Agudicé el oído y los escuché. Los gemidos penetraron mis sentidos y enloquecieron mi espíritu. La
violencia se apoderó de mí y ya no pude controlarme. entré y los vi. No sé que fue peor: si verlo a él sobre ella o a Jimena
desorbitada de placer.
“¡Hipócrita!”
Una hora antes
había entrado a la casa a pesar de que no era nuestra tarde. Jimena me esperaba
cada miércoles luego del almuerzo. Yo ansiaba esos miércoles. Siempre supe que
estaba mal. Siempre entendí el arreglo, pero con el tiempo me di cuenta de que
era adicto a esos encuentros. Que necesitaba a Jimena como al oxígeno.
“Esto no puede
durar por siempre, Darío”, me decía ella. Pero siempre creí que sus palabras
eran para mantenerme enganchado, para hacerme desearla más. Porque ese era el
efecto, el poder que tenía sobre mí, obvio. Yo llegaba puntualmente mientras
que ella me esperaba en el living, desnuda, expuesta. Esperaba por mí. Su piel
blanca y sus curvas bien marcadas era la provocación necesaria para que mi
cuerpo reaccionase. Ella era una invitación a la locura y tardaba en amarla, lo
que me llevaba desnudarme. Ni un “Hola”, ni un “¿Cómo estás?” Nada. Ni una
palabra, solo gemidos de placer y éxtasis. Una hora de puro sexo descarnado, de
pasión desenfrenada y sin tapujos. Ella me hacía suyo y yo me dejaba. Ella me
dominaba con sus movimientos, con sus caderas redondeas, con su busto perfecto
de madre de 3. Ella me hacía explotar. Y luego, se fumaba un cigarrillo y yo me
tenía que ir a esperar, me iba a vivir 7 días sosos, amargos y solitarios, para
volver a encontrarme con ella una semana después.
Jimena era
casada y 15 años mayor que yo. Estaba seguro de que el marido no le prestaba
atención. ¡Idiota! Estaba seguro de que no la amaba, que no la deseaba más.
Ella no decía nada, pero esas ansias hacia mi cuerpo, hacia mi persona tenían
un origen y era el desamor. Podía jurarlo.
La había
conocido en el negocio, varios meses atrás. En la librería donde yo trabajaba.
La sorprendí mirando un libro de sadomasoquismo o quizás sería el Kama Sutra,
no recuerdo. Lo que si tengo presente es que ella se puso colorada y yo le
sonreí. Lo último que recuerdo de ese día fue que terminamos en el baño del
local. Ella bajó su ropa interior y desabrochó mi jean. En un segundo estábamos
gimiendo al unísono sin importarnos si afuera alguien nos escuchaba.
Ella era una
tromba. Un vendaval que me dejaba exhausto, deseoso de más, y tirado. Por sobre
todas las cosas me dejaba tirado.
Luego de aquel
primer encuentro, me dio su teléfono y desde entonces, los miércoles se
convirtieron en nuestros. Una hora a la semana que hacía que el resto de mi
vida fuese solo un suspiro imposible de contener. Esa hora a la semana
provocaba que el resto de mi existencia no tuviese razón de ser.
Y el tiempo fue
pasando y mis necesidades fueron aumentando.
“No insistas,
esto es todo lo que tendremos. Disfrutalo”, me había contestado la primera vez
que insinué salir a comer o ir al cine solo los dos. En cualquier otro momento,
con cualquier otra mina eso hubiese sido un punto final. La habría mandado a la
mierda, así de simple. Pero a Jimena no. Ella me decía que no mientras sus
dedos jugueteaban con mi pelo o cuando desnudos y tirados en la alfombra del
living, ella besaba la piel de mi espalda. Era un “no” agridulce y eso me
encendía más. La deseaba más solo porque me negaba todo. Solo porque me
convertía en su esclavo.
Pero no desistí.
Tarde o temprano ella se iba a ablandar como yo lo había hecho. Ella debía ser
mía por siempre y no me importaba el costo.
Las semanas
pasaron y los “no” se acumularon. Comencé entonces a espiarla solo para
sentirla cerca de mí, aunque enseguida
me di cuenta de que ella era presa de su hogar. La mucama se encargaba de
llevar los chicos al colegio y de traerlos, de hacer los mandados y demás
cosas. Y ella permanecía encerrada en su casa. Entonces, pensé en seguirlo a
él. Necesitaba conocerlo, saber como era mi enemigo para derrotarlo. Era un
rubio enorme y trajeado, de facciones duras y un gesto de “No recibo un no por
respuesta”, que metía miedo. Pensé que si tal vez le descubría un amante y se
lo contaba a Jimena, ella entendería que su destino era estar conmigo. Quizás
de esa manera, yo tendría una chance de estar junto a ella las 24 horas del
día.
