La gente hablaba de ellos. Desde que se habían
mudado a la pintoresca casa abandonada, los vecinos no hacían más que hablar de
ellos dos. Sobre todo de ella. De Constanza Galarza. Que “Constanza se la pasa
adentro y nunca sale”, que “Ella lo domina y no lo deja vivir”. También que…
“las compras las hace por internet y apenas sale a la puerta a pagar”, “Y qué
querés si pesa una tonelada…es como una ballena”. Así decían de ella y peor aún
con cada cosa que la mujer hicera o dejara de hacer.
Constanza Galarza era una mujer obesa. Muy
obesa. No siempre había sido así. Más bien había sido una hermosa mujer,
elegante, delgada y llena de vitalidad, hasta que conoció a su esposo una noche
de brujas, veinte años atrás. La gente del barrio creía que ella se la pasaba
tirada en una cama, comiendo y mirando telenovelas.
—Hay que intervenir…ese pobre hombre va a
desaparecer
Esto dijo una tarde Clotilde, en la reunión del
consorcio del barrio. Eran unas veinte personas que se reunían una vez por mes.
—Lo peor es que cuando ella se muera (Dios no
lo permita)—decía luego persignándose—¿Cómo la van a sacar de la casa?
—Vamos a tener que llamar a una grúa
—A los bomberos
—¡Qué vergüenza para el barrio!
Y así opinaban, cada mes, en cada reunión de
consorcio, los vecinos de Constanza Galarza.
Ella conocía muy bien esos rumores. Es más, se
daba cuenta de la situación que vivían, aunque poco estaba a su alcance para
cambiar algo. Había una realidad: si ella se ponía a dieta, su marido comenzaba
a adelgazar progresivamente y terminaba internado, desnutrido por esa
situación.
—¿No come usted, señor?—le había preguntado el médico la última vez que había llegado al
extremo de pesar cuarenta kilos.
El pobre hombre, llamado Hermenegildo Gomez,
apenas si podía hacer un gesto. Acostado en esa cama de hospital, con un suero
en su brazo, amarillo y desnutrido, apenas podía abrir los ojos haciendo un
esfuerzo sobrehumano. Constanza contestó en aquella como en tantas otras
oportunidades.
—Él come muy bien…yo estoy a dieta.
—Debería estarlo señora. ¿Cuánto pesa? ¿150,
170 kilos?
Y Constanza, abrumada y avergonzada por el
trato del “profesional”, hacía silencio.
—Pero usted, señor mío…debe comer. La dieta
es para su obesa mujer, no para usted ¡hombre de Dios!
Hermenegildo la amaba y ella estaba muy segura
de eso. Se llevaban muy bien, salvo por el detalle del peso. Cuando ella
deseaba enflaquecer, él desaparecía lentamente hasta que terminaba internado.
Esto ocurría de tanto en tanto porque la pobre mujer, literalmente comía a más
no parar para que él engordase unos cuantos kilos y sobreviva a su consunción.
Ella llegaba a su extremo por él y luego, cuando ya casi no podía respirar por
su obesidad, hacía dieta hasta que él llegaba al suyo. Era un ciclo de nunca
acabar.
Ya se habían mudado varias veces con la ilusión
de que el cambio de aires les viniera bien. Pero no habían tenido suerte. Y en
este último lugar, en este barrio, las cosas se habían vuelto intensas. Con los
vecinos, con la comunidad entera.
—Son grotescos—gritó Ilda a la muchedumbre que estaba en la reunión.—Son una vergüenza…ella es una vergüenza y está consumiendo a ese pobre
hombre que no puede alimentarse, porque no le deja nada para comer.
Claro, nadie sabía el calvario que esa pareja
pasaba.
—¿Qué vamos a hacer, amor?—preguntó triste Constanza a su extenuado marido.
Él, se frotó la cabeza y no supo qué contestar.
—Quizás debamos separarnos…
Él fue hasta donde ella descansaba, le tomó las
manos y se las besó. Los ojos llenos de lágrimas, el nudo en la garganta. Ya
habían pasado por tantas situaciones de tristeza y de violencia. Él entendió
que Constanza ya no podía continuar.
Ella, con mucha dificultad se paró. Armó un
pequeño bolso y como pudo salió de la casa y del barrio. A medida que caminaba,
lenta pero firmemente hacia otro futuro, su cuerpo se fue amoldando al que era
cuando joven, mientras que Hermenegildo incrementó su peso. Sin embargo, no
sintió alivio. Sino que su corazón se estrujaba de dolor.
Fue hasta donde los vecinos se juntaban y en medio
del griterío iniciado por Ilda, habló:
—Gracias a ustedes, malditos egoistas que no
pueden ver a nadie vivir su vida, he perdido a la única persona que amé y me
amó como soy. Con este embrujo que pesa sobre mí. Con esta maldición que
provocaría que cualquiera que me amara engordaría enormemente, mientras que yo
me consumiría de amor. Y estaba en paz con eso. Los dos estábamos en paz. Pero
ustedes lograron que perdiera eso…que perdiera a mi única felicidad.
Hermenegildo se fue dejando detrás de si un silencio
mortuorio y miles de dudas en esas cabezas huecas que discutían lo que no
entendían. Ya nunca más se habló del tema. Al menos de forma abierta, a viva
voz. Ya nunca más lo volvieron a ver. Dicen que se recluyó aun más que antes. Que
se volvió hermitaño. Dicen que murió mirando una foto donde estaba él, casi
consumido junto a su obesa Constanza. Rozagante y maravillosa como era. Eso
dicen, al menos las malas lenguas.
¿Y Constanza? Dicen que se dedicó a modelar con
su figura esbelta y delgada. Aunque bien podrían ser habladurías. Jamás se
sabrá.
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2019
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