martes, 26 de agosto de 2014

Antes de que el metal lo atraviese






Si, esperanza fue lo que brevemente la invadió luego de que la casa la aplastase. Para huir de la tragedia, se pensó junto a él y su pequeño bebé, los tres juntos bajo un cálido sol de primavera, en la plaza de siempre. Con mariposas y pájaros y una vida bella y eterna.

Pero el llanto de su hijo era tan intenso que la trajo de vuelta a la realidad de forma brusca. Deseó poder tocarlo, abrazarlo, sentir su aroma. Sin embargo, tuvo que conformarse con saberlo vivo, a centímetros de ella, aunque inalcanzable. De repente algo a la distancia llamó su atención: una figura se acercaba hacia donde yacía. Sí… era él, su esposo, su compañero; esa imagen le provocó alivio y hasta cierta paz, serenando su corazón. Aunque algo la hizo recapacitar: esa imagen de Antón a la distancia… algo en él no encajaba. Sí, era él, pero… sus ojos tenían un particular brillo, casi maquiavélico, de otro mundo. Su cadencia, al caminar, tenía una maléfica parsimonia y lo delataba; estaba segura de que ese no era su esposo.

Se agitó en su prisión de escombros. ¿Y si el golpe le había dañado alguna parte vital de su cerebro o de sus ojos y por ello tenía esas visiones? “No”, pensó. Todo aquello que la rodeaba, la casa derrumbada, el dolor en su carne, nada de eso se encontraba alterado. Además, su niño seguía llorando a escasos centímetros, y ella no podía -por más que ansiaba-, llegar a él para consolarlo. Si fuese una ilusión, podría salir de allí, podría salvarse de una muerte casi segura. Lo único que no encajaba, era él. Ese no era Antón.

—Ayudame te lo ruego… por él —dijo mirando al niño.

Antón se detuvo y la observó; vio en ella una especie de desafío, un animal sufriente que así y todo, no lo conmovía, sino que le provocaba excitación, provocación. Entonces, levantó el carro con el bebé dentro, como si se tratase de una hoja de papel, y con inusitada violencia lo arrojó a los escombros. Silencio. Jane gritó con un desgarro en la voz y en el alma. Quiso morir, irse con su niño y con su verdadero amor. No con ese envase lleno de malignidad.

—¡Miserable! —gritó ella —¡Es solo un niño! Mal nacido hijo de…
—Bueno, bueno. No te alteres mamita —dijo acercándose a ella.

Sus ojos brillaron aún más, como dos faros llenos de perversidad, y un horrendo olor a muerte invadió a la joven atrapada. Él disfrutaba aquello y se divertía con el sufrimiento de Jane.

—No me digas lo que puedo o no decir, ¡maldita bestia! —gritó ella como si con eso lograse algo.

La ira y el odio se esparcían por cada rincón de su alma y se maldecía a si misma por estar atrapada y no poder matar con sus manos a ese engendro que había acabado con su pequeño bebé.

—No te alteres querida… siempre hay posibilidades de cambiar el curso de la historia… la vida es solo una sumatoria de pequeños e insignificantes momentos. Si uno de ellos cambia…

Y ella enmudeció. La contundencia de aquellas palabras no solo la golpeó, sino que la dejó con una certeza: la decisión estaba en sus manos. Su corazón palpitaba acelerado, tanto que creyó que se le saldría de su pecho. Su respiración estaba agitada e irregular. De repente algo caliente subió por su garganta y en un movimiento seco y brusco, borbotones de sangre comenzaron a emanar por su boca. Estaba mal herida. El aplastamiento llevaba ya mucho tiempo y entre la desesperación, el dolor y la furia, su cuerpo ya no tenía resto. Moriría en ese momento y en ese lugar. Miró a su verdugo y deseó fervientemente que nada de eso hubiese pasado. Y todo se volvió oscuridad.

Abrió sus ojos y una luz cálida le acarició el rostro, encegueciéndola momentáneamente. La risa de su hijito y su esposo la acunaron y cierto alivio se instaló en su espíritu. Parpadeó varias veces y allí estaba en su casa, junto a sus dos amores. “Fue un sueño”, pensó. Y se sintió feliz.

