domingo, 15 de mayo de 2016

Transformación







Nunca imaginaste que el dolor se sentiría de esa forma. Acaso ¿no se te cruzó por la mente que sufrir sería algo terrible? ¡Qué ibas a pensar! O suponer… eras un ignorante de sentimientos, de penas y de tantas otras cosas. Te creías un experto, pero la realidad te había pasado por encima. Te destrozó.

Sin embargo ¿era tu culpa? Quizás tu único pecado había sido esa ignorancia existencial o haberte creído único. Porque jamás pensaste que semejante capricho te sería concedido. Nunca, en tus fantasías insulsas, creíste que él iba a dignarse a escuchar tu pedido. Pero lo hizo y para colmo de males te preguntó: “¿Estás seguro?”, y vos, que imaginaste un no por respuesta, contestaste: “¡Por supuesto!”. Y pensaste ¿qué podría pasar que ya no haya pasado? ¿Qué cambiaría? Después de todo, todo era una leyenda, un mito imposible de realizar. 

Sonreíste irónicamente, aunque no tenías idea qué se trataba la ironía o para qué servía, y él hizo lo suyo: disparó directo a tu pecho. Y vos te sentiste parte de un experimento. Uno desmitificador que te hizo sentir importante, único. Porque la negación de la leyenda tenía un solo resultado: la transformación sería imposible. Como consecuencia vos probarías que aquella ideología era sólo una ilusión para los pobres de espíritu, de los débiles. Y lo peor, creíste que sería sencillo. Que nada se alteraría. 

Entonces, él elevó un dedo, direccionado al centro de tu cuerpo, y un rayo de luz te atravesó por completo. Duró un instante, apenas unos segundos que te provocaron algo raro, ansiedad tal vez. Pero como imaginabas, nada pasó y una sonrisa de triunfo se dibujó en tu rostro. Glorioso, fuiste a tu lugar en el universo y ahí continuaste con tu existencia, con tus actividades ordinarias, con la vida usual y esperable para alguien como vos. 

¡Iluso! Continuaste con tu monotonía. Eras parte de una red de observadores del universo. Uno de los millones de entes que observaba y anotaba para que alguien más tomase decisiones. Nunca habías cuestionado tu lugar, aunque ahora pensabas que quizás sería interesante tomar decisiones. “¿Para qué tanta observación y anotación si no voy a modificar nada?”. Aunque ese pensamiento nuevo no te correspondía. No. Anulaste eso en tu conciencia y continuaste con tus tareas como antes. 

“Nada pasó”, te dijiste con una mezcla de sensaciones. Con eso de sentir que una expectativa minúscula había nacido y muerto muy prematuramente. Porque por un lado todo lo que no había pasado confirmaba tu teoría de que el cambio era mitológico o que incluso podía estar reservado para ciertos seres superiores. Pero lo peor era que ahora te dabas cuenta de que no eras especial, en lo absoluto. Y esa revelación te hizo sentir raro.

Durante días le diste vueltas al asunto. Las cosas no encajaban, los pensamientos nuevos se agolpaban en tu enmarañado cerebro. Entendiste que en realidad te habías ilusionado. Que habías caído en la creencia que tanto criticabas. La creencia de las masas, de los seres que pensaban que había “algo más” aparte de esa realidad cotidiana. Y esa sensación era peor aún que la certeza de que nada había más allá. Ahora querías ser algo que no eras y eso te mostró la miserabilidad de tu existencia. La imposibilidad de modificar tu entorno. Porque ahora que habías creído en algo, en esa ilusión chiquita, la vida se te hacía monótona, aburrida y sin futuro. Y cada día era lo mismo: observar y reportar. 

Y la tristeza te invadió. Una tristeza que era extraña en tu raza. Porque vos y los de tu clase eran alegres desde la creación. Desde el minuto cero.

Los días pasaron uno atrás del otro. Tu ansiedad e insatisfacción aumentaron, tanto que necesitaste contarle a alguien. Aunque ¿quién te escucharía? Tal vez se te reirían en la cara o peor, te recordarían cuando no creías en nada. Cuando las cosas eran al revés. Estabas solo. Pero alguien sí podía escucharte. Y fuiste otra vez hasta dónde él estaba. No sabías cómo empezar a contarle o si debías molestarlo con tales banalidades, pero era más fuerte que vos y llegaste hasta la puerta de su oficina. Por un instante extrañaste la sensación de bienestar a la que habías renunciado. Por un segundo añoraste tu monotonía de antes. Incluso tu incredulidad.

