lunes, 18 de noviembre de 2024

La Fila

 


 

‹‹ Perdóname, Padre, porque he pecado. ››

Me rio sin querer como una explosión de infantilidad reprimida. La frase solemne, como en las pelis yankis, el silencio del otro lado. No puedo ver bien porque lo que nos separa, esa tabla perforada del confesionario hace que vea solo lo de abajo. Como una falda negra, pero nada más. Ni siquiera el rosario característico. ¿Quién me asegura que ahí hay un cura?

El silencio se hace más profundo y ya me siento incómoda. Que viejo de mierda, pienso con bronca, pero la culpa no es de él…en todo caso es un pobre tipo que eligió ser la mano visible de Dios o qué sé yo. Jamás elegiría ser monja, aunque mamá hubiera deseado eso para mí.

Yo no quería entrar, pero siempre es el mismo mecanismo: mamá me mira primero con cara amigable, incitándome por “las buenas” a hacer algo que ella y yo sabemos que no quiero hacer. Como no lo logra y después de mis intensos, aunque susurrantes “No, ma”, su cara se transforma y el silencio que tironea de mis acciones, se presenta entre nosotras. Ahí mi cabeza empieza a traicionarme. Primero diciéndome “es mamá, ella hace todo por vos” y ya me ablando un poco. Pero en estos casos religiosos, mi otra yo, la que toma el mando se pone firme y me petrifica dejándome presa en esta dicotomía. “Ya es hora de que tomes tus propias decisiones”, dice con certera confianza. Pero la cara de mamá, silenciosa y pétrea juega fuerte. Y sé que si no hago lo que ella pide me esperan semanas de un clima helado.

Y acá estoy frente a una madera perforada, esperando a que este ser diga algo. Pero el silencio es tal que empiezo a decir pavadas. Estupideces incoherentes que no ayudan y que terminan en un veredicto: Cinco padrenuestros y tres avemarías. Y andá a la fila de afuera, dice con seriedad.

Salgo con una mezcla de enojo y perplejidad porque nunca había sucedido esto. No me refiero a lo de los rezos, sino a lo de la fila.

Durante mi infancia, La Fila, era un mito donde, si no hacías lo debido, el “Padre” te mandaba a la fila de afuera. Decían que estaba atrás de la iglesia, cruzando un parque lleno de árboles viejos. Algunos retorcidos de tantos años de espera y resistencia al clima. Decían que las tumbas estaban ahí, centenarias, de curas y monjas de antaño y que, por ese motivo, la naturaleza e incluso el clima, no eran normales.

Siempre me reí porque estaba segura de que era una leyenda de los adultos para amedrentarnos. Pero ahora, en mi adultez, este hombre me manda a La Fila. A hacer qué, no se sabe. Quizás a esperar otro juicio de valor de un ser pagado por el Señor o una sentencia a mi vida imprudente y mal aprendida. Porque, según mi madre, estaba correctamente educada.

Atravieso el cementerio que no era tan terrible como lo pintaban, y llego a la fila. Somos 6 personas paradas una detrás de otra frente a un cartel. Una enorme cruz negra y dos palabras concretas: Ascenso o Descenso. Podría haber sido cómico sino fuera que me recorre un frío por la espalda siendo pleno verano.

Las caras de quienes hacían la fila son de preocupación. Reconozco al hijo de Carlota, un alcohólico prematuro que vendió hasta sus medias por más tequila. Y a la hija de María, la vecina de enfrente que se había embarazado a los 17 y nunca quiso decir quién era el padre, aunque todos sabíamos que andaba con un concejal de renombre. Casado y con tres hijos por supuesto, la había hecho abortar. Ese era su pecado para el pueblo, deshacerse de un ser vivo y no hacerse cargo de sus bajezas. Hipócritas.

Me hago la señal de la cruz por las dudas. Porque los pensamientos se escuchan en todos los rincones de este pueblo y eso define muchas cosas como mi futuro inmediato y el que esté en esta fila de mierda.