El tiempo pasó, día tras día, semana tras semana. Una mañana, luego de cepillarse los dientes, mientras se observaba en el espejo, una imagen oscura y de ultratumba apareció de la nada. Se vio a si misma de un blanco mortal, con ojeras y la piel acartonada. Trozos de su piel se estaban desprendiendo y debajo solo veía restos óseos. Era la imagen de un cadáver. Y detrás de ella Antón, pero no su esposo, sino aquel que una vez la visitara en el derrumbe. Quiso gritar pero su voz se evaporó en el nada misma. Se dio vuelta y allí pudo verse atrapada entre escombros, siendo invadida de gusanos y animales carroñeros. Las lágrimas brotaban de sus ojos, imparables. El olor a putrefacción la invadió otra vez y quiso vomitar. “Estoy enloqueciendo”, dijo mientras se tapaba el rostro con ambas manos. Se secó las lágrimas y cuando la náusea calmó, volvió a mirar a su alrededor y estaba otra vez en su baño. Miró con desesperación su rostro y estaba intacto, joven y bello, como siempre.

Salió de allí con el corazón atormentado y la vida continuó como siempre, solo que ella comenzó a sentirse más y más extraña. Los mareos y las náuseas se instalaron y se hicieron cotidianos, así como su preocupación. Entonces, ella y Antón fueron con un médico que la examinó y le hizo varios estudios.

—Felicitaciones, tendrán otro hijo... —dijo el hombre y a Jane se lo ocurrió ver un destello en aquellos ojos, un brillo que la horrorizó.

Se fueron de inmediato a la casa. Ambos estaban sorprendidos aunque no de la misma manera. Antón estaba feliz, pero Jane… Inmediatamente hizo las cuentas y algo no encajaba. La fecha de su embarazo coincidía con la de aquel extraño sueño que aún la atormentaba. “¿Y si no fue un sueño?”, se encontró pensando. “¿Y si ese hombre hizo algo…?”
—¿Estás bien, cariño? —dijo Antón y la sacó de sus cavilaciones.
—Si… bien. ¿Podremos arreglarnos? —dijo ella, algo ida.
—¡Por supuesto! ¿No te alegra esto? Si no lo querés podemos…
—No, por Dios… —se apresuró a decir y sintió una punzada en el bajo vientre que la obligó a sentarse.

“¡Qué extraño!”, pensó.

Las semanas comenzaron a sucederse y mientras el abdomen se abultaba, Jane empezó a desmejorar. Los días la encontraban en la cama con episodios de delirios que su esposo no sabía o podía manejar. De un día al otro los rezos y plegarias llenaron las horas del día, a pesar de que ella no se encontraba entre las que se definían como devotas religiosas; más bien había estado alejada de la iglesia por diversas cuestiones. Sin embargo, desde aquel evento de dolor en su vientre, Jane había obligado a su esposo a colgar una imagen de Cristo en la cruz en la pared de la habitación, así como varios rosarios y hasta una virgen. Él se preocupó aún más y lo habló con el médico.

—A veces la espera altera a algunas mujeres, no se preocupe —dijo el facultativo mientras observaba de lejos a Jane.
—¿No va a revisarla?
—No es necesario, su ecografía y los análisis están bien, solo tiene que descansar

Jane observaba la conversación desde la distancia de su delirio, mientras continuaba rezando. Los dolores en su vientre eran insoportables y ella tenía una seguridad que se materializaba día a día: estaba embarazada del mismísimo amo de las tinieblas, del Diablo.
Una mañana en la que sintió que su vientre se desgarraba por dentro, pidió por un sacerdote. Antón, desesperado, obedeció y trajo al Padre que los había casado. Ella y el hombre rezaron juntos durante largas horas, mientras los dolores se hacían lacerantes y le paralizaban sus piernas. Cuando finalmente la crisis pasó y ella se calmó, el cura se retiró a hablar con Antón. Aunque, sin que ellos supieran, Jane espiaba desde la habitación. Allí vio como el padre meneaba la cabeza en una negativa contundente. En ese momento supo que todo había sido en vano, que no había salvación. Entendió que solo tenía una salida y estaba en sus manos.

Mientras tanto, Antón despidió al sacerdote y de inmediato tomó el teléfono. Debía llamar al médico para comentarle la inquietud suscitada en la entrevista con el padre; pero entonces vio como Jane, arrodillada en la cama y rezando un Padre Nuestro, se clavaba un cuchillo en el bajo vientre.

