Una
vez que la muerte se apoderó de ella, Anabella creyó que el ascenso sería
dulce, pacífico e inmediato. Pero en lugar de eso, sintió que la tierra se
despedazaba debajo de sus pies, que el fuego la envolvía y que su carne se
transformaba en carbón. Su hermosa y delicada piel, esa que cuidó cada día con
varias cremas, que hidrató con litros de agua, que resguardó del malicioso sol,
súbitamente desapareció al calor del fuego infernal. Si, esa misma piel de
porcelana, ahora se había transformado en carne chamuscada. Y el olor era
espantoso.
Luego
de gritar como loca, de llorar y entender que ese no era el cielo, ni mucho
menos: el descanso pacífico que había imaginado, comenzó a preguntarse el
porqué de su descenso al infierno. ¿Tan mala había sido en vida?
“Tengo
que salir de este horrible lugar”, pensó intentando identificar el momento en
que su camino había errado. Para ello decidió hacer un pequeño tour a su
pasado. No necesitaba de ningún Ángel de la muerte o algo parecido para hacerlo
ya que siempre se consideró una persona altamente capacitada para los momentos críticos
de la vida. ¿Sería acaso eso lo que llamaban soberbia? Podría ser, aunque no
por ese detallito iría directo al infierno.
Miró
a su alrededor. Todo era espantoso, escalofriante y muy rojo. Los gritos
ensordecedores y las cientos de manos a su alrededor que querían tocarla y
lamerla, hubiesen vuelto loco a cualquiera. Pero no a ella. Con un alarido echó
a todos y en un instante el lugar se sumió en el más profundo silencio.
Entonces, ante sus ojos, el mismísimo Lucifer apareció. Sin un atisbo de duda,
Anabella se enfrentó al Diablo. Apenas si le dejó decir “Hola, bienvenida”, que
le largó una perorata acerca de que no pensaba quedarse, que no le diese la
bienvenida, porque “Yo no pertenezco a este lugar, soy del Cielo”. Y agregó
“Así que borre esa sonrisita, Señor que no hay nada que festejar aquí”.
Habiendo
logrado callar al Diablo (que eso ya era mucho), se dispuso a repasar las
cuestiones claves de su vida. Con el Amo de las Tinieblas de testigo, pensó en
su niñez. “Todos los niños son ángeles de Dios”, se dijo. Pero como todos saben,
el Diablo es famoso por meter la cola y cambiar los pensamientos de las
personas. Al menos de aquellas débiles e indecisas. Y Anabella no fue la
excepción. “¿Estás segura?”, dijo con voz sibilante. “Y aquel incidente… cuando
tenías 8 años ¿qué fue?”, continuó con malicia. Anabella sintió que su pecho carbonizado
se estremecía. No quería tener recuerdos de aquella época.
“Todos
dijeron que era inocente, mi queridísimo. Así que…” Pero se interrumpió en el
instante en que las imágenes de aquel momento aparecieron. Los mismos recuerdos
que la habían atormentado durante mucho tiempo se transformaron en vívidas
representaciones que su mente no pudo frenar. Pudo ver como si se tratase de
una película, el mismísimo momento en el que había matado a su hermano mayor.
Él estaba besando por primera vez a su novia y Anabella, en un arranque de
celos, le quitó su preciosa vida. Eso fue algo que la marcó por siempre. Recordó
cada detalle de esa noche. Recordó como los había espiado detrás de la cortina
del comedor. Recordó las palabras de su hermano prometiéndole a esa cucaracha insignificante
un amor eterno. El mismo amor que le había prometido a ella de pequeña. Recordó
el dolor y la decepción de creerse única para su hermano. Se sintió estúpida.
Se sintió ridícula. Lo peor de todo fue escuchar los gritos de esa harpía y la
sangre roja y espesa emanando del cuerpo inerte de su hermano.
Anabella
había usado el arma de su abuelo que, por un descuido, estaba cargada en su
mesita de luz. El hombre atormentado se quitó la vida luego de aquello. Y hasta
el último segundo juró y perjuró que no había dejado el arma allí. “Las armas
son cargadas por el Diablo… o eso dicen ¿no, mi querida Anabella?”. Ella se
estremeció. Lo cierto era que no importaba quién había dejado el arma allí.
Ella se había dejado llevar por los celos. Y perdió. Perdió a su amoroso
hermano y a su querido abuelo. Perdió la fe de su familia y la paz de su
conciencia.
Luego
de aquello ya nada fue igual.
La
adolescencia la sorprendió de un día para el otro. Pasó de ser niña, a tener un
cuerpo de mujer. “Eras tan hermosa…” y a ella le dolió la sentencia en tiempo
pasado. Los hombres la miraban, le decían cosas. Pero Anabella solo podía
pensar en su hermano. Los recuerdos la atormentaban ahora que entendía sus
actos. Y su vida se hubiese ido al tacho si no hubiese conocido a Marcos, su
primer novio. “Sos tan preciosa… tu piel es joven, tan perfecta. Jamás cambies,
amor”, le decía él. Y los años pasaron. Los veinte llegaron y él la dejó por
una quinceañera “Porque el tiempo cambia a las personas sin remedio”.
Marcos
se aprovechó de Anabella y ella, joven como era, no supo valorarse. Creyó que
él se alejaba por ella y eso la traumó. Nunca pensó que era una más. Se creyó
la única tonta del mundo. Y su corazón quedó marcado por ese abandono. Fue
entonces que se dedicó a no envejecer. “¿Cómo creés que lograste mantenerte
así, mi joven amiga?”