Elevaste tu mano para tocar la puerta y de inmediato te arrepentiste. Saliste corriendo de ahí y te encerraste en tu “hogar”. Y ahí empeoró todo. 

Lo primero que sentiste fue el dolor. Uno que ardía en tu pecho como si miles de flechas te hubiesen atravesado. Pero claro, no podías saber qué era eso porque jamás habías sentido el dolor. Ese el de la carne. De inmediato, ese dolor desgarrador trepó por tu cuello. Fue directo a tu rostro y cataratas de agua emanaron de tus ojos cristalinos. 

Habías escuchado hablar de las lágrimas, pero nunca habías conocido a nadie que hubiese llorado. Y ahí estabas llorando por un dolor profundo. Por un peso en ese lugar donde se lleva el corazón. O incluso el alma. 

Te sentiste idiota por haber dudado. Te sentiste estúpido por querer ser humano. Pero ahí estabas. Te habías convertido en un ser de carne y hueso, de ilusiones y miedos, de corazón y alma. Y derrotaste el mito de que los ángeles jamás se transformaban. Te viste cayendo a la Tierra, naciendo y creciendo en un cuerpo diferente. Ahora ya no tenías alas, ya no eras solo bondad y la felicidad y el gozo no eran tus únicos sentimientos. Ahora sentías temor, pena, alegría, ansiedad, dolor y tantas otras cosas. Tu cabeza estaba enredada y tus decisiones llenas de preguntas. 

Miraste el cielo y deseaste volver… “Deberás ganártelo, ser recto en tu vida, tomar buenas decisiones para vos y los demás, y quizás, luego de una agónica existencia, las puertas del cielo se abran nuevamente para vos”. Y de esa manera comenzaste a transitar la vida por primera vez. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2016

martes, 3 de mayo de 2016

NATURALEZA MUERTA





Hay cosas que la naturaleza no puede explicar y tu muerte es una de ellas

Gregorio siempre quiso ser independiente, siempre quiso una vida nueva. A estrenar. Como el cartel de alquiler que le provocó entrar a la inmobiliaria. “Firme aquí y luego de pagar el depósito, la llave será suya”, fue lo único que la administrativa dijo. Y un guiño. Un guiño que le hizo sentir importante, deseado. Porque ahora podía llevar a una minita a su departamento “y no a la casa de mamá”. Así, Gregorio se independizó. 

Se instaló de inmediato en la modesta casita. Pequeña, con una sola habitación, pero con el más hermoso parque que alguien podía imaginar. Una inmensidad de verde casi selvático rodeaba la pequeña construcción. Una pileta, un pequeño quincho, un enorme cañaveral. Sí, un cañaveral lindaba con el terreno dándole un particular aspecto. Único, quizás. Ahí en ese rincón, Gregorio decidió colocar un pequeño sembradío de tomates. Varias plantitas de ají. Albahaca y perejil. Zapallos y berenjenas. Ahí, en ese sitio verde y lleno de sombra todo crecería. 

Y así Gregorio se dedicó a la siembra y cosecha como nunca había hecho. Leyó, se instruyó. Diseñó un futuro con las plantas. Les hablaba. Les contaba sus secretos más profundos. Nunca se cuestionó que quizás ellas no eran las únicas que escuchaban. Él hablaba y sus palabras, como los deseos de cumpleaños, volaban por el éter. Oídos invisibles escuchaban.

Poco a poco, Gregorio comenzó a amar las tardes de charla con sus plantíos. Él sabía que debía ser paciente, que llevaría meses cosechar algo bueno, comestible. Pero el fruto del sacrificio sería enorme. Así lo imaginaba. Sin embargo, todo llegó más rápido de lo que esperaba. “El abono”, pensó más de una vez. Pero lo cierto era que esa tierra tenía maravillosas propiedades. Casi mágicas. Y así, en unas semanas nada más, estaba disfrutando de una exquisita cosecha.

Los días de Gregorio pasaban, cálidos y agobiantes. Trabajaba sin parar. Recolectando, plantando nuevos ejemplares, regando, abonando. Y las noches…las noches eran el descanso divino. 

