martes, 25 de febrero de 2014

En el cuerpo



Hace tiempo, cuando mi piel era suave y rosada, y mi corazón latía joven y esplendoroso, yo era feliz. Él me había propuesto matrimonio y yo me convertiría en la esposa del hombre más dulce y gentil del mundo. Del hombre que desde el primer minuto, había conquistado mi corazón y mi cuerpo.
Tomás y yo nos habíamos conocido apenas unos meses atrás, en circunstancias un tanto especiales. Una mañana de septiembre, en la que iba al trabajo en mi bicicleta, un inesperado y tremendo golpe me hizo volar. Mientras el impacto me disparaba como una flecha a su blanco, creí que simplemente moriría, que ese sería el fin de mis días tal y como los había conocido hasta entonces. En un abrir y cerrar de ojos mi vida se sucedió ante mí, como en una película acelerada donde los eventos eran muchos e intensos. Sin embargo, al caer rápidamente en el asfalto solo yací tirada en el suelo y la bicicleta, que había sido mi compañera de ruta, se encontraba arruinada debajo de un vehículo. Afortunadamente el impacto no fue tan tremendo como imaginé en esos breves segundos, aunque los hematomas resultantes me recordarían durante un tiempo largo lo cerca que había estado de morir.
El dueño del auto, al parecer, había intentado esquivar a un perro que se había cruzado en el camino y por desgracia se encontró conmigo. Luego del choque y al comprobar que todas las partes de mi cuerpo estuviesen en su lugar, me senté en la calle algo aturdida mientras una turba de gente comenzó a rodearme para constatar que estaba bien. Él, creyendo que me había matado, se bajó corriendo del vehículo, pálido y preparado para lo peor. En su lugar me encontró con algunas magulladuras pero, fundamentalmente, entera. Entonces, aliviado y agradecido por la suerte de ambos, luego de pedirme mil veces perdón por el incidente, me invitó a tomar algo y ya no nos separamos más.
Luego de semejante encuentro, y tras unos cuantos meses de notar que nuestro amor era intenso y genuino, nos mudamos juntos a su departamento. Era un lugar bello y luminoso. En cuanto dejé mis cosas allí, pensé que ese lugar solo podría traerme felicidad. Aunque luego aprendería que lo más bello puede transformarse en lo más horroroso.
Después de instalarme, y por insistencia de Tomás, conocí a mi futura suegra. Marta, que vivía en el departamento de arriba. Ella era una delgada mujer de no más de 50 años. Alta y elegante, su porte demostraba que, a pesar de haber sido una madre casi adolescente, podría haber pasado tranquilamente por alguna de las damas de la alta sociedad, incluso una modelo de alta costura. Creo que esa cuestión me intimidó bastante. Pero no solo el porte o su belleza me impactaron. Algo en ese primer encuentro, en ese día en el que ambas nos cruzamos por primera vez, me demostró que no sólo el cielo puede tornarse negro y cerrado.
La velada transcurrió tranquilamente. Era una noche oscura y afuera ya caía una fuerte nevada. Las nubes que surcaban caprichosamente el cielo, anunciaban que la tormenta estaría con nosotros durante varios días y más noches y eso se convirtió en un mal presagio para mí, que era bastante supersticiosa con algunas cuestiones de mi vida. Durante la cena, los ojos de la madre de Tomás no se despegaron de mi persona, tanto que me sentí bastante incómoda con la situación. Sentí que hacía una radiografía de cada aspecto de mi ser: de mi forma de hablar, de mis sonrisas, de mis actitudes para con Tomás. Y como resultado de esta mirada inquisidora y silenciosa, más tarde, un peso en alma y un dolor de cabeza tremendo se apoderaron de mí. La descomunal jaqueca que se instaló en la cena, persistió durante toda la noche y sólo mermó levemente luego de varios y poderosos analgésicos.
Después de semejante encuentro y a pesar de la jaqueca, me quedé bastante preocupada. Yo deseaba caerle bien a la única familia de mi futuro esposo, pero al parecer no lo había logrado. No esa vez. Sin embargo, Tomás estaba tan feliz que al parecer no se había dado cuenta de nada de lo que allí había sucedido. Por ello no dije ni una palabra y así evité arruinar el momento. Además, ya habría tiempo de ganármela y si eso no sucedía, bueno, había una realidad fundamental: cada una vivía en su departamento y eso era algo que me mantendría a salvo. Al menos, si jamás lograba mi objetivo.