Diviso también a la que era mi mejor amiga de la secundaria y con quien nos distanciamos andá a saber por qué. “No te hagas”, sentencia la voz de mi costado rígido. “La verdad nunca entendí que pasó”, le responde mi costado ingenuo. “Sabés muy bien que mamá nos separó”, responde el costado dramático que además llora sin consuelo. “¿Por qué nos separaría mamá?”, pregunta la ingenua de nuevo. “Fuimos nosotras las que decidimos”.

Mi cerebro empieza una discusión sin tregua que genera llantos y gritos por todas partes, muebles arrojados contra paredes y gente corriendo por campos desconocidos. Aparecen recuerdos de un cine, mamá llorando, una cruz y la imagen de Jesús. Papá muriendo a mis catorce. Mamá con luto perpetuo. Un vecino escapando por la ventada de la pieza de mamá sin poder precisar la fecha. ¿Fue antes o después de que papá muriese? La moralista que es la rígida sigue tirándome imágenes random mientras observo a Camila. Algunas cosas empiezan a volver y realmente me pregunto por qué nos distanciamos de un día para el otro.

La primera persona de la fila pisa el pasto donde está el cartel y cae como en un pozo. Desaparece en un milisegundo, sin pena ni gloria. Todos gritamos de espanto y vamos a ver que pasó. Pero para nuestro asombro no hay nada más que pasto. Miramos el cartel, el cielo, a nosotros. Colectivamente empezamos a entender algo, pero nadie se anima a expresarlo en voz alta.

Camila tiembla y me acerco. Ella no me mira y recuerdo lo mal que la traté. Recuerdo su cara bañada en lágrimas. Una mudanza, la de mamá y mía lo cual hace más que extraño que estemos acá.

Le agarro las manos. Recuerdo el cine y las tardes juntas y otra vez el miedo aterrador. El cartel, el ascenso o el descenso.

La siguiente persona, una desconocida que está pálida como una hoja, se persigna. Llora desconsoladamente y dice “Si, me arrepiento” y enseguida comienza a flotar. También gritamos al unísono. Aprieto fuerte la mano de Camila y ella se apoya en mí. Los recuerdos fluyen como una catarata enorme de sensaciones.

Recuerdo otra vida en la gran ciudad. La depresión, la tristeza y una clínica. ¿Era mamá la internada? No recuerdo muy bien, pero el dolor era mío y fuerte.

La mujer desaparece en el cielo y todo se vuelve más aterrador. Podría irme, ¿no? Miro atrás y el bosque desaparece en un segundo. La tierra se limita a este espacio, a este momento. Al cartel y a la siguiente persona que no puede decidir. Y el tiempo avanza y la toma como una enorme raíz y la arrastra por el suelo para ser tragada como la primera mientras grita con alaridos penetrantes.

El bip de un latido, una intravenosa en mi cuerpo y la cara de mamá asustada. Era yo en la clínica y no era la primera vez. La tristeza me consumió y el cuerpo se sentía pesado. ¿Cómo borre eso de mi mente? El cuerpo como una prisión, el dolor insoportable.

María sale corriendo a la nada que nos rodea. Grita desesperada y en cuanto traspasa el límite se evapora y desaparece.

Camila llora y la abrazo fuerte. ¿Sería capaz de repetir el pasado? La miro, siento la mirada de mamá como antes. El dedo acusador del “Señor” o lo que eso signifique. Extraño a papá. Camila se separa de mí, como succionada por el cartel. No puedo sostenerla entre mis dedos. ¡No me arrepiento!, grito, pero Camila desaparece y ya no puedo rescatarla.

Corro hasta el cartel, lo sacudo con fuerza. Lo arranco de cuajo y lo tiro lejos, con una fuerza sobrehumana. Nada funciona, el tiempo sigue, el dolor vuelve tan violento como antes. Un trueno, un resplandor en el cielo. Un rayo me golpea en la frente, con la fuerza de miles de voltios y pierdo la conciencia.

