. Él la observa y ella calla aunque en ese juego sadomasoquista, Carmen no deja de preguntarse quién habría usado esa silla antes. Quien se habría sentado en su silla de ruedas. Las palabras siguen ahí grabadas y ella talla con su dedo para aclararlas.

El viaje dura una hora exacta. Sesenta minutos de preguntas. De dudas. ¿Y si el dueño anterior era una mala persona? ¿Habría muerto esa mala persona? ¿Habría muerto en circunstancias sospechosas? Seguro que había sido asesinado, tal vez por algún amante frustrado, concluye horrorizada. Podría haber sido otro tipo de persona. Un mártir que dejaron morir de hambre, solo. Abandonado por la familia. Pero Carmen prefiere que sea un asesino. Que se haya vengado de todos. Un amargo, frustrado y odioso ser humano. Postrado y vengativo. Prefiere pensar eso. Elige que ese anónimo que usó su silla de ruedas, haya sido un asesino serial. Un calor la inunda, la excita.

Una frenada, un bocinazo, unas puteadas de Raúl. Ella se ríe y él lo detesta. Entre tanto, llegan a la casa y, como puede, él la baja. La mucama ayuda con el equipaje. Sin decir nada lleva el bolso hasta la habitación de la señora Carmen, como le dice a su jefa. 
—¿Necesita algo más, señora Carmen?
—Necesito caminar. Eso necesito. 

Carmen sabe que es dura, pero así la debe tratar. Por el después. Ella tiene piernas que funcionan y la odia por eso. Entre tantos otros motivos. Es joven y hermosa y eso es un insulto a su parálisis. Desea que no exista, que la deje sola. Desea que esa cucaracha sea aplastada como el insecto que es. Pero nada pasa. Carmen vuelve a sonreír. La ve ahí, indecisa como un pollo mojado, aletargado. Ve como la mucama se queda quieta, petrificada junto a la cómoda, sin decir o hacer algo. El tiempo se dilata, demasiado tal vez. 
—Yo no...
—Retirate por favor. 

La mucama se va. Podría mandarla a la mierda pero eso le costaría el empleo. Ya no existiría el después. También podría alegrarse de que ella se encuentra en esa condición, pero no puede. Se da cuenta de que en realidad no siente nada. Absolutamente nada. 

Va a su habitación de mucama. Arma un bolso pequeño con sus pocas cosas de mucama y sale a la calle. No presta atención al dueño de la casa que le pregunta a los gritos a dónde va. No percibe que le pregunta si la señora Carmen la maltrató. No escucha que él le dice que la necesita. Que espere el después. Que sin ella no puede. Sin sentimientos, la mucama cruza la calle. No presta atención al entorno y no puede frenarse ante los coches que pasan por la calle. Sabe que debería detenerse pero no puede. Lo intenta pero no tiene control sobre sus músculos. Algo la tracciona. La moviliza. Los coches la esquivan como pueden. La evitan. Pero un camión dobla en la esquina y apenas logra divisarla. Entonces, los sentimientos vuelven cuando ella tiene el camión encima. Y se arrepiente de todo mientras grita de terror. Pero ya es tarde. La joven mucama es atropellada y muere en el acto ante el asombro del chofer y del dueño de la casa que no entiende qué sucede. 
Hay gritos, llantos, corridas. Llaman a la ambulancia aunque es en vano. La mucama ya no existe. El después ya cambió.

Raúl mira a la casa. Ve a Carmen junto a la ventana, sentada en la silla de ruedas. No divisa su rostro del todo pero puede jurar que ella sonríe. "¿Será tan perversa?", piensa consternado.  Llora y se dice que todo es una maldita pesadilla. Que debe despertar. Que está atascado entre el ahora y el después.
Carmen observa desde la ventana del cuarto. Ve a Raúl llorar. Sí, él llora como una niña. El después ya comenzó, se dice. Uno diferente porque la mucamita ya no está. Respira hondo. Siente que su pecho se libera. Ahora tiene una ligereza en el alma. Gira su silla, acaricia el metal nuevamente. Las letras se aclaran y ella lee con sus manos: "Lo que desees se hará realidad. Ellos deben pagar para que vuelvas a ser quien eras". A Carmen le brillan los ojos. Ahora el mundo está en sus manos y el futuro, a sus pies. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2017