Aquella máscara había estado en la
familia de Mabel durante siglos. Nadie sabía con exactitud desde cuándo, pero
era una especie de reliquia familiar, traspasada de generación en generación a
algunos y elegidos integrantes de la familia.
Así fue que al día siguiente del entierro
de Catalina, Mabel (su única sobrina) la recibió en su casa. Llegó prolijamente
empaquetada, en una caja de madera tallada y con una nota. Mabel leyó cada
palabra, sin embargo nada de lo que ahí decía significó algo para ella. No
porque fuese una insensible, todo lo contrario.
“Mi querida Mabel, esto es parte de tu
historia, del legado de tu familia. Cuidala que te ha elegido… yo no me atreví
o quizás no supe…”
Y se interrumpía así de brusco. Mabel
le dio vueltas al papel ya que sintió que algo faltaba, pero luego recordó que
su tía tenía episodios de delirios y desvaídos, y asumió que ese sería uno de
ellos. Guardó la nota y mientras agradecía en sus pensamientos a la tía ya
fallecida, se dispuso a admirar la máscara.
Abrió la caja y sintió el aroma a
historia, una desconocida, y se sintió transportar a una época muy lejana. Una
especie de liviandad la invadió y juraría que flotó unos instantes. Con uno de
sus dedos tocó la máscara como quien acaricia un rostro y una sensación de
vacío apareció contraponiéndose a lo que había sentido segundos antes. Una
vacío agónico y oscuro, una pena gigantesca y ajena que se instaló en su
corazón y le arrancó una lágrima.
Sacó la mano y de pronto todo cesó.
Pensó en su tía y asumió que el recuerdo de ella estaba impregnado en la
máscara y el dolor en su pecho. “Te estoy llorando, tía”, pensó intentando dar
explicación a la sensación de segundos antes. Cerró la caja y se fue a la
cocina a prepararse unos mates.
Mientras esperó que el agua llegase a
su punto, comenzó a pensar en la máscara. La recordó al abrir la caja y pensó
en sus detalles. No era una obra de arte, ni siquiera era lo suficientemente
bella. Sin embargo atraía. Estaba tallada en madera oscura, casi negra y el
tiempo había borrado muchos de sus relieves, pero podía identificar sus ojos
que eran dos óvalos oscuros y ausentes. Imaginó donde la colgaría. Si, aquella
pared blanca en el comedor sería el lugar más adecuado. Debería quitar los
cuadros y fotos que ahí estaban colgados, pero quedaría perfecta. La idea la
emocionó tanto que pensó invitar a sus amigos para que la admirasen. Sería una
buena excusa para que viniesen. Porque si algo tenía en común con su tía, era
la soledad de una vida vacía e incompleta. Su corazón se contrajo al pensar en
aquello, en ese sinsentido en el que se habían convertido sus días. Otra
lágrima.
El chillido de la pava la sacó de sus
cavilaciones y de inmediato secó la lágrima que rodaba por su mejilla. Nuevamente
pensó que era el duelo por su tía, su anciana, solitaria y casi esquizofrénica
tía.
Tomó unos mates pero el pensamiento
volaba de inmediato a la máscara por lo que decidió investigarla un poco más.
Quizás, si era conveniente, la vendería a algún coleccionista y eso le quitaría
esa sensación morbosa de la cabeza, además de dejarle algún dinero. Aunque
pensó en su tía, en la nota y un instante de duda se instaló casi sin ser
llamado. “Es reliquia familiar… me pertenece”, pensó.
Suspiró. Tomó la caja no sin sentir
un estremecimiento, y se sentó en su computadora con la máscara a su lado. Buscó referencias sobre
el estilo, que parecía incaico o incluso anterior a esa época, aunque no halló
coincidencias. Buscó otros similares, pero nada se le parecía.
Abrió páginas y más páginas en el buscador
pero enseguida un mareo se instaló en su cabeza. Se sintió nublada y en un
instante el fuego la envolvió. El humo,
la tristeza y otras máscaras. Máscaras tristes, horrorosas, oscuras como su
corazón y su tía que, con otro rostro, danzaba frente a ella semidesnuda. Y a
pesar del fuego tuvo frío, mucho frío y eso la trajo de vuelta.
Miró la computadora que estaba frente
a ella con decenas de páginas abiertas. Muchas de las cuales no había visitado,
o eso creía, y una que titilaba como un anuncio de mercadería barata: “Este fin
de semana, el Museo Metropolitano presenta una colección de máscaras de la era
precolombina”. Continuó leyendo y vio un nombre y un recuerdo la invadió: el
Dr. Torres fue el encargado de reunir y estudiar las piezas. “Joaquín es el
arqueólogo encargado ¡por Dios!” y como si se tratase de una estúpida
adolescente, pensó en sus épocas junto a él.
La noche se abalanzó sobre Mabel que,
inundada de recuerdos, no sabía qué hacer con la máscara. “Me trajiste más
problemas que soluciones, tía”, pensó y se durmió.
La habitación era blanca y brillante.
Mabel estaba desnuda, expuesta. El humo penetró por su nariz y la elevó hasta
las nubes. Allí sobrevoló tierras extrañas, lejanas en muchos sentidos. Pero
con una vista maravillosa. A lo lejos, como un punto creciente, apareció una
figura. Un hermoso caballo alado, blanco y brillante como el sol. Ella se
estremeció. Su corazón se aceleró de repente y en pleno vuelo descendió y se
dirigió a esa figura como una flecha que se debe impactar en su diana. Cuando quiso
tocar a la magnífica bestia, despertó.
