miércoles, 21 de octubre de 2015

Rutina





Dany observó a Sara. Siempre supo que no compartían las mismas ideas acerca de cómo eran las cosas, pero estaba seguro de que sí los mismos ideales. Que aunque no lo dijesen, ambos querían estar por siempre juntos. Sin embargo, estaba sorprendido por la catarata de palabras que no estaba muy seguro de dónde provenían.
―¿Cómo que no entendés Dany? O mejor dicho, ¿qué es lo que no entendés?
―Lo que no entiendo es que vengas con estos planteos ahora. Que me hagas esta especie de escena de celos luego de más de diez años juntos… ¿no entendés lo que significás para mí?

Sara suspiró contrariada. Diez años, pensó. Diez malditos años de ¿qué? Por un segundo las miradas de ambos se cruzaron. Ella quiso responder algo que se esfumó de golpe. No estaba celosa ni mucho menos. O sí. Le molestaba que con otras fuese tan diferente, tan amable o incluso comprensivo. Y con ella…
―Nunca hubo un sí o un no en este tiempo y no entiendo por qué ahora te molesta todo. Porque no es solo los celos tontos…
―¿Tonto? Bueno. Entonces es cierto que no entendés nada. Estás tan ciego con tus cositas, con tus manías. No te importa un carajo lo que me pasa a mí. ¡Diez años! Y no te importa nada de mí. Te diría hasta…
―¿Qué? ¿Qué me vas a decir ahora?
Sara pensó por un instante si quería continuar con esa pelea sin sentido. Aunque muy dentro de su corazón algo le decía que diez años callada, persiguiendo los objetivos de su compañero y poniendo los suyos a un lado ya eran suficientes. Respiró hondo, puso su gesto habitual de desprecio y contestó sin anestesia:
―Creo que no me conocés en absoluto.

Dany se quedó sin palabras. No reconocía a esta mujer que hablaba cosas sin sentido. “Si al menos me dijera qué le molesta.” Él la creía testaruda. Estaba convencido que alguna de sus amigas le había metido alguna estúpida idea en la cabeza. “Sí, seguro que Marta le habrá dicho que tengo otra o algo por el estilo. Si supiese… que sólo tengo ojos para ella. Estupideces. Solo estupideces en su cabeza de mujer que está al pedo.”

Sara se dio media vuelta en la cama y apagó la luz. Dio por finalizada esa conversación. Estaba enojada con el silencio de él, con la situación. Lo que más la enojaba era que por la mañana se levantarían como en los últimos diez años, desayunarían juntos, él se iría a la oficina y ella a su trabajo. Que por la noche cenarían juntos en silencio y que luego de ella, se acostarían, quizás harían el amor y luego… la misma rutina.

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

sábado, 10 de octubre de 2015

Inseguridad







Vaciás de un sorbo el vaso que está frente a vos y te abalanzás sobre ella. Ponés tus manos alrededor de su cuello y apretás. Apretás mucho, tanto que tus dedos se ponen blancos y duelen. Sentís cada relieve de su cuello, su pulso obstruido, su laringe a punto de quebrarse. No hay vuelta atrás. La decisión está tomada. La odiás. Detestás su oscuridad, su malhumor, sus celos. Este es tu último día junto a ella. Lo sabés y tus ojos toman un brillo particular. 

No es fácil. Ella te manipula aun estando en las puertas del su ocaso. Aun teniendo un pie en el más allá, ella intenta recuperar tu confianza o mejor dicho, intenta que continúes confiando en su palabra, en su presencia. Por eso te mira desesperada. Porque sabe que así toca tu fibra más íntima, tu sensibilidad femenina y casi maternal. Al principio te perdés en esos ojos agónicos y deseosos de oxígeno. Por un breve instante hasta te sentís culpable. Ella te hace sentir una desgraciada. Pero eras desgraciada mucho antes. Por ella eras miserable y triste. Y recordás tu pasado y de esa manera te recuperás de inmediato. Porque es lo mismo de siempre; porque ella hace con vos lo que quiere y manipula tu espíritu. 

