Querés decirle cuánto lo
amás antes de que suceda lo que ya sabés que va a pasar. Deseás abrazarlo y
sentir su calor antes de irte y quedar arrinconada en ese espacio mínimo y
oscuro al que ella te relegó. Antes de que ese ser llegue e irrumpa con sus
violentas aunque sensuales formas. Querés avisarle, advertirle, pero ya es
tarde. No te da tiempo. Cada vez te da menos tiempo.
De repente te sentís en un
pantano aceitoso que te tira para abajo y más abajo. Notás que tus sentidos
están atados, que tu lengua no responde, que tu cuerpo ya no es tuyo y es
verdad: ya no lo es. Tratás de pensar en él, en tus hijos. Te aferrás a esos
pensamientos, a la calidez de su amor. Tenés terror de que esa otra los lastime
o peor aún, que los encandile con sus formas y, deslumbrados, ya no te quieran
más. Y sin embargo, no podés hacer nada.
La oscuridad te envuelve,
te hace suya por tiempo indefinido. Si, indefinido para vos que no sabés cuánto
dura este estado de suspensión forzoso. Te sentís congelada, entumecida y
puesta de adorno sobre un armario mientras que te llenás de polvo y tiempo. Y
quedás así como una estatua guardada y el todo se hace eterno.
Nada…
Lentamente te descongelás,
salís de tu estado catatónico, flotás y resurgís como el ave fénix desde las cenizas.
Despertás de tu sueño aletargado y te encontrás en el baño de tu casa. Sí, es
ahí aunque algunas cosas están diferentes: una lámpara nueva, el tapiz de la
tapa del inodoro, el espejo. Mirás tu reflejo y notás que la ropa que tenés
puesta no es tuya, sino que es la de esa prostituta. Y ves tus labios de un rojo
carmesí, tus ojos maquillados y tus tacones altos que hablan a gritos del mal
gusto de esa otra. “Puta”, pensás y los ojos se te llenan de lágrimas. Llorás
en silencio encerrada en el baño. Luego de uno minutos te volvés a mirar al
espejo y estás segura de que esa imagen de rímel corrido y rostro amargado es
el fiel reflejo de tu alma. Un alma corrompida por alguien más, por un ser
macabro que usa tu cuerpo y seduce a cuanto ser humano que se le cruza. A él… Afortunadamente
no tenés recuerdos vivos, aunque algunas veces soñás y lo que allí aparece te
aterra. Te tortura…
“Cariño ¿estás bien?”, te
dice él desde el otro lado de la puerta. Y vos querés vomitar. Si, seguro que
se revolcó con esa otra que se vistió así y quiere más. Pero vos sos la decente,
la honesta, y tenés que poner un freno a todo este libertinaje del que él se
aprovecha.
“Si… ya salgo”, contestás
mientras te refregás la cara para sacar ese maquillaje del demonio. Escuchás
como él se aleja, quizás va a la cocina para preparar el desayuno ¿o será de
noche? No tenés idea y eso te aterra. Te quitás toda la ropa y los zapatos y
vas hasta la habitación. Abrís la puerta del placar y tirás toda esa ropa
dentro. Mirás en busca de algo recatado, algo más apropiado a tu persona pero
notas con pánico que ella cambió todo: minifaldas, remeras escotadas, jeans
ajustados. Nada es acorde a tu persona… “No puede ser”, pensás mientras que encontrás
un vestido de maternidad ancho y de color tiza. Si, pensás que eso se ajusta
más a vos y a eso le sumás unas chatitas negras. Te recogés el pelo bien
tirante y bajás hasta la cocina. Ahí notás que efectivamente no es la mañana.
Tratás de pensar en el último recuerdo que tuviste: era martes y estabas
desayunando. Luego, ese mareo y palabras, muchas palabras. Tratás de serenarte pero
la desesperación se apodera de tus pensamientos. Buscás un almanaque, algo que
te diga que día es, pero no encontrás nada. Disimulás tu nerviosismo, no querés
que se den cuenta. Pero allí están mirándote: tus hijos y él.
“¿Querés un te?”,
te pregunta él queriendo disimular el asombro al verte vestida así.
-No, gracias –contestás
mirando por la ventana y comprobando que es de noche. “No estoy loca”, pensás
angustiada.
-Que ¿no vamos a ir a la
fiesta? –pregunta tu hijo menor, Kevin
-¿Fiesta? –decís atontada,
observando con asombro lo grandes que tus hijos están. Jurarías que pasaron
años y ese pensamiento te aterra. ¿Y si ella estuvo todo este tiempo? Querés
llorar otra vez, pero tragás saliva y aclarás tu garganta.
-Sí, la fiesta de
egresados de Clara… -dice tu marido titubeante. –Pensé que irías con la ropa
que me mostraste recién… y los zapatos de taco que compraste ayer…
Mirás a todos y sentís el
peso de sus ojos que se clavan en tu alma. Te sentís mareada y salís corriendo
al baño a vomitar. Te encerrás y llorás otra vez y la nube tóxica, esa que te
envuelve y te tira al rincón oscuro, quiere aparecer. Otra vez aparece esa
sensación libidinosa y demoníaca que quiere invadirte, penetrarte, hacerte suya.
Quiere llenar tus rincones y apoderarse de tu familia. “¡NO!” gritás y tu
esposo, al escucharte, entra al baño.
-¡Dejame hijo de puta! ¡Te
acostaste con esa otra! –gritás llorando.
Detrás de él, tus hijos te
miran aterrados.
-Váyanse de acá–gritás y
él te quiere abrazar. Sentís el perfume de la otra y lo empujás y él cae de
lleno al suelo y tus hijos lloran.
-Cálmense –dice él y vos
te le abalanzás y con odio por lo que te hizo, por el engaño con la otra, le
arañás la cara y le pegás una y otra vez.
-¡Basta! –grita él y te
toma en sus brazos y te aprieta fuerte. –Clara llamá a la tía… decile que venga
urgente.
Mientras que con
dificultad tu esposo te abraza, vos seguís gritando y llorando delante de Kevin,
que también llora asustado. Entonces te calmás y le pedís perdón, pero él se va
corriendo a su cuarto. Mientras tu esposo te sujeta, sentís su corazón
acelerado retumbando en tus oídos mezclándose con los tuyos que, lentamente,
retornan a lo normal. Podrías haberle dicho algo, pero no te atreviste. Sabés
que ahora viene todo, otra vez. Recordás que la última vez pasó lo mismo y que
luego de ello y de la medicación lentamente te fuiste extinguiendo. No querés
eso, rogás que no vuelva a pasar. Entre tanto, llega tu hermana y te da algo
que te atonta y le pedís por favor que no te obligue a dormir. Te mira con
tristeza y no sabés que hacer.
Mientras te invade el
sopor escuchás a tu esposo preocupado, hablar con tu hermana:
-Hacía mucho que no aparecía
esta versión…
-¿Habrá dejado las
pastillas?
-Puede ser… de todas
formas voy a llamar a su médico…
Y entonces te disolvés en
la nada, te deshaces y te convertís en cenizas mientras que de nuevo, la
oscuridad te envuelve. Y mientras te desarmás, entendés con horror y tremenda
tristeza, que la otra, sos vos.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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