Una noche como cualquier otra en la
vida de cualquiera, Genoveva recibió algo bastante perturbador. Al menos, así le
pareció a ella que transcurría sus días sin demasiadas preocupaciones. Esa
noche, estaba en la cocina de su casa pensando porqué se le hacía tan difícil
dormir. Ese pensamiento la trastornaba, y bastante. Tal vez sería alguna
preocupación, pero la realidad era que de repente había dejado de dormir.
Dormitaba o hacía como, para no pensar si tendría algo malo. Genoveva había sido
una persona relativamente sana así que el dejar repentinamente de dormir era
algo preocupante.
En fin, esa noche se había encontrado
con los ojos abiertos como cada noche de los últimos meses, cuando sintió que
alguien estaba merodeando en la puerta. Primero se asustó aunque, su corazón no
se aceleró, sino que su pecho estaba calmo, en silencio. Tal vez serían las
píldoras que tomaba para mantener su arritmia a raya, aunque no recordaba con
exactitud la última vez que había tomado alguna píldora. A pesar de ello y del
susto, se asomó para ver primero a través de la ventana. Pero sólo vio, además
de la luna llena y el cielo despejado, el parque delantero. Al hacerlo notó que,
extrañamente, su jardín estaba descuidado. El pasto largo y las flores marchitas.
“¡Qué extraño!”, pensó. Le parecía que lo había arreglado solo unos cuantos
días atrás. Pero mirando la realidad, lo mismo le ocurría a su cocina que
estaba llena de telarañas colgando y polvo en el suelo y los muebles. Sin
embargo, ella limpiaba cuidadosamente todo, día a día. ¿Podría ser que las
semanas y los días se pasaran muy rápido y ella se olvidase de los quehaceres
de su hogar? En este caso, y dado su distracción e insomnio eso parecía ser. Tal
vez ese cansancio que había sentido antes y que últimamente había disminuido,
hasta hacerse nulo, le provocaba no prestar atención a otras cosas.
Miró de nuevo su jardín maltrecho y
nadie había allí. “Tal vez, se escondieron”, pensó preocupada por su seguridad
personal. Estar sola le preocupaba, aunque no le disgustaba. Y le preocupaba
porque si alguien entraba a su casa, ¿quién la protegería?
Entonces, se dirigió lentamente y en
silencio hasta la puerta. No quería alertar a su posible visitante por lo que
intentó acercarse sin hacer ruido. Se asomó al pasillo. Estaba oscuro y también
con telarañas por doquier. Al final se veía la puerta que tantas veces había
abierto y por el que tanta gente habías pasado. Ahora, extrañamente, ya nadie
pasaba por allí. Ni siquiera sus amigas. No tenía muchas pero alguna que otra
vivía cerca. ¿Por qué habrían dejado de visitarla? Pero en ese momento le
ocurrió algo que no podía explicar y que la sacó por completo de sus
pensamientos. En un abrir y cerrar de ojos y sin siquiera hacer un esfuerzo,
estaba frente a la mirilla del picaporte. “¿Cómo puede ser?”, se dijo. Pero así
fue. En lo que dura un pestañeo, milisegundos hasta incluso menos, ella había
avanzado como mínimo diez metros. Y no sólo sin darse cuenta, sino que sin
llevarse nada por delante.
Eso era extraño. Nunca antes en toda
su existencia había padecido algo así. Pero Genoveva creía que se debía a la
falta de sueño. ¿Qué otra cosa podría
ser? Tal vez era como esos zombis de las películas y no se daba cuenta de
ciertas cosas. No pudo que reírse de semejante ocurrencia. Eso la tranquilizó
un momento. Al asomarse observó que alguien dejaba algo en el suelo, cerca del
tapete que decía bienvenidos, y salía corriendo rápidamente. Pensó que se
trataba de alguna de esas bromas que hacían los chicos a mujeres que vivían
solas. Eso era sobre todo con las mujeres viudas. Y esa cuestión era motivo de
burlas “¡Ahí vive la bruja!”, decían. Ella no les hacía caso porque a fin de
cuentas, algún día serían grandes y se darían cuenta del yugo del matrimonio. Genoveva
hizo una mueca, una media sonrisa. Algo se le venía a su cabeza y le causaba
gracia. Ella sabía que tarde o temprano esos pequeños serían unos adultos
infelices y mecanizados y el sólo imaginarlo era para ella suficiente venganza.
Los veía renegando por la responsabilidad de mantener una familia, por la falta
o el exceso de dinero. Los veía y no podía menos que disfrutar el supuesto
anhelo que esos seres tendrían una vez metidos en ese contrato: ellos mismos
desearían la tan codiciada soltería y la soledad que ella tenía ahora. A veces
deseaba muchos años para poder ver eso.
Abrió la puerta luego de observar que
ya nadie había afuera y se encontró con un sobre. Lo tomó y notó que no tenía
remitente. Ningún dato acerca de su dueño. ¿Quién dejaría un sobre en su
puerta? Pero lo peor no era eso. Genoveva abrió el sobre y dentro de él se
encontró con algo terrible: una foto donde podía verse a sí misma muerta, descansando
en un ataúd.
Un grito se le quiso salir de la
garganta. Pero lo único que sucedió es que la bombilla de luz de la entrada
explotó asustando a la propia Genoveva. Entonces, se metió rápidamente adentro.
