Nunca terminó de entender como había dejado atrás toda
su vida. Sin embargo allí estaba, montado en su auto, manejando plácidamente
hacia un pueblo totalmente desconocido para él. La mayoría de sus cosas (prolijamente
ubicadas en cajas) estaban ya en camino, en el camión de la mudanza que un par
de semanas atrás había contratado. Así que solo llevaba consigo una laptop, un
cactus y su mp4.
Dejó atrás la ciudad que lo vio crecer. Una ciudad
populosa, apurada, hasta violenta en muchos aspectos. Gris para su manera de
ver las cosas. Repentinamente (y casi como un cachetazo del destino) se había
dado cuenta de que esa vida no era para él. No era lo que necesitaba en su existencia.
Y así fue. Rescindió el contrato que tenía por su departamento, tomó sus
ahorros, su auto, las cosas más significantes de su historia y buscó un pueblo,
uno que tuviera una cantidad razonable de habitantes. Y como “razonable” se
refería a que el número de personas fuese suficiente como para que, además del
motivo de su llegada, hubiese algún otro tema de conversación.
Ya había hecho una cantidad considerable de kilómetros
y aun le faltaba al menos la mitad del recorrido, pero se sentía positivo y
animado. El cambio le vendría bien por lo que el viaje se tornó armonioso y
hasta ameno. Y así fue, los kilómetros se le pasaron rápidamente, entre las
canciones de su estéreo y los mates mechados con tazas de café. Y prácticamente
sin notarlo, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, el paisaje se transformó.
Paso de la monótona, amarillenta y casi desértica llanura, conocida durante
todo el viaje, a un shockeante juego de matices. En esta nueva imagen, se
alzaban árboles a ambos lados del camino, con flores de cientos de colores y
formas. El paisaje se imponía de tal manera que en ese instante y en forma
automática, aminoró la marcha para apreciarlo en detalle.
"Un lugar así", pensó "es la paz
materializada, es todo lo que necesito". Y continuó su viaje adentrándose
en el pequeño lugar.
Un cartel de bienvenida se encontraba junto a la modesta
oficina de turismo, donde con un verde esperanzador, decía: "Bienvenidos a
Huetel. Población total 784". "¡...785!", pensó alegremente y se
dirigió hacia donde los comercios se agolpaban uno junto a otro, en la calle
principal. Ubicó un almacén de ramos generales y estacionó, "¡sin
dificultades y sin bocinazos!”. En ese instante, su mente recordó los embotellamientos
de la ciudad y nuevamente confirmó su decisión, buena decisión. Entró al único
local con aspecto de almacén que se veía en el pequeño centro comercial y una
vez allí observó todo cuanto estaba a su alrededor. En el local se vendían
desde cigarrillos hasta motosierras, y una gran variedad de herramientas así
como también todo tipo de alimentos y de insumos para el hogar.
Miró hacia la caja y se dirigió a hablar con el
encargado. Allí se encontraba un hombre robusto de mejillas regordetas y
sonrosadas, "bien alimentado", se le ocurrió, de unos cincuenta y
pico de años.
-Buen día señor, ¿dónde ubico al Sr. Torreldai?
El hombre lo miro con severidad, se acercó con tono
casi amenazante y le respondió:
-¿Quién lo busca?
-Soy Franco Díaz… yo… alquilé una casita… el sr.
Torreldai es mi contacto- casi confesó asustado.
Una sonrisa se dibujó debajo del bigote, bastante
tupido del hombre:
-Entonces, ¡usted hablo conmigo sr. Díaz!
Y le extendió su mano en son amistoso.
Rápidamente le enseñó la casita, sencilla, pero con
todas las comodidades que un hombre soltero y joven podía necesitar. La casa
estaba algo retirada del pueblo lo que a Franco le pareció excelente. Sería un
espacio pacífico y aislado que le daría tranquilidad mental y la posibilidad de
planificar un futuro. El Sr. Torreldai le entregó las llaves y lo invitó
amablemente a la feria del pueblo que sería al día siguiente en la plaza principal.
– ¡No falte! ¡Se pone muy interesante!
Y lo dejó con sus pensamientos y cajas para desarmar.
