martes, 28 de enero de 2025

El desajuste

 



 

A veces el torocoto se desajusta porque la balanza anda mal. Eso me dijo el médico. Entonces hay que volver el torocoto a su estado natural o termina en operación.

El problema es cómo hacer para que el torocoto se vuelva al estado previo. Al momento exacto de salud y existencia puntual en el que no molestaba. No como ahora que me da agitación, mareos y malos pensamientos.

Pero que no se malentienda, no son esos malos pensamientos que nacen del morbo y del desequilibrio de la libiera No. Son los malos pensamientos de lo oscuro. De eso que te hace poner triste y ensimismado. Eso, el torocoto desbalanceado lo logra hacer con tanta precisión que asombra.

Sobre todo, para alguien como yo que siempre gozó de excelente salud, de alegría innata y de confianza propia y en los demás.

“Haga memoria”, me dijo también, “en que momento se desequilibró el sistema”. Y pensé mucho. Porque no es tan fácil darse cuenta.

¿Cuál fue el primer síntoma? Ese sutil pesar que uno atribuye quizás al cansancio, a la mala suerte de toparte con tu ex acompañado de alguien más, o también a esa foto que, por un segundo, te lleva a la realidad concreta de la soledad. Esa foto que conjuga todas las pérdidas -si es que se puede conjugar todas las pérdidas de la existencia en un único momento fotografiable- y te las marca a fuego en la balanza.

Fui para atrás buscando esa sensación incómoda, esa mínima mancha en mi optimismo diario. Ese pequeño sentir, minúsculo diría, en el mar de felicidad que creí estar viviendo.

Porque la felicidad a veces es un espejismo que nos engaña y cabe hacerse la pregunta, ¿molesta acaso vivir en ese espejismo? Y si así fuera, ¿a quién molestaría? Al que lo vive seguro que no. Y quizás sea esa la clave del sufrimiento.

Un alguien con una palabra chiquita, aunque despreciable. Un peso en la coraza que hace que se instale una grieta diminuta pero que hace que se filtre la duda. Esa sensación retorcida y molesta que como un pájaro carpintero machaca el alma.

Y si, es obvio que la balanza deja de estar en sano equilibrio para caer a un lado y así, al caer hacia un costado todo se contrae y el torocoto se daña. Y falta el aire y comienzan los suspiros y la melancolía. El tema es que, si se perpetúa, te aparecen nódulos en la umbra que no duelen, pero molestan. Y creo que ayer pude palpar uno. Tristísimo y preocupante sobre todo a la noche.

Porque es a la noche cuando vienen los fantasmas a charlar con uno y a contarte todo lo que no pudiste. Y hay una larga lista de lo que no. Podría llenar el alfabeto, aunque ¿quién no? Pero pesan esos relatos fantasmales. ¿Por qué no vendrán con aquello que si pudimos? Es una incógnita.

Y ahí creo que fue. Luego de la mínima persona que emitió esa palabra, de la grieta sutil, del fantasma nocturno y las fotos tristes. Ahí fue cuando el torocoto se enfermó. El problema, doctor es que no hay forma de que pueda componerlo. Al menos no al estado inicial. Ya no hay forma de que viva en mi mundo feliz, en mi espejismo rosa. La mancha oscura de la duda y el desánimo es muy grande y ya se devora otros órganos.

“Habrá que operar entonces, pero no hay garantías”.

Y sí. No las hay. Pondré mi cuerpo a merced de un bisturí. Seguro de que, a pesar de que extirpe todo, ya no habrá forma de construir otro espejismo. Y sé que cada mínima palabra hiriente, de cualquier mínima persona, va a inclinar mi balanza hacia el costado azul, al lado triste de la vida. Enfermando todo mi sistema. Y que los fantasmas del fracaso estarán esperándome cada noche para recordarme lo insignificante que soy, ¿Verdad doctor?