“¡Basta!”, te decís. Y cuando te reafirmás, cuando tomás la decisión final de continuar con tu cometido, ella lo comprende y se resiste a tu ataque. Se defiende tirándote trompadas e intentando arañar tu rostro. Grita con un aullido sordo, con un sonido mudo que queda atrapado en esa garganta oprimida. Sabés que ella tiene todas las de perder y eso te hace sentir poderosa. Vos tenés el mando de la situación, vos sos dueña de tu destino, del mundo entero. 

Mientras ella agoniza, tu espíritu se va serenando. Se va desintoxicando de ese malvado y dañino ser. La tranquilidad que habías perdido por su culpa, retorna a tu cuerpo. Porque durante años soportaste sus “cositas”, como le decías a su comportamiento errático. A sus mañas y sus desplantes. Era una desquiciada que siempre te quitaba lo mejor de las cosas. Lo brillante se opacaba, lo alegre se volvía triste. Soportaste año tras año sin decir nada, sin emitir una queja. Pero hasta aquí habías llegado. Tenías que poner un punto final. Y lo ponías de esta forma, con violencia y determinación. 

Mientras ella expira, los momentos más oscuros de tu vida junto a ella aparecen como en una película de terror. Recordás tu primer amor. Y como con todos los que alguna vez te quisieron, como con cada cosa nueva que emprendías, ella te hacía cuestionamientos horribles. “¿Por qué no te lleva a su departamento?”, dijo una tarde y vos sentiste que tu pecho se estremecía. No querías escucharla, pero como siempre, la frase era emitida y tu cabeza no paraba un segundo. “¿Y si tiene otra? No sos lo suficientemente hermosa para él”. Entonces cada vez que lo veías se te aparecían sus frases, tus dudas. Con cada beso imaginabas las caricias que él le profesaba a la otra. Incluso imaginabas como se reía de vos con la otra.

Y lo peor de todo era que ella no le erraba. Siempre tenía razón. Él era casado y vos eras la otra. Sin embargo ¿eso le daba el derecho a arruinarte todo? “Te está usando. No te das cuenta porque no sos inteligente como ella”, decía cuando una amiga nueva aparecía. Y vos desconfiabas de ella, de ellos, de todo el mundo. Porque todos tenían segundas intenciones y ella te advertía y vos descubrías la otra cara del universo. ¿Era eso o eras vos que fracasabas con todo? Ya no lo sabías. Ya no sabías qué era pensamiento tuyo y qué de ella. 

Y otro amor apareció y ella te advirtió. Te dijo que a una gordita jamás el amor le llega. Y lloraste por no saber qué hacer. Por no poder arriesgarte por él. Por no creerle a tu corazón. Y la odiaste porque siempre estaba un paso antes que vos. La odiaste con todo tu corazón.

El tiempo junto a este amor pasó y viviste una nube rosa junto a él. Ella estaba al margen, silenciosa, aunque amenazante. Esperaba cualquier excusa para volver y cuchichear en tu oído su amargura. Pero mientras ella callaba, él apareció con flores y un anillo. “Casate conmigo”, te dijo y supiste que ese era el momento crítico. Que ella aparecería en cualquier momento y arruinaría todo. Te haría sentir una fracasada. Ella estaba por ahí, lo presentía. Seguramente se hallaba escondida esperando a que estuvieras sola. Acechando con dudas, con pensamientos turbios. “Si”, te apresuraste a decir antes que ella apareciese. Y él te besó con extrema felicidad.
Pero no te quedaste tranquila. La esperaste durante largo rato. Incluso deseaste que apareciese con su oscuridad habitual. Y por la noche, cuando un trueno rompió el silencio sepulcral que te rodeaba, te miraste al espejo y la viste. La viste luego de varias copas de alcohol y unas cuantas pastillitas rosas que te hacían ver todo doble. Viste a esa que siempre corrompió lo bello, la que arruinó tu vida. Divisaste en el espejo a la culpable de tus dudas y la tomaste por el cuello y la arrancaste del reflejo, mientras ella pataleaba intentando defenderse. 

