De repente mis pupilas se dilataron.
No estaba el todo seguro si era terror o placer por lo que veía, pero lo cierto
fue que no podía dejar de observar la escena desatada frente a mí. “¡¿Por qué
carajos estoy acá?!”, pensé con desesperación y mi respiración se entrecortó. Un
mareo. Un crujido. Ella clavó sus ojos en mí y supe que era el final.
La casa de los Rotemberg era
magnífica. Se trataba de una mansión de cinco pisos, con pileta olímpica y un
parque de ensueño. O al menos eso me habían dicho las benditas malas lenguas.
Una vez la fui a visitar, solo para sacarme la duda. Necesitaba saber si era
cierto o no lo que había escuchado aquella noche entre copas. Luego de semanas
de pensar, de imaginar con qué me encontraría, lo decidí y me encaminé hasta el
lugar. Estaba escondido como todo lo bueno. Se encontraba en medio de un bosque
y tardé más de una hora a pie en llegar. Era invierno y hacía mucho frío, pero
la luna estaba omnipresente, clara y llena. La iluminación natural y el
silencio reinante, le daban cierto aire majestuoso y macabro a la vez. Fue extraño
lo que me provocó, aunque sí puedo jurar que me llevó a este destino que hoy
vivo, sin remedio, pero buscado por supuesto.
Esa noche, ahí parado entre los
árboles, supe que en su seno se encerraban grandes riquezas. Se rumoreaba que
de las paredes colgaban magníficos cuadros y que dentro de un alhajero de oro,
había una estupenda joya: el diamante Gott. Le habían puesto ese nombre por la
joven esposa del señor Rotemberg a la que él le llamaba cariñosamente Gotty.
Gotty era de origen humilde, aunque
desconocido. Las mismas malas lenguas que me habían contado de la mansión, decían
que ella era una belleza rusa, secuestrada y vendida a su esposo, coleccionista
de bellas mujeres. Mientras pensaba en ella, volé a las heladas tierras del
norte europeo y la imaginé en su tranquila vida. Imaginé que era feliz junto a
su familia hasta que unos rufianes, mandados por su actual marido, se la llevaron
y la alejaron de todo lo bueno y puro. Triste como mínimo. Y lo peor era que
ella no había sido la única en la vida de Don Rotemberg.
Antes de Gotty estuvo Ariadna,
Celina, Carmín y Sonya. Todas extranjeras. Todas blancas y delgadas. Y todas fueron
desapareciendo del pueblo. Algunos decían que le habían logrado escapar, otros
que la suerte no había sido tal. Pero Gotty, ella era diferente. Ella hacía ya
cinco años que vivía ahí y soportaba. Él era un hombre obeso y malhumorado por
sobre todas las cosas. Medía cerca de un metro noventa, pero apenas si se
movía. Las malas lenguas también decían que sus mujeres le hacían el amor
mientras él reposaba entre almohadones en el piso del living y que él casi no
podía gemir.
“Espantoso”, pensé. Esa mañana, luego
de pensar toda la noche en las riquezas que me esperaban allí dentro, diseñé el
atraco. Y mientras ideaba el plan, pensaba no sólo en mi recompensa. Pensaba en
ella. ¿Qué haría semejante mujer en ese lugar? Porque si Gotty fuese mi esposa
la adoraría, porque ella era hermosísima. Era delgada, pero con gracia, como
las modelos europeas. Sus ojos eran dos gotas de agua y sus labios dos pétalos
de rosa. Rojos y aterciopelados.
“¿Por qué sigue con él?”, me dije una
vez que la crucé en la calle principal del pueblo. Ella iba en uno de los
tantos coches de la familia. Gotty no manejaba. Creo que ni siquiera hablaba
bien el idioma, aunque recuerdo que esa vez obligó a su chofer a que se
detuviese ni bien me vio. Me observó de arriba abajo y me sonrió con una
dulzura exótica, casi sensual. Me sentí halagado en una forma tonta e infantil.
Y esa sensación me aturdió bastante. En ese estado me encontraba cuando ella sacó
su mano, portadora del magnífico diamante, y me la extendió. No sé qué miré
primero. Pero tanto su mano blanca como la nieve, como ese diamante enorme
rematando su dedo anular, competían en belleza. Ella entonces, me clavó los
ojos como ahora lo hacía en el living de su mansión.
“¿Y si me voy?”, pensé. “No. Ya me
vio, ahora tengo que esperar…”
Esa mañana lo decidí. Entraría por la
noche y robaría el diamante. Lo vendería y luego, ya con mucho dinero en mis
bolsillos, le ofrecería a Gotty una mejor vida. Ella seguro accedería porque su
vida era de por sí terrible. Si ella me lo pedía nos iríamos a Europa, a su
país o al que quisiese. Formaríamos una familia luego de unos cuantos años de
viajar y de divertirnos a lo grande. Ese
diamante valía millones y el riesgo era aceptable. ¿Qué me podría pasar? Nada
según mis planes.
Cuando llegó la hora, me escabullí
por entre los árboles del frente. Esperé a que las luces estuviesen apagadas y
con una ganzúa me hice de una de las puertas de servicio. Entré con suma
facilidad. Demasiada a la luz de los hechos. Y caminé sobre el mármol lujoso de
la casa. Era más imponente de lo que imaginaba. Los cuadros y esculturas eran grandiosos.