“Si, no hay garantías, pero hay espejos”. El doctor, me da un hilo rosa de donde agarrarme. Un cordel suave y maravilloso de donde aferrarme antes de entregar mi cuerpo a las maquinarias sanadoras. “Cuando esa palabra llegue o cuando los fantasmas se sienten en la cama a contarte los fracasos, mostrales el espejo”.

¿Será suficiente?, pregunto.

“Será sanador”.


Autora: Misceláneas de la oscuridad (Soledad Fernández)

Todos los derechos reservados 2025

Imagen generada con Ideogram

domingo, 19 de enero de 2025

Perder la cabeza

 



 

Esa mañana de abril, Rebeca no encontró su cabeza. Despertó como siempre, a las 6 en punto, cuando el zorzal dio su primer sonido al alba. Nada presagiaba esta situación. Pero lo cierto es que, al ir a buscar su cabeza, donde siempre la dejaba, no estaba ahí.

Se desesperó, por supuesto. Lo complejo no era el retraso de tener que buscarla. Ya era un problema tener que bañarse sin ella. Porque ¿cómo se lavaría el cabello? O peor, ¿cómo cepillaría sus dientes?

Lo malo de esta eventualidad era que tenía el entierro de tía Carlota. Y si no iba presentada, con cabeza y todo, su madre (hermana de la difunta) le arrancaría…bueno, la cabeza no. Pero la desheredaría con total seguridad. La crucificaría hoy y cada vez que la viera de ahora en adelante. Le diría que por eso era una solterona que no tenía hijos, y que mejor, porque: ¿qué nietos le daría si no puede mantener la cabeza a mano para cuando se necesita?

Y ni que hablar de su padre que, sin poderle picar el cerebro, como hacía siempre preguntando por un novio o una carrera o un novio con carrera, la atormentaría luego en cada encuentro familiar. En cada asado, en cada lunch, en cada cumpleaños de su perfecta hermana le traería a colación el “pero nadie perdió la cabeza como lo hizo Rebeca”. Y así se minimizarían todos los errores ajenos y los males de la familia porque ella no supo cuidar sus pertenencias.

Quizás la pertenencia más sagrada, diría la difunta tía. Que gracias a Dios, se había ido al más allá quien sabe a cuál de los más allá de este universo.

Buscó en el placar, en el baño, en la cocina y en el comedor. No había rastros de su cabeza y los minutos pasaban. En breve llegaría su hermana en su hermoso auto nuevo con su perfecto esposo y su adorado hijo a buscarla. Claro, porque ella que hoy perdía su cabeza, no era capaz de tener un trabajo lo suficientemente digno como para comprar un auto.

Si, apenas vivía con lo que ganaba. Apenas pagaba los gastos de su pequeña casita con un jardín lleno de flores. Apenas podía alimentar su pequeño cuerpo que últimamente comía como canario. Apenas podía con tantas cosas que era obvio que un día tan importante como este perdiera la cabeza.

Buscó en el jardín (allí se pierden muchas cosas), entre los geranios y los no me olvides. Entre las fresias y el sapo gigante que hacía las veces de maceta para unas calas. Nada. Buscó detrás de las caléndulas y entre las rosas rococó. Tampoco.

¡Las siete! Fue hasta el ropero y buscó un vestido acorde a la ocasión. Pero para su desgracia, no había ninguno negro. Agarró uno rojo que le llegaba a la rodilla y que tenía un escote sobrio. Otra falta más para este día fatal y agónico.

Hacé memoria Rebeca, se dijo. Pero ¿cómo hacerlo sin cabeza? ¿Cómo afrontar el día con la cabeza perdida, con un vestido rojo y los zapatos blancos de charol? No había forma.

Se resigno a ir así, sin desayunar, sin lavarse el pelo o los dientes, con una tristeza rara y un no se qué por la vida que llevaba.

Se sentó a esperar, acongojada y sin poder llorar como se debe. Esperó ahí tranquila a que se hicieran las ocho. Miró por la ventana el jardín, los detalles de su parque, las flores y las mariposas. Miró su cocina llena de detallitos alegres. El mantel de limones, las tazas de pintitas. Poco a poco se dio cuenta de tanto que tenía y en ese momento, entre que daba la hora y sonaba la bocina de auto de su hermana, es que su cabeza apareció ahí donde siempre debió estar: encima de sus hombros.

