viernes, 21 de marzo de 2014

Esos malditos gladiolos rojos



 
Por décima vez en esa mañana, ella acomodó las sábanas estirándolas con energía femenina, sin dejar siquiera una arruga visible. Cada día era igual, tanto hoy como ayer y el día anterior, esa tarea no la despegaba de su habitación a pesar de que para el ojo de cualquiera, se encontraba prolijamente estirada. Aunque no para el suyo. Pasó de nuevo su mano por toda la superficie en busca de imperfecciones que ameritasen estirar aún más. Por fortuna, ya no era necesario. Entonces, hizo lo mismo con el acolchado de invierno. Finalmente, colocó los tres almohadones de forma estratégica, simulando haber sido arrojados al azar, miró su cama una última vez, estiró un poquito más la única arruga perceptible por su ojo y se fue al baño. Caminó con sus pies descalzos por el piso de mármol y el frío recorrió su cuerpo como un rayo de electricidad de alto voltaje. Esa sensación, aunque desagradable y violenta, la ayudaba a despertarse y no solo del sueño nocturno. 
Aún descalza, se lavó sus dientes. Cincuenta y seis cepilladas luego, se enjuagó la boca, se peinó y fue a la cocina. Tomó sus píldoras matinales con un enorme vaso de agua cristalina extraída de su dispenser, mientras que, como cada mañana, observaba atentamente por la ventana. Allí mismo, su medianera (baja por cierto) daba a la de sus vecinos, una pareja de ancianos.
Y allí estaban, desafiantes como cada mañana en los últimos seis meses: “¡Que hermosos gladiolos rojos!”, pensó con cierta envidia. “¿Cómo harán para que estén tan hermosos?”, y se prometió preguntarle esa tarde al dueño del vivero de la esquina si había algún producto nuevo para que sus flores estuviesen más radiantes.

Se preparó unos mates y luego de acompañarlos con una tostada y mermelada, fue a su jardín. Aunque, antes como un tic o mal hábito, miró la hora en su reloj de pared. Entonces, recordó que eso no era necesario. Ya no más. No desde que su doctor le dio esa licencia posterior al incidente. Y las píldoras, por supuesto. Bajó la mirada y salió de la cocina. En su jardín arregló sus pensamientos y las plantas. Removió la tierra de las hortensias que durante casi todo el año daban unas hermosas flores violáceas, las rosas amarillas que con tanto empeño cuidaba. Y sus gladiolos rojos, ya marchitos por la época invernal. En temporada eran hermosos, aunque no ahora, no como los de su vecina. Y miró otra vez por encima de la medianera y allí los divisaba. Una espiga de flores rojas desafiantes a toda naturaleza. A la mano del hombre. A sus manos dedicadas a la jardinería casi como una obligación. “A él le encantaban…si tan solo pudieras ver cómo siguen imperturbables, a pesar del tiempo…”, pensó con cierta tristeza. Pero los siguió admirando. Llevaban meses y meses imperturbables. Ese rojo era disparatado. Se veía tan vivaz que parecía un reproche a sus plantas. Un insulto a su esfuerzo. Apartó la mirada y continuó revolviendo la tierra con su asada primero y la palita después. Con energía, casi con cierta bronca.  

Una vez finalizada su tarea matinal y luego de lavarse las manos seis veces, salió a hacer sus mandados. Era una excusa ya que nada le faltaba. Pero de ida al almacén, el recorrido la obligaba a pasar por el vivero de don Ismael. Si, a él le preguntaría.
—Mariana… ¿cómo estás hoy?
—Bien, bien. —respondió ella con cierta ausencia.
—¿Vas a llevar algo querida?
—Bueno…ese helecho, tal vez…
—Ajá. ¿Algo más? ¿Tenés abono para tus plantitas?
—Eh…sí. ¿Hay algún producto nuevo de esos que hacen que las flores se vean exuberantes?
—¿Exuberantes? —Ismael se quedó pensando. Conocía a Mariana desde pequeña. Sabía todo lo que había padecido, el incidente como todos lo llamaban, y no quería contradecirla. Por lo que eligió muy bien sus palabras mientras miraba las bolsas de tierra abonada. Nada que ella no tuviese ya.
—Si…exuberantes, exultantes, rojo vivo, imperturbables por mucho, mucho tiempo…
—Mirá…hay un producto nuevo
—Lo sabía, se lo vendiste a los Golbert, ¿no?
—No, no.
—¿No?