A la mañana siguiente, y luego de una noche de sueños extraños y casi bizarros, apenas si pude levantarme. Sentí una especie de pesada resaca como nunca antes había sentido. “Qué raro”, pensé, “si solo tomé agua…” Tomás se había ido a trabajar temprano por lo que tuve que arreglármelas sola, aunque me costaba bastante hacerlo. Al salir de la cama noté todo borroso por lo que, arrastrándome contra las paredes, avancé despacio, y como pude llegué hasta la cocina para hacerme un té. Pero al llegar vi con terror una especie de sombra negra cerca de la mesada. Quise gritar al sentir mi casa invadida por un desconocido, pero repentinamente, oscuridad.
Al despertar seguía desenfocada. Todo permanecía difuso y sólo distinguía bultos. Pero a pesar de mi reciente ceguera, me di cuenta de que estaba recostada en la cama. Aún era de día pero claramente ya no era la mañana. Otra vez el bulto caminante. Esa figura humana y borrosa pasó rápidamente por delante de mis ojos, al pie de la cama, como si yo no estuviese allí o como si no le importase que yaciera sin ver nada. “Sabe que no veo nada…sino se ocultaría…”, pensé dándome cuenta de lo que eso significaba. Ante semejante intromisión e imposibilidad de mi parte para distinguir la realidad, mi corazón se aceleró bruscamente. Una luz de esperanza me invadió “Tomás… ¿sos vos?”, pregunté con voz trémula y cargada de angustia. Pero el bulto humano y oscuro no contestó. “¿Quién anda ahí?”, grité entonces con desesperación ante el silencio de la persona-bulto. Parpadeé varias veces y me restregué los ojos, pero no se aclaró nada. Todo seguía en esa penumbra borrosa. Silencio. La sombra oscura se detuvo y giró. Al parecer se dirigía hacia mí que, con pánico, quise salir corriendo de la cama. Pero con tal desgracia que, al no ver lo suficiente, caí con todo el peso de mi persona tras enredarme los pies con algo que supuse serían las sábanas. Pero esta vez quedé consciente aunque con cierta inmovilidad pesada. El bulto desconocido, que ya se encontraba a mi lado, me levantó como si yo fuese una pluma. Ágilmente y con cuidado me depositó, en silencio, otra vez en la cama. ¿Quién era? Aun estando tan cerca no podía saberlo, no podía distinguir su rostro. Sin embargo, algo me llamó la atención: un perfume que se me hizo conocido aunque no lo pude identificar. Cerré los ojos agotada y muy a pesar mío, oscuridad otra vez.
A la mañana siguiente ya estaba repuesta. Me convencí de que todo había sido un mal sueño y desayuné plácidamente con Tomás. Él me observaba distante y con cierta preocupación y yo, al notarlo, no pude más que preguntarle que sucedía.
“Estas bien, Flavia?”, dijo. A lo que, extrañada le respondí que luego del malestar del día anterior, me sentía estupenda aunque con algunas lagunas en la memoria. “¿Por qué me preguntas eso, Tomas?”, le contesté finalmente.
“Ayer…estuviste muy rara…me dijiste cosas sin sentido….tal vez tendrías fiebre”. Yo no entendía nada. No tenía recuerdos claros del día anterior. Lo único que se me venía a la memoria, y sólo si me esforzaba demasiado, era la imagen borrosa de esa persona anónima. ¿Y si no había sido un sueño? ¿Y si realmente alguien había estado en la casa? Tal vez esa persona me habría drogado o incluso algo peor. Me quedé petrificada y no solo por lo que escuché de labios de Tomás. Sentí un frío repentino que invadió cada rincón de mi cuerpo. Bruscamente comencé a temblar como una hoja, como si la temperatura hubiese bajado veinte grados de golpe. Tomás, al verme de esa manera, se levantó de inmediato y mientras me abrazaba, me preguntó con preocupación en la voz: “¿Que te sucede amor?”. Y allí algo nuevo apareció: un dolor intenso en el estómago. Sentí que miles de cuchillos atravesaban mi ser desgarrando mis entrañas. Quise gritar aunque no pude. Mi visión se hizo borrosa, de nuevo. En ese momento ya no era yo. Tenía la sensación de que algo me empujaba al fondo de mi misma, como si ese algo ocupase mi lugar vital, como si estuviese en el cuerpo. Mi cuerpo. En ese sentir extraño y asfixiante, alguien me sacudió y el mundo se aceleró tomando envión todo a mi alrededor. Entonces, vi a Tomás frente a mí. El rostro de mi futuro esposo tenía el espanto pintado. Yo estaba muda, aunque quería decir miles de cosas. Pero en lugar de contenerme, él se alejó de mí y yo, sin entender que pasaba, me acerqué. Entonces, desesperado y casi desencajado me confrontó.