Y esa noche fue bastante particular para él. Serían cerca de las once. La luna estaba redonda y luminosa. El calor era insoportable y Gregorio se sentía asfixiado en la pequeña casa que no tenía ventilación; así que decidió caminar en su parque a pesar de ciertas advertencias que había recibido.  

“¿Qué me puede pasar?”, había dicho como quién intenta vencer sus miedos más profundos. Recientemente se había enterado de los secretos de la finca. Ese secreto a voces, llegó a sus oídos luego de comenzar la venta de las hortalizas. Todo iba tan bien que comenzó a vender “Verduras orgánicas”. Le fue excelente y alguien, un hombre viejo, le advirtió: “No abuses de las bondades de la tierra, m´hijo…te lo van a cobrar”. Aunque qué podía saber aquel hombre.

 “¿Quién me va a cobrar? ¡Si esto es mío!”, gritó a la luna Gregorio con una carcajada gutural. Y aquella noche salió con un vaso de cerveza en la mano. Se sentía fantástico, poderoso. Festejaba su buena suerte. Pensaba que con una racha así, en breve podría comprar la propiedad. Y mientras imaginaba ese prometedor futuro, caminando de aquí para allá y observando la luna redonda, tropezó con algo. Trastabilló varias veces y casi cayó de cabeza al suelo. Mientras hacía malabares para no matarse, el vaso se le resbaló de los dedos y cayó al suelo estrellándose contra una piedra. Se dio cuenta de que si no fuera por su equilibrio y porque aun estaba sobrio, se habría golpeado la cabeza contra una de las rocas ornamentales. Por un breve instante imaginó su cráneo estallando como el baso. Imaginó la sangre salpicando los tomates y la albahaca. Parte de su materia gris volando por los aires y perdiéndose en el cañaveral. La desesperación lo invadió e hiperventiló horrorizado. Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por el dolor físico: uno de los pedazos de vidrio se había incrustado en su mano. Observó la carne roja abierta y gritó del dolor mientras corrió a la pileta para enjuagarse. Y ahí el horror continuó: en el fondo de la piscina, debajo de litros de agua clara había cientos de sapos. Enormes. Quietos. Observándolo. Quizás esperando por su sangre. Quizás sólo esperando por él. 

No supo qué hacer y solo rio con otra carcajada para cortar esa sensación extraña. Respiró hondo y una vez que el terror pasó observó el fondo de la pileta una vez más. Estaba vacía. No sin desconfianza se enjuagó la mano mientras despejaba su mente aturdida. ¿Qué había sido todo eso? Alcohol. Sí, seguramente la cerveza le había caído mal. Continuó lavando su mano que sangraba mucho, quizás demasiado. El agua se tornó de un extraño color tinto y eso mareó a Gregorio que temiendo caerse de cabeza al agua, fue tambaleante hasta la reposera y se sentó. Allí recuperó su espíritu mientras que buscó el origen de su casi muerte. Entonces vio algo tirado en el césped. Parecía un pedazo de madera cilíndrico, algo amarillento y lleno de barro. 

Con esfuerzo fue hasta donde estaba el palo y lo recogió para observar mejor de qué se trataba. Parecía desenterrado recientemente. Su forma era extraña, algo redondeada en uno de sus extremos. Gregorio lo giró de un lado a otro observando sus detalles. Miró y analizó hasta que se dio cuenta de que se trataba de un enorme hueso. Un fémur, quizás. El descubrimiento le puso los pelos de punta porque ¿sería humano? No estaba seguro, pero la posibilidad le aceleró el corazón. ¿De dónde había salido? ¿Quién sería su dueño? Eran muchas preguntas. Y la peor: ¿quién lo había dejado en su terreno? Se convenció de que un perro lo habría desenterrado aunque su mente no dejó de notar que no había ni perro ni pozo de donde el hueso había surgido. 

Paralizado como estaba no supo que hacer. Entonces el dolor en la mano lo volvió a la realidad. Pidiendo perdón a Dios o quien correspondiese arrojó el hueso y todas sus incógnitas bien lejos, al medio del cañaveral y se fue a dormir. 