Se miró al espejo, sonrió y salió al velorio de su amada tía.


Autora: Soledad Fernández (Misceláneas de la oscuridad)

Todos los derechos reservados - 2025

Imagen hallada en la web, derechos del autor.

domingo, 22 de diciembre de 2024

Más allá de las sierras

 




‹‹Play››. Una burbuja de jabón vuela bajo la luz del sol y destella chispas de colores que encantan a quien la mira pasar. Viaja mecida por la brisa primaveral esquivando a otras tantas que vuelan junto a ella. Es testigo de algo, mientras que en su vuelo desciende y al posarse en el charco de sangre, junto a su piel pálida de muerte, explota.

Estalla en millones de partículas, se mezcla con la sangre derramada y desaparece para jamás volver a ser. Como ella que está tendida en el suelo del parque.

Otras como ella siguen su viaje y reflejan la muerte que acaba de ocurrir. Unos ojos oscuros dilatados, una maceta rota y un cráneo destrozado. Se asombran -si es posible que algo de jabón pueda sorprenderse- del terrible escenario que se oculta entre los techos rojos y árboles ornamentales. Se preguntan como nadie escuchó, como nadie vio lo que había pasado.

‹‹Rebobina-play››. La burbuja muerta sale del burbujero de un payaso en la plaza del pueblo. Se eleva por los aires. Siente la brisa, ve las sierras a lo lejos. Es feliz de haber nacido y de tener la posibilidad de volar. La pobre no sabe que su vida va a ser breve como la de aquella señora del jardín pequeño. Porque en relación, ambas terminan muriendo en el mismo lugar y tiempo y a edad de las burbujas, ambas tienen similar edad.

Tampoco sabe que por un segundo refleja el horror, la concatenación de eventos que llevará a que esa mujer, pierda la vida en la flor de su plenitud. En el momento preciso en que su vida se había ordenado. En ese instante sagrado en el que logró respirar en paz, amar sus plantas y dejar atrás todo aquello que la había traumado. Porque era una sobreviviente.

Ironías de la vida. Escapó de un mal matrimonio, de un mal marido, de una mala vida que la atrapó sin sentido. Ella que era una mujer fuerte, independiente, cayó en el embrujo de ese ser que luego descubrió, podría haber sido un personaje de las novelas de terror de Lovecraft. Un monstruo de carne y hueso moldeado al calor de su narcisismo.

‹‹Acelerar-play››. Una casa hermosa en el medio de la nada. Así decía el anuncio en el diario local. Supo que él jamás la encontraría ahí.

Una madrugada de diciembre, antes de navidad, cuando él se fue a festejar con los amigos de la oficina, ella se fue casi con lo puesto y unos ahorros muy bien guardados. Huyó de esa casa que la reprimía y jamás volvió a mirar atrás.

‹‹Autoplay››. Cuando llegó a la casa respiró libertad. El jardín trasero era magnífico. Pequeño, pero majestuoso. Con flores en macetas, un ciruelo rodeado de un cantero de piedra, helechos y muchas mariposas.

Se dedicó a cuidarlo con esmero y dedicación. Aprendió técnicas de injertos, armó una pequeña huerta en macetas y vio crecer tomatitos Cherry y morrones colorados. El patio era un laberinto mágico de macetas, plantas y plantines. Colibríes y mariposas sobrevolaban entre margaritas y jazmines. Su mano era mágica en realidad.

‹‹Adelantar-stop-play››. Esa mañana estaba fresco. Había tenido un sueño raro, como premonitorio. Soñó que él la encontraba y la llevaba de nuevo a la ciudad. A esa casa triste que la vio envejecer de forma prematura y que le generó más de una forma de sufrimiento. Despertó angustiada imaginando perder todo aquello que había conquistado en los últimos meses.