La tormenta amaina y mientras la observás palidecer entre tus manos te preguntás si es correcto matarla. A pesar de todo, ella siempre había estado con vos, aun en los peores momentos. Si bien había teñido de oscuridad los mejores, ella siempre te alertó cuando no te dabas cuenta del daño que los demás te hacían. Ella era quien te despertaba, quien te mostraba la realidad del color que era y no de ese rosa que tanto amabas. Ella era realista a diferencia tuya. Esperaste, tal vez había algo que escuchar, algo que cambiar.
Por un segundo tus dedos se aflojan. Por un segundo pensás en dejarla vivir, en escuchar lo que tiene para decirte ahora. Le das la oportunidad de zafar. Le das tiempo para que se recupere, para que se levante y vuelva a ser ella misma. Pero no lo hace. Se deja matar por vos. Se deja asesinar por tus manos, por tu optimismo y cursilería. Se deja morir por tu ingenua felicidad. 

Y así es que la Inseguridad, esa parte oscura en vos, muere sin remedio. El cielo se limpia del todo y tu mente también. Y salís a enfrentar la vida sin pensar mal de los otros, sin dudar de tus capacidades, sin creerte menos que los demás. Salís con la ingenuidad original, aquella misma que tenías de niña. Y te sentís optimista, y bastante más segura. Sentís que la vida por fin te sonríe y que el mundo, a través de estos nuevos ojos, es mucho mejor que antes. 

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015

sábado, 3 de octubre de 2015

Silencios








“El silencio también es una respuesta”

“¿A qué?”, me pregunté…

Luego de mucho, una tarde gris de otoño comencé a pensar en cada uno de los momentos en los que él había silenciado nuestras charlas. En los que me había silenciado a mí por terminar con puntos oscuros mis peticiones, mis reclamos. Pensé en el silencio como tal, como compañero. Porque se había convertido en mi compañero en las mañanas de mates, en las noches de invierno. El silencio había invadido cada espacio, cada rincón de mi existencia. Y yo, de a poco, me había acostumbrado a eso. A escucharlo, a interpretarlo, a interpelarlo y por supuesto, siempre la respuesta era la ausencia. La falta de algún sonido que me indicase la importancia de mi existir. La existencia. 

Empecé a dudar. Sí. Un día en el que el silencio y la ausencia habían estado junto a mí demasiado tiempo, comencé a dudar acerca del  mundo que me rodeaba. Me pregunté si él y yo éramos algo, la pareja que solíamos ser. “Tal vez, luego del silencio vino el olvido”, pensé. Y con el olvido viene la muerte del alma. Creí que me había marchitado y por ello ya no me hablaba. Creí que me había convertido en algo, una cosa inmaterial que ya no era apetecible, amable en el sentido del amor pasional. Porque él ya no me decía siquiera “Hola, ¿Cómo estás?” o “Te extrañé tanto hoy”. Porque si hubiese escuchado eso, quizás hubiese interpretado todo como la mera ausencia de palabras, la falta de un tema de conversación. Pero no fue así. Fue la ausencia total. El negro de las palabas y de las frases. La oscuridad que se instala en los oídos y que avanza hasta tus neuronas e invade todo. Hasta tu corazón. 

Cada mañana él solo se sentaba frente a la mesa, con una taza de té y la dejaba enfriar sin tocarla. Allí pasaba horas mirando un punto fijo en la pared. “Le podría decir algo”, pensé siempre. Le podría haber dicho tantas cosas. Pero así como mi boca se abría para emitir un sonido, se cerraba por el temor a su muda respuesta. A su falta de interés por lo que yo tenía para decir. Y su mirada me traspasaba. Si desviaba los ojos del punto de la pared, si dirigía su mirada hacia donde yo estaba, sus ojos vacíos atravesaban mi ser y se posaban en otro punto imaginario y distante. En un imaginario en el que yo no existía. En el que yo no estaba junto a él. En el imaginario de su deseo más profundo: su soledad, mi ausencia. 

“¿Por qué me hace sufrir de esta manera?”, pensaba con dolor. 

Comencé a temer por mí, por él, por nosotros. Y la terrible idea de que algo muy malo le sucedía comenzó a anidar en mi corazón. Tal vez una enfermedad, tal vez otra mujer. Sentí que aquel silencio era un síntoma de algo preocupante, peligroso. Porque si todo esto que yo pensaba era autocompasión y a él le sucedía algo malo, sería mi culpa no darme cuenta. Entonces decidí ser su sombra. Seguirlo a donde fuese. Intenté entender su comportamiento errático y parco, darle una explicación a todo. 

