sábado, 26 de mayo de 2018

A dónde van los muertos




El padre yace sin vida en la cama luego de batallar contra una terrible enfermedad. La madre, tragando el llanto, abraza a uno de sus hijos, el más pequeño. El dolor es inconsolable, pero sabe que debe estar fuerte por sus hijos. "¿A dónde van los muertos, mamá?", pregunta el niño. 


 Cuando era chica así como son ustedes ahora, mi papa también murió—. Dice  ella intentando consolar a los niños. En ese entonces mi mamá no supo qué hacer. Yo estaba muy, muy triste, como están ahora.


Mira a sus dos hijos. El pequeño esconde la cabeza entre sus faldas. El mayor juega con un auto viejo de madera. Lo estrella contra la pared una y otra vez. Está enojado. Ella entiende ese dolor porque lo vivió muchas veces. La madre lleva a sus hijos a la cocina y se sienta. El hijo menor la mira con ansiedad. Necesita saber de la historia.

"Quizás", piensa la madre, "escucharme les sirva y así puedan soportar el dolor".

Yo le pregunté a dónde iban los muertos, tambiéndice la madre y de inmediato ambos niños le prestan atención. 


Más relajada, ella pone agua a calentar para hacer el té y luego cierra la puerta de la habitación. Su estómago le da un golpe al observar el cuerpo exánime de su esposo. El recuerdo de sus convulsiones, de las noches enteras sin dormir intentando calmar esos movimientos violentos, la pone tensa, en jaque. Respira hondo. Sabe que todo será diferente de ahora en más. Aunque no sabe qué hacer con ese nuevo sentimiento de tranquilidad.


Mi mamá al principio no me supo contestar. “Al cielo”, dijo más de una vez. Yo, que pasaba horas observando el firmamento en busca de indicios de que ahí había muertos por doquier, no estaba tan convencida y seguí insistiendo con mi pregunta. ¿A dónde van los muertos, mamá? Una tarde en la que yo no pude levantarme de mi cama, debido a la tristeza, mi mamá desesperada fue al pueblo. Temía que yo muriese de pena. Allí averiguó con una señora cómo ayudarme. Decían que era una bruja.

¿De verdad era bruja?dice el niño mayor y la madre hace una media sonrisa.

Mamá me llevó con ella porque, dijo: “necesitás escucharla vos misma”. 


Caminamos largo con mamá. Kilómetros de barro en una tarde de invierno. El frío era duro en aquellos años, más que ahora. Mis pies dolían y mi estómago se acalambraba por la caminata y mi debilidad de los días previos. Cuando creí que no podía más, cuando quise volver a la casa, fue que encontramos a la Señora Bruja. Así la había bautizado yo. La Señora Bruja vivía en un ranchito pobre, escondido del resto de las casas. En la puerta de madera gastada decía "Entrará el que quiere saber". Ahí mamá me dejó y se marchó. Asustada me debatí si debía entrar o no. Porque al fin y al cabo, saber a dónde van los muertos de forma definitiva era algo peligroso. Porque si la respuesta no me gustaba, ya no habría vuelta atrás. Y al fin y al cabo, solo era una niña. Sin embargo, luego de un rato me animé a entrar. En parte fue por curiosidad, en parte porque me estaba congelando literalmente.


Traspasé la enclenque puerta mientras rechinaba al abrirse. Adentro, la casa estaba oscura y me costó distinguir algo que no sean bultos. El viento se filtraba por entre las hendijas y hacía un ruido como de silbido o quejido. Tenía mucho miedo. Recuerdo que en la penumbra, junto a una ventana pequeña, estaba la Señora Bruja. Parecía petrificada y cuando dijo "Acercate, niña", me sobresalté. Ella era muy anciana. Sus ojos estaban velados por cataratas y su pelo blanco enmarañado le daba el aspecto de toda una Bruja. Tenía en la mesa una olla llena de agua. "Mirá el agua", dijo con tono solemne "¿Qué ves?" 


Miré con ansiedad el agua esperando encontrar la sonrisa de papá o algo que me indique que él estaba en un lugar mejor. Pero solo vi mi cara triste.

"No veo nada, Señora Bruja", le dije angustiada. Ella me sonrió e insistió "Mirá de nuevo y decime ¿qué ves?".

La madre observa a sus hijos. Los ojitos de los niños brillan y la tristeza de antes se nota más aplacada. Casi ausente. 


¿Viste algo mami?

La madre sonríe. Se siente aliviada ya que, por un rato, sus dos niños piensan en algo más que el padre muerto.

Me acerqué otra vez y vi mi reflejo. Vi mi cara triste. "Veo mi cara, Señora Bruja", le dije y ella insistió "Mirá de nuevo, quedate un rato mirando y decime ¿qué ves?". A la tercera vez observé más largamente y en detalle. No quería defraudar a mamá y deseaba desde mi corazón saber si papá estaba bien. Y sobre todo, a dónde iban los muertos. 