Ya en el interior de la casa, volvió a mirar la foto mientras temblaba como una
hoja ¿Cómo habían hecho eso? La observó detenidamente y un estremecimiento la
recorrió. Era ella misma, con su cabello oscuro y enrulado. Con su pequeña
cicatriz en la mejilla derecha y ese lunar que tanto amaba, justo sobre su
labio superior. Pero blanca y tétrica como la muerte misma. Avanzó por el hall
de entrada para ir a la cocina y recordó que había dejado la puerta de la calle
abierta. Sin embargo en cuanto la miró, un estruendo hizo temblar la casa. La
puerta se cerró sola.
Genoveva se sintió desvanecer. Le
preocupaba que la estuvieran timando. Era asombroso el parecido con la persona
de la foto y sobre todo era perturbador imaginarse así, muerta. La miró más de
cerca. Ahora no necesitaba los lentes que antes usaba. Al parecer el insomnio
le había quitado la necesidad de gafas que utilizaba para leer, a pesar de no
contar aún con medio siglo de vida. Pero a pesar de no necesitar lentes, si
necesitaba luz. Miró el interruptor y sin siquiera tocarlo se encendió
automáticamente. ¿Qué pasaba con todo? No era solo la foto. Su casa se estaba
comportando de forma extraña. La vida estaba como en una nube. Y ¿si esa foto
era verdadera? Genoveva quiso llorar pero solo un aullido lejano se escuchó. Entonces,
todo comenzó a girar como en un torbellino. Vio pasar recuerdos de su vida que
creyó olvidados. A su madre, a su padre. Se vio a si misma de joven. Era
hermosa y delgada. Y sobre todo, no tenía arrugas en su rostro.
“¿Qué es ese olor?”, pensó. Pero los
recuerdos la invadían una y otra vez atravesándola como espadas afiladas e
implacables. Se vio frente a un espejo vestida de blanco. Era el día de su
boda. Estaba hermosa y aterrorizada. Recordó a su marido. ¡Qué bello que era
él! Se habían casado por contrato familiar. Pero siempre admiró su belleza. Era
un hombre alto, de cabellos oscuros y ojos claros como el agua. Recuerdó su
primera vez, recordó todas sus veces y sintió un calor en todo su cuerpo.
“¡Algo se está descomponiendo!”, se
dijo pero el recuerdo de sus encuentros con el hombre que se había convertido
en el dueño de su vida, la sacó de ese pensamiento. Recordó que nunca pudo
tener hijos y eso le trajo pena a su corazón. “No quiero recordar eso”, dijo
bajito. Como si con eso pudiera detener algo de todo lo que estaba sucediendo.
Recordó la pena y la oscuridad en la que se había sumido cuando los años
pasaron porque su cuerpo marchitado ya no le iba a dar frutos en su vientre.
Miró nuevamente la fotografía. El causal
de tanto recuerdo de antaño. El motivo de que su mente hurgase en los despojos
de su pasado. ¿Qué era eso? Toda esta parafernalia de eventos vividos
recientemente y con poco sentido, la trastornaba. Entonces un rayo cayó en se
mente e iluminó la oscuridad en la que estaba viviendo. Sintió como si un
vendaval hubiese barrido con la nube que la rodeaba y en ese momento vio todo
con claridad.
Un recuerdo cayó de la nada y se
instaló en cerebro: el cumpleaños de su esposo. Ese día Genoveva había vuelto
del trabajo más temprano que lo usual porque quería sorprenderlo. Ni bien entró
a la casa, escuchó ruidos de lucha. Inmediatamente pensó que alguien había
entrado y temió por la vida de su esposo. Corrió desde la puerta hasta el
living desde donde provenían los gemidos y para su horror vio algo que jamás
hubiese deseado ver. Su marido se retorcía, desnudo sobre el cuerpo joven y
bien formado de una mujer. Genoveva se quedó petrificada allí, en silencio
observando mientras su corazón latía desbocado de ira. Estuvo en ese lugar,
amparada por la penumbra, minuto tras minuto presenciando ese acto de desprecio
hacia su persona. Vio como ambos explotaban de pasión, friccionando sus
cuerpos, piel con piel. Entonces, sin hacer ruido, sigilosamente, buscó la
escopeta de su amado esposo y disparó sin piedad.
¡Bum! Primero cayó él. ¡Bum! Alcanzó
con un balazo a la mujer que corría desnuda gritando, como si eso le fuese a
ayudar. Ambos murieron en el acto y ella los enterró en el fondo de su casa.
Eso le llevó tiempo pero no desesperó. Hizo todo el esfuerzo del mundo: cavó
dos profundas tumbas utilizando la pala de su amado cónyuge, depositó los
cuerpos cuidadosamente envueltos en plástico y luego rellenó con tierra los
huecos que quedaban. Ya en el comedor de la casa y respirando libertad, limpió
cada uno de los rincones ensangrentados de su casa. En cierto momento se le
revolvió el estómago al ver trozos de la mujer incrustados en la pared, pero
aun así continuó. Sin embargo, antes de terminar, un dolor en el pecho se hizo
presente y luego de ello, oscuridad.
Entonces, Genoveva miró nuevamente la
foto y ya no lo hizo con horror. A diferencia de ello, se rió. “Soy libre”,
pensó sintiendo que su poder aumentaba y la transformaba en algo terrible y
peligroso. Y una carcajada violenta que sonó casi como un trueno desgarrando el
cielo, en el pueblo se escuchó.