martes, 28 de enero de 2025

El desajuste

 



 

A veces el torocoto se desajusta porque la balanza anda mal. Eso me dijo el médico. Entonces hay que volver el torocoto a su estado natural o termina en operación.

El problema es cómo hacer para que el torocoto se vuelva al estado previo. Al momento exacto de salud y existencia puntual en el que no molestaba. No como ahora que me da agitación, mareos y malos pensamientos.

Pero que no se malentienda, no son esos malos pensamientos que nacen del morbo y del desequilibrio de la libiera No. Son los malos pensamientos de lo oscuro. De eso que te hace poner triste y ensimismado. Eso, el torocoto desbalanceado lo logra hacer con tanta precisión que asombra.

Sobre todo, para alguien como yo que siempre gozó de excelente salud, de alegría innata y de confianza propia y en los demás.

“Haga memoria”, me dijo también, “en que momento se desequilibró el sistema”. Y pensé mucho. Porque no es tan fácil darse cuenta.

¿Cuál fue el primer síntoma? Ese sutil pesar que uno atribuye quizás al cansancio, a la mala suerte de toparte con tu ex acompañado de alguien más, o también a esa foto que, por un segundo, te lleva a la realidad concreta de la soledad. Esa foto que conjuga todas las pérdidas -si es que se puede conjugar todas las pérdidas de la existencia en un único momento fotografiable- y te las marca a fuego en la balanza.

Fui para atrás buscando esa sensación incómoda, esa mínima mancha en mi optimismo diario. Ese pequeño sentir, minúsculo diría, en el mar de felicidad que creí estar viviendo.

Porque la felicidad a veces es un espejismo que nos engaña y cabe hacerse la pregunta, ¿molesta acaso vivir en ese espejismo? Y si así fuera, ¿a quién molestaría? Al que lo vive seguro que no. Y quizás sea esa la clave del sufrimiento.

Un alguien con una palabra chiquita, aunque despreciable. Un peso en la coraza que hace que se instale una grieta diminuta pero que hace que se filtre la duda. Esa sensación retorcida y molesta que como un pájaro carpintero machaca el alma.

Y si, es obvio que la balanza deja de estar en sano equilibrio para caer a un lado y así, al caer hacia un costado todo se contrae y el torocoto se daña. Y falta el aire y comienzan los suspiros y la melancolía. El tema es que, si se perpetúa, te aparecen nódulos en la umbra que no duelen, pero molestan. Y creo que ayer pude palpar uno. Tristísimo y preocupante sobre todo a la noche.

Porque es a la noche cuando vienen los fantasmas a charlar con uno y a contarte todo lo que no pudiste. Y hay una larga lista de lo que no. Podría llenar el alfabeto, aunque ¿quién no? Pero pesan esos relatos fantasmales. ¿Por qué no vendrán con aquello que si pudimos? Es una incógnita.

Y ahí creo que fue. Luego de la mínima persona que emitió esa palabra, de la grieta sutil, del fantasma nocturno y las fotos tristes. Ahí fue cuando el torocoto se enfermó. El problema, doctor es que no hay forma de que pueda componerlo. Al menos no al estado inicial. Ya no hay forma de que viva en mi mundo feliz, en mi espejismo rosa. La mancha oscura de la duda y el desánimo es muy grande y ya se devora otros órganos.

“Habrá que operar entonces, pero no hay garantías”.

Y sí. No las hay. Pondré mi cuerpo a merced de un bisturí. Seguro de que, a pesar de que extirpe todo, ya no habrá forma de construir otro espejismo. Y sé que cada mínima palabra hiriente, de cualquier mínima persona, va a inclinar mi balanza hacia el costado azul, al lado triste de la vida. Enfermando todo mi sistema. Y que los fantasmas del fracaso estarán esperándome cada noche para recordarme lo insignificante que soy, ¿Verdad doctor?

“Si, no hay garantías, pero hay espejos”. El doctor, me da un hilo rosa de donde agarrarme. Un cordel suave y maravilloso de donde aferrarme antes de entregar mi cuerpo a las maquinarias sanadoras. “Cuando esa palabra llegue o cuando los fantasmas se sienten en la cama a contarte los fracasos, mostrales el espejo”.