Miré un rato largo. Para mi fueron horas, aunque nunca estuve segura de cuánto tiempo fue. Al principio solo vi mi cara que seguía triste. El agua tranquila, el viento de fondo, la señora esperando. Traté de apagar todo eso para poder concentrarme y luego de un tiempo, detrás de mí apareció un cielo estrellado. Vi las miles de estrellas y un firmamento azul intenso que me serenó. Pensé en mirar atrás, tal vez la Señora Bruja había armado todo. Pero entonces, ella tomó mi mano y entendí que seguía junto a mí. Continué observando atenta y sin pestañear. Las estrellas lentamente desaparecieron y en su lugar asomaron la luna y el sol, juntos, sonriendo. Y en el cielo anaranjado de un atardecer de otoño vi a papá sobre un cometa que me saludaba. "¡Papá te extraño!" le grite y el cometa vino hacia mí. Con una enorme explosión de polvo de estrellas papá bajó y me abrazó fuerte. Quise que el tiempo se congelara en ese momento. Pero papá me dijo que se tenía que ir. Que de ahora en adelante él me iba a cuidar. Que no me preocupara porque algún día los dos montaríamos ese cometa. Me dio un beso en la frente y supe que no lo vería por un largo tiempo. 


Los niños miran a su madre, la abrazan.

Papá ahora está en los corazones de ustedes, hijos. En sus ojos, en sus sonrisas. Papá los cuidará para siempre.

Los pequeños sonríen. Afuera comienza a nevar y con los copos de nieve llega la familia. El cura, la abuela, los vecinos ayudan en el velatorio. La casa se llena de ruidos, de pisadas, de murmuraciones. Los niños se entristecen otra vez, entonces la madre llena una enorme olla con agua y la pone frente a los pequeños. Ellos observan a su madre y ella los alienta a mirar el agua cristalina: "Saluden a papá, que ya se va". 

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018


domingo, 13 de mayo de 2018

De nuevo, otra vez.






“Ey…si vos…la que está ahí. ¡No te vayas!”

Corrí a esa mujer desconocida durante un largo tiempo hasta que la perdí. Sin embargo, seguí en mi carrera sin objetivo, sin cansarme. Tuve la sensación esa que se tiene en los sueños. Esos que aparecen unos segundos antes de despertar. Siempre creí que en esos momentos, las caras, las personas que se ven son reales y que coincidimos en esos segundos, en un mundo onírico común y anónimo. Quizás aparecen aquellos a quienes estamos destinados a conocer.

Aunque son solo teorías. 

En aquel momento, en esa milésima de segundo de divague mental, intenté volar. Sí, una vista aérea de la situación sería algo útil además de placentero. Podría recorrer la zona, ver dónde estaba esta misteriosa mujer y disfrutar de esa ventaja onírica. Me encantaba volar en mis sueños. Sentía la libertad y esa sensación de vértigo en el estómago que cosquilleaba,y me hacía sentir invencible. Pero esta vez no pude hacerlo. No era raro. A veces me pasaba que cuando más quería volar o cuando lo necesitaba para escapar de algo, no podía. 

Pensé en la mujer a la que perseguía segundos antes. ¿Por qué lo hacía? No estaba segura del por qué la corría o por qué ella huía. Era todo muy confuso. En los sueños, las situaciones y los motivos están tan borrosos como la vista. El tacto sin embargo, está exaltado. Sí, en los sueños uno siente como en la vida misma. Eso es increíble. 

Ella se perdió en la borrosidad de la realidad que me rodeaba y yo me detuve en medio de una calle desierta. No tenía sentido seguir en movimiento si no había un objetivo que perseguir o algo de qué escapar. Nuevamente me dije que era un sueño, que no debía temer y entonces me comporté como en uno…

Observé lo que me rodeaba. Me costó enfocarme, porque como todos saben, los sueños no son nítidos. Lo que veía se encontraba en una tonalidad opaca y azulina. Los edificios parecían distorsionados y tenía que enfocar muy bien para que las líneas se dibujaran y formasen un número o una calle en los carteles de las esquinas. El aire era diferente y sobrevolaba una neblina suave que no me dejaba divisar lo muy lejano. A pesar de eso, me di cuenta de que estaba en la ciudad. En una ciudad que no conocía o que no se me hacía familiar. 

Caminé lentamente intentando encontrar algo conocido y a unos metros divisé una enorme plaza, con numerosos árboles. Desértica. Las hamacas estaban detenidas en pleno vuelo, vacías. Las calesitas, también detenidas en un giro frenético y borroso, estaban rodeadas de una luz amarilla como de neón o algo así. Los árboles silenciosos, las nubes estancadas, el sol escondiéndose. Siempre escondiéndose sin lograrlo nunca. Y luego, la nada misma. Más allá de esa plaza, todo se veía negro. Como lo prohibido o como los lugares que de chico, uno sabe que no debe visitar solo. 