Anabella
no supo cómo contestar a esa pregunta. Desde aquel abandono ella se obsesionó
con la juventud y la belleza poco duradera de su piel de porcelana. Entonces probó
con cremas, pociones, ungüentos y demás sustancias que la mantuviesen en ese
estado de perfecta juventud. Aunque la naturaleza, como todos sabemos, es cruel
y las arrugas comenzaron a aparecer. La desesperación se apoderó una vez más de
su espíritu y la motivó a concurrir a cuanto experto en cosmética, medico
dermatólogo y charlatán que encontró. Hasta que un día alguien se presentó en
la puerta de su casa. Anabella ya tenía treinta años.
“Serás
joven y bella por siempre”. El hombre era extraño por donde se lo observase,
aunque para Anabella lo único importante fue su ofrecimiento. Ya dos hombres en
su vida la habían cambiado por otra y no podía permitirlo. Lo único que le
importó a ella fue el dolor que esa raza había dejado en ella, las huellas en
su cuerpo. Las cicatrices invisibles por los demás, pero presentes en dolor.
Ella aceptó el ofrecimiento y la primera transformación fue gratuita como lo es
la primera probada a una droga adictiva.
No
solo se convirtió en una joven veinteañera, sino que tenía un brillo particular
que la hizo apetecible a cuanto hombre se le cruzase. Y ella se sintió en la
gloria.
Así
pasaron los años y los hombres. La noche y la trasnoche. Y un día cumplió
cuarenta y el joven que anhelaba miró a otra mujer. Sin que ella pensase
demasiado apareció aquel extraño hombre, aunque esta vez con demandas
diferentes. “Si querés tu juventud, si querés piel de porcelana, esta vez hay
un precio que pagar” y Anabella se encontró una noche, desesperada, junto a un
viejo hombre y un cuchillo. “No te preocupes, él debía morir y nada te
delatará”, fueron las consoladoras palabras previas a la transformación.
Anabella miró sus manos ensangrentadas y suspiró. Con el corazón acelerado y el
cuerpo tembloroso del terror juró que esa sería la última vez. Después de todo,
a sus cincuenta años verse como una treintona era algo con lo que podría vivir.
Pero las cosas cambiaron.
“Nos
es justo que me culpes por algo que me obligaron a…”, quiso defenderse Anabella
ante la catarata de recuerdos que Lucifer le estaba brindando. Pero la frase se
diluyó en una carcajada infernal que provocó un sacudón tremendo en el
inframundo.
A
los dos años de su último embellecimiento la piel de Anabella se arrugó de
golpe. Más precisamente el día de su cumpleaños cuarenta y dos. Lo peor de todo
no era que envejeciese de golpe, aunque era un problema realmente, sino que en
unas cuatro o cinco horas cientos de personas irían a visitarla por su
cumpleaños. “No me pueden ver así”, lloró escondiéndose en el baño.
Los
minutos pasaban y ella no se atrevía a mirar su reflejo. ¡Como si fuese posible!
En cada pared de la casa había un espejo. Pero entonces, cuando decidió que
todo era una broma de su inconsciente se miró en uno de ellos y el reflejo que
apareció no era para nada femenino. Sino todo lo contrario: el extraño hombre
le pedía otro sacrificio si no quería convertirse en el ridículo ante sus
amigos, o peor aún, en un fenómeno de circo que un día era una joven mujer y al
día siguiente una anciana.
“¡Me
negué rotundamente!”, gritó Anabella. Pero el diablo le mostró una imagen que
caló hondo en el pecho de la marchitada mujer. Era ella y una niña pequeña en
un callejón mugriento de la gran ciudad. Y el extraño hombre le susurraba algo en
al oído: “Es una niña de la calle. Nadie va a extrañarla. Su futuro es oscuro:
será una adicta y prostituta. Le estarás haciendo un favor.” Y Anabella sin más
le quitó la vida de un tirón. Quebró su cuello y rejuveneció al instante.
“Tu
frivolidad costó mucho, mi amiga”. Era verdad. Ahora que veía todo a través de
los ojos del Diablo, ninguno de los crímenes por ella cometido había sido por
obligación o por una cuestión de vida o muerte. Ella había cometido cada uno de
los asesinatos a sabiendas. Luego de la niña llegó un adolescente, luego una
madre y una enfermera por desesperación. Otro anciano, un ejecutivo y un
médico. Ahora que lo pensaba, estaba condenada.
Anabella
contempló el infierno silencioso y se enderezó. “El pasado es eso: pasado”,
dijo por lo bajo mientras que una decisión se gestaba en su pecho achicharrado.
Ya no soportaría esos improperios por parte del mayor pecador universal. Lo
miró directo a los ojos y supo que tenía dos caminos. Confrontar su destino
infernal o arrepentirse y migrar al cielo.
La
decisión fue casi inmediata. Acumuló todos sus pecados, su odio y rencor hacia
el mundo entero y rompió el cascarón carbonizado que la envolvía. Primero salió
una enorme garra tornasolada y filosa, luego un humeante hocico. Desgarró de un
solo golpe toda su carne y se transformó en un enorme monstruo lleno de escamas
y bocas que emanaban lava y en un movimiento se tragó al sorprendido Satanás.
Desde
aquel día, en el Infierno, una mujer harta de los cánones de belleza y de los
sacrificios para mantenerse joven y apetecible para el sexo opuesto, reina y
cuida los portales más candentes que alguna vez haya existido. Y en el mundo…
bueno, digamos que las mujeres ya no tienen que demostrar perfección, nunca más.
Autor:
Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015
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