¿Será suficiente?, pregunto.

“Será sanador”.


Autora: Misceláneas de la oscuridad (Soledad Fernández)

Todos los derechos reservados 2025

Imagen generada con Ideogram

domingo, 19 de enero de 2025

Perder la cabeza

 



 

Esa mañana de abril, Rebeca no encontró su cabeza. Despertó como siempre, a las 6 en punto, cuando el zorzal dio su primer sonido al alba. Nada presagiaba esta situación. Pero lo cierto es que, al ir a buscar su cabeza, donde siempre la dejaba, no estaba ahí.

Se desesperó, por supuesto. Lo complejo no era el retraso de tener que buscarla. Ya era un problema tener que bañarse sin ella. Porque ¿cómo se lavaría el cabello? O peor, ¿cómo cepillaría sus dientes?

Lo malo de esta eventualidad era que tenía el entierro de tía Carlota. Y si no iba presentada, con cabeza y todo, su madre (hermana de la difunta) le arrancaría…bueno, la cabeza no. Pero la desheredaría con total seguridad. La crucificaría hoy y cada vez que la viera de ahora en adelante. Le diría que por eso era una solterona que no tenía hijos, y que mejor, porque: ¿qué nietos le daría si no puede mantener la cabeza a mano para cuando se necesita?

Y ni que hablar de su padre que, sin poderle picar el cerebro, como hacía siempre preguntando por un novio o una carrera o un novio con carrera, la atormentaría luego en cada encuentro familiar. En cada asado, en cada lunch, en cada cumpleaños de su perfecta hermana le traería a colación el “pero nadie perdió la cabeza como lo hizo Rebeca”. Y así se minimizarían todos los errores ajenos y los males de la familia porque ella no supo cuidar sus pertenencias.

Quizás la pertenencia más sagrada, diría la difunta tía. Que gracias a Dios, se había ido al más allá quien sabe a cuál de los más allá de este universo.

Buscó en el placar, en el baño, en la cocina y en el comedor. No había rastros de su cabeza y los minutos pasaban. En breve llegaría su hermana en su hermoso auto nuevo con su perfecto esposo y su adorado hijo a buscarla. Claro, porque ella que hoy perdía su cabeza, no era capaz de tener un trabajo lo suficientemente digno como para comprar un auto.

Si, apenas vivía con lo que ganaba. Apenas pagaba los gastos de su pequeña casita con un jardín lleno de flores. Apenas podía alimentar su pequeño cuerpo que últimamente comía como canario. Apenas podía con tantas cosas que era obvio que un día tan importante como este perdiera la cabeza.

Buscó en el jardín (allí se pierden muchas cosas), entre los geranios y los no me olvides. Entre las fresias y el sapo gigante que hacía las veces de maceta para unas calas. Nada. Buscó detrás de las caléndulas y entre las rosas rococó. Tampoco.

¡Las siete! Fue hasta el ropero y buscó un vestido acorde a la ocasión. Pero para su desgracia, no había ninguno negro. Agarró uno rojo que le llegaba a la rodilla y que tenía un escote sobrio. Otra falta más para este día fatal y agónico.

Hacé memoria Rebeca, se dijo. Pero ¿cómo hacerlo sin cabeza? ¿Cómo afrontar el día con la cabeza perdida, con un vestido rojo y los zapatos blancos de charol? No había forma.

Se resigno a ir así, sin desayunar, sin lavarse el pelo o los dientes, con una tristeza rara y un no se qué por la vida que llevaba.

Se sentó a esperar, acongojada y sin poder llorar como se debe. Esperó ahí tranquila a que se hicieran las ocho. Miró por la ventana el jardín, los detalles de su parque, las flores y las mariposas. Miró su cocina llena de detallitos alegres. El mantel de limones, las tazas de pintitas. Poco a poco se dio cuenta de tanto que tenía y en ese momento, entre que daba la hora y sonaba la bocina de auto de su hermana, es que su cabeza apareció ahí donde siempre debió estar: encima de sus hombros.

Se miró al espejo, sonrió y salió al velorio de su amada tía.


Autora: Soledad Fernández (Misceláneas de la oscuridad)

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