sábado, 24 de enero de 2015

El desayuno





 
Si, su casa lentamente se había convertido en un museo. No era que a ella le gustase eso o que siquiera hubiese participado de las subastas o compras de cada uno de los artefactos que moraban su hogar. Todo lo contrario: había sido él, el dueño de su vida y de sus actos. Y ahora, tras la pérdida, se sentía sola y rodeada de todo aquello que detestaba.

Pinturas, máscaras, estatuillas, estatuas más grandes. A dónde mirase había algún elemento artístico que le recordaba lo que había sido y cómo se había sentido durante todos aquellos años. “Hubiésemos tenido hijos en lugar de obras de arte, José”, le había dicho más de una vez, aunque él jamás le había prestado atención a sus demandas. O así lo sentía ella… La realidad era que cuando José la conoció, cuando notó la belleza que ella poseía, sólo vio una obra de arte humana y la adquirió, por supuesto. Y por un tiempo eso fue suficiente.

Miró a su alrededor. Sólo una de las miles de obras que había allí, realmente le agradaba. Era un Monet. Delicado, alegre a su manera y colocado en un rincón de la casa. Era viejo como se sentía ella, pero cálido a sus ojos.

Si bien siempre le gustó, no podía asegurar en qué momento fue que había instalado una silla enorme y antigua frente a aquél cuadrito que, en medio de los artefactos que lo rodeaban, parecía insignificante. O al menos, así lo recordaba. Porque ahora que lo pensaba, muchas cosas estaban borrosas y muchas otras se hicieron superfluas. Pero a pesar de ello, que Leonora observase aquella obra la hacía grande, enorme, magnífica.

Pensó brevemente en José. En cómo la vida los había distanciado. Ella lo había amado profundamente y le había hecho honores a ese contrato denominado matrimonio. Al menos así fue al principio, cuando todo era promesa y luz, mucha luz. Pero luego… oscuridad por doquier. Él era adinerado y la había conquistado con caros obsequios: flores, bombones, diamantes. Y en esa época ella era tonta además de joven. Su madre le había inculcado la necesidad de un hombre, y lo mismo había sucedido con su abuela, sus tías y  su propia madre; así, todas las mujeres de la familia debían estar aparejadas apropiadamente, porque la soltería era una desgracia y la juventud y la belleza con el tiempo se van…

Miró de nuevo su Monet. El cuadro tenía un gran poder de atracción y podía sentirlo cada vez que su mente divagaba por algún recuerdo. Como si en cada ocasión en que no lo observase o al dormir simplemente, el cuadro le reclamase su ausencia. Si él le hubiese reclamado algo, quizás se hubiese sentido amada. Pero él quería más a sus artefactos costosos y ella se sintió relegada, olvidada como se olvida una pequeña e insignificante obra de arte que pierde valor al estar junto a otras de mayor magnificencia. Y le escamoteaba el amor, las caricias, incluso la presencia. O así le parecía… Pero le había regalado aquel Monet como presente al mudarse a la mansión. Tal vez por ello era tan importante y más ahora luego de la pérdida... “Desayuno sobre la hierba”, se llamaba. No estaba segura de sí era original o no. Ella quería creer que sí y eso era lo que importaba y desde entonces, la pintura había cobrado cierta fuerza, cierto poder en su vida.

Cada día observaba a las mujeres y los muchachos de la pintura, relajados bajo los árboles. Ella nunca se había sentido así. Mucho menos luego de casada. Pensó en su mala suerte: no hacía mucho que se habían casado, cuando una tremenda alergia al sol la había obligado a vivir en reclusión y casi de inmediato, ambos se mudaron a Alaska donde la mayor parte del tiempo era invierno y el sol apenas brillaba por pocas horas.

“Quizás me culpa por ello”, pensó Leonora más de una vez, tratando de justificar el desamor de su esposo.

Y seguía observando la pintura. Tanto que una tarde de invierno cruda, en la que aun con la calefacción al máximo tiritaba, sintió una brisa cálida. Cerró sus ojos y disfrutó de lo breve pero magnifica que fue esa sensación. Su cabello se movió levemente y hasta pudo sentir cierto aroma, uno silvestre. Su piel se erizó al simple contacto con aquella calidez y sus sentidos se excitaron: era una sensación sublime, pacífica. Pero abrió sus ojos ya que su cabeza le dio a entender que aquello no podía ser cierto: estaba en una de las alas más cerradas de la casa. No había ni una ventana; sólo una puerta la comunicaba con el resto de la mansión y se encontraba únicamente ella con varias obras, cuadros y su Monet. Instintivamente observó la puerta y estaba cerrada. Volvió a mirar su cuadro y continuaba de la misma forma, como siempre había sido y debía ser. Entonces decidió que el sueño le estaba jugando una mala pasada y se retiró a descansar.

