Por décima vez en esa mañana, ella acomodó
las sábanas estirándolas con energía femenina, sin dejar siquiera una arruga
visible. Cada día era igual, tanto hoy como ayer y el día anterior, esa tarea
no la despegaba de su habitación a pesar de que para el ojo de cualquiera, se
encontraba prolijamente estirada. Aunque no para el suyo. Pasó de nuevo su mano
por toda la superficie en busca de imperfecciones que ameritasen estirar aún
más. Por fortuna, ya no era necesario. Entonces, hizo lo mismo con el acolchado
de invierno. Finalmente, colocó los tres almohadones de forma estratégica,
simulando haber sido arrojados al azar, miró su cama una última vez, estiró un
poquito más la única arruga perceptible por su ojo y se fue al baño. Caminó con
sus pies descalzos por el piso de mármol y el frío recorrió su cuerpo como un
rayo de electricidad de alto voltaje. Esa sensación, aunque desagradable y
violenta, la ayudaba a despertarse y no solo del sueño nocturno.
Aún descalza, se lavó sus dientes. Cincuenta
y seis cepilladas luego, se enjuagó la boca, se peinó y fue a la cocina. Tomó
sus píldoras matinales con un enorme vaso de agua cristalina extraída de su
dispenser, mientras que, como cada mañana, observaba atentamente por la
ventana. Allí mismo, su medianera (baja por cierto) daba a la de sus vecinos,
una pareja de ancianos.
Y allí estaban, desafiantes como cada
mañana en los últimos seis meses: “¡Que hermosos gladiolos rojos!”, pensó con
cierta envidia. “¿Cómo harán para que estén tan hermosos?”, y se prometió
preguntarle esa tarde al dueño del vivero de la esquina si había algún producto
nuevo para que sus flores estuviesen más radiantes.
Se preparó unos mates y luego de acompañarlos
con una tostada y mermelada, fue a su jardín. Aunque, antes como un tic o mal
hábito, miró la hora en su reloj de pared. Entonces, recordó que eso no era
necesario. Ya no más. No desde que su doctor le dio esa licencia posterior al incidente.
Y las píldoras, por supuesto. Bajó la mirada y salió de la cocina. En su jardín
arregló sus pensamientos y las plantas. Removió la tierra de las hortensias que
durante casi todo el año daban unas hermosas flores violáceas, las rosas
amarillas que con tanto empeño cuidaba. Y sus gladiolos rojos, ya marchitos por
la época invernal. En temporada eran hermosos, aunque no ahora, no como los de
su vecina. Y miró otra vez por encima de la medianera y allí los divisaba. Una
espiga de flores rojas desafiantes a toda naturaleza. A la mano del hombre. A
sus manos dedicadas a la jardinería casi como una obligación. “A él le
encantaban…si tan solo pudieras ver cómo siguen imperturbables, a pesar del
tiempo…”, pensó con cierta tristeza. Pero los siguió admirando. Llevaban meses
y meses imperturbables. Ese rojo era disparatado. Se veía tan vivaz que parecía
un reproche a sus plantas. Un insulto a su esfuerzo. Apartó la mirada y
continuó revolviendo la tierra con su asada primero y la palita después. Con
energía, casi con cierta bronca.
Una vez finalizada su tarea matinal y
luego de lavarse las manos seis veces, salió a hacer sus mandados. Era una
excusa ya que nada le faltaba. Pero de ida al almacén, el recorrido la obligaba
a pasar por el vivero de don Ismael. Si, a él le preguntaría.
—Mariana… ¿cómo estás hoy?
—Bien, bien. —respondió ella con
cierta ausencia.
—¿Vas a llevar algo querida?
—Bueno…ese helecho, tal vez…
—Ajá. ¿Algo más? ¿Tenés abono para
tus plantitas?
—Eh…sí. ¿Hay algún producto nuevo de
esos que hacen que las flores se vean exuberantes?
—¿Exuberantes? —Ismael se quedó
pensando. Conocía a Mariana desde pequeña. Sabía todo lo que había padecido, el
incidente como todos lo llamaban, y no quería contradecirla. Por lo que eligió
muy bien sus palabras mientras miraba las bolsas de tierra abonada. Nada que
ella no tuviese ya.
—Si…exuberantes, exultantes, rojo
vivo, imperturbables por mucho, mucho tiempo…
—Mirá…hay un producto nuevo
—Lo sabía, se lo vendiste a los
Golbert, ¿no?