Ambos se miraron en silencio, por un instante. Distintas cosas pasaban por sus mentes. En uno, el deseo de terminar con semejante conversación, incómoda, por cierto. Mientras que en la de ella, la pregunta, entre píldoras durmientes y extrañas sensaciones, era: “¿qué bendita cosa le pusieron a la tierra para que esos gladiolos estén así de rojos?”. El rostro de Mariana expresaba una muda interrogación que Ismael no supo o no quiso interpretar.
—Ese producto que te cuento, aun no llega al país. La semana entrante si querés darte una vuelta…
—Y ¿cómo se llama ese producto?
Ismael ya no sabía qué más inventar. Pero una vez en ese meollo, debía seguir. Ya le prepararía unas gotitas de algo con aroma extraño para que ella probase en sus plantas. No se daría cuenta y quedaría contenta. Pero ¿cómo se llamaría semejante producto?
—Ahora no tengo muy presente el nombre… —e Ismael notó la cara de desconfianza de Mariana —pero el proveedor viene mañana y si querés ya te lo encargo y de paso te doy el nombre ¿te parece?
Y Mariana se fue un poco más convencida. Entró a su casa y allí estaban esos gladiolos rojos. Los odió en ese instante. El día pasó y por la noche luego de una cena en solitario, Mariana se dispuso a leer recostada en su cama. Tras cincuenta y seis cepilladas a sus dientes, se enjuagó la boca y se recostó sin desarmar la otra mitad de su cama vacía y fría.

Ya eran pasadas las once de la noche cuando en su lectura somnolienta Mariana sintió un ruido proveniente de afuera. Más concretamente del lado de su vecino, el de los gladiolos rojos. Su respiración se aceleró apenas, pero la puso en alerta. Se enderezó en la cama y trató de agudizar su oído. Nada. Sólo se escuchaba el chirrido de los grillos allá afuera. Se convenció de que nada había pasado y cerró su libro. Apagó la luz y se dispuso a dormir.
Unas cuantas horas después un ruido sordo y brusco la despertó. Mariana se sentó en la cama aun dormida y agudizó otra vez su oído. ¿Qué era eso? Y allí estaba, otra vez. Sentía como paladas en la tierra. Como si alguien estuviese cavando. Se levantó con apuro. ¿Sería su vecina? Miró el reloj y eran las cuatro de la mañana. “¿Qué hace a esta hora?”, pensó y miró por la ventana a través de la medianera. Y lo único que vio fueron los gladiolos rojos que parecían más rojos que esa mañana. Se paró de puntas de pie para ver mejor. La luna estaba clara y redonda y afuera parecía como si miles de faros estuviesen encendidos e iluminando todo. Si su preocupación no hubiese sido el ruido de la pala cavando la tierra de sus vecinos, lo hubiese disfrutado. Pero no, no lo hizo. Miró mejor y nada.
Se convenció de que alucinaba por las pastillas y se fue a dormir.

A la mañana siguiente todo comenzó otra vez. Los pies descalzos, su cama aseada y sin arrugas, sus dientes blancos, sus píldoras y los gladiolos de su vecina. Y como si estos desafiaran la naturaleza y a ella misma, estaban más rojos, más radiantes y más erguidos que el día anterior. “¿Cómo es posible?”, pensó casi en voz alta y recordó los ruidos que la habían despertado en la madrugada. Y ¿si estaba colocando ese ingrediente secreto por la noche? Eso explicaría mucho y significaba una sola cosa: debía espiarla por la noche y averiguar de qué manera esos gladiolos no sólo no se marchitaban, sino que mejoraban día a día su aspecto. Fue a su jardín y comenzó con las plantas como cada mañana. Sin embargo, algo la sacó de su concentración y casi la desquició: el perrito de sus vecinos, un pequeño perro salchicha casi microscópico, no paraba de ladrar y aullar. En ciertos momentos parecía incluso llorar. Mariana dejó de hacer lo que hacía y se dirigió despacio hasta la medianera y observó cómo el perrito le ladraba y le lloraba al propio gladiolo. Intentaba escarbar pero sus pequeñas patitas no lograban mucho.