El sol penetró la habitación de Mabel
que se levantó como cada mañana, sola y en silencio. Se dirigió hasta la cocina
para desayunar y en su paso por el comedor algo le llamó la atención. Pensó que
estaba aún dormida, pero lo que sus ojos veían en ese momento no era producto
de la imaginación en absoluto. La máscara, herencia de su delirante tía, estaba
colgada en la pared blanca del comedor. Los cuadros, las fotos, todo lo que
estaba colgado ahí, se encontraban apilados en un rincón y la máscara, en el
centro de la pared, se mostraba desafiante. Desafiante a su mente que no
entendía cómo era posible aquello.
Mabel se asustó. Creyó volverse loca
y en un arranque de histeria tomó la máscara, la colocó en la caja y la
escondió debajo de su cama.
En el baño se lavó varias veces la
cara intentando sacarse de encima esa sensación de alucinación que se había
instalado desde el día anterior. “Es el duelo”, se dijo una vez más sin que
sirviese demasiado. Entonces se miró al espejo y vio las enormes ojeras y un
vahído se apoderó de ella y la sensación nuevamente de flotar hacia un destino
incierto. Uno no escrito, nunca dicho. Todo a su alrededor comenzó a girar. El
baño se desvirtuó, el espejo desapareció y debajo de ella se abrió un abismo
oscuro.
Entonces despertó una vez más solo para
constatar que la máscara seguía en su caja, sobre la mesa, en el comedor donde
la había dejado.
Se levantó con la decisión de indagar
a fondo los orígenes de aquella máscara. Ya no como cuestión mercantil, sino
casi por temor (uno aún no admitido del todo) a qué se estaba enfrentado. Tomó
unas cuántas fotos intentando no perderse en los ojos abismales de la máscara y
cerró con rapidez la caja. Colocó las fotos en un pendrive y tomando coraje se
dirigió al museo Metropolitano.
El museo quedaba a unas cuantas
cuadras de la casa de Mabel. Los primeros metros los hizo con cierta ansiedad y
casi con ligereza en sus pies. Pero a medida que recordaba a qué se
confrontaría, su caminar se hacía lento y dudoso. “¿Estoy preparada para
verlo?”, se dijo y de repente esa pregunta la frenó en medio de la calle. Y
recordó con pena su pequeña historia. Pequeña porque era lejana y borrosa. Lo
único nítido era él que le proponía una vida, juntos. Lo único claro era su miedo
a entregarse. Y todo lo demás se había diluido. Lo demás se había acelerado
hasta este presente que la veía sola y llena de dudas. Con fotos de una
estúpida máscara.
Y se volvió a su casa convencida de
que lo que había pasado era una sumatoria de excusas y malas coincidencias que
lo llevaban a verlo.
Y el fuego la rodeó otra vez, y el
humo la hizo flotar. Y levitó entre montañas nevadas. No sintió frío, sólo la
brisa que despeinaba su cabello oscuro y corto. Y allí, luego de los cerros
nevados, se abría paso la extensa sabana y el hermoso caballo. Su descenso se
hizo determinante hacia él que brillaba y deslumbraba aún más que el día
anterior. No entendía qué significaba encontrarse con ese animal, aunque estaba
muy segura de quien inundaba sus pensamientos al verlo.
Una nueva mañana llegaba hasta Mabel
que se sintió apesadumbrada y estúpida por las acciones del día anterior. Pensó
en el sueño recurrente. “¿Por qué nunca logro tocarlo o montarlo siquiera?”, se
preguntó.
Y la máscara en la pared. Y el baño
que se deshacía y el espejo que desaparecía. Sólo para despertar otra vez
frente a su computadora y ver nuevamente el anuncio que decía “Mañana, en el
Museo Metropolitano, el Dr. Torres presentará la más ambiciosa colección de
máscaras…”
Mabel lloró. La desesperación se
apoderó de ella y temió que la locura de su tía hubiese sido heredada. Fue al
cementerio y le habló a su tía que por supuesto ya no la escuchaba. “Me
crucificaste, tía. Me maldijiste con esta máscara de porquería… ¿por qué tía,
por qué?”
Abandonó el cementerio con el peso de
la frustración en su alma. Caminó lentamente, sin sentido y casi en círculos.
Solo para darse cuenta de que estaba frente al Museo y a metros de él. “Mabel…
¿sos vos?” escuchó detrás de sí y sus piernas temblaron.
Se miraron por un segundo. Un
instante en el que Mabel pudo perderse en su Joaquín aunque lo suficiente como
para notar el anillo de oro en su dedo y la joven que lo acompañaba de su
brazo. El resto fue sólo una seguidilla de frases sin sentidos, presentaciones
amargas y anhelos perdidos. Ella balbuceó una excusa y luego de entregarle las
fotos se fue.
Luego de llorar durante horas, esa
noche Mabel tomó la máscara entre sus manos y durmió con ella a su lado. Nuevamente
las llamas y el humo. Otra vez, flotó en tierras ajenas y lejanas. Decidió que
esta vez lograría acariciar a esa magnífica bestia y montarla para volar. Así
fue que en su vuelo nocturno, tras las montañas, en medio del prado rodeado de
flores, vio a su caballo alado. Lo montó y supo exactamente a donde la
llevaría.
Dicen que a la mañana siguiente sólo
encontraron una máscara en la cama de Mabel. Aunque lo cierto era que ella
estaba sola y ni siquiera tenía amigos… así que ¿quién podría buscarla?
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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