—No, no.
—¿No?
Ambos se miraron en silencio, por un
instante. Distintas cosas pasaban por sus mentes. En uno, el deseo de terminar
con semejante conversación, incómoda, por cierto. Mientras que en la de ella,
la pregunta, entre píldoras durmientes y extrañas sensaciones, era: “¿qué bendita cosa le pusieron a la tierra
para que esos gladiolos estén así de rojos?”. El rostro de Mariana
expresaba una muda interrogación que Ismael no supo o no quiso interpretar.
—Ese producto que te cuento, aun no
llega al país. La semana entrante si querés darte una vuelta…
—Y ¿cómo se llama ese producto?
Ismael ya no sabía qué más inventar.
Pero una vez en ese meollo, debía seguir. Ya le prepararía unas gotitas de algo
con aroma extraño para que ella probase en sus plantas. No se daría cuenta y
quedaría contenta. Pero ¿cómo se llamaría semejante producto?
—Ahora no tengo muy presente el
nombre… —e Ismael notó la cara de desconfianza de Mariana —pero el proveedor
viene mañana y si querés ya te lo encargo y de paso te doy el nombre ¿te
parece?
Y Mariana se fue un poco más
convencida. Entró a su casa y allí estaban esos gladiolos rojos. Los odió en
ese instante. El día pasó y por la noche luego de una cena en solitario,
Mariana se dispuso a leer recostada en su cama. Tras cincuenta y seis
cepilladas a sus dientes, se enjuagó la boca y se recostó sin desarmar la otra mitad
de su cama vacía y fría.
Ya eran pasadas las once de la noche
cuando en su lectura somnolienta Mariana sintió un ruido proveniente de afuera.
Más concretamente del lado de su vecino, el de los gladiolos rojos. Su
respiración se aceleró apenas, pero la puso en alerta. Se enderezó en la cama y
trató de agudizar su oído. Nada. Sólo se escuchaba el chirrido de los grillos
allá afuera. Se convenció de que nada había pasado y cerró su libro. Apagó la
luz y se dispuso a dormir.
Unas cuantas horas después un ruido
sordo y brusco la despertó. Mariana se sentó en la cama aun dormida y agudizó
otra vez su oído. ¿Qué era eso? Y allí estaba, otra vez. Sentía como paladas en
la tierra. Como si alguien estuviese cavando. Se levantó con apuro. ¿Sería su
vecina? Miró el reloj y eran las cuatro de la mañana. “¿Qué hace a esta hora?”,
pensó y miró por la ventana a través de la medianera. Y lo único que vio fueron
los gladiolos rojos que parecían más rojos que esa mañana. Se paró de puntas de
pie para ver mejor. La luna estaba clara y redonda y afuera parecía como si
miles de faros estuviesen encendidos e iluminando todo. Si su preocupación no
hubiese sido el ruido de la pala cavando la tierra de sus vecinos, lo hubiese
disfrutado. Pero no, no lo hizo. Miró mejor y nada.
Se convenció de que alucinaba por las
pastillas y se fue a dormir.
A la mañana siguiente todo comenzó
otra vez. Los pies descalzos, su cama aseada y sin arrugas, sus dientes
blancos, sus píldoras y los gladiolos de su vecina. Y como si estos desafiaran
la naturaleza y a ella misma, estaban más rojos, más radiantes y más erguidos
que el día anterior. “¿Cómo es posible?”, pensó casi en voz alta y recordó los
ruidos que la habían despertado en la madrugada. Y ¿si estaba colocando ese
ingrediente secreto por la noche? Eso explicaría mucho y significaba una sola
cosa: debía espiarla por la noche y averiguar de qué manera esos gladiolos no
sólo no se marchitaban, sino que mejoraban día a día su aspecto. Fue a su
jardín y comenzó con las plantas como cada mañana. Sin embargo, algo la sacó de
su concentración y casi la desquició: el perrito de sus vecinos, un pequeño
perro salchicha casi microscópico, no paraba de ladrar y aullar. En ciertos
momentos parecía incluso llorar. Mariana dejó de hacer lo que hacía y se
dirigió despacio hasta la medianera y observó cómo el perrito le ladraba y le
lloraba al propio gladiolo. Intentaba escarbar pero sus pequeñas patitas no
lograban mucho.