Estuve en lo oscuro un tiempo, escuchando mis voces internas que discuten que hacer. Pelean por tomar el control, por decidir qué soy, qué hacer. Un sacudón, una caída. Podría ser el Infierno, pero ya nada importa. Lo merezco, lo se. Por dejarla sola…

Abro los ojos. Es una hermosa mañana a pesar de mi luto por mamá. El sol entra por la ventana. El gato me observa desde el escritorio, esperando a que nuestro ritual mañanero comience. Hay una paz extraordinaria, la respiro en profundidad. Recuerdo su caricia, sus ojos tristes al desaparecer. Busco mi celular, su nombre y ruego porque ella siga estando en el mismo lugar.  

Autora: Misceláneas de la Oscuridad

Todos los derechos reservados 2024

domingo, 20 de enero de 2019

Grotescos







La gente hablaba de ellos. Desde que se habían mudado a la pintoresca casa abandonada, los vecinos no hacían más que hablar de ellos dos. Sobre todo de ella. De Constanza Galarza. Que “Constanza se la pasa adentro y nunca sale”, que “Ella lo domina y no lo deja vivir”. También que… “las compras las hace por internet y apenas sale a la puerta a pagar”, “Y qué querés si pesa una tonelada…es como una ballena”. Así decían de ella y peor aún con cada cosa que la mujer hicera o dejara de hacer. 

Constanza Galarza era una mujer obesa. Muy obesa. No siempre había sido así. Más bien había sido una hermosa mujer, elegante, delgada y llena de vitalidad, hasta que conoció a su esposo una noche de brujas, veinte años atrás. La gente del barrio creía que ella se la pasaba tirada en una cama, comiendo y mirando telenovelas. 

Hay que intervenir…ese pobre hombre va a desaparecer
Esto dijo una tarde Clotilde, en la reunión del consorcio del barrio. Eran unas veinte personas que se reunían una vez por mes.
Lo peor es que cuando ella se muera (Dios no lo permita)decía luego persignándose¿Cómo la van a sacar de la casa?
Vamos a tener que llamar a una grúa
A los bomberos
¡Qué vergüenza para el barrio!

Y así opinaban, cada mes, en cada reunión de consorcio, los vecinos de Constanza Galarza.
Ella conocía muy bien esos rumores. Es más, se daba cuenta de la situación que vivían, aunque poco estaba a su alcance para cambiar algo. Había una realidad: si ella se ponía a dieta, su marido comenzaba a adelgazar progresivamente y terminaba internado, desnutrido por esa situación. 

¿No come usted, señor?le había preguntado el médico la última vez que había llegado al extremo de pesar cuarenta kilos.
El pobre hombre, llamado Hermenegildo Gomez, apenas si podía hacer un gesto. Acostado en esa cama de hospital, con un suero en su brazo, amarillo y desnutrido, apenas podía abrir los ojos haciendo un esfuerzo sobrehumano. Constanza contestó en aquella como en tantas otras oportunidades.
Él come muy bien…yo estoy a dieta.
Debería estarlo señora. ¿Cuánto pesa? ¿150, 170 kilos?
Y Constanza, abrumada y avergonzada por el trato del “profesional”, hacía silencio.
Pero usted, señor mío…debe comer. La dieta es para su obesa mujer, no para usted ¡hombre de Dios!

Hermenegildo la amaba y ella estaba muy segura de eso. Se llevaban muy bien, salvo por el detalle del peso. Cuando ella deseaba enflaquecer, él desaparecía lentamente hasta que terminaba internado. Esto ocurría de tanto en tanto porque la pobre mujer, literalmente comía a más no parar para que él engordase unos cuantos kilos y sobreviva a su consunción. Ella llegaba a su extremo por él y luego, cuando ya casi no podía respirar por su obesidad, hacía dieta hasta que él llegaba al suyo. Era un ciclo de nunca acabar. 

