Hace
tiempo, cuando mi piel era suave y rosada, y mi corazón latía joven y esplendoroso,
yo era feliz. Él me había propuesto matrimonio y yo me convertiría en la esposa
del hombre más dulce y gentil del mundo. Del hombre que desde el primer minuto,
había conquistado mi corazón y mi cuerpo.
Tomás
y yo nos habíamos conocido apenas unos meses atrás, en circunstancias un tanto
especiales. Una mañana de septiembre, en la que iba al trabajo en mi bicicleta,
un inesperado y tremendo golpe me hizo volar. Mientras el impacto me disparaba
como una flecha a su blanco, creí que simplemente moriría, que ese sería el fin
de mis días tal y como los había conocido hasta entonces. En un abrir y cerrar
de ojos mi vida se sucedió ante mí, como en una película acelerada donde los
eventos eran muchos e intensos. Sin embargo, al caer rápidamente en el asfalto
solo yací tirada en el suelo y la bicicleta, que había sido mi compañera de
ruta, se encontraba arruinada debajo de un vehículo. Afortunadamente el impacto
no fue tan tremendo como imaginé en esos breves segundos, aunque los hematomas
resultantes me recordarían durante un tiempo largo lo cerca que había estado de
morir.
El
dueño del auto, al parecer, había intentado esquivar a un perro que se había
cruzado en el camino y por desgracia se encontró conmigo. Luego del choque y al
comprobar que todas las partes de mi cuerpo estuviesen en su lugar, me senté en
la calle algo aturdida mientras una turba de gente comenzó a rodearme para
constatar que estaba bien. Él, creyendo que me había matado, se bajó corriendo
del vehículo, pálido y preparado para lo peor. En su lugar me encontró con algunas
magulladuras pero, fundamentalmente, entera. Entonces, aliviado y agradecido
por la suerte de ambos, luego de pedirme mil veces perdón por el incidente, me
invitó a tomar algo y ya no nos separamos más.
Luego
de semejante encuentro, y tras unos cuantos meses de notar que nuestro amor era
intenso y genuino, nos mudamos juntos a su departamento. Era un lugar bello y
luminoso. En cuanto dejé mis cosas allí, pensé que ese lugar solo podría
traerme felicidad. Aunque luego aprendería que lo más bello puede transformarse
en lo más horroroso.
Después
de instalarme, y por insistencia de Tomás, conocí a mi futura suegra. Marta,
que vivía en el departamento de arriba. Ella era una delgada mujer de no más de
50 años. Alta y elegante, su porte demostraba que, a pesar de haber sido una
madre casi adolescente, podría haber pasado tranquilamente por alguna de las damas
de la alta sociedad, incluso una modelo de alta costura. Creo que esa cuestión me
intimidó bastante. Pero no solo el porte o su belleza me impactaron. Algo en
ese primer encuentro, en ese día en el que ambas nos cruzamos por primera vez, me
demostró que no sólo el cielo puede tornarse negro y cerrado.
La
velada transcurrió tranquilamente. Era una noche oscura y afuera ya caía una
fuerte nevada. Las nubes que surcaban caprichosamente el cielo, anunciaban que
la tormenta estaría con nosotros durante varios días y más noches y eso se
convirtió en un mal presagio para mí, que era bastante supersticiosa con
algunas cuestiones de mi vida. Durante la cena, los ojos de la madre de Tomás
no se despegaron de mi persona, tanto que me sentí bastante incómoda con la
situación. Sentí que hacía una radiografía de cada aspecto de mi ser: de mi
forma de hablar, de mis sonrisas, de mis actitudes para con Tomás. Y como
resultado de esta mirada inquisidora y silenciosa, más tarde, un peso en alma y
un dolor de cabeza tremendo se apoderaron de mí. La descomunal jaqueca que se
instaló en la cena, persistió durante toda la noche y sólo mermó levemente
luego de varios y poderosos analgésicos.
Después
de semejante encuentro y a pesar de la jaqueca, me quedé bastante preocupada. Yo
deseaba caerle bien a la única familia de mi futuro esposo, pero al parecer no
lo había logrado. No esa vez. Sin embargo, Tomás estaba tan feliz que al
parecer no se había dado cuenta de nada de lo que allí había sucedido. Por ello
no dije ni una palabra y así evité arruinar el momento. Además, ya habría
tiempo de ganármela y si eso no sucedía, bueno, había una realidad fundamental:
cada una vivía en su departamento y eso era algo que me mantendría a salvo. Al
menos, si jamás lograba mi objetivo.