La tarde se hizo presente con rapidez. Miró su nuevo
hogar y notó que solo había desarmado dos cajas. Una de ellas con los recuerdos
familiares (que eran pocos) y la otra caja donde contenía la ropa que mas
utilizaba para estar cómodo (había regalado sus trajes a una iglesia antes de
partir, ya que consideraba no volverlos a usar).
Entre los recuerdos familiares, se encontraba una foto
vieja de quienes habían sido sus padres. Ambos habían muerto cuando él era muy
chico, en un accidente que no tenía presente. Rayaba los 3 años de vida cuando
el trágico evento se desarrolló, y sólo le quedaba ese portarretrato de su mamá
y su papá que lo unía a su historia. Luego de ello, había sido criado por una
tía que semanas atrás había muerto de una extraña enfermedad, y aunque hacía
varios años que no vivían en la misma casa, la visitaba religiosamente una vez
a la semana. En sus visitas, él la ayudaba a alimentarse y le proveía lo
necesario para que en la semana nada le faltase. Además, le pagaba a una
enfermera que se encargaba de cuidarla diariamente y se informaba de cómo había
pasado los días previos. Como su tía además de no moverse, no podía hablar, la
única forma de comunicarse era a través de gestos lentos con su mano izquierda.
Había sido duro, sin embargo, inexplicablemente, el dolor de esta pérdida, no
inundaba tanto su pecho como si lo hacía la ausencia de sus padres.
Trató de despejar su cabeza para no entristecer el
momento, y salió un instante al patio trasero. Allí notó que tenía una hermosa
vista del lago del pueblo y sumado a este hermoso espectáculo, la puesta del
sol que destellaba psicodélicos naranjas entremezclados con dorados. Eso lo
animó bastante.
La noche se vino apresurada y con ella el cansancio de
un día agotador. Se preparó algo rápido para comer, con lo que se había traído
del almacén y se fue a dormir. Fue un sueño tormentoso, con recuerdos de sus
padres, de su tía y de lugares y momentos desconocidos. Esa foto había
despertado sentimientos muy ocultos, sentimientos que estaban enterrados en un
rincón muy oscuro de su inconciente…
Al día siguiente y luego de desayunar, se preparó para
recorrer el lugar. Tenía muchas ganas de conocer los rincones del pueblo ya que
pensaba, si la entrada era tan espectacular, el interior debería ser algo
similar a un edén. Al salir de la casita, encontró en la puerta una canasta con
frutas, dulces caseros y una nota de bienvenida. Estaba firmada por varios vecinos
de Huetel que le auguraban una buena estancia en el lugar. Se puso contento y
acompañado, cosa rara en su vida ya que estaba acostumbrado a la soledad. Entró
la canasta, tomó una de las frutas que se encontraban en ella y salió a caminar
con su mp4.
Tomó una calle arbolada, fresca y casi deshabitada,
mientras la música vibraba en sus oídos y la fruta se deshacía en su boca. Se
dejo inundar del sabor y del aroma puro y fresco del ambiente que lo rodeaba. Las
personas que pasaban, lo hacían en bicicletas o trotando y el resultado que se
producía al mezclarlo con las melodías, lo hacía pintoresco como mínimo. Varios
de ellos lo miraban y lo saludaban con la mano, mostrándole hospitalidad
pueblerina. “¿Tanto se nota que no soy de acá?”, pensó divertido, y devolviendo
el saludo, continuó con su caminata.
A lo lejos divisó el parque principal del pueblo y
recordó la invitación del Sr. Torreldai a la feria. Decidió concurrir para
trabar relaciones con la gente y así, además de conocer nuevas personas, podría
comenzar a promocionar su trabajo de arquitecto e instalarse definitivamente
con un ingreso mensual, ya que “no vivo del aire”, pensó. Se dirigió al lugar donde ya se amontonaban un
puñado de lugareños mientras que en el camino, siguió encontrándose con diferentes
e interesantes vecinos del pueblo.