“Señor Golbert!”, llamó Mariana. Ella
se llevaba mejor con el hombre que era más amable y educado. Su mujer, Ester,
era desagradable y gritona y mandona. Día a día la escuchaba gritar a sus
perros e incluso a su marido, el pobre señor Golbert. Pero nadie contestó y el
perrito continuaba llorando y aullando y ladrando. Fue adentro de su casa tomó
el teléfono y llamó a su vecino. Ella tenía todos los nombres de los vecinos
desde el incidente. Era una forma de mantenerse alertados por esas cosas de la
seguridad vecinal. “Si lo hubieran hecho antes, no hubiera sucedido lo de Juan…ni
lo de Manuel”, pensó mientras se le instalaba un nudo en la garganta pensando
en la desaparición de su esposo Juan y su hermano. Del otro lado de la línea,
el teléfono del señor y la señora Golbert, sonaba sin parar y ella podía
escucharlo desde su cocina. Evidentemente nadie había allí y el perro
continuaba ladrando. Entonces, un entrecruzamiento de pensamientos y malas
decisiones se instalaron en su cabeza: no esperaría a la noche para averiguar
que usaba la señora Golbert para su gladiolo. Mataría dos pájaros de un tiro,
calmaría al perro y descubriría su secreto.
Fue a su pequeño galpón, donde
guardaba las herramientas de jardín y tomó una escalera. Trepó por ella y
traspasó con cuidado la medianera. Sin embargo, del lado de sus vecinos el
terreno era más bajo de lo que esperaba, por lo que cayó violentamente sobre
una de sus piernas. Allí, un tremendo dolor trepó por su pierna izquierda
aunque Mariana ahogó un grito proveniente de las entrañas. Miró su miembro
lesionado y notó que estaba colgando para uno de los lados mientras que su pie
parecía el de un zombi. Lloró en silencio, se recriminó la imprudencia, pero no
desistió. Aun postrada como se encontraba, siguió adelante son su objetivo:
conocer el secreto de la belleza de esos gladiolos. Se arrastró como pudo hasta
donde estaba plantado el gladiolo que, desde donde ella estaba, parecía encontrarse
a miles de kilómetros, aunque en realidad eran unos cuantos metros. El perrito,
al verla, dejó al instante de llorar y aullar y fue a olerla mientras le movía
la cola. Mariana, con tremendo dolor, continuó reptando como una serpiente por
el suelo barroso del jardín de sus vecinos, mientras que el perro iba y venía
del gladiolo a ella una y otra vez. Cuando llegaba a la planta, escarbaba un
poquito, gruñía y volvía a Mariana que seguía avanzando muy lentamente. “¿Qué
hacés cachorrito?”, le preguntó al perro que volvía a repetir una y otra vez la
misma acción mientras ella, con extremo dolor, continuaba su camino. Unos
veinte minutos después, Mariana llegó al gladiolo. Lo observó y, desde allí y
con el dolor, parecía enorme, provocador y de un rojo deslumbrante. Lo odió
otra vez y odió esa situación ridícula en la que se había metido. Si tan sólo
Ismael le hubiera dicho qué usaba esa bendita mujer para los gladiolos, no
estaría allí sufriendo, con toda seguridad.
Miró la tierra en la que ella misma
estaba ahora sentada. Claramente se encontraba removida. “¡Eso es lo que me
despertó anoche!”, se dijo. Tomó un puñado y la olió: sentía cierto aroma a
leve putrefacción aunque no fue eso lo que le llamó la atención. Cierto aroma a
jazmines y un dejo de alcohol se escondían en esa mezcla de olores
desagradables. Eso era artificial y no pertenecía a ningún abono. Ella conocía
todos. Miró sus manos ahora embarradas y sin posibilidades de limpiarse y su
corazón se disparó. “¡Ahora no!”, se dijo. No era el momento para una de sus
crisis. Intentó moverse para tener una mejor perspectiva del lugar y tomar
tierra de otro sitio, pero un dolor lacerante le recorrió toda la pierna
fracturada. Miró su pie y ya estaba de un tono azulado. Lloró nuevamente en
silencio y mientras lo hacía apoyó su mano en la tierra para acomodarse mejor
pero algo la pinchó. Sacó de inmediato la palma de la tierra y vio un brillo
destellante. Escarbó con cuidado y encontró un gemelo de oro. Uno de esos como
los que usan los hombres en las fiestas de gala. Era muy bello, aun estando
sucio por la tierra, tanto que pensó que nadie en sus cabales lo arrojaría allí
y menos lo enterraría. Una mala idea cruzó su mente y la descartó enseguida,
pero la actitud del perro que nuevamente escarbó en el mismo sitio, la obligó a
reconsiderarlo. Se arrastró un poco más y llegó hasta el lugar donde el perro
escarbaba y comenzó a hacerlo ella misma con dos de sus dedos. Cada tanto el
dolor de su pierna empeoraba y la obligaba a detenerse y a respirar hondo, pero
llegó un instante en que solo sintió cómo se adormecía dicho miembro. Ya había
hecho un pocito considerable y se estaba por rendir cuando se topó con algo,
una especie de tela. Tironeó pero estaba muy atascada asique decidió ensanchar
el orificio un poco más. Miró al cielo y el sol estaba en lo alto: ya era de
mediodía y de un momento a otro alguien llegaría y la encontraría allí.