Ya se habían mudado varias veces con la ilusión de que el cambio de aires les viniera bien. Pero no habían tenido suerte. Y en este último lugar, en este barrio, las cosas se habían vuelto intensas. Con los vecinos, con la comunidad entera.
Son grotescosgritó Ilda a la muchedumbre que estaba en la reunión.Son una vergüenza…ella es una vergüenza y está consumiendo a ese pobre hombre que no puede alimentarse, porque no le deja nada para comer.
Claro, nadie sabía el calvario que esa pareja pasaba.
¿Qué vamos a hacer, amor?preguntó triste Constanza a su extenuado marido.
Él, se frotó la cabeza y no supo qué contestar.
Quizás debamos separarnos…

Él fue hasta donde ella descansaba, le tomó las manos y se las besó. Los ojos llenos de lágrimas, el nudo en la garganta. Ya habían pasado por tantas situaciones de tristeza y de violencia. Él entendió que Constanza ya no podía continuar. 

Ella, con mucha dificultad se paró. Armó un pequeño bolso y como pudo salió de la casa y del barrio. A medida que caminaba, lenta pero firmemente hacia otro futuro, su cuerpo se fue amoldando al que era cuando joven, mientras que Hermenegildo incrementó su peso. Sin embargo, no sintió alivio. Sino que su corazón se estrujaba  de dolor. 

Fue hasta donde los vecinos se juntaban y en medio del griterío iniciado por Ilda, habló:
Gracias a ustedes, malditos egoistas que no pueden ver a nadie vivir su vida, he perdido a la única persona que amé y me amó como soy. Con este embrujo que pesa sobre mí. Con esta maldición que provocaría que cualquiera que me amara engordaría enormemente, mientras que yo me consumiría de amor. Y estaba en paz con eso. Los dos estábamos en paz. Pero ustedes lograron que perdiera eso…que perdiera a mi única felicidad. 

Hermenegildo se fue dejando detrás de si un silencio mortuorio y miles de dudas en esas cabezas huecas que discutían lo que no entendían. Ya nunca más se habló del tema. Al menos de forma abierta, a viva voz. Ya nunca más lo volvieron a ver. Dicen que se recluyó aun más que antes. Que se volvió hermitaño. Dicen que murió mirando una foto donde estaba él, casi consumido junto a su obesa Constanza. Rozagante y maravillosa como era. Eso dicen, al menos las malas lenguas. 

¿Y Constanza? Dicen que se dedicó a modelar con su figura esbelta y delgada. Aunque bien podrían ser habladurías. Jamás se sabrá.

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2019

sábado, 24 de noviembre de 2018

Al son de su melodía





“Sólo es una noche”, te dijo. Una única noche. ¿Qué te iba a pasar? Nada. Te lo repetiste una y otra vez. Nada podría pasarte, era solo una casa. La casa más antigua del pueblo, la casa donde la habían asesinado. 

Cuando el doctor te hizo la propuesta de pasar una noche ahí para tratar tus terrores nocturnos, no dijiste ni una palabra. Porque, claro, no tenías terrores, tenías “dudas”. Miles de dudas. Y una nube densa, empetrolada que obstruía tus recuerdos.

El hombre te lleva a la sala principal, en silencio. Su mutismo te recuerda el velatorio de ella, a los pasos de la gente que como ahora, rebotaban por la casa sordos. Ahí mismo, hace tanto.

Te deja en la sala principal y se va. Ves el viejo piano lleno de telarañas, una silla y un enorme ventanal que está tapiado. Desde aquella época, toda la casa está sellada, salvo por la gran puerta principal. Ahí hay cadenas como las que pesan en tu alma. 

Unas cortinas de terciopelo cubren el ventanal y desde adentro no se nota el tapial. Un hermoso detalle que no te sirve de nada, porque vos lo sabés. Sabés que estarás encerrado toda la noche. Que no vas a poder escapar aunque lo intentes. Pero qué importa ya, ¿verdad? 

Seguís observando la habitación. Todo está prolijo, limpio. Quizás demasiado, por ser una casa abandonada. Te preguntás si habrían limpiado para dejarte ahí. ¿Por qué pensar en eso? Ahí sucedieron cosas más graves que el polvo acumulado o una alfombra mal aspirada. Esos pensamientos son tus distractores. Como siempre. Para no pensar en lo malo, siempre te enfocás en lo ínfimo, en lo inútil. En los detallitos periféricos que no aportan nada. Quizás te sentís culpable por no haber visto lo que pasaba. Por haber estado tan ciego. O tal vez te repetís que estabas distraído, que el árbol te tapó el bosque. Porque según la policía, ella se mató. Hipócrita. 

