‹‹ Perdóname, Padre, porque he
pecado. ››
Me rio sin querer como una
explosión de infantilidad reprimida. La frase solemne, como en las pelis yankis,
el silencio del otro lado. No puedo ver bien porque lo que nos separa, esa tabla
perforada del confesionario hace que vea solo lo de abajo. Como una falda negra,
pero nada más. Ni siquiera el rosario característico. ¿Quién me asegura que ahí
hay un cura?
El silencio se hace más profundo
y ya me siento incómoda. Que viejo de mierda, pienso con bronca, pero la culpa
no es de él…en todo caso es un pobre tipo que eligió ser la mano visible de
Dios o qué sé yo. Jamás elegiría ser monja, aunque mamá hubiera deseado eso
para mí.
Yo no quería entrar, pero
siempre es el mismo mecanismo: mamá me mira primero con cara amigable, incitándome
por “las buenas” a hacer algo que ella y yo sabemos que no quiero hacer. Como
no lo logra y después de mis intensos, aunque susurrantes “No, ma”, su cara se
transforma y el silencio que tironea de mis acciones, se presenta entre
nosotras. Ahí mi cabeza empieza a traicionarme. Primero diciéndome “es mamá,
ella hace todo por vos” y ya me ablando un poco. Pero en estos casos
religiosos, mi otra yo, la que toma el mando se pone firme y me petrifica
dejándome presa en esta dicotomía. “Ya es hora de que tomes tus propias
decisiones”, dice con certera confianza. Pero la cara de mamá, silenciosa y
pétrea juega fuerte. Y sé que si no hago lo que ella pide me esperan semanas de
un clima helado.
Y acá estoy frente a una madera
perforada, esperando a que este ser diga algo. Pero el silencio es tal que
empiezo a decir pavadas. Estupideces incoherentes que no ayudan y que terminan
en un veredicto: Cinco padrenuestros y tres avemarías. Y andá a la fila de
afuera, dice con seriedad.
Salgo con una mezcla de enojo y
perplejidad porque nunca había sucedido esto. No me refiero a lo de los rezos,
sino a lo de la fila.
Durante mi infancia, La Fila,
era un mito donde, si no hacías lo debido, el “Padre” te mandaba a la fila de
afuera. Decían que estaba atrás de la iglesia, cruzando un parque lleno de
árboles viejos. Algunos retorcidos de tantos años de espera y resistencia al
clima. Decían que las tumbas estaban ahí, centenarias, de curas y monjas de
antaño y que, por ese motivo, la naturaleza e incluso el clima, no eran normales.
Siempre me reí porque estaba
segura de que era una leyenda de los adultos para amedrentarnos. Pero ahora, en
mi adultez, este hombre me manda a La Fila. A hacer qué, no se sabe. Quizás a
esperar otro juicio de valor de un ser pagado por el Señor o una sentencia a mi
vida imprudente y mal aprendida. Porque, según mi madre, estaba correctamente
educada.
Atravieso el cementerio que no
era tan terrible como lo pintaban, y llego a la fila. Somos 6 personas paradas
una detrás de otra frente a un cartel. Una enorme cruz negra y dos palabras
concretas: Ascenso o Descenso. Podría haber sido cómico sino fuera que me
recorre un frío por la espalda siendo pleno verano.
Las caras de quienes hacían la
fila son de preocupación. Reconozco al hijo de Carlota, un alcohólico prematuro
que vendió hasta sus medias por más tequila. Y a la hija de María, la vecina de
enfrente que se había embarazado a los 17 y nunca quiso decir quién era el padre,
aunque todos sabíamos que andaba con un concejal de renombre. Casado y con tres
hijos por supuesto, la había hecho abortar. Ese era su pecado para el pueblo,
deshacerse de un ser vivo y no hacerse cargo de sus bajezas. Hipócritas.
Me hago la señal de la cruz por
las dudas. Porque los pensamientos se escuchan en todos los rincones de este
pueblo y eso define muchas cosas como mi futuro inmediato y el que esté en esta
fila de mierda.
Diviso también a la que era mi
mejor amiga de la secundaria y con quien nos distanciamos andá a saber por qué.
“No te hagas”, sentencia la voz de mi costado rígido. “La verdad nunca entendí
que pasó”, le responde mi costado ingenuo. “Sabés muy bien que mamá nos separó”,
responde el costado dramático que además llora sin consuelo. “¿Por qué nos
separaría mamá?”, pregunta la ingenua de nuevo. “Fuimos nosotras las que
decidimos”.