A la
mañana siguiente, y luego de una noche de sueños extraños y casi bizarros, apenas
si pude levantarme. Sentí una especie de pesada resaca como nunca antes había
sentido. “Qué raro”, pensé, “si solo tomé agua…” Tomás se había ido a trabajar
temprano por lo que tuve que arreglármelas sola, aunque me costaba bastante
hacerlo. Al salir de la cama noté todo borroso por lo que, arrastrándome contra
las paredes, avancé despacio, y como pude llegué hasta la cocina para hacerme
un té. Pero al llegar vi con terror una especie de sombra negra cerca de la
mesada. Quise gritar al sentir mi casa invadida por un desconocido, pero repentinamente,
oscuridad.
Al
despertar seguía desenfocada. Todo permanecía difuso y sólo distinguía bultos. Pero
a pesar de mi reciente ceguera, me di cuenta de que estaba recostada en la
cama. Aún era de día pero claramente ya no era la mañana. Otra vez el bulto
caminante. Esa figura humana y borrosa pasó rápidamente por delante de mis
ojos, al pie de la cama, como si yo no estuviese allí o como si no le importase
que yaciera sin ver nada. “Sabe que no veo nada…sino se ocultaría…”, pensé
dándome cuenta de lo que eso significaba. Ante semejante intromisión e
imposibilidad de mi parte para distinguir la realidad, mi corazón se aceleró
bruscamente. Una luz de esperanza me invadió “Tomás… ¿sos vos?”, pregunté con
voz trémula y cargada de angustia. Pero el bulto humano y oscuro no contestó.
“¿Quién anda ahí?”, grité entonces con desesperación ante el silencio de la
persona-bulto. Parpadeé varias veces y me restregué los ojos, pero no se aclaró
nada. Todo seguía en esa penumbra borrosa. Silencio. La sombra oscura se detuvo
y giró. Al parecer se dirigía hacia mí que, con pánico, quise salir corriendo
de la cama. Pero con tal desgracia que, al no ver lo suficiente, caí con todo
el peso de mi persona tras enredarme los pies con algo que supuse serían las
sábanas. Pero esta vez quedé consciente aunque con cierta inmovilidad pesada. El
bulto desconocido, que ya se encontraba a mi lado, me levantó como si yo fuese
una pluma. Ágilmente y con cuidado me depositó, en silencio, otra vez en la
cama. ¿Quién era? Aun estando tan cerca no podía saberlo, no podía distinguir
su rostro. Sin embargo, algo me llamó la atención: un perfume que se me hizo
conocido aunque no lo pude identificar. Cerré los ojos agotada y muy a pesar mío,
oscuridad otra vez.
A la
mañana siguiente ya estaba repuesta. Me convencí de que todo había sido un mal
sueño y desayuné plácidamente con Tomás. Él me observaba distante y con cierta
preocupación y yo, al notarlo, no pude más que preguntarle que sucedía.
“Estas
bien, Flavia?”, dijo. A lo que, extrañada le respondí que luego del malestar
del día anterior, me sentía estupenda aunque con algunas lagunas en la memoria.
“¿Por qué me preguntas eso, Tomas?”, le contesté finalmente.
“Ayer…estuviste
muy rara…me dijiste cosas sin sentido….tal vez tendrías fiebre”. Yo no entendía
nada. No tenía recuerdos claros del día anterior. Lo único que se me venía a la
memoria, y sólo si me esforzaba demasiado, era la imagen borrosa de esa persona
anónima. ¿Y si no había sido un sueño? ¿Y si realmente alguien había estado en la
casa? Tal vez esa persona me habría drogado o incluso algo peor. Me quedé
petrificada y no solo por lo que escuché de labios de Tomás. Sentí un frío
repentino que invadió cada rincón de mi cuerpo. Bruscamente comencé a temblar
como una hoja, como si la temperatura hubiese bajado veinte grados de golpe.
Tomás, al verme de esa manera, se levantó de inmediato y mientras me abrazaba, me
preguntó con preocupación en la voz: “¿Que te sucede amor?”. Y allí algo nuevo
apareció: un dolor intenso en el estómago. Sentí que miles de cuchillos
atravesaban mi ser desgarrando mis entrañas. Quise gritar aunque no pude. Mi
visión se hizo borrosa, de nuevo. En ese momento ya no era yo. Tenía la
sensación de que algo me empujaba al fondo de mi misma, como si ese algo
ocupase mi lugar vital, como si estuviese en el cuerpo. Mi cuerpo. En ese
sentir extraño y asfixiante, alguien me sacudió y el mundo se aceleró tomando
envión todo a mi alrededor. Entonces, vi a Tomás frente a mí. El rostro de mi
futuro esposo tenía el espanto pintado. Yo estaba muda, aunque quería decir
miles de cosas. Pero en lugar de contenerme, él se alejó de mí y yo, sin
entender que pasaba, me acerqué. Entonces, desesperado y casi desencajado me
confrontó.