“Señor Golbert!”, llamó Mariana. Ella se llevaba mejor con el hombre que era más amable y educado. Su mujer, Ester, era desagradable y gritona y mandona. Día a día la escuchaba gritar a sus perros e incluso a su marido, el pobre señor Golbert. Pero nadie contestó y el perrito continuaba llorando y aullando y ladrando. Fue adentro de su casa tomó el teléfono y llamó a su vecino. Ella tenía todos los nombres de los vecinos desde el incidente. Era una forma de mantenerse alertados por esas cosas de la seguridad vecinal. “Si lo hubieran hecho antes, no hubiera sucedido lo de Juan…ni lo de Manuel”, pensó mientras se le instalaba un nudo en la garganta pensando en la desaparición de su esposo Juan y su hermano. Del otro lado de la línea, el teléfono del señor y la señora Golbert, sonaba sin parar y ella podía escucharlo desde su cocina. Evidentemente nadie había allí y el perro continuaba ladrando. Entonces, un entrecruzamiento de pensamientos y malas decisiones se instalaron en su cabeza: no esperaría a la noche para averiguar que usaba la señora Golbert para su gladiolo. Mataría dos pájaros de un tiro, calmaría al perro y descubriría su secreto.
Fue a su pequeño galpón, donde guardaba las herramientas de jardín y tomó una escalera. Trepó por ella y traspasó con cuidado la medianera. Sin embargo, del lado de sus vecinos el terreno era más bajo de lo que esperaba, por lo que cayó violentamente sobre una de sus piernas. Allí, un tremendo dolor trepó por su pierna izquierda aunque Mariana ahogó un grito proveniente de las entrañas. Miró su miembro lesionado y notó que estaba colgando para uno de los lados mientras que su pie parecía el de un zombi. Lloró en silencio, se recriminó la imprudencia, pero no desistió. Aun postrada como se encontraba, siguió adelante son su objetivo: conocer el secreto de la belleza de esos gladiolos. Se arrastró como pudo hasta donde estaba plantado el gladiolo que, desde donde ella estaba, parecía encontrarse a miles de kilómetros, aunque en realidad eran unos cuantos metros. El perrito, al verla, dejó al instante de llorar y aullar y fue a olerla mientras le movía la cola. Mariana, con tremendo dolor, continuó reptando como una serpiente por el suelo barroso del jardín de sus vecinos, mientras que el perro iba y venía del gladiolo a ella una y otra vez. Cuando llegaba a la planta, escarbaba un poquito, gruñía y volvía a Mariana que seguía avanzando muy lentamente. “¿Qué hacés cachorrito?”, le preguntó al perro que volvía a repetir una y otra vez la misma acción mientras ella, con extremo dolor, continuaba su camino. Unos veinte minutos después, Mariana llegó al gladiolo. Lo observó y, desde allí y con el dolor, parecía enorme, provocador y de un rojo deslumbrante. Lo odió otra vez y odió esa situación ridícula en la que se había metido. Si tan sólo Ismael le hubiera dicho qué usaba esa bendita mujer para los gladiolos, no estaría allí sufriendo, con toda seguridad.

Miró la tierra en la que ella misma estaba ahora sentada. Claramente se encontraba removida. “¡Eso es lo que me despertó anoche!”, se dijo. Tomó un puñado y la olió: sentía cierto aroma a leve putrefacción aunque no fue eso lo que le llamó la atención. Cierto aroma a jazmines y un dejo de alcohol se escondían en esa mezcla de olores desagradables. Eso era artificial y no pertenecía a ningún abono. Ella conocía todos. Miró sus manos ahora embarradas y sin posibilidades de limpiarse y su corazón se disparó. “¡Ahora no!”, se dijo. No era el momento para una de sus crisis. Intentó moverse para tener una mejor perspectiva del lugar y tomar tierra de otro sitio, pero un dolor lacerante le recorrió toda la pierna fracturada. Miró su pie y ya estaba de un tono azulado. Lloró nuevamente en silencio y mientras lo hacía apoyó su mano en la tierra para acomodarse mejor pero algo la pinchó. Sacó de inmediato la palma de la tierra y vio un brillo destellante. Escarbó con cuidado y encontró un gemelo de oro. Uno de esos como los que usan los hombres en las fiestas de gala. Era muy bello, aun estando sucio por la tierra, tanto que pensó que nadie en sus cabales lo arrojaría allí y menos lo enterraría. Una mala idea cruzó su mente y la descartó enseguida, pero la actitud del perro que nuevamente escarbó en el mismo sitio, la obligó a reconsiderarlo. Se arrastró un poco más y llegó hasta el lugar donde el perro escarbaba y comenzó a hacerlo ella misma con dos de sus dedos. Cada tanto el dolor de su pierna empeoraba y la obligaba a detenerse y a respirar hondo, pero llegó un instante en que solo sintió cómo se adormecía dicho miembro. Ya había hecho un pocito considerable y se estaba por rendir cuando se topó con algo, una especie de tela. Tironeó pero estaba muy atascada asique decidió ensanchar el orificio un poco más. Miró al cielo y el sol estaba en lo alto: ya era de mediodía y de un momento a otro alguien llegaría y la encontraría allí. Seguramente, el señor Golbert pondría el grito en el cielo pero, finalmente, la ayudaría. Después de todo no era un mal hombre. No como su mujer. Ella si era brava. Siempre lo había sido pero si no la molestaban ella se mantenía en lo suyo. Siempre se preguntó como él la aguantaba con toda esa mala onda y su cara agria. También en cierto momento deseó que ella hubiera sido la del incidente, en lugar de su Juan. Otro nudo en la garganta.