Esa noche, en sus sueños, aparecieron fantasmas merodeando la casa, el plantío. Sintió temor por lo que su mente era capaz de provocar. Tuvo miedo del viejo que se le apareció riendo a carcajadas, sin dientes y con los ojos blancos. Lo señalaba mientras reía con su huesudo dedo. Gregorio dio miles de vueltas en la cama. “¿Y si estoy loco?”, gritó  y despertó agobiado, temiendo por su vida.

Sin embargo, con el correr del día y el incremento de las ventas se convenció de que la cerveza le había caído mal. “Soy un hombre pragmático”, se dijo y por el momento eso lo dejó tranquilo. Gregorio se fue convenciendo de que lo que había ocurrido (si es que había ocurrido) no podía ser posible; ni en la vida, ni en un sueño. 

Solo por precaución, por unos días se alejó del parque, al menos en las noches. El recuerdo de su casi muerte, pero sobre todo, de los cientos de sapos observándolo en el fondo de la pileta, lo mortificaba. Aunque era algo en lo que no quería pensar. Solo pensaba en la cosecha, en la productividad, en las ganancias. 

Y así, las semanas se acumularon como el dinero. Las ventas iban de para bienes y en el interior de Gregorio esa pequeña, minúscula voz que le advertía por la forma en que las cosas se daban, se fue acallando. La facilidad con que la tierra ofrecía sus frutos a cambio de un cuidado mínimo y casi sin lluvias, era asombroso, y Gregorio se convenció de que eran sus manos, su cuidado. Ya no lo amedrentaba soñar cada noche lo mismo: fantasmas que cuidaban las plantas; energías malignas que se alimentaban del abono; un submundo a costa de la avaricia indiscriminada y el viejo ciego riendo y blasfemando. El consciente acalló todo eso y sin darse cuenta, las palabras de aquel viejo se le hicieron lejanas. Lentamente fue perdiendo el miedo; a las pesadillas y a las posibilidades sobrenaturales de su parque. 

Atrás quedaron las amenazas del viejo loco y la visión de los sapos mortales, y sin pensarlo, llegó el día en el que pudo comprar la propiedad. “En cuanto firmes los papeles, la casa será tuya”, dijo nuevamente la administrativa de la inmobiliaria y otro guiño. Sin embargo a Gregorio no se le escapó un temblor en los labios de la mujer. Una sonrisa forzada, tal vez. Una mano dudosa al rubricar la firma de la inmobiliaria. Pero a pesar de eso, el trato se cerró y Gregorio quedó más que satisfecho. 

Aquella noche se animó a salir al parque. “No puedo vivir pensando pavadas. No existen los fantasmas. No en mi casa”, dijo y puso un pie en el césped cortado al ras. La luna nuevamente estaba redonda y blanca. La claridad era extrema y una brisa agradable lo envolvió llevándolo en un baile exótico al límite del cañaveral. Tomó varias cervezas frescas, las saboreó y se alegró cuando vio que nada sucedía. “Fue un sueño. Uno malo”, se dijo mientras daba otro sorbo al vaso. 

Pero fue entonces que la brisa se detuvo de repente. Las nubes taparon la luna y la oscuridad sobrevino. El silencio que se instaló en el parque de Gregorio fue mortal, pesado. Ni él se atrevió a decir nada en esos segundos. Solo enmudecieron, él y su pequeña voz interior. 

Lentamente giró sobre sus talones; quizás para huir. Quizás porque había sentido algo en su nuca. Solo giró y observó la inmensa negrura a la que se enfrentaba. Una oscuridad profunda, impenetrable. Sintió que la temperatura bajaba a gran velocidad y de su boca salió un vapor cálido y agónico. Sus manos se pusieron azules y su piel palideció de repente. Lejos estaba la pequeña luz de la casita. Demasiado lejos. Inalcanzable. Las nubes, con extrema cautela se corrieron y la luz de la luna apareció iluminando aquella tétrica realidad. Gregorio sintió sus piernas acalambradas, tiesas. Y el terror remplazó todas sus sensaciones. Ese terror que paraliza y que te impide correr. No hubo adrenalina ni gritos. 

Solo se escuchó el vaso que cayó en el pasto estrellándose contra una de las rocas ornamentales y miles de sapos enormes que avanzaron sobre Gregorio y lo devoraron sin piedad. 

Autor: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2016