Sin embargo, uno de los encuentros lo dejó más que
intrigado. Una pareja de edad media, se acercaba por el mismo camino que él
había tomado. Caminaban y charlaban divertidos entre si. En ese instante, vieron
que Franco se acercaba a ellos. Al principio, aminoraron tanto la charla como
el paso, seguramente con intenciones de ver quién era el forastero. Pero al
estar más cerca de él, sus rostros se transformaron. Primero hicieron cierto
ademán, como aquel que sucede cuando se encuentra a un conocido, a un viejo
amigo que hace tiempo que no se ve. Posteriormente, segundos después, la cara
se tornó a horror, como si hubieran visto a un fantasma y con brusquedad –y casi
descortesía- cambiaron el rumbo a una de las calles laterales, evitando todo
contacto con él.
“¿Qué fue eso?”, se preguntó Franco, y la perplejidad
lo acompañó hasta la feria.
Con la cabeza llena de pensamientos encontrados, llegó
a la plaza donde la gente ya se había comenzado a agolpar. Se encontraban en su
mayoría junto al lago disfrutando del aire y del sol. En ese momento Franco notó
que desde allí podía ver su nueva casa. Miró fijamente unos instantes para
apreciarla: se veía magnífica, con el verde de los árboles dándole un marco
sobrio y distinguido. Se quedó unos instantes más, mirando como hipnotizado por
la belleza pero enseguida notó lo que parecía un destello, como si alguien
prendiera la luz en una de las habitaciones. Sin embargo, el efecto observado
rápidamente desapareció.
“Sería el reflejo del sol en una de las ventanas…”,
intentó convencerse, aunque no quedó muy conforme con el pensamiento.
-¡Pudo venir! ¡Me alegra mucho que esté aquí para
compartir esta tarde!
Le dijo el Sr. Torreldai sacándolo bruscamente de sus
pensamientos.
-¡Si! Aquí me encuentro, ¡gustoso e intrigado de saber
de qué se trata la feria!
-Bueno, puede encontrar de todo…si sabe que buscar.
Contestó el hombre haciéndole un guiño cómplice
mientras le señalaba alguna que otra chica. Franco sonrió a medias, aunque no
le disgustaba la idea. El Sr. Torreldai le mostró con la mano los diferentes
puestos donde las familias del pueblo promocionaban desde productos elaborados
por ellos mismos, hasta baratijas encontradas en algún sótano olvidado y lo
animó a que anduviese el lugar.
Franco comenzó a recorrer uno a uno los puestos,
lentamente para apreciarlos en su totalidad. En algunos pudo degustar sabores caseros
que le trajeron recuerdos cálidos, mucho de los cuales, no pudo reconocer con
exactitud de donde provenían. Sin embargo, los dejó entrar y quedarse en su corazón,
ya que provocaban un bienestar jamás sentido por él. En otros vio las más
exquisitas artesanías en cuero y muchos otros en metal, sintiendo la reafirmación
constante de su decisión de vivir en lugar así.
Uno de los tantos puestos, sin embargo, fue el que le
llamó más la atención. Allí vendían baratijas, insignificancias que bien
podrían haber sido encontradas en las cajitas que las niñas saben tener. Pero vio
una especie de destello provenir de ese lugar, similar al que minutos antes
había visto en su casa a través del lago y eso lo animó a acercarse a ver. Se
acercó más, tratando de distinguir el origen del brillo o que lo provocaba y
divisó un colgante de mujer que le pareció conocido, pero no pudo darse cuenta
el porque.
-¡Señora! Me lo llevo… -Le dijo a la mujer del puesto señalándole
el colgante.
La mujer lo miró y Franco notó los mismos gestos que
previamente le habían manifestado en el camino a la feria, asombro primero y
casi horror después. Sin articular palabra, la mujer le entregó el colgante y
no quiso cobrarle ni un centavo por él.
En ese instante, cuando intentaba pedirle alguna información
a la mujer acerca del colgante adquirido, Franco tuvo una sensación extraña,
como si el tiempo se tornara más y más lento y en un instante se congelara. A
lo lejos, aunque podía divisar claramente la fuente del sonido, escuchó:
“Nadie se mueva. Voy a enterrar aquí a mi perro y en
un rato volveré con más cadáveres”
Intuitivamente miró al cielo y observó con horror como
éste se oscurecía, de la misma manera que lo hace en una tormenta tropical. Un
destello iluminó el atormentado cielo y un rayo bajó y pegó en su cabeza
dejándolo inconsciente.
Continuará...
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