Durante varios días caminé sus pasos, lo seguí a donde él iba, que no era muy lejos. De inmediato noté que su piel estaba más vieja, sus pelos más canosos, sus ojos más muertos. Me horroricé. Traté de comunicarme con él, pero era en vano. El silencio era penetrante, tanto que yo no podía escuchar ni siquiera mi propia voz. Sentía que mi boca intentaba articular algo que no emitía sonidos. 

Traté de serenarme pensando en el bien mayor, en mi esposo y en su tristeza, su silencio. Continué con la búsqueda de una verdad desconocida para mí. Fue entonces que comencé a notar que por las noches, mi amado esposo no dormía en nuestra cama. Se quedaba parado frente a la puerta durante largo rato, observando la oscuridad reinante dentro de la habitación. “¿Qué hacés, cariño?”, intentaba decirle, aunque mis palabras se diluían como siempre en el silencio reinante. Y los minutos se sucedían entre dudas y preguntas hasta que, luego de un largo rato de paralizada indecisión, él daba media vuelta y se recostaba en el sofá del comedor. Quizás no quería compartir la cama conmigo. Quizás todo era así de simple.

Mientras él dormía, mientras él se entregaba a sus atormentados sueños, yo observaba. Notaba sus ojos moviéndose desesperados detrás de los párpados, su cuerpo rígido, en una misma posición toda la noche, sus puños cerrados y pálidos por la fuerza de mantenerlos oprimidos. Veía su rostro mojado de sudor y el dolor hecho expresión constante. 

Esa expresión me atormentaba cada día, cada noche. No podía verlo sufrir así. ¿Y si era por mí? ¿Y si quería separarse y no podía decírmelo? Necesitaba confrontarlo. Necesitaba que me dijese que me fuera o que nos divorciásemos. Que ya no me amaba. Necesitaba que me lo dijese en la cara porque antes hablábamos, porque al principio todo era hermoso.  Y no había pasado tanto tiempo desde nuestro “Si, quiero”. Y siempre nos creí felices hasta que el silencio se apoderó de él y envejeció de golpe. “¿En qué momento dejaste de ser feliz, mi amor?”, pensé. Necesitaba saber el momento exacto, el instante preciso en el que nuestro amor había muerto. Y fui por las fotos.  Nuestras fotos. Ellas eran testigo fiel de nuestra vida, de nuestra felicidad y me demostrarían en qué momento el amor se había agotado. 

Pero no las encontré. Las que estaban en decorados marquitos en la repisa del aparador estaban volteadas, ocultas, apartadas. Intenté encontrar el álbum de bodas pero no estaba donde lo había dejado. Un sentimiento de angustia y enojo se apoderó de mí. Se instaló en mi estómago y subió a mi pecho. “Me vas a tener que explicar qué es todo esto”, me dije y fui directo hasta donde él estaba. Lo miré a los ojos pero él me atravesó con su mirada, como siempre. Eso me enojó aún más. ¿Quién se creía que era? Porque si no era feliz se podía ir, podía dejarme sola, que para el caso era lo mismo. Y algo se atravesó en mi garganta. Un grito mezclado con horas de amargura y tristeza que salió expulsado con violencia. Y él me escuchó. El universo me escuchó.

Y fue entonces que sus ojos se encontraron con los míos. Sus lágrimas brotaron y bañaron su rostro. Sentí su angustia, la hice mía y me arrepentí de pensar que no me amaba. Extendí mi mano para acariciarlo, para consolarlo, para protegerlo. Pero mis dedos atravesaron su rostro. Miré mis manos y estaban casi transparentes. “Tenés que dejar que siga con mi vida, cariño”, me dijo entre sollozos. “Estas…”, continuó, pero interrumpió su frase. No se atrevió a finalizarla. Creo que no quiso enfrentar la verdad. O no me quiso lastimar. Ese silencio que reinaba era el mío. La oscuridad y la ausencia no eran de él. 

Entonces, una luz blanca apareció como lo había hecho mucho tiempo atrás. La misma luz que debí seguir pero que, por el dolor de él, no me atreví a seguir. No quise abandonarlo entonces. Pero esta vez supe que era necesario. Entendí que debía dejar continuar, para que pudiese sanar su alma, para que pudiese vivir su vida. Y luego de besarlo en los labios y suspirar un “Te amo”, me dejé llevar.

Autor: Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2015