lunes, 18 de noviembre de 2024

La Fila

 


 

‹‹ Perdóname, Padre, porque he pecado. ››

Me rio sin querer como una explosión de infantilidad reprimida. La frase solemne, como en las pelis yankis, el silencio del otro lado. No puedo ver bien porque lo que nos separa, esa tabla perforada del confesionario hace que vea solo lo de abajo. Como una falda negra, pero nada más. Ni siquiera el rosario característico. ¿Quién me asegura que ahí hay un cura?

El silencio se hace más profundo y ya me siento incómoda. Que viejo de mierda, pienso con bronca, pero la culpa no es de él…en todo caso es un pobre tipo que eligió ser la mano visible de Dios o qué sé yo. Jamás elegiría ser monja, aunque mamá hubiera deseado eso para mí.

Yo no quería entrar, pero siempre es el mismo mecanismo: mamá me mira primero con cara amigable, incitándome por “las buenas” a hacer algo que ella y yo sabemos que no quiero hacer. Como no lo logra y después de mis intensos, aunque susurrantes “No, ma”, su cara se transforma y el silencio que tironea de mis acciones, se presenta entre nosotras. Ahí mi cabeza empieza a traicionarme. Primero diciéndome “es mamá, ella hace todo por vos” y ya me ablando un poco. Pero en estos casos religiosos, mi otra yo, la que toma el mando se pone firme y me petrifica dejándome presa en esta dicotomía. “Ya es hora de que tomes tus propias decisiones”, dice con certera confianza. Pero la cara de mamá, silenciosa y pétrea juega fuerte. Y sé que si no hago lo que ella pide me esperan semanas de un clima helado.

Y acá estoy frente a una madera perforada, esperando a que este ser diga algo. Pero el silencio es tal que empiezo a decir pavadas. Estupideces incoherentes que no ayudan y que terminan en un veredicto: Cinco padrenuestros y tres avemarías. Y andá a la fila de afuera, dice con seriedad.

Salgo con una mezcla de enojo y perplejidad porque nunca había sucedido esto. No me refiero a lo de los rezos, sino a lo de la fila.

Durante mi infancia, La Fila, era un mito donde, si no hacías lo debido, el “Padre” te mandaba a la fila de afuera. Decían que estaba atrás de la iglesia, cruzando un parque lleno de árboles viejos. Algunos retorcidos de tantos años de espera y resistencia al clima. Decían que las tumbas estaban ahí, centenarias, de curas y monjas de antaño y que, por ese motivo, la naturaleza e incluso el clima, no eran normales.

Siempre me reí porque estaba segura de que era una leyenda de los adultos para amedrentarnos. Pero ahora, en mi adultez, este hombre me manda a La Fila. A hacer qué, no se sabe. Quizás a esperar otro juicio de valor de un ser pagado por el Señor o una sentencia a mi vida imprudente y mal aprendida. Porque, según mi madre, estaba correctamente educada.

Atravieso el cementerio que no era tan terrible como lo pintaban, y llego a la fila. Somos 6 personas paradas una detrás de otra frente a un cartel. Una enorme cruz negra y dos palabras concretas: Ascenso o Descenso. Podría haber sido cómico sino fuera que me recorre un frío por la espalda siendo pleno verano.

Las caras de quienes hacían la fila son de preocupación. Reconozco al hijo de Carlota, un alcohólico prematuro que vendió hasta sus medias por más tequila. Y a la hija de María, la vecina de enfrente que se había embarazado a los 17 y nunca quiso decir quién era el padre, aunque todos sabíamos que andaba con un concejal de renombre. Casado y con tres hijos por supuesto, la había hecho abortar. Ese era su pecado para el pueblo, deshacerse de un ser vivo y no hacerse cargo de sus bajezas. Hipócritas.

Me hago la señal de la cruz por las dudas. Porque los pensamientos se escuchan en todos los rincones de este pueblo y eso define muchas cosas como mi futuro inmediato y el que esté en esta fila de mierda.

Diviso también a la que era mi mejor amiga de la secundaria y con quien nos distanciamos andá a saber por qué. “No te hagas”, sentencia la voz de mi costado rígido. “La verdad nunca entendí que pasó”, le responde mi costado ingenuo. “Sabés muy bien que mamá nos separó”, responde el costado dramático que además llora sin consuelo. “¿Por qué nos separaría mamá?”, pregunta la ingenua de nuevo. “Fuimos nosotras las que decidimos”.