Antón corrió desesperado hacia ella, como en una mala película de Hollywood, aunque ya era tarde. Ella cayó entre sus brazos y mientras agonizaba vio en Antón un brillo particular en los ojos; él le repetía una y otra vez cuánto la amaba y la necesitaba. Entonces, oscuridad.

Dicen que cuando hicieron la autopsia, el vientre de Jane estaba totalmente arañado por dentro y vacío, como si una fuerza poderosa hubiese quitado el feto antes de que el metal lo atravesase…

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

sábado, 16 de agosto de 2014

viernes, 15 de agosto de 2014

Accidentalmente premeditado









  
“Vamos…un asesinato te va a hacer sentir mucho mejor”, dijo él para intentar cambiar su humor. Ella le hizo una mueca, aunque esas palabras quedaron impregnadas en sus neuronas, filtrándose y anidando en su materia gris. Sabía que tenía razón, siempre la tenía. 
Miró la pared y suspiró; un asesinato le vendría realmente muy bien, ya que podría distraerse y salir de ese hastío en el que estaba sumergida últimamente. Entonces, con lápiz y papel en mano, comenzó a diseñarlo en sus detalles más importantes. Por supuesto, lo primero que debía hacer, era elegir a su víctima. Esa tarea, quizás, fuese la más complicada y para ello tenía dos opciones: seleccionar a alguien completamente desconocido, un NN, o tal vez, elegir a alguien por quién tuviese cierta cuestión irresuelta. No deseaba un crimen perfecto. Aquello de la perfección siempre llevaba a un mal puerto y sobre todo a un anonimato tonto, sin mencionar los cientos o miles de detalles que debía cuidar. Porque, después de todo, siempre podrían decir que fue un acto de la naturaleza, la desgracia o alguna banda narcotraficante. No. Ella elegiría a un conocido, a quien despertase alguna cuestión en su ser. Por supuesto, no sería alguien que odiase profundamente, no era tan tonta como para cometer semejante estupidez; pero si debía enfocarse en un ser particular. 
Su cabeza empezó a seleccionar de entre sus “conocidos” alguna persona que le diera cierta repulsión, alguien que le generase un cortocircuito, aunque no quién la expusiese; alguien que la irritase, aunque no fuese muy manifiesto. Y de repente su nombre, ese ser individual, particular y único surgió: María. Si, sonaba a común y hasta a un cliché, pero la mujer tenía cierta edad, cierto recorrido en este mundo (inútil, según su visión), y su muerte, además, sería un evento beneficio no sólo para ella, sino para la humanidad. Si, María era la indicada.

El siguiente paso tenía que ver con lograr un profundo conocimiento acerca de las debilidades de aquella tremenda mujer, ya que, de alguna forma, debería usar esa particular información para eliminarla de la faz de la tierra. Recordaba más de un encuentro donde esa capacidad de dar opinión ante situaciones que no le eran consultadas (como por ejemplo el nombre de sus hijos o cómo debía ser su guardarropa) aparecían, y esa cuestión le revolvía el estómago, inclusive  la enfurecía. Recordó lejanas conversaciones donde aparecía la comparación rápida y fácil respecto de sus dotes culinarias, con frases como: “Un poquito de comino realzaría esta salsa que preparaste, querida” o quizás “Esa falda es algo corta para mujeres como vos”. ¿Qué significaba mujeres como ella? ¿Qué era muy vieja? ¿Qué no estaba en forma?  Trató de serenar su pensamiento, ya que si no lo hacía de inmediato, iría hasta su casa y la mataría con un cuchillo, clavándoselo en la yugular. Y problema resuelto. Pero, entendió que si hiciese aquello, no sería inteligente de su parte y lógicamente terminaría tras las rejas, privada de su libertad. Lo anotó en su papel, con letras grandes: serenarse.