Mi cerebro empieza una
discusión sin tregua que genera llantos y gritos por todas partes, muebles
arrojados contra paredes y gente corriendo por campos desconocidos. Aparecen recuerdos
de un cine, mamá llorando, una cruz y la imagen de Jesús. Papá muriendo a mis
catorce. Mamá con luto perpetuo. Un vecino escapando por la ventada de la pieza
de mamá sin poder precisar la fecha. ¿Fue antes o después de que papá muriese? La
moralista que es la rígida sigue tirándome imágenes random mientras observo a
Camila. Algunas cosas empiezan a volver y realmente me pregunto por qué nos
distanciamos de un día para el otro.
La primera persona de la fila pisa
el pasto donde está el cartel y cae como en un pozo. Desaparece en un
milisegundo, sin pena ni gloria. Todos gritamos de espanto y vamos a ver que
pasó. Pero para nuestro asombro no hay nada más que pasto. Miramos el cartel,
el cielo, a nosotros. Colectivamente empezamos a entender algo, pero nadie se
anima a expresarlo en voz alta.
Camila tiembla y me acerco. Ella
no me mira y recuerdo lo mal que la traté. Recuerdo su cara bañada en lágrimas.
Una mudanza, la de mamá y mía lo cual hace más que extraño que estemos acá.
Le agarro las manos. Recuerdo el
cine y las tardes juntas y otra vez el miedo aterrador. El cartel, el ascenso o
el descenso.
La siguiente persona, una
desconocida que está pálida como una hoja, se persigna. Llora desconsoladamente
y dice “Si, me arrepiento” y enseguida comienza a flotar. También gritamos al
unísono. Aprieto fuerte la mano de Camila y ella se apoya en mí. Los recuerdos
fluyen como una catarata enorme de sensaciones.
Recuerdo otra vida en la gran
ciudad. La depresión, la tristeza y una clínica. ¿Era mamá la internada? No recuerdo
muy bien, pero el dolor era mío y fuerte.
La mujer desaparece en el cielo
y todo se vuelve más aterrador. Podría irme, ¿no? Miro atrás y el bosque
desaparece en un segundo. La tierra se limita a este espacio, a este momento. Al
cartel y a la siguiente persona que no puede decidir. Y el tiempo avanza y la
toma como una enorme raíz y la arrastra por el suelo para ser tragada como la
primera mientras grita con alaridos penetrantes.
El bip de un latido, una
intravenosa en mi cuerpo y la cara de mamá asustada. Era yo en la clínica y no
era la primera vez. La tristeza me consumió y el cuerpo se sentía pesado. ¿Cómo
borre eso de mi mente? El cuerpo como una prisión, el dolor insoportable.
María sale corriendo a la nada
que nos rodea. Grita desesperada y en cuanto traspasa el límite se evapora y
desaparece.
Camila llora y la abrazo
fuerte. ¿Sería capaz de repetir el pasado? La miro, siento la mirada de mamá
como antes. El dedo acusador del “Señor” o lo que eso signifique. Extraño a papá.
Camila se separa de mí, como succionada por el cartel. No puedo sostenerla
entre mis dedos. ¡No me arrepiento!, grito, pero Camila desaparece y ya no
puedo rescatarla.
Corro hasta el cartel, lo
sacudo con fuerza. Lo arranco de cuajo y lo tiro lejos, con una fuerza
sobrehumana. Nada funciona, el tiempo sigue, el dolor vuelve tan violento como
antes. Un trueno, un resplandor en el cielo. Un rayo me golpea en la frente,
con la fuerza de miles de voltios y pierdo la conciencia.
Estuve en lo oscuro un tiempo,
escuchando mis voces internas que discuten que hacer. Pelean por tomar el
control, por decidir qué soy, qué hacer. Un sacudón, una caída. Podría ser el Infierno,
pero ya nada importa. Lo merezco, lo se. Por dejarla sola…
Abro los ojos. Es una hermosa
mañana a pesar de mi luto por mamá. El sol entra por la ventana. El gato me
observa desde el escritorio, esperando a que nuestro ritual mañanero comience. Hay
una paz extraordinaria, la respiro en profundidad. Recuerdo su caricia, sus
ojos tristes al desaparecer. Busco mi celular, su nombre y ruego porque ella
siga estando en el mismo lugar.
Autora: Misceláneas de la Oscuridad
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