Mi cerebro empieza una discusión sin tregua que genera llantos y gritos por todas partes, muebles arrojados contra paredes y gente corriendo por campos desconocidos. Aparecen recuerdos de un cine, mamá llorando, una cruz y la imagen de Jesús. Papá muriendo a mis catorce. Mamá con luto perpetuo. Un vecino escapando por la ventada de la pieza de mamá sin poder precisar la fecha. ¿Fue antes o después de que papá muriese? La moralista que es la rígida sigue tirándome imágenes random mientras observo a Camila. Algunas cosas empiezan a volver y realmente me pregunto por qué nos distanciamos de un día para el otro.

La primera persona de la fila pisa el pasto donde está el cartel y cae como en un pozo. Desaparece en un milisegundo, sin pena ni gloria. Todos gritamos de espanto y vamos a ver que pasó. Pero para nuestro asombro no hay nada más que pasto. Miramos el cartel, el cielo, a nosotros. Colectivamente empezamos a entender algo, pero nadie se anima a expresarlo en voz alta.

Camila tiembla y me acerco. Ella no me mira y recuerdo lo mal que la traté. Recuerdo su cara bañada en lágrimas. Una mudanza, la de mamá y mía lo cual hace más que extraño que estemos acá.

Le agarro las manos. Recuerdo el cine y las tardes juntas y otra vez el miedo aterrador. El cartel, el ascenso o el descenso.

La siguiente persona, una desconocida que está pálida como una hoja, se persigna. Llora desconsoladamente y dice “Si, me arrepiento” y enseguida comienza a flotar. También gritamos al unísono. Aprieto fuerte la mano de Camila y ella se apoya en mí. Los recuerdos fluyen como una catarata enorme de sensaciones.

Recuerdo otra vida en la gran ciudad. La depresión, la tristeza y una clínica. ¿Era mamá la internada? No recuerdo muy bien, pero el dolor era mío y fuerte.

La mujer desaparece en el cielo y todo se vuelve más aterrador. Podría irme, ¿no? Miro atrás y el bosque desaparece en un segundo. La tierra se limita a este espacio, a este momento. Al cartel y a la siguiente persona que no puede decidir. Y el tiempo avanza y la toma como una enorme raíz y la arrastra por el suelo para ser tragada como la primera mientras grita con alaridos penetrantes.

El bip de un latido, una intravenosa en mi cuerpo y la cara de mamá asustada. Era yo en la clínica y no era la primera vez. La tristeza me consumió y el cuerpo se sentía pesado. ¿Cómo borre eso de mi mente? El cuerpo como una prisión, el dolor insoportable.

María sale corriendo a la nada que nos rodea. Grita desesperada y en cuanto traspasa el límite se evapora y desaparece.

Camila llora y la abrazo fuerte. ¿Sería capaz de repetir el pasado? La miro, siento la mirada de mamá como antes. El dedo acusador del “Señor” o lo que eso signifique. Extraño a papá. Camila se separa de mí, como succionada por el cartel. No puedo sostenerla entre mis dedos. ¡No me arrepiento!, grito, pero Camila desaparece y ya no puedo rescatarla.

Corro hasta el cartel, lo sacudo con fuerza. Lo arranco de cuajo y lo tiro lejos, con una fuerza sobrehumana. Nada funciona, el tiempo sigue, el dolor vuelve tan violento como antes. Un trueno, un resplandor en el cielo. Un rayo me golpea en la frente, con la fuerza de miles de voltios y pierdo la conciencia.

Estuve en lo oscuro un tiempo, escuchando mis voces internas que discuten que hacer. Pelean por tomar el control, por decidir qué soy, qué hacer. Un sacudón, una caída. Podría ser el Infierno, pero ya nada importa. Lo merezco, lo se. Por dejarla sola…

Abro los ojos. Es una hermosa mañana a pesar de mi luto por mamá. El sol entra por la ventana. El gato me observa desde el escritorio, esperando a que nuestro ritual mañanero comience. Hay una paz extraordinaria, la respiro en profundidad. Recuerdo su caricia, sus ojos tristes al desaparecer. Busco mi celular, su nombre y ruego porque ella siga estando en el mismo lugar.  

Autora: Misceláneas de la Oscuridad

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