Volví sobre mis pasos. Quizás algo se me había pasado por alto, o tal vez, de eso se traba el sueño: de alguna búsqueda misteriosa. Quizás debía encontrar a esa enigmática mujer. No sabía. Pero no me atrevía a ir a lo oscuro. Sin embargo, esa zona prohibida comenzó a crecer y de pronto rodeó toda la plaza. Sentí temor. Me repetí una y otra vez que todo era un sueño, pero el cuerpo no entiende de razones. Temblé de angustia. 

La plaza se hizo enorme, se agigantó bruscamente y supe que debía recorrerla toda (o eso entendí). Comencé a caminar, con miedo primero, pero determinada a llegar al fondo de la situación. Lo del sueño ya se estaba pasando de la raya, así que lo descarté. Quizás se trataba de una premonición o quizás el destino me quería decir algo. Todo simulaba un chiste de mal gusto. Sentí que se trataba de una mezcla de pesadilla y una película de terror barata y mal montada. Quizás estaba en una. Lo que más me molestaba era no saber qué sucedía. 

Una de las hamacas reanudó su vaivén y fui hacia ella. Caminé lo que me pareció kilómetros y al llegar se detuvo con brusquedad. Más allá, unos arbustos se movieron y fui hasta ahí solo para encontrarme con  una distorsión más. Y allí, entre unos árboles vi a la mujer y corrí hacia ella, otra vez. Pero se metió en la oscuridad prohibida. 

Llegué hasta ese borde. Parecía una especie de portal acuoso y negro. Me pregunté si debía cruzarlo y no por la duda en sí misma, sino por temor a no poder volver. Aunque ¿volver a qué?
Crucé el portal. Traspasé mis temores y me entregué a lo que el destino decidiera por mí. Y aparecí nuevamente donde había comenzado. 

Corrí de nuevo a la mujer durante varias cuadras. Le grité mil veces que no huyera de mí, que no le iba a hacer daño. Pero fue en vano. Todo se repitió. Los edificios, las calles, la distorsión, la plaza. A lo lejos, en la zona oscura, el portal apareció otra vez. 

Me acerqué temerosa, cansada de lo que sucedía. Pude verme completa, reflejada en esa brea oscura que semejaba un espejo. Me pregunté por qué estaba ahí, atascada. Pero el reflejo, el mío, no dijo nada. No hubo explicación, ni un movimiento. Acerqué un dedo, el índice, y antes de llegar a rozarlo, la brea reaccionó y envolvió mi dedo invitándome a pasar. Me llamó, lo sentí en mi cabeza rogándome, ansiando mi alma o lo que sea que pudiera reclamar. Eso jamás me había pasado en un sueño. Me asusté y sin embargo, sin más remedio, lo traspasé, otra vez. 

Mientras lo atravesaba, una lágrima que brotó de mis ojos cansados, se mezcló con el portal. Algo se modificó, lo supe en mis entrañas, aunque cuando lo terminé de atravesar, aparecí en el mismo lugar que la vez anterior. Grité de bronca. Maldecí a Dios, al Cielo y al Infierno. Y corrí sin esperar a que la misteriosa mujer apareciera en mi camino. Sin embargo, como antes, lo hizo. Pero esta vez me miró más pronunciadamente o quizás, el tiempo varió unas milésimas de segundo. ¿Sería la lágrima? Quizás. Quizás ahora el sueño-pesadilla-predestinación comenzaba a finalizar. O quizás yo había cambiado en algo. Llegué a la plaza, y ella se frenó a distancia prudencial. Se me hizo conocida, pero asumí que se trataba de un sueño recurrente y de ahí la familiaridad. 

Me acerqué para hablarle y ella se alejó. ¿Así serían las cosas? Le dije que no tuviera miedo, que no le iba a hacer nada. Ella se aterrorizó y escapó en la oscuridad que envolvía la plaza y el portal, nuevamente me tragó. 

En el líquido intermedio lloré. Necesitaba despertar o cambiar ese ciclo maléfico en el que me había sumido quién sabe por qué. Lloré pensando en mi vida, en mi futuro, en la necesidad de terminar con la tortura que estaba viviendo. El portal me parió otra vez, en el mismo lugar. 

Desesperada caí de rodillas al suelo en un llanto de lamento, mientras la mujer me miraba sin entender. Decidí quedarme ahí, para siempre si era necesario, porque sencillamente ya no podía más. 

Me senté en la calle, y al apoyar mis manos en el asfalto sentí algo húmedo. Por primera vez miré hacia atrás. A lo que dejaba cada vez que corría, al pasado, y me vi tendida en el suelo, con un corte en mi garganta. La humedad que había sentido era mi sangre escurriendo lentamente en todas las direcciones. Fue entonces que me di cuenta que estaba muerta. El destino me había jugado una mala pasada.

Miré a la mujer. Miré su mano. Entendí quién era ella y lo más importante, entendí qué debía hacer. 

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018