Esa noche se vio dentro del cuadro. Se observó a sí misma vistiendo un hermoso vestido de satín amarillo, rodeada de encajes y volados negros y luciendo un delicado sombrero que hacía juego. En una de sus manos tenía un abanico maravilloso y se sentía plena, hermosa. El resto de los participantes del desayuno reían y charlaban de trivialidades y, de tanto en tanto, la observaban. ¿Sabrían que no pertenecía a ese lugar? Quizás sí y por ello se sintió extraña. Pero esa sensación duró poco ya que la brisa suave de primavera le acarició el rostro y sus rizos dorados apenas se movieron. Y un aroma a eucalipto mezclado con cedrón.

Despertó y sin siquiera arreglarse el cabello fue directo a su Monet. Miró con cuidado la joven de vestido amarillo. Recordó su sueño y casi pudo sentirse allí mismo, dentro de la pintura. Cerró sus ojos para rememorarlo y la brisa la envolvió otra vez y el aroma a eucalipto y cedrón. Era agradable y primaveral todo lo que esa insignificante brisa podía provocar en su espíritu y dudó en aferrarse a eso, a esa sensación en ese momento oscuro de su vida. Pensó en José y en sus desplantes. No, era mucho mejor la brisa. Y el aroma. Respiró hondo y como si de repente recordase quién era y dónde estaba, abrió los ojos temiendo estar volviéndose loca. Pero lo que vio la dejó más perpleja aún: la joven que originalmente estaba de espaldas había girado su rostro y ahora podía observar parte de su perfil y juraría que el resto de los integrantes del óleo la observaba.

Se fue de inmediato y cerró con llave el lugar. Fue al baño se lavó varias veces la cara y desayunó algo liviano. Una de sus criadas al verla desencajada le preguntó si se encontraba bien y ella solo asintió con la cabeza.

“Quizás estoy loca”, pensó y extrañamente ese pensamiento la serenó. Si, era una mejor explicación para una pobre mujer que vivía recluida, alejada del mundo civilizado y que temió siempre arriesgarse a algo diferente. “Pudiste abandonarme”, recordó las palabras de José y era una verdad que le pesaba. Podría haberlo hecho, pero jamás se animó. Jamás se atrevió a soportar las habladurías o incluso le provocaba temor lo que su madre pudiese decir o pensar aun desde donde fuese que se encontraba, ahora que ya había muerto. Era más simple pensar que no tenía donde ir. Recordó la pintura y nuevamente sintió esa atracción, esa necesidad de observarla que, podría jurar, no nacía de sí misma.

Titubeó un instante. Aun no estaba segura… subió. Fue hasta el cuarto y durante largo rato se quedó parada frente a la puerta cerrada del cuarto donde se hallaba la pintura. Podía sentir el llamado. Si. Escuchaba las risas de los comensales, las hojas de los árboles moviéndose con la brisa y el aroma. Todo la invitaba o ¿era su deseo? La duda la paralizó y de repente como si hubiese sido consiente de aquella disyuntiva, dio media vuelta y se encerró en su cuarto.

Se recostó en la cama y quiso pensar en otra cosa, incluso en José. Pero solo se venía a su mente el cuadro y las gentes alegres tomando el té y comiendo pastel. El aroma a primavera la invadió una vez más. Escuchó el trinar de los pájaros y el movimiento del pasto largo al moverse con el viento suave. No era posible. Abrió los ojos en busca de paz, quizás algún libro para leer, sin embargo descubrió con horror que estaba nuevamente frente a la pintura, sentada en su silla de siempre. La joven de amarillo había girado por completo y ahora la observaba con rostro asombrado. Estiraba su mano como invitándola a entrar. ¿Iría? Era mejor que esa reclusión a la cual se había visto forzada durante tantos años. Si. Detestaba su vida y ahora se daba cuenta de ello. Odiaba esa mansión, odiaba Alaska y el frío y los días cortos.

Una lágrima se escapó mientras se vio a si misma entrando al cuadro. Era bello allí. Si. Tal vez era lo mejor. Tal vez se quedaría para siempre.

Otra lágrima.

José acercó el pañuelo y secó las lágrimas de su mujer. “Hace tiempo que no la observo tan agitada, doctor”, le dijo al profesional que durante unos cuantos minutos había estado revisando a Leonora.
-¿Come algo?
-Poco, pero no dejo de intentarlo… por las tardes la baño y la llevo al cuarto a dormir… y luego por la mañana la vuelvo a traer… si no está mirando el cuadro es como si estuviese vacía... muerta por dentro. Lo puedo ver en sus ojos…

La voz de José estaba apesadumbrada. Era así cada día de su vida y no le pesaba, siempre y cuando su mujer siguiese allí con él. Pero se había convertido en una estatua más, de las tantas que coleccionaba en la mansión. Pensó en la mudanza… quizás esa no había sido la solución tras perder el embarazo…
-¿Desde cuando está así?
-Desde que nos mudamos a la mansión… tal vez el cambio de país, la reclusión… no sé. Sólo sé que una mañana se sentó aquí y ya no se levantó. De ello pasaron ya tres años…

Leonora extendió la mano y entre risas y chistes de los jóvenes, se sirvió un poco de té. Sí, definitivamente sería feliz de ahora en más.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
Imagen: Desayuno sobre la hierba - Monet 1865

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