 “Flavia…algo malo pasa con vos…hace cinco minutos me dijiste que yo soy un infeliz, un cobarde que no te ama, que nunca me perdonaste el accidente y ¡que te acostaste con alguien más! ¿Me podés explicar esto o te tengo que creer loca?”
“¡No! Jamás te diría… ¡No puede ser!”, lloré luego de escuchar semejante barbaridad. Y por más que intenté no pude convencerlo de que no era yo la que hablaba, porque cosas hirientes habían salido de mi boca y yo no le podía explicar ni cómo ni porque. Y simplemente porque no tenía conciencia de haber dicho todo eso.
Estaba aturdida. Mi estómago se revolvió y tuve que salir corriendo al baño a vomitar. Mientras las arcadas me sacudían mi mente libraba una batalla que perdería de seguro: todo eso no podía ser verdad. ¿Cómo iba a decirle eso al amor de mi vida? Yo era inmensamente feliz desde que estábamos juntos. Y sin embargo, nada encajaba. Todo parecía surrealista y como sacado de una historia de terror. Y para colmo de males, mientras yo estaba en el baño, escuché la puerta cerrándose: Tomas se había marchado a trabajar. La desgracia tocaba a mi puerta: me encontraba sola, con una angustia creciente que se instalaba en cada fibra de mi corazón hasta lograr ensombrecer mi vida.
Salí del baño. Debía saber bien de que se trataba todo y al parecer la única que podía resolverlo era yo misma. Intenté reponerme y recordar. Nada, todo estaba en blanco. Era extraño. Entonces recordé la imagen humana. Fui corriendo a la habitación y me coloqué en la cama como había estado el día anterior. Allí volvió el recuerdo de la figura humana y borrosa. Me encontraba en la ubicación exacta y mis ojos, que siguieron el camino de mi recuerdo fantasmal, enfocaron el sitio donde se hallaba la cómoda con toda mi ropa. Allí donde el bulto oscuro había estado parado. Salté de la cama como un resorte y me dirigí a ese mueble. Abrí los cajones uno por uno. Revisé cada pertenencia, cada prenda de vestir, y llegué a la conclusión de que nada faltaba. Miré las cosas que se encontraban junto al espejo. Un enorme y bello espejo, regalo de Tomás luego de mi mudanza. El maquillaje estaba allí como lo había dejado. También se encontraba allí un cepillo, mi planchita del pelo, un perfume…y ahí lo noté. Faltaban varias cosas: un pañuelo de cuello, recuerdo de mi madre, un quitaesmalte, unas pulseras y un peine. Pero una pregunta me rondaba la cabeza ¿para qué llevarse eso? Entonces me di cuenta de lo obvio…lo habría dejado en algún otro lugar. Sentí lo del pañuelo de mi madre pero imaginé que lo habría olvidado en el trabajo.
Revisé el baño y todo estaba como lo había dejado. Lo mismo ocurrió con la cocina. ¿Y si estaba volviéndome loca? A estas alturas parecía la respuesta más convincente. El estrés vivido desde el accidente, la mudanza y la visita de mi futura suegra eran un combo más que pesado y difícil de asimilar. En unos cuantos meses mi vida había cambiado drásticamente y yo me había sumergido en una vorágine de nuevas sensaciones y vivencias. Lentamente volví a mi calma natural y me convencí de que lo sucedido era eso: estrés.
Decidí darme una ducha. Quería lavar todo ese malestar, el mal trago vivido no solo con Marta en la cena, sino ese sueño extraño, esa intromisión fantasmal del día anterior. El agua tibia en mi piel comenzó a correr y lo sentí renovador. Pero allí mismo, en ese instante y sin que nada relevante ocurriese, se instaló el mareo y la jaqueca. Y otra vez la vista que me traicionaba y me hacía ver todo como en una espesa bruma. Oscuridad.
Cuando desperté estaba sentada en la cocina, helada. Miré mis manos pálidas y casi azuladas por el frío. Las froté para calentarlas y noté perturbador: estaba completamente desnuda. Horrorizada  me levante y fui con rapidez a la habitación a vestirme. Me acerqué a la cómoda donde estaba mi ropa y observé con espanto que allí mismo estaba el quitaesmalte y las pulseras. Se encontraban en su lugar como si nunca hubiesen faltado. Estaban ahí desafiando mi cordura. Burlándose descaradamente de mi trastorno mental ¿Qué era todo este juego macabro? Mis piernas flaquearon y me desplomé en el suelo agotada. Quise llorar pero no pude. Las lágrimas se negaban a salir como si con eso evitasen mi desmoronamiento inevitable. Acto seguido escuché un portazo que me arrancó del delirio. Me levante y me vestí con lo que encontré y salí corriendo a la cocina. Para mi sorpresa todo estaba en penumbras.