Pero fue
difícil precisar qué hacía este hombre luego de salir de la casa. Era complejo
seguirlo y fácilmente desaparecía. Y eso se me hizo extraño. Aunque el
embelesamiento por mi Jimena no mermó, sino todo lo contrario. Cada semana me
quedaba con ganas de más. Con la sensación de que su amor me era entregado a
cuenta gotas. Y una mañana de abril decidí aparecer. Decidí confrontarla y
pedirle que abandonara a su marido, que fuera mía. Sí, le pediría matrimonio y
seríamos felices para siempre.
Al llegar a la
casa todo estaba en silencio. Sabía que el dueño de casa y de mi mujer no
estaba porque lo había visto salir con su auto. Sin embargo, entré con sigilo. No
quería asustarla, sino sorprenderla. La casa se veía diferente sin ella en el
living esperándome. Todo estaba en una penumbra que no me agradaba. Entendí que
ella era mi luz, me persuadí de eso y continué buscándola. Fui hasta la cocina
y no estaba. Fui hasta el lavadero, el garaje y la habitación de los niños.
Nada. Solo quedaba la habitación de Jimena y su esposo.
Respiré hondo y
entré. Ella se sorprendió al verme y por un segundo dudó. Pero de inmediato se
abalanzó sobre mí y me despojó de cada una de las prendas. Primero desabrochó
con violencia mi camisa, tanto que los botones saltaron por el aire. Mientras
besaba mi pecho, desabrochó el pantalón. Me empujó en la cama y quitó toda mi
ropa, los zapatos, las medias. Hasta el reloj que fue a parar a la alfombra con
un mudo rebote. Jimena se trepó como una amazona sobre mí y entre gemido y
gemido le grité que la amaba, que quería casarme con ella. Pero Jimena tapó mi
boca con sus manos ahogando mi declaración de amor. Fue tan intenso que en
cinco minutos todo el vendaval desatado se consumió y quedamos exhaustos en la
cama.
La observé. Estaba
hermosa con su cabello despeinado y el busto asomando por la camina entreabierta.
Me acerqué para besarla y susurrarle todo lo que quería vivir con ella pero
entonces escuché el ruido de la puerta. Ella saltó de la cama y me arrojó la
ropa en la cara. “Es del servicio de inteligencia… ¡si te encuentra me mata!”,
dijo desesperada y me rogó que me escondiera.
Corrí por los
pasillos de la casa en busca de un rincón para que no me viese. Entre tanto el
marido de Jimena entró y fue directo a la habitación. Escuché de lejos que él
hablaba alto y me preocupé por ella. Aunque me había repetido al salir de la
habitación “No vuelvas aunque me escuches gritar. Me va a matar si te ve”. Pensé
en qué excusa podría darle ella al estar desnuda en la habitación, con la cama
revuelta. Entonces volví no sin antes agarrar una cuchilla. Debía defenderla,
debía liberarla.
a centímetros de la habitación escuché los terribles gemidos. Con la adrenalina
recorriendo mi cuerpo, abrí la puerta de golpe y entré como un soldado
embravecido.
La sangre se
esparció por todos lados. Las paredes y el techo quedaron teñidos de rojo y mis
manos temblaron luego de finalizar. La carne apenas ofreció resistencia a mi
puño que no pudo contener la rabia, la bronca acumulada. Los maté a los dos
mientras hacían el amor en donde cinco minutos antes la había hecho mía.
Las sirenas de
la policía sonaron de inmediato. No entendí muy bien el porqué. Aunque creo que
ella había planeado todo. Creo que ella quiso que lo matara solo a él. “Pobre
infeliz” Me escondí en el sótano, asustado, pero al bajar el último peldaño me
di cuenta que había perdido mi reloj. Pensé que eso podría delatarme. Pero ya
no importaba. Había matado al amor de mi vida en un arranque de locura. Sus
ojos gozando con mi rival eran algo con lo que no podría haber vivido jamás.
Entonces, ahí mismo esperé a que me encuentren y si no lo hacían...bueno
buscaría otra Jimena para llenar mi hora de los miércoles.
Autor:
Misceláneas (Soledad Fernández) – Todos los derechos reservados 2016
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