Esa mañana
de abril, Rebeca no encontró su cabeza. Despertó como siempre, a las 6 en
punto, cuando el zorzal dio su primer sonido al alba. Nada presagiaba esta
situación. Pero lo cierto es que, al ir a buscar su cabeza, donde siempre la dejaba,
no estaba ahí.
Se desesperó,
por supuesto. Lo complejo no era el retraso de tener que buscarla. Ya era un
problema tener que bañarse sin ella. Porque ¿cómo se lavaría el cabello? O peor,
¿cómo cepillaría sus dientes?
Lo malo
de esta eventualidad era que tenía el entierro de tía Carlota. Y si no iba
presentada, con cabeza y todo, su madre (hermana de la difunta) le arrancaría…bueno,
la cabeza no. Pero la desheredaría con total seguridad. La crucificaría hoy y
cada vez que la viera de ahora en adelante. Le diría que por eso era una
solterona que no tenía hijos, y que mejor, porque: ¿qué nietos le daría si no
puede mantener la cabeza a mano para cuando se necesita?
Y ni
que hablar de su padre que, sin poderle picar el cerebro, como hacía siempre
preguntando por un novio o una carrera o un novio con carrera, la atormentaría
luego en cada encuentro familiar. En cada asado, en cada lunch, en cada
cumpleaños de su perfecta hermana le traería a colación el “pero nadie perdió
la cabeza como lo hizo Rebeca”. Y así se minimizarían todos los errores ajenos y
los males de la familia porque ella no supo cuidar sus pertenencias.
Quizás la
pertenencia más sagrada, diría la difunta tía. Que gracias a Dios, se había ido
al más allá quien sabe a cuál de los más allá de este universo.
Buscó en
el placar, en el baño, en la cocina y en el comedor. No había rastros de su
cabeza y los minutos pasaban. En breve llegaría su hermana en su hermoso auto
nuevo con su perfecto esposo y su adorado hijo a buscarla. Claro, porque ella
que hoy perdía su cabeza, no era capaz de tener un trabajo lo suficientemente
digno como para comprar un auto.
Si,
apenas vivía con lo que ganaba. Apenas pagaba los gastos de su pequeña casita
con un jardín lleno de flores. Apenas podía alimentar su pequeño cuerpo que últimamente
comía como canario. Apenas podía con tantas cosas que era obvio que un día tan
importante como este perdiera la cabeza.
Buscó en
el jardín (allí se pierden muchas cosas), entre los geranios y los no me
olvides. Entre las fresias y el sapo gigante que hacía las veces de maceta para
unas calas. Nada. Buscó detrás de las caléndulas y entre las rosas rococó. Tampoco.
¡Las siete!
Fue hasta el ropero y buscó un vestido acorde a la ocasión. Pero para su
desgracia, no había ninguno negro. Agarró uno rojo que le llegaba a la rodilla
y que tenía un escote sobrio. Otra falta más para este día fatal y agónico.
Hacé memoria
Rebeca, se dijo. Pero ¿cómo hacerlo sin cabeza? ¿Cómo afrontar el día con la
cabeza perdida, con un vestido rojo y los zapatos blancos de charol? No había
forma.
Se resigno
a ir así, sin desayunar, sin lavarse el pelo o los dientes, con una tristeza rara
y un no se qué por la vida que llevaba.
Se sentó
a esperar, acongojada y sin poder llorar como se debe. Esperó ahí tranquila a
que se hicieran las ocho. Miró por la ventana el jardín, los detalles de su
parque, las flores y las mariposas. Miró su cocina llena de detallitos alegres.
El mantel de limones, las tazas de pintitas. Poco a poco se dio cuenta de tanto
que tenía y en ese momento, entre que daba la hora y sonaba la bocina de auto
de su hermana, es que su cabeza apareció ahí donde siempre debió estar: encima
de sus hombros.
Se miró
al espejo, sonrió y salió al velorio de su amada tía.
Autora: Soledad Fernández (Misceláneas de la oscuridad)
Todos los derechos reservados - 2025
Imagen hallada en la web, derechos del autor.