Miré hacia la ventana y la oscuridad no solo invadía el departamento. Era de noche y el último recuerdo lúcido que tenía era del desayuno. Recordé lo encontrado en la cómoda. Recordé la ducha. Alguien había entrado allí, lo sabía. ¿Qué más podría ser? Un ruido. La puerta se abrió y mi corazón, desbocado, pensó lo peor. Cerré los ojos intentando huir de allí. Como si cerrase las persianas al mal reinante. Como si con esa simple acción, construyese una coraza que me salvaría de todo lo externo y dañino que reinaba a mi alrededor. Una brisa golpeó mi rostro. Alguien se acercó lentamente casi pidiendo permiso. No quería mirar. Mi corazón estaba acelerado y mi cabeza pulsaba alocadamente. Retrocedí despacio, no quería estar allí. Ya no. Pero una mano conocida me tocó y supe que era él. Me arroje a sus brazos y lloré sin consuelo.
Nuevamente la noche fue agitada. Me soñé presa de rituales antiguos con fuego y gritos y ritmos ancestrales. Y un perfume conocido. Me desperté en el medio de la noche empapada en sudor y con un recuerdo. Ese perfume. Supe de quien era. Supe que alguien me estaba tratando de volver loca. Me levante sigilosamente. Tomás descansaba o eso parecía. Me fui de la habitación. Tenía que resolver esta pesadilla que ponía en riesgo mi vida con él. Junto a una decisión, tomé las llaves del departamento. Era un manojo de llaves auxiliares que guardábamos en caso de emergencias. Esas que además, tenían otras llaves. Salí del departamento y subí un piso por la escalera. Cada escalón me afirmaba, me hacía encajar las acciones. Lo perdido y lo devuelto. Lo que nunca volvió. Una joven supersticiosa, una mujer envidiosa. Celos…rencor.
Abrí la puerta del departamento de Marta. Una brisa extraña salió de allí. En medio de la oscuridad, a lo lejos, en otra habitación podía ver un resplandor. Me dirigí hacia la luz lentamente, sin hacer ruido. Miles de fotos en las paredes me mostraban a mi Tomás. De niño, de adolescente. Y una única y terrible foto que me golpeó con la fuerza de miles de puños en el rostro: Tomás con una joven mujer vestida de blanco. Un dolor en el pecho se me instaló de repente y una triste certeza: él había estado casado. Una lágrima rodó por mi mejilla. Una lágrima de dolor, de tristeza, de desengaño. ¿Qué habría pasado con ella? Tal vez Marta la había echado…Me despabilé y continué con mi objetivo. Seguí despacio buscando y avanzando hacia la luz. Pero algo me detuvo. En la mesita del teléfono vi un frasquito: unas gotas para los ojos. “Usar con cuidado ya que provoca ceguera temporal”, leí en la etiqueta. Y ella las tenía allí. Así lo había hecho…
Otra vez ese perfume conocido invadió el aire. Me asomé a la habitación y allí estaba ella. Marta que, en un trance alucinógeno, ni se percató de mi presencia. Decenas de velas encendidas la rodeaban y ella en el centro con los ojos blancos, quieta, sentada. Emanaba una extraña vibración que se transmitía hasta donde yo me encontraba. Era como si el mal estuviese concentrado en esa pequeña habitación y se instalase en mi alma oscureciéndola. Miré el suelo y junto a ella había tres muñecos, mi pañuelo y un peine de Tomás. Yo no entendía nada. O no quería ver la realidad que se me presentaba. Miré mejor los muñecos y con horror vi uno que se parecía bastante a mí y estaba tirado con los ojos vendados. En manos de ella, otro de los muñecos que parecía ser Tomás pero que, para mi sorpresa, no estaba solo. Adosado por detrás había otro. No podía ver bien desde donde estaba por lo que lentamente entré al círculo de velas para intentar sacarle esos elementos a la lunática de mi suegra. Pero en cuanto me agaché para agarrarlos una sombra apareció de la nada. Mi corazón se desbocó al creer que alguien más, desconocido, estaba allí. Me di vuelta y para mi sorpresa vi a Tomás. Sentí cierto alivio hasta que noté que sus ojos estaban en blanco y su mano tenía un brillo metálico que por desgracia venía violentamente hacia mí. Rojo. Oscuridad…



Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014

sábado, 1 de febrero de 2014

Letargo



Finalmente, una mañana de abril, perecí. Y no sabía cómo ni porqué, al menos no en ese momento. Lo último que recuerdo es rojo, demasiado rojo y luego oscuridad. Mucho tiempo atrás, alguien me preguntó una vez si creía en el más allá y por supuesto yo le dije que no, pero hoy por hoy, ya no estoy tan seguro de esa respuesta.
No se entiende nada…mejor cuento las cosas como las fui viviendo. Y digo así porque hay cosas que están en una nube.

Luego de la oscuridad y de creerme absolutamente muerto, sentí un movimiento en todo mi cuerpo. Como si un rayo me partiese varias veces en dos. Y no paraba. No hubo dolor. Involuntaria y casi rítmicamente me arqueaba en una contracción que dominaba cada una de mis fibras musculares. Entonces, en ese instante vi cómo se dibujaba en ese mar de nada, un pequeño y denso punto blanco. Minúsculo, casi imperceptible pero presente y luminoso como una estrella concentrada en sí misma y a punto de estallar. Creo que si no me hubiera concentrado en el punto, aún me encontraría perdido en esa oscuridad total. Mientras las descargas me seguían azotando, yo miraba el puntito que, con cada impulso convulsionado de mi cuerpo, se hacía más y más grande y brillante. Pero luego, bruscamente el punto desapareció y otra vez oscuridad.
Luego de un breve instante de nada, una nube oscura y densa, cual bocanada de humo negro y asfixiante, apareció y me comenzó a rodear; me sentí flotar en esa especie de tiniebla macabra, y volé ligeramente en ese océano. Bruscamente algo me frenó como por arte de magia y allí mismo, cientos de ojos rojos me observaron con ansiedad y deseos de atacar. Esto no parecía en absoluto lo que podría decirse “el cielo”, aunque tampoco se parecía a un infierno. “¿Sería acaso el limbo?”, pensé. “¿Me habría suicidado?”. Quién sabe.