Respiró hondo y dirigió sus pensamientos a cómo lograría su objetivo. Se imaginó decenas de situaciones donde ella, casi como una heroína, liberaba al mundo de semejante arpía. Se vio a sí misma, bella y escultural, con el cabello negro al viento, espada en mano, ataviada con tan solo una túnica blanca y casi transparente, atravesando el corazón despiadado de aquella bestia. Imaginó la sangre pútrida de la mujer, derramada, tocando sus pies descalzos y tiñendo el piso de un rojo oscuro, desagradable. Sin embargo, lo descartó de plano. No era tan alta ni tan bella como la joven guerrera. Su cabello era más bien rojizo y rizado, casi enmarañado y rebelde. Sus pies no eran perfectos (además de que le daría bastante asco que esa sangre tocase “sus” pies) y no sabría cómo blandir una espada o donde conseguirla. No, no. Debía ser de otra manera.

Tal vez, podría llevar adelante el cometido en un callejón oscuro. La citaría y como, a pesar de todo, María le tenía cierto aprecio, se encontraría con ella sin chistarlo en aquel hipotético lugar. Allí mismo, en el instante en que apareciese la imagen oscura y a contraluz de aquella vieja mujer, rengueando por la artrosis y dudando de si ese era realmente el lugar, ella, rodeada de una espesa neblina, sacaría un arma calibre 22, le apuntaría a su cabeza y le volaría los sesos. Sí. Ya se veía ataviada con un entallado traje tipo Armani, con un sobretodo negro y hasta con un sombrero, haciendo juego. Al verla, se quitaría el sombrero revelando su identidad oculta, mientras que su pelo, recogido en un tenso rodete, brillaría con la luz de la luna; estaría, además, maquillada para la ocasión y calzaría zapatos de punta rojo con tacos aguja… pero aquello de volarle los sesos era cruento, en verdad. Debía atinarle a la distancia y no era tan buena tiradora, especialmente de noche. Y ella no estaba preparada para ver sustancia gris esparcida por ahí si llegaba a dar en el blanco. Ni hablar de dónde encontrar un arma calibre 22. Y ¿tacos aguja? Su espalda maltrecha, resultado de sus cuatro embarazos y sus correspondientes niños, no le dejaba usar nada más que un taco chino y solo de vez en cuando.

No, debía encontrar otra manera.

Ya estaba exhausta de tanto pensar. Miró el papel que tenía frente a ella pero la palabra no funcionó. Además, los niños estaban por salir de la escuela y llegarían en cualquier momento clamando por atención y alimento. Por lo que les preparó la merienda con cierta resignación en el corazón. Minutos después, mientras merendaban juntos, su esposo llegó de trabajar y se percató de su rostro de desesperanza.
—¿No se te ocurrió nada aun?
—Sí, pero no te va a gustar… digo, ni siquiera a mí me gusta. —le contestó ella con duda en la voz.
—Bueno, tranquila. Luego de la cena me contás y vemos en que te puedo ayudar.
—Dale…
—¡Ah! Recordá que hoy viene mamá a cenar…
—Como cada viernes, cariño. —respondió entre dientes, mientras se disponía a pelar las papas para los ñoquis caseros.
Sin embargo, mientras revolvía distraída el tuco casero “como el que ella hacía”, supo cómo llevar adelante su cometido. Llegó casi como en una revelación y una sonrisa se dibujó en aquel rostro avejentado y aburrido de una vida automatizada. Su esposo la miró y también sonrió.
—Encontraste a quien matar en tu cuento, ¿verdad?
Y ella le guiñó el ojo.

La suegra llegó y la mesa se sirvió. Cenaron en familia con risas y anécdotas. Ella estaba distendida porque había resuelto el problema y cada vez que hacía eso se sentía bien, descansada.
—¿Te sirvo más, María? —le preguntó a su suegra, con un brillo particular en la mirada.
—Gracias, querida. Estoy que exploto… —la mujer le contestó.

Estaba feliz, con su problema resuelto. Observó todo: su esposo y sus hijos y ella. Por un instante dudó de su elección, pero sería un relato exitoso.
Terminaron de cenar y notó que su suegra estaba más colorada que lo habitual. Repentinamente, su rostro se había hinchado y respiraba con cierta dificultad. “¿Se siente bien, María?”, le preguntó, aunque ya era tarde. El ahogo y las convulsiones se hicieron presentes. Por fortuna, los niños ya estaban descansando, y no vieron la escena tremenda que se había desatado en el piso del comedor. Ella y su esposo intentaron ayudarla pero fue en vano. Nada pudo hacerse. Había muerto.