Seguramente, el señor Golbert pondría el grito en el cielo pero, finalmente, la
ayudaría. Después de todo no era un mal hombre. No como su mujer. Ella si era
brava. Siempre lo había sido pero si no la molestaban ella se mantenía en lo
suyo. Siempre se preguntó como él la aguantaba con toda esa mala onda y su cara
agria. También en cierto momento deseó que ella hubiera sido la del incidente,
en lugar de su Juan. Otro nudo en la garganta.
Continuó escarbando y tirando de esa
tela. Parecía la manga de una camisa de salir. Tal vez, habían envuelto algo y
lo habían enterrado. El sol arreciaba y Mariana comenzó a sentirse mareada. Su
pierna ya no le dolía pero estaba francamente azul y tumefacta. Sin embargo, no
desistía. No, a pesar de que la tela era más grande de lo que hubiese querido
que fuera. Entonces descubrió que tenía botones. Ya deseaba que su vecino la
encontrase. Le pediría perdón, él la llevaría a un hospital y se repondría. “¿Por
qué no llega?”, pensó. El sol continuó con su camino y su mano con el agujero
en la tierra, que ya era considerable. El cachorro la ayudaba con sus pequeñas
patas aunque realmente de nada servía. Parecía una empresa eterna e
irrealizable y a fin de cuentas ella solo quería conocer el secreto de la
belleza de esos gladiolos. Entonces, sintió algo con su mano. Algo así como una
bolsa de agua llena. Estaba tensa y fría. Helada. Se encontraba dentro de la
tela. “Si tan solo pudiese verla”, se dijo. Pero era difícil. La única posición
en la que podía estar a esas alturas era recostada sobre la tierra boca arriba,
junto al pozo, la camisa a medio salir y la bolsa de agua fría y húmeda, que no
alcanzaba a divisar.
Ya anochecía, tal vez eran las seis de
la tarde o inclusive las siete, y sus ojos se cerraban de agotamiento. Deseaba
morir a esas alturas. Su pierna estaba completamente anestesiada y azul y su
corazón latía lentamente queriendo flaquear. Pensó en su Juan, en su
desaparición y en la falta de una tumba donde poder llorarlo. Su corazón, en
aquel momento tanto como ahora, se inundó de tristeza y abandono.
Entonces, un ruido apareció como en
ecos lejanos y febriles. Un sonido a pala incrustándose en el suelo, cerca de
ella. La misma que había escuchado la noche anterior. Abrió los ojos con
esfuerzo y allí estaba su vecino, el señor Golbert, cavando un hoyo enorme
junto a la tierra removida. Como entre sueños le escuchó decir: “Fuiste muy
imprudente querida…ahora no me dejás otra elección”. Mientras miraba
borrosamente como el hombre hacía lo suyo, observó el hoyo que ella misma había
abierto con su mano y vio la supuesta bolsa de agua fría: una cara conocida,
pálida y con un tremendo corte en su garganta. Horrorizada reconoció a Ester o
lo que quedaba de ella. Quiso gritar pero ya no tenía fuerzas. Se sintió
arrastrar por el parque hasta ser sumergida en una casa oscura y húmeda. Allí,
y con esfuerzo, el hombre la levantó y la metió en un lugar helado junto a
otros brazos y piernas. En un flash se vio en un enorme freezer junto a unos
ojos muy abiertos y muy conocidos, pero ya era tarde. Ya sólo había oscuridad
por doquier. Y en ese efímero momento previo a expirar, supo. Supo qué usaba su
vecino para embellecer sus plantas. Ya que ella, en breve, sería parte de esos
malditos gladiolos rojos también.
Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014
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