“Flavia…algo malo pasa con vos…hace cinco
minutos me dijiste que yo soy un infeliz, un cobarde que no te ama, que nunca
me perdonaste el accidente y ¡que te acostaste con alguien más! ¿Me podés
explicar esto o te tengo que creer loca?”
“¡No!
Jamás te diría… ¡No puede ser!”, lloré luego de escuchar semejante barbaridad.
Y por más que intenté no pude convencerlo de que no era yo la que hablaba,
porque cosas hirientes habían salido de mi boca y yo no le podía explicar ni
cómo ni porque. Y simplemente porque no tenía conciencia de haber dicho todo
eso.
Estaba
aturdida. Mi estómago se revolvió y tuve que salir corriendo al baño a vomitar.
Mientras las arcadas me sacudían mi mente libraba una batalla que perdería de
seguro: todo eso no podía ser verdad. ¿Cómo iba a decirle eso al amor de mi
vida? Yo era inmensamente feliz desde que estábamos juntos. Y sin embargo, nada
encajaba. Todo parecía surrealista y como sacado de una historia de terror. Y
para colmo de males, mientras yo estaba en el baño, escuché la puerta
cerrándose: Tomas se había marchado a trabajar. La desgracia tocaba a mi puerta:
me encontraba sola, con una angustia creciente que se instalaba en cada fibra
de mi corazón hasta lograr ensombrecer mi vida.
Salí
del baño. Debía saber bien de que se trataba todo y al parecer la única que
podía resolverlo era yo misma. Intenté reponerme y recordar. Nada, todo estaba
en blanco. Era extraño. Entonces recordé la imagen humana. Fui corriendo a la
habitación y me coloqué en la cama como había estado el día anterior. Allí volvió
el recuerdo de la figura humana y borrosa. Me encontraba en la ubicación exacta
y mis ojos, que siguieron el camino de mi recuerdo fantasmal, enfocaron el sitio
donde se hallaba la cómoda con toda mi ropa. Allí donde el bulto oscuro había
estado parado. Salté de la cama como un resorte y me dirigí a ese mueble. Abrí
los cajones uno por uno. Revisé cada pertenencia, cada prenda de vestir, y
llegué a la conclusión de que nada faltaba. Miré las cosas que se encontraban
junto al espejo. Un enorme y bello espejo, regalo de Tomás luego de mi mudanza.
El maquillaje estaba allí como lo había dejado. También se encontraba allí un
cepillo, mi planchita del pelo, un perfume…y ahí lo noté. Faltaban varias
cosas: un pañuelo de cuello, recuerdo de mi madre, un quitaesmalte, unas
pulseras y un peine. Pero una pregunta me rondaba la cabeza ¿para qué llevarse
eso? Entonces me di cuenta de lo obvio…lo habría dejado en algún otro lugar. Sentí
lo del pañuelo de mi madre pero imaginé que lo habría olvidado en el trabajo.
Revisé
el baño y todo estaba como lo había dejado. Lo mismo ocurrió con la cocina. ¿Y
si estaba volviéndome loca? A estas alturas parecía la respuesta más
convincente. El estrés vivido desde el accidente, la mudanza y la visita de mi
futura suegra eran un combo más que pesado y difícil de asimilar. En unos
cuantos meses mi vida había cambiado drásticamente y yo me había sumergido en
una vorágine de nuevas sensaciones y vivencias. Lentamente volví a mi calma
natural y me convencí de que lo sucedido era eso: estrés.
Decidí
darme una ducha. Quería lavar todo ese malestar, el mal trago vivido no solo
con Marta en la cena, sino ese sueño extraño, esa intromisión fantasmal del día
anterior. El agua tibia en mi piel comenzó a correr y lo sentí renovador. Pero
allí mismo, en ese instante y sin que nada relevante ocurriese, se instaló el
mareo y la jaqueca. Y otra vez la vista que me traicionaba y me hacía ver todo
como en una espesa bruma. Oscuridad.
Cuando
desperté estaba sentada en la cocina, helada. Miré mis manos pálidas y casi
azuladas por el frío. Las froté para calentarlas y noté perturbador: estaba
completamente desnuda. Horrorizada me
levante y fui con rapidez a la habitación a vestirme. Me acerqué a la cómoda donde
estaba mi ropa y observé con espanto que allí mismo estaba el quitaesmalte y
las pulseras. Se encontraban en su lugar como si nunca hubiesen faltado. Estaban
ahí desafiando mi cordura. Burlándose descaradamente de mi trastorno mental
¿Qué era todo este juego macabro? Mis piernas flaquearon y me desplomé en el
suelo agotada. Quise llorar pero no pude. Las lágrimas se negaban a salir como
si con eso evitasen mi desmoronamiento inevitable. Acto seguido escuché un
portazo que me arrancó del delirio. Me levante y me vestí con lo que encontré y
salí corriendo a la cocina. Para mi sorpresa todo estaba en penumbras.