“Fui yo”, pensó y su corazón se aceleró. Sintió la adrenalina recorriendo cada rincón de su cuerpo, como una corriente eléctrica veloz. Fue a la cocina y revisó cada paso; estaba segura de que toda aquella elucubración había estado confinada a sus pensamientos, a su futuro cuento. Pero la duda rondaba. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si lo había agregado incluso de forma accidental? No. No era posible. No en su casa, estaba segura de eso. Trató de relajarse mientras la emergencia se llevaba el cuerpo de allí.

Luego del funeral, y mientras su esposo descansaba, revisó las gavetas de su cocina solo en caso de que algo, por error, se hubiese filtrado. Nada. Rememoró los ingredientes que había utilizado en la salsa. Si, la nuez moscada estaba allí, lejos… sintió un frio en la nuca, una sensación que erizó los vellos de su piel.
—El doctor llamó y dijo que murió de una reacción alérgica masiva… es extraño porque mamá solo era alérgica a la nuez moscada ¿te acordás? —dijo su esposo mientras ella, sobresaltada, lo observó en silencio.
—Si cariño…jamás lo usé en las cenas con ella. Tal vez, con los años, desarrolló otro tipo de alergia…viste que eso pasa.

El suspiró mientras le hacía una media sonrisa. Ella acarició el rostro triste de su esposo y en ese momento supo. Supo en qué se había convertido y se sintió sublime.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

jueves, 7 de agosto de 2014

Abatida









El agua, helada como un glaciar, comenzó a trepar entre sus piernas en oleadas breves, pero intensas, y la obligó a abrir sus ojos. Desesperada, miró a su alrededor sin entender dónde se encontraba o cómo había llegado a ese lugar. Tampoco podría saber dónde estaba minutos u horas antes. Todo se encontraba en una inmensa y confusa nube, casi como la que la rodeaba ahora.

La niebla era densa, espesa, asfixiante y no le permitía ver siquiera los dedos de su mano, al extender su brazo. Su respiración se agitó. El temor se instaló en su alma y le provocó cierta náusea, aunque quizás el aire de allí la hiciese sentir así. Le dolía cuando ese aire entraba a su organismo, como si estuviese más contaminado que lo usual. “¡Maldita niebla!”, pensó mientras se ponía dificultosamente de pie. Con sus pies descalzos percibió el lecho fangoso y helado debajo de su piel. La brisa de la tarde se coló entre sus cabellos y elevo ligeramente la túnica blanca, casi transparente que llevaba adosada a su delgado cuerpo y que le llegaba hasta las rodillas. “¿Dónde estoy?”, se preguntó, aunque no habría respuesta para ello. Más allá de estar mojada y del agua que lentamente subía, hacía frio. Lo notó en sus brazos desnudos, en su cuerpo, endeble y húmedo, y en el vapor que brotaba de su boca con cada respiración. “Eso significa que estoy viva”, se persuadió para darse coraje.

Comenzó a caminar con ambos brazos extendidos, ya que de esa forma podría avanzar y llegar a algún lugar. “Pero ¿a dónde debo ir?”. Pisaba con cuidado entre el agua lodosa y el piso resbaladizo que, de tanto en tanto, le ofrecía elementos puntiagudos lastimándola y provocándole un inmenso dolor. De tanto en tanto, algo viscoso cruzaba entre sus piernas, y ella se detenía temblando y dudando de miedo. Lo peor era que a medida que avanzaba, el agua parecía subir más y más. “Y este aire asfixiante…”, se dijo preocupada porque entre el miedo, el frío y esa niebla, su pecho estaba cada vez más cerrado.

Intentó serenarse mientras cambiaba de dirección. Tomó hacia uno de los lados, convenciéndose de que era ir hacia el sur. “Este es el sur”, se dijo con vehemencia mientras la rama de un árbol se enredaba en su cabellera, como una mano macabra que la tironeaba hacia el dolor y a un destino perverso. Mientras histéricamente trataba de desenredarse, la situación empeoraba. Daba vueltas y tironeaba, mientras sus lágrimas brotaban de desesperación y amargura. “¡Soltame!”, gritó agitada al aire y una bandada de pájaros huyó despavorida. Desenrolló el cabello y un mechón de su cabello, junto a miles de lágrimas, se unieron al agua de la correntada.