Comencé a sentir mi cuerpo entumecido y noté que me encontraba suspendido en el aire, cual crucificado sin cruz. Los ojos rojos acechantes, acompañados de horrorosos rostros y dueños de enormes y afiladas garras, me olían con desconfianza. Era evidente que no pertenecía a ese lugar terrible, yo lo sabía y ellos también. Sin embargo, uno de ellos se animó a más. Mientras se acercaba sentí un aroma a cenizas entremezclado con un desagradable olor a perro mojado y en descomposición. Me asqueó y quise vomitar aunque no pude. Ese ser diabólico y dueño de semejante hedor, lenta pero decididamente se acercó a mi piel y la lamió probándola con lengua áspera y ardiente. Inmediatamente después de ello, como si todos esos seres compartiesen un único cerebro, al unísono se echaron sobre mí y comenzaron a devorarme. Sentí cada diente clavarse y desgarrar mi carne. Sentí el dolor lacerante de las mandíbulas rasgando mis huesos mientras el olor a sangre, mi sangre, invadía cada uno de mis receptores olfatorios y se mezclaba con el hedor pestilente de esos seres espeluznantes.
Cuando sentí que nuevamente moría, si es que eso era posible, una sensación de fuego recorrió cada rincón de mi cuerpo maltrecho. Entonces, el punto blanco que me había abandonado unos minutos antes, ahora se hacía enorme y luminoso borrando las tinieblas e incinerando a cada una de esas deformes y horrorosas criaturas.

Entonces, abrí mis ojos. Pero allí mismo vi con horror que un hombre enorme, vestido íntegramente de negro estaba parado sobre mí mientras yo yacía en el suelo con el terror instalado en mi corazón. Quise zafarme pero nuevamente estaba inmóvil. Lo miré con súplica y aunque no podía ver su semblante, porque la luz lastimaba mis pupilas y todo estaba borroso, supe a las claras que a pesar de lo que yo hiciese, intentaría matarme. Poseía un formidable bate de béisbol en sus manos amenazantes y por desgracia se hallaba a medio camino de encontrarse con mi cabeza. Cerré mis ojos en el preciso instante en que ese elemento iba a impactarme, y esperé lo peor, esperé el dolor. Sin embargo, miles de imágenes sobrevolaron mi conciencia maltrecha invadiéndola con otro tipo de dolor, uno que no era físico: unos ojos claros como el agua, una hermosa cabellera negra, ondulada y larga. Una joven y hermosa mujer llorando desesperada, observándome en una habitación que se presentaba borrosa y mal definida, y todo rojo a mí alrededor. Dolor.

Mi corazón se disparó de repente. La espera por el dolor físico que nunca llegaba y el rostro de esa hermosa y triste mujer hicieron que mi cuerpo pidiese auxilio a gritos aun con mis labios sellados. Mientras mis ojos continuaban cerrados y esperando el desenlace fatal en cualquier segundo, escuché una alarma chirriar desenfrenadamente, tanto que perforó mis tímpanos con su agudeza e intensidad. Esperé a que se terminase, pero seguía en su pitido frenético que me agitaba más y más. Me quise mover y salir de allí pero fue imposible. Me rodeaba una especie de amarras o algo parecido, aunque era extraño porque solo la oscuridad estaba a mí alrededor. Hice un esfuerzo sobrehumano y abrí mis ojos, y para sorpresa de mi marchita y dañada conciencia, estaba en una habitación. Sobre mi cuerpo sobrevolaban numerosos cables que se comunicaban con varios monitores ubicados sistemáticamente a mí alrededor. Me desesperé más pero alguien, vestido íntegramente de blanco y con el rostro cubierto con una tela blanca, se acercó lentamente y balbuceó algo que no pude entender a pesar de mi esfuerzo por escuchar ese murmullo. Nuevamente sentí un fuego en las venas que se expandió por cada rincón. Pero esta vez, en lugar de sacarme de la oscuridad, me sumergió en una densa niebla.
Nadé una y otra vez en esa espesura interminable buscando una salida que jamás se presentaba. La extraña niebla se metía en cada poro de mi piel, en las fosas nasales y hasta en mi boca. Era del color y olor del azufre y me acunaba provocativamente, aunque yo, desesperado, quería salir de allí porque sabía que si me quedaba... Cuestioné mis ganas de escapar ¿Y si sólo me dejaba llevar por esa nube de azufre? Pero entonces, mi piel comenzó a achicharrarse con el contacto de esa inexplicable bruma y se ampolló en cada milímetro de mí ser. Y esas ampollas explotaban y debajo de esas ampollas aparecían otras miles que volvían a explotar para dejar la carne al rojo vivo. Un dolor penetrante apareció en cada porción de mi cuerpo. Quería gritar, pedir auxilio pero mi garganta estaba cerrada, como si se encontrase trabada por algo. Lo cual me desesperaba aún más. Y bruscamente, silencio. Oscuridad.