Pensás en Clara. En cuando habían sido felices ahí, en esta misma casa, veinte años atrás. ¿Por qué volver? Según tu declaración, no recordás nada de aquella noche. Nada significativo. Incluso dijiste que estabas descansando, unos cuantos metros más allá. Raro ¿no? Por ahí necesitás explicaciones, porque la duda siempre te acompañó, desde aquella noche. Y ya es tiempo de enfrentar a los fantasmas de tu pasado y pasar una noche en el mismo lugar en que ella apareció muerta, sentada en esa silla.
Sola. 

El tiempo corre, pero vos no estás seguro de a qué velocidad. No hay reloj o tic tac que te acompañe, que pueda guiarte en esta única noche. Aunque la casa tiene un ritmo propio y lo sentís en tu sistema, en tu conciencia. Es enloquecedor estar encerrado ¿no? Así se habrá sentido ella. Pensalo, ella pasó tanto tiempo acá sola, desesperada pidiéndote clemencia y vos le ponías llave a esa puerta y la dejabas llorando por su mal comportamiento. Por su libertad… su libertinaje, según vos. Te sentías hecho a un lado, basureado por sus aires de diva. Y tenías que disciplinarla. Y luego de un tiempo, cuando ya no le quedaban lágrimas para llorar, Clara tocaba el piano y vos te sentabas afuera y llorabas por ese destino retorcido que los unía.

¿Y quién la mató? No estás seguro, ¿verdad? No te pongas nervioso. No es necesario. El pasado está en el pasado, aunque la casa te envuelva y te confunda. 

Sí. Es mejor que camines, que andes por ahí rememorando aquellos años. Recordá a Clara tocando en el piano esa melodía que jamás terminaba de componer. Porque estaba distraída al final y nunca supiste el motivo de su distracción. Y eso te provocaba celos, odio, envidia. Todo junto. Sin embargo, la música era lo más hermoso de ella. Y ella era perfectamente hermosa, aun con sus cositas… ya sé. No querés recordar cómo era en realidad ¿no? Claro. A la larga, ella te dominaba, te doblegaba con su carácter, con sus exigencias de gran artista. Con su belleza extrema. Con su apasionado amor. Y cuando te excedía la encerrabas… y esta casa era testigo de su dolor.

La habitación se hace pequeña de pronto. Sentís que te absorbe, que te oprime como lo hacía Clara. Te falta el aire porque está viciado. El encierro te aprieta en el pecho. Vas hasta la puerta. Querés abrirla pero está cerrada. ¿Querés irte ya? Claro que querés irte, pero no podés. Porque hay algo que no cierra de aquella noche. Hay algo que está oscuro, denso. Y la casa sabe la respuesta. La casa te va a contar qué pasó, o mejor dicho, lo que no querés aceptar.

Volvé al piano. El piso ya no está tan limpio. Ahora se nota que el tiempo pasó. Hay tierra por todos lados, hojas secas que entraron por la chimenea. Una melodía vuelve a tu cabeza una y otra vez. No quieras evadirla. Aceptala. Es un regalo, como te decía ella. Sí. Su música era perfecta y única. Hubiera sido tan grande pero….

¿Quién la mató? Acaso ¿es tan importante saber quién empuñó el cuchillo después de cómo la tratabas? Parece que sí. Pero no te vayas. Sentate tranquilo que ya no falta tanto. ¿Ves a tu alrededor, como todo cambia? Ah ya sé, ese destello te saca de quicio. ¿Qué es eso que brilla en la mesita de allá? Dale, andá a ver y sacate las dudas. Desde que entraste a la habitación no te habías percatado de eso. Tampoco de la suciedad o del deterioro de la paredes. El papel tapiz está descascarado y las cortinas llenas de hongos. Los detalles, mi querido, son importantes. Y vos creíste que todo estaba bien, en orden. 

Caminás hasta la mesita, mientras sentís el latir de tu corazón en tus oídos. Al final no era tan buena idea pasar el tiempo ahí, junto a tantos recuerdos. ¿Qué va a pensar el doctor cuando te encuentre así de desquiciado en la mañana? ¿Qué le vas a decir? 