“¿Estoy en un bosque inundado?”, se preguntó. “¿Cómo llegué hasta aquí?”; pensó con un nudo en la garganta y la incógnita en el alma. Continuó avanzando a lo que ella había denominado “el sur”, paso a paso, con sus brazos extendidos y con la niebla que se hacía más y más espesa. El sol, para colmo de males, se estaba escondiendo por lo que, la poca visibilidad que estaba teniendo, se iba junto con el astro rey. “¡No!”, lloró y en ese momento tropezó con algo duro y cayó de bruces al agua. Ésta la envolvió de inmediato provocando que perdiese la orientación. Sintió frio por doquier mientras las ramas se enredaban en su cuerpo como serpientes devoradoras, evitando que pudiera emerger. Una bocanada de agua pútrida y llena de barro entró en su boca y su nariz, provocándole arcadas. Lentamente se asfixiaba. El agua penetraba ahora por su nariz y llegaba a sus pulmones, mientras que luchaba por retornar a la superficie, sin lograrlo. En este frenético intento, se enredó más con el vestido, llegando aún más profundo en aquel río mortal. Su cabeza chocó con el suelo y, mientras un hilito de sangre le nubló la visión, se dejó fluir, se rindió ante esta realidad que la golpeaba con contundencia maliciosa. Dejó que el agua hiciera lo suyo, sin remedio. Entonces, un rayo de luz provino de la nada y al verlo supo donde se encontraba la superficie para lograr salir.

Empapada y tiritando de frio, nuevamente sobre sus pies, avanzó hasta donde creyó que la luz provenía. Sin embargo, notó que desde ese lugar el agua provenía como en una correntada violenta, por lo que le costaba avanzar. Además, cada uno de sus músculos estaba contraído, dificultándole el movimiento. “Debo llegar a la luz”, se dijo con convicción, mientras que su corazón se desbocaba por el esfuerzo. Otra vez, un flash de luz iluminó la espesa niebla que tenía frente a ella y el relieve de un árbol, que estaba frente a ella, invisible segundos antes. Se agarró de él para que la corriente no la llevase. “¡Auxilio!”, grito con voz ronca y apagada, mientras que agudizó su oído para escuchar si había respuesta. Sin embargo, en aquel silencio mortal que la invadía, sintió un dolor tremendo en su abdomen. El agua seguía trepando, y en breve llegaría hasta su pecho. “No es nada”, se dijo mientras utilizando otro árbol, avanzó un poco más. Otra puntada, que esta vez la obligó a parar y a poner su mano en el sitio desde donde provenía el dolor. Con horror observó que algo caliente salía de allí: sangre. “No, no puede ser. No me voy a morir aquí”, dijo a la nada mientras otro flash de luz aparecía a lo lejos. Demasiado lejos. “Si tan solo recordara…”, lloró.

Continuó caminando con dificultad, pero sus ojos se nublaron y de repente, ella entendió que no llegaría a la luz, ya no.

La corriente se hizo más fuerte pero ya no importaba, se dejó flotar en aquel cauce helado y mortal, mientras una estela de sangre era dejada en el camino. La niebla se hizo más espesa y la noche llegó. Cerró los ojos y sintió como el viento comenzó a soplar, gélido como un témpano de hielo, pero provocando que la niebla se dispersase. Vio el cielo y millones de estrellas, y una imagen se formó en su mente agonizante: una luz intensa que la impactó, una caída cruel, ella dando miles de vueltas en el aire y luego, oscuridad.

Para cuando su cerebro terminó de entender, la sangre ya se había mezclado por completo con el agua de aquella laguna crecida por las intensas lluvias. Quizás ahora se reuniese con su Creador, quizás solo ese era su anhelo.

El bote rescatista encontró una hermosa e inmaculada joven en la mañana, descansando su eternidad con un rostro plácido. Era hermosa y blanca como la leche, con sus cabellos negros como la noche sin luna. La cubría un resplandor que lentamente se iba apagando, como si tardase en despedirse de este mundo. Ella reposaba en un claro rodeado de flores silvestres, con aroma a violetas y jazmines, en el único sitio sin agua del lugar. ¿Extraño? Tal vez, pero no tanto como el vendaval que se había desatado la noche anterior cuando varios habitantes de un pequeño pueblo aseguraban haber visto un ángel caer en una cápsula transparente. Sobre todo luego que un misil, disparado por las fuerzas de seguridad, la abatiese.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014