Si, su casa lentamente se había
convertido en un museo. No era que a ella le gustase eso o que siquiera hubiese
participado de las subastas o compras de cada uno de los artefactos que moraban
su hogar. Todo lo contrario: había sido él, el dueño de su vida y de sus actos.
Y ahora, tras la pérdida, se sentía sola y rodeada de todo aquello que
detestaba.
Pinturas, máscaras, estatuillas,
estatuas más grandes. A dónde mirase había algún elemento artístico que le
recordaba lo que había sido y cómo se había sentido durante todos aquellos
años. “Hubiésemos tenido hijos en lugar de obras de arte, José”, le había dicho
más de una vez, aunque él jamás le había prestado atención a sus demandas. O
así lo sentía ella… La realidad era que cuando José la conoció, cuando notó la
belleza que ella poseía, sólo vio una obra de arte humana y la adquirió, por
supuesto. Y por un tiempo eso fue suficiente.
Miró a su alrededor. Sólo una de las
miles de obras que había allí, realmente le agradaba. Era un Monet. Delicado,
alegre a su manera y colocado en un rincón de la casa. Era viejo como se sentía
ella, pero cálido a sus ojos.
Si bien siempre le gustó, no podía
asegurar en qué momento fue que había instalado una silla enorme y antigua frente a
aquél cuadrito que, en medio de los artefactos que lo rodeaban, parecía
insignificante. O al menos, así lo recordaba. Porque ahora que lo pensaba,
muchas cosas estaban borrosas y muchas otras se hicieron superfluas. Pero a
pesar de ello, que Leonora observase aquella obra la hacía grande, enorme,
magnífica.
Pensó brevemente en José. En cómo la
vida los había distanciado. Ella lo había amado profundamente y le había hecho
honores a ese contrato denominado matrimonio. Al menos así fue al principio, cuando
todo era promesa y luz, mucha luz. Pero luego… oscuridad por doquier. Él era
adinerado y la había conquistado con caros obsequios: flores, bombones,
diamantes. Y en esa época ella era tonta además de joven. Su madre le había
inculcado la necesidad de un hombre, y lo mismo había sucedido con su abuela,
sus tías y su propia madre; así, todas
las mujeres de la familia debían estar aparejadas apropiadamente, porque la
soltería era una desgracia y la juventud y la belleza con el tiempo se van…
Miró de nuevo su Monet. El cuadro tenía
un gran poder de atracción y podía sentirlo cada vez que su mente divagaba por
algún recuerdo. Como si en cada ocasión en que no lo observase o al dormir
simplemente, el cuadro le reclamase su ausencia. Si él le hubiese reclamado
algo, quizás se hubiese sentido amada. Pero él quería más a sus artefactos
costosos y ella se sintió relegada, olvidada como se olvida una pequeña e
insignificante obra de arte que pierde valor al estar junto a otras de mayor
magnificencia. Y le escamoteaba el amor, las caricias, incluso la presencia. O
así le parecía… Pero le había regalado aquel Monet como presente al mudarse a la
mansión. Tal vez por ello era tan importante y más ahora luego de la pérdida...
“Desayuno sobre la hierba”, se llamaba. No estaba segura de sí era original o
no. Ella quería creer que sí y eso era lo que importaba y desde entonces, la
pintura había cobrado cierta fuerza, cierto poder en su vida.
Cada día observaba a las mujeres y
los muchachos de la pintura, relajados bajo los árboles. Ella nunca se había
sentido así. Mucho menos luego de casada. Pensó en su mala suerte: no hacía
mucho que se habían casado, cuando una tremenda alergia al sol la había
obligado a vivir en reclusión y casi de inmediato, ambos se mudaron a Alaska
donde la mayor parte del tiempo era invierno y el sol apenas brillaba por pocas
horas.
“Quizás me culpa por ello”, pensó
Leonora más de una vez, tratando de justificar el desamor de su esposo.
Y seguía observando la pintura. Tanto
que una tarde de invierno cruda, en la que aun con la calefacción al máximo
tiritaba, sintió una brisa cálida. Cerró sus ojos y disfrutó de lo breve pero
magnifica que fue esa sensación. Su cabello se movió levemente y hasta pudo
sentir cierto aroma, uno silvestre. Su piel se erizó al simple contacto con
aquella calidez y sus sentidos se excitaron: era una sensación sublime,
pacífica. Pero abrió sus ojos ya que su cabeza le dio a entender que aquello no
podía ser cierto: estaba en una de las alas más cerradas de la casa. No había ni
una ventana; sólo una puerta la comunicaba con el resto de la mansión y se
encontraba únicamente ella con varias obras, cuadros y su Monet. Instintivamente
observó la puerta y estaba cerrada. Volvió a mirar su cuadro y continuaba de la
misma forma, como siempre había sido y debía ser. Entonces decidió que el sueño
le estaba jugando una mala pasada y se retiró a descansar.
Esa noche se vio dentro del cuadro.
Se observó a sí misma vistiendo un hermoso vestido de satín amarillo, rodeada
de encajes y volados negros y luciendo un delicado sombrero que hacía juego. En
una de sus manos tenía un abanico maravilloso y se sentía plena, hermosa. El
resto de los participantes del desayuno reían y charlaban de trivialidades y,
de tanto en tanto, la observaban. ¿Sabrían que no pertenecía a ese lugar?
