"En los sueños uno no sabe cómo apareció
ahí. Y tampoco lo cuestiona. Más bien uno se adapta a esa realidad
onírica que nos envuelve y vive el desarrollo para bien o para mal". Eso
se dijo Clotilde al encontrarse de pronto frente a una puerta cerrada.
Ella estaba vestida de novia, con un hermoso vestido blanco de encaje,
ceñido en la cintura hasta la cadera. Luego este se abría en varias
decenas de capas de tul blanco. Parecía una princesa. Sí, eso se dijo:
"parezco una princesa de cuentos de hadas".
Lo extraño del caso
fue que ella no recordaba algún novio que la estuviera buscando o una
iglesia de donde hubiera huido. Recordaba su soltería nada más.
Una puerta, una mesita, un plato lleno de frutillas.
Miró las frutillas: rojas, enormes. Se saboreó al imaginarlas en su
boca, aunque se detuvo un breve momento: era muy alérgica a las
frutillas. Del uno al cien ella era un mil de alérgica. Pero Clotilde
sintió la necesidad absoluta de comerlas. Imaginó el dulce sabor de
aquella fruta maravillosa y sintió casi un éxtasis en su boca que se le
llenó de saliva. "¿Qué pasaría sí pruebo?", pensó. Aunque no se atrevió a
extender su mano, ni siquiera tocarlas.
Eran como el fruto
prohibido de la Biblia. Era "su" fruto prohibido. Y a “Cloti”, como le
decían sus conocidos, no le gustaban las prohibiciones. Eran molestas.
Eran reglas estúpidas. Así vivía y pensaba. Pero con las frutillas era
distinto. Era una regla de vida o muerte. Se le cerraba la glotis si
comía una.
Pero todos sabemos que en los sueños no aplican los
males físicos. Uno puede volar sin alas, caminar aun si es paralítico,
ver aun siendo ciego. Y eso se dijo ella: "No puedo ser alérgica en un
sueño. Sería el colmo más grande del universo entero", y rió.
Despacio, como rompiendo miles de barreras microscópicas que la
separaban de aquella fruta, su mano avanzó hasta el plato. Temblorosa.
Deseosa de probar lo prohibido, de sobrevivir a la única regla mortal de
su vida: una simple frutilla.
Agarró la más grande y roja que
había. Clotilde la miró mientras una gota de su saliva chorreaba por la
comisura de su labio y resbalaba a su vestido blanco. Sonrió nuevamente.
Un canario revoloteó en la nada donde se encontraba y desapareció
rápidamente. Pero eso no impidió que Cloti siguiera con lo suyo: se
llevó la frutilla a la boca. La mordió, la degustó, la devoró.
Respiró hondo. Esperó a que sucediera algo, pero nada pasó. Entonces fue
por otra. Decidió que, dadas las circunstancias, se comería el plato
entero. "Si esto es soñar no quiero despertar más", se dijo.
Comió durante largo rato. Disfrutó de cada fruta como si se tratara de
la última, como si no hubiera un mañana. Fue feliz, fue plena. Pero,
eventualmente, el plato se vació.
"En mi sueño, este plato debería de llenarse solo nuevamente", dijo en voz alta. Pero no pasó nada. Miró la puerta entonces. Debajo de esa puerta una luz se hacía por momentos intensa, por momentos tenue. "Quizás haya alguien que ´pueda darme más frutillas", se dijo y fue hacia esa posibilidad.
Con dificultad
caminó hasta la puerta. La dificultad se presentó debido a los tacones
de aguja que componían el traje de novia. Sintió una rareza en el
estómago al no poder caminar bien. Como esos presentimientos que te
asaltan al tomar grandes decisiones. Esas que te cambian la vida para
siempre. Pero fue breve y Cloti no hizo caso. "En los sueños estas cosas
no existen", dijo y se quitó los zapatos.
Dio otro paso y
nuevamente los zapatos aparecieron en sus pies. ¡Qué estupidez!, dijo en
voz alta. Pero se consoló recordando que tantas veces había volado en
otros sueños y que en momentos decisivos, no podía hacerlo. Quizás este
era un momento de esos y debía traspasarlo con tacones. Otra vez miró el
plato de frutillas y se preguntó por qué eso no se llenaba.
Como
pudo caminó hasta la puerta. Era negra por completo. Era oscura como el
cielo de una noche sin luna. Oscuro como los miedos de Clotilde. Puso
la mano en el picaporte y otra vez apareció el sentimiento raro en la
boca de su estómago. "Quizás deba irme... pero ¿a dónde?". A su
alrededor no había nada. Ni siquiera una pared. Era la ausencia de todo y
detrás de la puerta, ella sentía algo. No voces pero quizás murmullos. Y
las frutillas: debían estar ahí.
"En los sueños, cuando uno
agota todo o cuando se asusta, se despierta...", se dijo para que el
coraje la animara a seguir. Se convenció pues de que era la decisión
correcta. Traspasar la puerta era la única probabilidad razonable que
quedaba para conseguir sus frutillas. Incluso pasa salir de ahí.
"Si...en los sueños". Suspiró. Otra vez apareció el pájaro revoloteando y
la necesidad de una frutillas. El babeo incontrolable y una mancha en
su vestido. Esta vez rojo por lo que había comido. Un escalofrío la
recorrió pero así y todo abrió decidida la puerta.
Ahí se vio a
sí misma, sentada frente al televisor. Sola, con un pichón muerto, su
canario, en el regazo. Sobre su vestido de quince años, amarillento. La
piel surcada de lágrimas viejas. La cara hinchada, los ojos abiertos y
opacos, y restos de frutilla vomitada en su pecho. Y entendió que ya no
iba a despertar: aquello no era un sueño
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018