Se preparó un mate para despejar esas sensaciones y para que la energía de su jardín le diera fuerzas para sobrellevar la sensación horrible que tenía en su pecho. Mate en mano fue a su refugio, a su mágico jardín. Una brisa y burbujas en el cielo. Miró maravillada el espectáculo multicolor que se esparcía en el cielo. Sintió su alma liviana, recompuesta. Sonrió segura otra vez.

Fijó su mirada en una burbuja en particular, enorme que descendía hacia ella. Era la reina destacada de las burbujas. Incluso sintió que la burbuja la había divisado desde la altura. Había nacido para tocarla. Extendió su mano para llegar a ella y avanzó unos metros. Tropezó con una de las enormes macetas, y perdió el equilibrio.

‹‹Slow-life››. Segundo a segundo, mientras su cuerpo se iba desplomando, entendió que, si algo le pasaba ahí, nadie la encontraría. Quizás pasaría horas tendida sin que nadie se percatara. ¿quién la extrañaría? La chica de la verdulería quizás porque la veía día por medio. Pero había estado ayer, así que recién en 2 o 3 días se preguntaría por la extraña de la casa del mágico jardín.

Sola. Mientras entendía que ese sería quizás uno de sus últimos instantes en la tierra, su cabeza golpeó contra el cerco de piedras de su ciruelo que estaba totalmente en flor.

Un golpe instantáneo, brusco, certero. Sus ojos se dilataron mientras la burbuja siguió descendiendo hasta posarse en la sangre derramada en el piso. El último suspiro coincidió con el estallido de la burbuja que pereció junto a ella. El aliento de ambas entremezclado llegó a una mariposa que estaba posada en sus cherrys. Naranja y amarilla, con destellos tornasolados. Tomó ese doble suspiro y se lo llevó lejos, más allá de las sierras. Donde el sol ya no vería más a aquellas dos.

 

Autora: Misceláneas de la Oscuridad (Soledad Fernández)

Todos los derechos reservados

lunes, 18 de noviembre de 2024

La Fila

 


 

‹‹ Perdóname, Padre, porque he pecado. ››

Me rio sin querer como una explosión de infantilidad reprimida. La frase solemne, como en las pelis yankis, el silencio del otro lado. No puedo ver bien porque lo que nos separa, esa tabla perforada del confesionario hace que vea solo lo de abajo. Como una falda negra, pero nada más. Ni siquiera el rosario característico. ¿Quién me asegura que ahí hay un cura?

El silencio se hace más profundo y ya me siento incómoda. Que viejo de mierda, pienso con bronca, pero la culpa no es de él…en todo caso es un pobre tipo que eligió ser la mano visible de Dios o qué sé yo. Jamás elegiría ser monja, aunque mamá hubiera deseado eso para mí.

Yo no quería entrar, pero siempre es el mismo mecanismo: mamá me mira primero con cara amigable, incitándome por “las buenas” a hacer algo que ella y yo sabemos que no quiero hacer. Como no lo logra y después de mis intensos, aunque susurrantes “No, ma”, su cara se transforma y el silencio que tironea de mis acciones, se presenta entre nosotras. Ahí mi cabeza empieza a traicionarme. Primero diciéndome “es mamá, ella hace todo por vos” y ya me ablando un poco. Pero en estos casos religiosos, mi otra yo, la que toma el mando se pone firme y me petrifica dejándome presa en esta dicotomía. “Ya es hora de que tomes tus propias decisiones”, dice con certera confianza. Pero la cara de mamá, silenciosa y pétrea juega fuerte. Y sé que si no hago lo que ella pide me esperan semanas de un clima helado.

Y acá estoy frente a una madera perforada, esperando a que este ser diga algo. Pero el silencio es tal que empiezo a decir pavadas. Estupideces incoherentes que no ayudan y que terminan en un veredicto: Cinco padrenuestros y tres avemarías. Y andá a la fila de afuera, dice con seriedad.

Salgo con una mezcla de enojo y perplejidad porque nunca había sucedido esto. No me refiero a lo de los rezos, sino a lo de la fila.