Llegás al destello. Es metálico. Lo agarrás mientras tu cuerpo tiembla por completo. La casa te habla, te cuenta de aquella noche pero no querés escucharla. Ya no.  Mirás el cuchillo, chorrea sangre fresca, roja. ¿De quién es? Te preguntás pero ya sabés la respuesta. Escuchá, te está contando lo que pasó. ¿Querías saber la verdad? Aceptala. 

Lo denso se va disolviendo lentamente, como el humo que se despeja con el viento. Ese viento te envuelve, te lleva, te sienta en la misma silla en la que Clara murió. Agarrá el cuchillo, dale. Agarralo firme y hacé lo mismo que  le hiciste a ella. Pasalo por tu garganta, profundo. Y perecé convulsionando, igual que Clara mientras la casa toca su música y el sol sale en el horizonte. 

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018

domingo, 4 de noviembre de 2018

El amuleto






Una mañana de abril, la familia Georgis, recibió un paquete que fue depositado en  la puerta de la casa donde vivían. La madre, que era la primera en levantarse, lo encontró. Estaba prolijamente empaquetado, atado y enmoñado, como un regalo. Aunque no detallaba de quién era. "Si saben aprovechar lo que les es dado, este presente puede traerles dicha", decía una pequeña nota escrita a mano. La nota olía a rosas, como el perfume que usaba siempre la tía Carmen. La madre lo tomó, pero algo la petrificó de pronto, mientras los pelos de su nuca se erizaron y sus ojos se dilataron con brusquedad. 

**********

Junto a su familia luego del desayuno, Paula, la madre, les mostró lo que había encontrado temprano en la mañana.
—¿De quién creen que será?
—De Dios —dijo Ariel, el niño más pequeño de apenas cinco años.
—Dios no existe, tonto —dijo la hermana más grande que ya había entendido que las miserias eran obra de los hombres y que nadie pero nadie, jamás los ayudaría. Sin embargo, la madre la observó severamente y la adolescente desvió la mirada avergonzada.
—Sería de algún vecino —dijo el padre, aunque desconfiando de la buena suerte.
—Viene con una carta —dijo Paula, exponiendo el regalo para que todos lo vieran.

Dentro de la caja había una especie de rama retorcida y negra como el carbón. Parecía una especie de varita mágica. ¿Por qué la familia recibiría algo así? Junto a la rama había una carta manchada por el tiempo. Paula la leyó en voz alta y clara.

"Lo que tienen en sus manos es un poderoso artefacto que proviene de la antigüedad. Dicen que los sumerios lo recibieron de mano de los dioses. Tiene solo un deseo para conceder. Luego debe ser abandonado y solo, el amuleto buscará a alguien más que lo necesite"
—¿Nosotros lo necesitamos? —dijo otra de las hermanas descreídas, aunque nadie le respondió.
"El deseo debe incluir a todos los que presentes lean esta nota. Todos deben estar de acuerdo y por unanimidad desde sus corazones desearlo y será concedido. Un deseo excluirá otros. Si no saben qué elegir, pueden dejar el deseo librado al amuleto que decidirá por ustedes"

Los seis integrantes de la familia quedaron en silencio, dudosos, sin entender de qué iba semejante obsequio. O si realmente se trataba de un regalo. Más parecía un peligro inminente que algo bondadoso y desinteresado. Sin embargo nadie dijo nada.

 A lo lejos, el aullar de unos perros provocó el estremecimiento de los padres mientras que los hijos, de pronto casi como gatillados por el azar, empezaron a discutir acerca de qué se debía elegir. "Hay que decidir ser ricos", gritó Candela,  la hermana más grande. "Ya estoy cansada de no tener la ropa que quiero o no ir al cine con mis amigas". Otra de las hermanas acotó: "Siempre tan egoísta. Hay que elegir la paz mundial". El hermano del medio le gritó ilusa a su hermana y dijo que apoyaba a Candela: "Nosotros no tenemos nada y hay otros que tiene por miles". El padre observaba en silencio la batalla campal que se había desatado en su familia. "La muerte de todos los malos del mundo", acotó alguien. "Que los ricos sean pobres y el dinero pase a nosotros". "Que Dios se presente y dé explicaciones", "Que todos los días sea Navidad". La discusión se encendió y los hermanos empezaron a pelear y a gritarse cosas terribles.