Quizás sí y por ello se sintió extraña. Pero esa sensación duró poco ya que la
brisa suave de primavera le acarició el rostro y sus rizos dorados apenas se
movieron. Y un aroma a eucalipto mezclado con cedrón.
Despertó y sin siquiera arreglarse el
cabello fue directo a su Monet. Miró con cuidado la joven de vestido amarillo.
Recordó su sueño y casi pudo sentirse allí mismo, dentro de la pintura. Cerró
sus ojos para rememorarlo y la brisa la envolvió otra vez y el aroma a
eucalipto y cedrón. Era agradable y primaveral todo lo que esa insignificante
brisa podía provocar en su espíritu y dudó en aferrarse a eso, a esa sensación
en ese momento oscuro de su vida. Pensó en José y en sus desplantes. No, era
mucho mejor la brisa. Y el aroma. Respiró hondo y como si de repente recordase
quién era y dónde estaba, abrió los ojos temiendo estar volviéndose loca. Pero lo
que vio la dejó más perpleja aún: la joven que originalmente estaba de espaldas
había girado su rostro y ahora podía observar parte de su perfil y juraría que
el resto de los integrantes del óleo la observaba.
Se fue de inmediato y cerró con llave
el lugar. Fue al baño se lavó varias veces la cara y desayunó algo liviano. Una
de sus criadas al verla desencajada le preguntó si se encontraba bien y ella
solo asintió con la cabeza.
“Quizás estoy loca”, pensó y
extrañamente ese pensamiento la serenó. Si, era una mejor explicación para una
pobre mujer que vivía recluida, alejada del mundo civilizado y que temió
siempre arriesgarse a algo diferente. “Pudiste abandonarme”, recordó las
palabras de José y era una verdad que le pesaba. Podría haberlo hecho, pero
jamás se animó. Jamás se atrevió a soportar las habladurías o incluso le
provocaba temor lo que su madre pudiese decir o pensar aun desde donde fuese
que se encontraba, ahora que ya había muerto. Era más simple pensar que no
tenía donde ir. Recordó la pintura y nuevamente sintió esa atracción, esa
necesidad de observarla que, podría jurar, no nacía de sí misma.
Titubeó un instante. Aun no estaba
segura… subió. Fue hasta el cuarto y durante largo rato se quedó parada frente
a la puerta cerrada del cuarto donde se hallaba la pintura. Podía sentir el
llamado. Si. Escuchaba las risas de los comensales, las hojas de los árboles
moviéndose con la brisa y el aroma. Todo la invitaba o ¿era su deseo? La duda
la paralizó y de repente como si hubiese sido consiente de aquella disyuntiva,
dio media vuelta y se encerró en su cuarto.
Se recostó en la cama y quiso pensar
en otra cosa, incluso en José. Pero solo se venía a su mente el cuadro y las
gentes alegres tomando el té y comiendo pastel. El aroma a primavera la invadió
una vez más. Escuchó el trinar de los pájaros y el movimiento del pasto largo
al moverse con el viento suave. No era posible. Abrió los ojos en busca de paz,
quizás algún libro para leer, sin embargo descubrió con horror que estaba
nuevamente frente a la pintura, sentada en su silla de siempre. La joven de
amarillo había girado por completo y ahora la observaba con rostro asombrado.
Estiraba su mano como invitándola a entrar. ¿Iría? Era mejor que esa reclusión
a la cual se había visto forzada durante tantos años. Si. Detestaba su vida y
ahora se daba cuenta de ello. Odiaba esa mansión, odiaba Alaska y el frío y los
días cortos.
Una lágrima se escapó mientras se vio
a si misma entrando al cuadro. Era bello allí. Si. Tal vez era lo mejor. Tal
vez se quedaría para siempre.
Otra lágrima.
José acercó el pañuelo y secó las
lágrimas de su mujer. “Hace tiempo que no la observo tan agitada, doctor”, le
dijo al profesional que durante unos cuantos minutos había estado revisando a
Leonora.
-¿Come algo?
-Poco, pero no dejo de intentarlo…
por las tardes la baño y la llevo al cuarto a dormir… y luego por la mañana la
vuelvo a traer… si no está mirando el cuadro es como si estuviese vacía...
muerta por dentro. Lo puedo ver en sus ojos…
La voz de José estaba apesadumbrada. Era
así cada día de su vida y no le pesaba, siempre y cuando su mujer siguiese allí
con él. Pero se había convertido en una estatua más, de las tantas que
coleccionaba en la mansión. Pensó en la mudanza… quizás esa no había sido la
solución tras perder el embarazo…
-¿Desde cuando está así?
-Desde que nos mudamos a la mansión…
tal vez el cambio de país, la reclusión… no sé. Sólo sé que una mañana se sentó
aquí y ya no se levantó. De ello pasaron ya tres años…
Leonora extendió la mano y entre
risas y chistes de los jóvenes, se sirvió un poco de té. Sí, definitivamente
sería feliz de ahora en más.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
Imagen: Desayuno sobre la hierba - Monet 1865
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