Durante mi infancia, La Fila, era un mito donde, si no hacías lo debido, el “Padre” te mandaba a la fila de afuera. Decían que estaba atrás de la iglesia, cruzando un parque lleno de árboles viejos. Algunos retorcidos de tantos años de espera y resistencia al clima. Decían que las tumbas estaban ahí, centenarias, de curas y monjas de antaño y que, por ese motivo, la naturaleza e incluso el clima, no eran normales.

Siempre me reí porque estaba segura de que era una leyenda de los adultos para amedrentarnos. Pero ahora, en mi adultez, este hombre me manda a La Fila. A hacer qué, no se sabe. Quizás a esperar otro juicio de valor de un ser pagado por el Señor o una sentencia a mi vida imprudente y mal aprendida. Porque, según mi madre, estaba correctamente educada.

Atravieso el cementerio que no era tan terrible como lo pintaban, y llego a la fila. Somos 6 personas paradas una detrás de otra frente a un cartel. Una enorme cruz negra y dos palabras concretas: Ascenso o Descenso. Podría haber sido cómico sino fuera que me recorre un frío por la espalda siendo pleno verano.

Las caras de quienes hacían la fila son de preocupación. Reconozco al hijo de Carlota, un alcohólico prematuro que vendió hasta sus medias por más tequila. Y a la hija de María, la vecina de enfrente que se había embarazado a los 17 y nunca quiso decir quién era el padre, aunque todos sabíamos que andaba con un concejal de renombre. Casado y con tres hijos por supuesto, la había hecho abortar. Ese era su pecado para el pueblo, deshacerse de un ser vivo y no hacerse cargo de sus bajezas. Hipócritas.

Me hago la señal de la cruz por las dudas. Porque los pensamientos se escuchan en todos los rincones de este pueblo y eso define muchas cosas como mi futuro inmediato y el que esté en esta fila de mierda.

Diviso también a la que era mi mejor amiga de la secundaria y con quien nos distanciamos andá a saber por qué. “No te hagas”, sentencia la voz de mi costado rígido. “La verdad nunca entendí que pasó”, le responde mi costado ingenuo. “Sabés muy bien que mamá nos separó”, responde el costado dramático que además llora sin consuelo. “¿Por qué nos separaría mamá?”, pregunta la ingenua de nuevo. “Fuimos nosotras las que decidimos”.

Mi cerebro empieza una discusión sin tregua que genera llantos y gritos por todas partes, muebles arrojados contra paredes y gente corriendo por campos desconocidos. Aparecen recuerdos de un cine, mamá llorando, una cruz y la imagen de Jesús. Papá muriendo a mis catorce. Mamá con luto perpetuo. Un vecino escapando por la ventada de la pieza de mamá sin poder precisar la fecha. ¿Fue antes o después de que papá muriese? La moralista que es la rígida sigue tirándome imágenes random mientras observo a Camila. Algunas cosas empiezan a volver y realmente me pregunto por qué nos distanciamos de un día para el otro.

La primera persona de la fila pisa el pasto donde está el cartel y cae como en un pozo. Desaparece en un milisegundo, sin pena ni gloria. Todos gritamos de espanto y vamos a ver que pasó. Pero para nuestro asombro no hay nada más que pasto. Miramos el cartel, el cielo, a nosotros. Colectivamente empezamos a entender algo, pero nadie se anima a expresarlo en voz alta.

Camila tiembla y me acerco. Ella no me mira y recuerdo lo mal que la traté. Recuerdo su cara bañada en lágrimas. Una mudanza, la de mamá y mía lo cual hace más que extraño que estemos acá.

Le agarro las manos. Recuerdo el cine y las tardes juntas y otra vez el miedo aterrador. El cartel, el ascenso o el descenso.

La siguiente persona, una desconocida que está pálida como una hoja, se persigna. Llora desconsoladamente y dice “Si, me arrepiento” y enseguida comienza a flotar. También gritamos al unísono. Aprieto fuerte la mano de Camila y ella se apoya en mí. Los recuerdos fluyen como una catarata enorme de sensaciones.

