“Abrazame”, dice.
Una parte (la parte
derecha de mi cuerpo) quiere reaccionar por si sola. De inmediato. Como en un
reflejo. En contra de lo que mi cabeza dicta. No mi corazón, mi cabeza. Mi
cabeza dice: no lo abraces porque ¿porqué? Lo malcrías. No es tuyo. No es
un objeto. Tiene que frustrase. Lo dicen las notas de las revistas de
psicología más importantes. Si le das todo después.... ¿después que? Sos una
mala madre. Si. Te convertís en ella. En la representante de lo malo. En la
innombrable.
“Abrazame”, insiste. “No seas mala”.
La parte derecha mi
cuerpo insiste con querer abrazarlo. Quiere rendirse a ese instinto básico que
dice que lo tome entre mis brazos lo bese y lo acune como antes. Como cuando era
indefenso. Ahora también lo es. Pero parece que es una indefensión diferente.
Quizás más madura. Una que maduro durante los últimos cinco años. Ahora puede
sufrir porque no es trauma. Es aprendizaje objetivo. O algo similar. Mis dudas
y mi dolor son aprendizaje. Aunque sienta que las agujas de tejer, esas
que dejé de usar cuatro inviernos atrás, se clavaran en mi corazón. Y me
desangrara lentamente. Agonizo. Siempre.
Amago. “No lo
hagas. No desistas. Pensá en su crecimiento”, me digo. Si. Tengo que ser firme.
Hay que hacerse respetar. No con gritos sino con
firmeza. En la palabra. En el acto. Eso dicen. Ya no sirve el chirlo a
tiempo, el que me dio mi viejo una vez cuando le grité a mamá. “Tu madre es una
institución”. Sí que lo es. Aunque esa palabra no me gusta. Es rígida como los
hospitales y las escuelas. Como las instituciones de muchos pisos,
burocráticas.
Pero él espera por
mi abrazo conciliador. Por mi reacción materna e indecisa. Porque muchas voces
aparecen y ya no sé cuál escuchar. El corazón... ¿donde queda eso? No sé.
Parece que en estos casos no es importante. ¿Qué es importante entonces? El
amor no es lo único que necesitan. Reglas. Horarios. Firmeza. Ejemplo. Rutina. Todo
eso. Programado desde la genética de la creación. Y el capricho por un abrazo
que se disipa en llanto cansado porque son más de las diez y se levantó
temprano para cumplir con sus deberes de niño de cinco.
“Mami”. Lloriquea.
No llores.
Dormite.
Porque la firmeza
de hoy hará el hombre del mañana. Y será exitoso. ¿En qué? No sé. En cualquier
cosa. Pero con éxito. Con independencia. De otros significantes. De otros. Que
no necesite de los demás todo el tiempo. Que se valga por si mismo. Como ir al
baño a hacer lo segundo. Que se limpie. No lo hagas. Yo lo ayudo. No sirve.
Tiene que hacerlo solo. Tiene que...
Quizás se
transforme en un ser solitario. En ermitaño. Como el de los cuentos que a veces
no le leo por que se portó mal en el jardín. Y la seño te dice que hay que
ponerle límites porque le tiro los bloques que su compañerito hizo con
esfuerzo. El esfuerzo de hacer torres de bloques. Del diseño de otro niño
que con independencia logró poner un bloque sobre otro y sobre otro y sobre
otros. ¡Con lo que eso significa para el constructo de su psiquis! Y él tiró
abajo su psiquis porque derribó una torre de bloques.
“Él me lo tiro antes”, dijo para
justificar sus actos violentos de nene de cinco que debe crecer rápido en este
mundo acelerado y tecnológico. Que no sabe leer pero que maneja una
computadora. Pero que es peligroso porque puede convertirse en haker. O lo
pueden hakear y secuestrar a los 11. O peor, puede enamorarse por face de
una nena de 12, compañera de su primo que va al mismo cole y que e mandó una
invitación de amistad. O quizás no. Quizás sea un pervertido disfrazado de nena
que le gustan los nenes y lo aparte de mi vida, para siempre. O lo viole. O lo
mate.
“Ma, dale. Yo quiero un abrazo. Uno solo”.
Y la mitad inmadura
de mi cuerpo tiembla. Duda porque ve cómo crece y se aparta. Y entiende por la
fuerza que no es de mi propiedad y que así y todo me pide que lo abrace porque
si. Porque soy su madre. Porque para eso estoy.
Me rindo. Lo
abrazo. Mi corazón se serena y él se duerme. Como siempre. Como cada
noche. Luego del tironeo de lo que quiere, lo que necesita, lo que necesito y
lo que debe ser. Hasta que llegue mañana y todo vuelva a empezar. Otra
vez.
Autor: Soledad
Fernández – Todos los derechos reservados 2016