Pero yo sólo buscaba el diamante. Supuse que estaría en la habitación de Gotty,
pero ¿cuál sería?
Caminé en círculos durante unos minutos
y me regañé por no haber pensado en este dilema antes. Sin embargo, mis
pensamientos se vieron interrumpidos por ruidos que venían de la escalera. Miré
a mí alrededor y noté la puerta del ropero entreabierta y allí me metí. Dejé la
puerta entornada y observé el cuadro que se iba desarrollando en el living. El
mayordomo, un esbelto y bronceado joven, apareció de pronto y junto a varias
mucamas, esparcieron por el piso muchos almohadones. “¡Era verdad!”, pensé con
asco. Entonces, el obeso hombre de casa, sin una prenda, con su humanidad
desagradable a la vista de todos se recostó con gran dificultad.
Luego de aquella preparación, todo el
personal se retiró y las luces se bajaron a una intensidad leve, casi de
penumbra. Un perfume me invadió de pronto y una deidad descendió por las
escaleras. Era ella, con un salto de cama transparente. Su cuerpo era
escultural, blanco como aquella mano de la que me había enamorado. Y su rostro;
lujurioso. ¿Sería que ella era parte de ese ritual? Me sentí celoso y asqueado.
Pero no pude parar de mirar lo que ella hacía.
Se movía como un animal en celo. Con
sensual movimiento trepó al obeso hombre, tocó su piel y meneó su cintura sobre
él. El gordo y feo hombre gritaba de placer y resoplaba como un toro, mientras
yo sentía un calor subir por mi cuerpo.
Tuve que frenarme más de una vez porque la deseaba tanto que hubiese
salido de allí solo para poseerla. No me hubiese importado nada. Pero no podía.
Debía seguir el plan. Ella continuó con su danza erótica sobre su hombre hasta
que al parecer con resoplido, él acabó y quedó tendido seminconsciente. Ella se
levantó, se colocó el salto de cama y se dirigió hasta una mesa a unos pasos de
la improvisada cama. Seguí cada uno de sus movimientos al son del ronquido de aquel
hombre. Por un breve instante ella se quedó parada dándome la espalda.
Sentí la agonía de la espera. Debía
salir de ahí, buscar el diamante e irme de esa casa. Pero todo se demoraba más
de la cuenta y no podía quitarme de la cabeza la visión de mi futura mujer
sobre ese hombre fingiendo un orgasmo inexistente. Me imaginé que el que estaba
entre esas almohadas era yo y que ese baile exótico lo hacía sobre mí. El calor
subió otra vez y me debatí en salir y tomarla por la espalda. Acariciar su
cuello, buscar su boca, besarla. Tocar esa piel maravillosa. Hacerla mía.
Pero entonces ella se dio vuelta y un
destello proveniente de su mano me sacó del ensueño en el que me había sumido.
Se dirigió con calma hasta los almohadones, se posó nuevamente sobre él y sin
más clavó el puñal una y otra vez en el obeso hombre, que jamás se la vio
venir. La sangre salpicó para todos lados.
Sentí ganas de vomitar pero me
contuve. Pude sentir el olor de la sangre fresca mezclado con las heces
provenientes de los intestinos perforados. Miré a mi deidad y parecía un
demonio ensangrentado con cara de ángel, uno rebelde y desobediente. La amé aún
más, aunque también le temí porque ella sería capaz de cualquier cosa… Un mareo
se apoderó de mi cabeza y tuve que agarrarme de la puerta que se movió. Por
desgracia rechinó y ella de inmediato, como un animal que ubica a su presa
clavó sus ojos en mí.
¿Y qué pasó?
Ella caminó como una loba hasta donde
me encontraba. Su cuerpo escultural y desnudo, manchado de la sangre de su
difunto esposo me deslumbró. Era una amazona que volvía de su batalla. Mi
corazón explotó solo por la anticipación. ¿Me mataría? ¿Me amaría? ¡No! Ella se
limpió las manos a solo centímetros de mí y pude sentir su aroma. Rozó con sus
labios los míos y tomó mi mano que se dejó conducir dócilmente a donde ella la
guió. Se colocó de espaldas de mí, y condujo mi mano y mi brazo alrededor de su
cuello. Me entregó el cuchillo y pegó un alarido de puta madre.
Y acá estoy. Tras rejas luego de
haber sido inculpado por el asesinato del señor Rotemberg y el intento de asesinato
de su bella esposa Gotty. El juicio fue rápido, enseguida me encontraron
culpable y no hubo forma de que alguien creyese mi versión. Hoy que lo pienso,
a veces imagino que el cuchillo estaba en mi mano y que luego de asesinar a
aquel hombre ella se entregó a mí, a mi carne sedienta. Pero lo cierto fue que
Gotty heredó los millones, el diamante y al joven mayordomo.
De tanto en tanto me viene a visitar,
solo para demostrarme que ella es indomable y que ningún ser humano en la
tierra la poseerá… si es que ella no lo desea. Y aún sigo esperando en
convertirme en el objeto de su deseo…
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