Continuó escarbando y tirando de esa tela. Parecía la manga de una camisa de salir. Tal vez, habían envuelto algo y lo habían enterrado. El sol arreciaba y Mariana comenzó a sentirse mareada. Su pierna ya no le dolía pero estaba francamente azul y tumefacta. Sin embargo, no desistía. No, a pesar de que la tela era más grande de lo que hubiese querido que fuera. Entonces descubrió que tenía botones. Ya deseaba que su vecino la encontrase. Le pediría perdón, él la llevaría a un hospital y se repondría. “¿Por qué no llega?”, pensó. El sol continuó con su camino y su mano con el agujero en la tierra, que ya era considerable. El cachorro la ayudaba con sus pequeñas patas aunque realmente de nada servía. Parecía una empresa eterna e irrealizable y a fin de cuentas ella solo quería conocer el secreto de la belleza de esos gladiolos. Entonces, sintió algo con su mano. Algo así como una bolsa de agua llena. Estaba tensa y fría. Helada. Se encontraba dentro de la tela. “Si tan solo pudiese verla”, se dijo. Pero era difícil. La única posición en la que podía estar a esas alturas era recostada sobre la tierra boca arriba, junto al pozo, la camisa a medio salir y la bolsa de agua fría y húmeda, que no alcanzaba a divisar.
Ya anochecía, tal vez eran las seis de la tarde o inclusive las siete, y sus ojos se cerraban de agotamiento. Deseaba morir a esas alturas. Su pierna estaba completamente anestesiada y azul y su corazón latía lentamente queriendo flaquear. Pensó en su Juan, en su desaparición y en la falta de una tumba donde poder llorarlo. Su corazón, en aquel momento tanto como ahora, se inundó de tristeza y abandono.

Entonces, un ruido apareció como en ecos lejanos y febriles. Un sonido a pala incrustándose en el suelo, cerca de ella. La misma que había escuchado la noche anterior. Abrió los ojos con esfuerzo y allí estaba su vecino, el señor Golbert, cavando un hoyo enorme junto a la tierra removida. Como entre sueños le escuchó decir: “Fuiste muy imprudente querida…ahora no me dejás otra elección”. Mientras miraba borrosamente como el hombre hacía lo suyo, observó el hoyo que ella misma había abierto con su mano y vio la supuesta bolsa de agua fría: una cara conocida, pálida y con un tremendo corte en su garganta. Horrorizada reconoció a Ester o lo que quedaba de ella. Quiso gritar pero ya no tenía fuerzas. Se sintió arrastrar por el parque hasta ser sumergida en una casa oscura y húmeda. Allí, y con esfuerzo, el hombre la levantó y la metió en un lugar helado junto a otros brazos y piernas. En un flash se vio en un enorme freezer junto a unos ojos muy abiertos y muy conocidos, pero ya era tarde. Ya sólo había oscuridad por doquier. Y en ese efímero momento previo a expirar, supo. Supo qué usaba su vecino para embellecer sus plantas. Ya que ella, en breve, sería parte de esos malditos gladiolos rojos también. 



Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014

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