Miré
hacia la ventana y la oscuridad no solo invadía el departamento. Era de noche y
el último recuerdo lúcido que tenía era del desayuno. Recordé lo encontrado en
la cómoda. Recordé la ducha. Alguien había entrado allí, lo sabía. ¿Qué más
podría ser? Un ruido. La puerta se abrió y mi corazón, desbocado, pensó lo
peor. Cerré los ojos intentando huir de allí. Como si cerrase las persianas al
mal reinante. Como si con esa simple acción, construyese una coraza que me
salvaría de todo lo externo y dañino que reinaba a mi alrededor. Una brisa
golpeó mi rostro. Alguien se acercó lentamente casi pidiendo permiso. No quería
mirar. Mi corazón estaba acelerado y mi cabeza pulsaba alocadamente. Retrocedí despacio,
no quería estar allí. Ya no. Pero una mano conocida me tocó y supe que era él.
Me arroje a sus brazos y lloré sin consuelo.
Nuevamente
la noche fue agitada. Me soñé presa de rituales antiguos con fuego y gritos y
ritmos ancestrales. Y un perfume conocido. Me desperté en el medio de la noche empapada
en sudor y con un recuerdo. Ese perfume. Supe de quien era. Supe que alguien me
estaba tratando de volver loca. Me levante sigilosamente. Tomás descansaba o
eso parecía. Me fui de la habitación. Tenía que resolver esta pesadilla que
ponía en riesgo mi vida con él. Junto a una decisión, tomé las llaves del
departamento. Era un manojo de llaves auxiliares que guardábamos en caso de emergencias.
Esas que además, tenían otras llaves. Salí del departamento y subí un piso por
la escalera. Cada escalón me afirmaba, me hacía encajar las acciones. Lo
perdido y lo devuelto. Lo que nunca volvió. Una joven supersticiosa, una mujer
envidiosa. Celos…rencor.
Abrí
la puerta del departamento de Marta. Una brisa extraña salió de allí. En medio
de la oscuridad, a lo lejos, en otra habitación podía ver un resplandor. Me
dirigí hacia la luz lentamente, sin hacer ruido. Miles de fotos en las paredes
me mostraban a mi Tomás. De niño, de adolescente. Y una única y terrible foto
que me golpeó con la fuerza de miles de puños en el rostro: Tomás con una joven
mujer vestida de blanco. Un dolor en el pecho se me instaló de repente y una
triste certeza: él había estado casado. Una lágrima rodó por mi mejilla. Una
lágrima de dolor, de tristeza, de desengaño. ¿Qué habría pasado con ella? Tal
vez Marta la había echado…Me despabilé y continué con mi objetivo. Seguí
despacio buscando y avanzando hacia la luz. Pero algo me detuvo. En la mesita
del teléfono vi un frasquito: unas gotas para los ojos. “Usar con cuidado ya
que provoca ceguera temporal”, leí en la etiqueta. Y ella las tenía allí. Así lo
había hecho…
Otra
vez ese perfume conocido invadió el aire. Me asomé a la habitación y allí
estaba ella. Marta que, en un trance alucinógeno, ni se percató de mi
presencia. Decenas de velas encendidas la rodeaban y ella en el centro con los
ojos blancos, quieta, sentada. Emanaba una extraña vibración que se transmitía
hasta donde yo me encontraba. Era como si el mal estuviese concentrado en esa
pequeña habitación y se instalase en mi alma oscureciéndola. Miré el suelo y
junto a ella había tres muñecos, mi pañuelo y un peine de Tomás. Yo no entendía
nada. O no quería ver la realidad que se me presentaba. Miré mejor los muñecos
y con horror vi uno que se parecía bastante a mí y estaba tirado con los ojos
vendados. En manos de ella, otro de los muñecos que parecía ser Tomás pero que,
para mi sorpresa, no estaba solo. Adosado por detrás había otro. No podía ver
bien desde donde estaba por lo que lentamente entré al círculo de velas para
intentar sacarle esos elementos a la lunática de mi suegra. Pero en cuanto me
agaché para agarrarlos una sombra apareció de la nada. Mi corazón se desbocó al
creer que alguien más, desconocido, estaba allí. Me di vuelta y para mi
sorpresa vi a Tomás. Sentí cierto alivio hasta que noté que sus ojos estaban en
blanco y su mano tenía un brillo metálico que por desgracia venía violentamente
hacia mí. Rojo. Oscuridad…
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