La madre preocupada por el debate se levantó, agarró el amuleto y lo guardó nuevamente en la caja. Entonces, mágicamente, el silencio reinó otra vez.  Paula entendió el poder del amuleto de forma inmediata y se preocupó. Miró a su familia y habló:
—Creo que debemos meditar un rato acerca de este regalo y luego discutiremos en paz lo que haya que discutir —dijo ella para frenar el desastre. —Esta noche, luego de cenar nos sentaremos y hablaremos con respeto. Y decidiremos qué hacer. 

Las hijas más grandes se fueron a su cuarto y los más pequeños a jugar con los pocos juguetes que tenían. Ella pensó que el dinero no les vendría mal. Aunque la duda era: ¿qué excluiría de sus vidas? Tal vez habría una venganza posterior o quién sabe, alguna terrible enfermedad o desgracia asociada al uso del amuleto. 

El padre, también preocupado se fue a fumar un cigarro afuera. Miró el barrio donde vivían. En general eran todos pobres. Había carencias en todas las familias. Lo preocupante era: ¿por qué el amuleto había llegado a su casa y no a la de los otros? ¿Qué los diferenciaba? Miró el cielo. No era extraño imaginar en que Dios los ayudaba, aunque al recordar la pelea entre sus hijos, pensó que quizás era el Diablo quien estaba metiendo la cola en su familia. Miró sus zapatos arruinados de tanto uso y un nudo apareció en su garganta; él portaba un secreto y quizás ese fuese el motivo de tal regalo: lo habían despedido de su trabajo. De ahora en adelante serían más pobres. Pero ¿cómo habían sabido? Era muy extraño todo y el desconcierto era la única certeza reinante en la familia y en él. 

Por la noche se sentaron alrededor del obsequio, como quien se sienta alrededor de un fogón a contar historias. Las caras expresaban cansancio. Incluso Ariel estaba alterado e inquieto. La madre expuso ante todos el amuleto y las discusiones se reanudaron casi en el mismo punto donde habían cesado en la mañana. Pero esta vez los insultos se hicieron incontrolables. Candela comenzó a gritar que odiaba a todos y el hermano del medio, Jeremías, no se quedó atrás: "Sos lo más horrible que existe. Arrastrada". Candela, envalentonada por el insulto, comenzó a golpear a Jeremías mientras que los hermanos tomaron bandos e intentaron separarlos, sin lograrlo. Los padres, petrificados solo observaban la destrucción de la familia sin poder hacer nada. De pronto, la hermana que había deseado la paz mundial agarró un cuchillo y violentamente se lo clavó a Ariel que gritaba endemoniado. La sangre del pequeño brotó incontrolable del cuerpo del niño y como cuando la madre guardó el amuleto, todos se calmaron y el silencio los atrapó. 

El padre, casi ajeno al desastre, dijo "Me echaron del trabajo", la madre agregó: "Quiero engañarte con el vecino", los hijos lloraron y el pequeño convulsionó hasta perecer. 

**********

—¿Qué haces acá afuera, Paula? Te vas a congelar...
La mujer reacciona. Suelta el paquete horrorizada y mira a su esposo con desconfianza.
—¿No tenés algo para decirme?

El hombre agacha la cabeza y le cuenta que perdió el trabajo, pero que va a insistir para que la indemnización los ayude. Ella lo abraza y le dice que juntos van a salir de esta. Cuando están entrando a la casa ella observa que el paquete desaparece y en su lugar hay un sobre. Lo agarra y lo lee. Es una notificación de la muerte de su única tía. "Ella le ha heredado sus bienes", dice la nota que tiene un característico olor a rosas. La mujer sonríe, quizás después de todo, el amuleto había elegido bien por ellos.

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018