No sé cuánto tiempo pasó, pero de repente sentí que mis ojos podían abrirse otra vez hacia ese lugar extraño y luminoso. Tal vez intentaría pedir auxilio otra vez. Tal vez intentaría quitarme eso de la garganta que impedía mi comunicación con el mundo blanco al cual quería llegar. Quería llegar allí per por otro lado me daba desconfianza. Sin embargo, ese sitio era mejor que la tiniebla de momentos antes. Hice un esfuerzo enorme, ya que los párpados me pesaban y un rayo de luz hirió mis ojos llenos de oscuridad. Los cerré nuevamente y parpadeé para acostumbrarme. Ahora sólo veía un techo blanco. Quise hablar pero eso atrancado en mi garganta persistía. Levanté mi mano. Pesaba una tonelada. Temblorosamente le eleve hasta la altura de mis ojos y la vi. Tenía una manguerita clavada en el dorso de mi mano con algo rojo entrando o saliendo de ella, quien podría saberlo. ¿Y si era presa de un experimento y estaban vaciando mis venas y mi cuerpo de sus elementos vitales? No sería raro. Esa cuestión siempre me había perseguido. El temor a morir injustamente, el temor a la traición de alguien cercano que me hiciera terminar así. Intenté no desesperar una vez más. Control. Autocontrol. Continué en la exploración de mi estado, de mi situación actual. Me toqué el rostro. Unas telas me lo tapaban. No pude sacarlas y no sabía que podría ser. Continué tanteando mi cara en busca de algo de piel pero nada aparecía y eso me provocaba dolor. Entonces lo toqué. Toqué algo de plástico saliendo de mi boca.

Mi corazón se aceleró, pero recordé que la última vez que eso había sucedido me habían sumergido a la oscuridad. No quería volver a ese terrible lugar. Ya no. Quería aferrarme a esa luz, a ese techo blanco y a mis vendas. Intenté respirar hondo aunque no pude. Me di cuenta de que algo me provocaba elevar y bajar mi tórax rítmicamente. “¿Qué es esto?”, me pregunté. Entonces supe que debía sacarme eso plástico de la garganta a como diera lugar.

Debía apresurarme y evitar que esa persona de blanco me enviase nuevamente en las tinieblas. Tomé con fuerza ese tubo. Con la mayor fuerza que mi frágil cuerpo pudo darme, tiré como si mi vida y la realidad de mi conciencia dependieran de ello. Un fuego incinerante se apoderó de mi garganta. Mi corazón se disparó nuevamente y mi mano temblorosa me mostró lo que tardíamente entendí que eso era: ese tubo plástico era lo único que me permitía seguir respirando en esa terapia intensiva. Lentamente el oxígeno se fue acabando y mi mente deprivada de su flujo elemental recordó: mí amada Leonora con alguien más. Sangre mucha sangre. Fuego y demasiado dolor.
Entonces volví a la oscuridad a ese letargo eterno donde los ojos rojos me esperaban con ansiedad. Sin embargo, esta vez supe que jamás volvería a despertar.




Autor: Miscelaneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014