Recuerdo otra vida en la gran ciudad. La depresión, la tristeza y una clínica. ¿Era mamá la internada? No recuerdo muy bien, pero el dolor era mío y fuerte.

La mujer desaparece en el cielo y todo se vuelve más aterrador. Podría irme, ¿no? Miro atrás y el bosque desaparece en un segundo. La tierra se limita a este espacio, a este momento. Al cartel y a la siguiente persona que no puede decidir. Y el tiempo avanza y la toma como una enorme raíz y la arrastra por el suelo para ser tragada como la primera mientras grita con alaridos penetrantes.

El bip de un latido, una intravenosa en mi cuerpo y la cara de mamá asustada. Era yo en la clínica y no era la primera vez. La tristeza me consumió y el cuerpo se sentía pesado. ¿Cómo borre eso de mi mente? El cuerpo como una prisión, el dolor insoportable.

María sale corriendo a la nada que nos rodea. Grita desesperada y en cuanto traspasa el límite se evapora y desaparece.

Camila llora y la abrazo fuerte. ¿Sería capaz de repetir el pasado? La miro, siento la mirada de mamá como antes. El dedo acusador del “Señor” o lo que eso signifique. Extraño a papá. Camila se separa de mí, como succionada por el cartel. No puedo sostenerla entre mis dedos. ¡No me arrepiento!, grito, pero Camila desaparece y ya no puedo rescatarla.

Corro hasta el cartel, lo sacudo con fuerza. Lo arranco de cuajo y lo tiro lejos, con una fuerza sobrehumana. Nada funciona, el tiempo sigue, el dolor vuelve tan violento como antes. Un trueno, un resplandor en el cielo. Un rayo me golpea en la frente, con la fuerza de miles de voltios y pierdo la conciencia.

Estuve en lo oscuro un tiempo, escuchando mis voces internas que discuten que hacer. Pelean por tomar el control, por decidir qué soy, qué hacer. Un sacudón, una caída. Podría ser el Infierno, pero ya nada importa. Lo merezco, lo se. Por dejarla sola…

Abro los ojos. Es una hermosa mañana a pesar de mi luto por mamá. El sol entra por la ventana. El gato me observa desde el escritorio, esperando a que nuestro ritual mañanero comience. Hay una paz extraordinaria, la respiro en profundidad. Recuerdo su caricia, sus ojos tristes al desaparecer. Busco mi celular, su nombre y ruego porque ella siga estando en el mismo lugar.  

Autora: Misceláneas de la Oscuridad

Todos los derechos reservados 2024

domingo, 20 de enero de 2019

Grotescos







La gente hablaba de ellos. Desde que se habían mudado a la pintoresca casa abandonada, los vecinos no hacían más que hablar de ellos dos. Sobre todo de ella. De Constanza Galarza. Que “Constanza se la pasa adentro y nunca sale”, que “Ella lo domina y no lo deja vivir”. También que… “las compras las hace por internet y apenas sale a la puerta a pagar”, “Y qué querés si pesa una tonelada…es como una ballena”. Así decían de ella y peor aún con cada cosa que la mujer hicera o dejara de hacer. 

Constanza Galarza era una mujer obesa. Muy obesa. No siempre había sido así. Más bien había sido una hermosa mujer, elegante, delgada y llena de vitalidad, hasta que conoció a su esposo una noche de brujas, veinte años atrás. La gente del barrio creía que ella se la pasaba tirada en una cama, comiendo y mirando telenovelas. 

Hay que intervenir…ese pobre hombre va a desaparecer
Esto dijo una tarde Clotilde, en la reunión del consorcio del barrio. Eran unas veinte personas que se reunían una vez por mes.
Lo peor es que cuando ella se muera (Dios no lo permita)decía luego persignándose¿Cómo la van a sacar de la casa?
Vamos a tener que llamar a una grúa
A los bomberos
¡Qué vergüenza para el barrio!

Y así opinaban, cada mes, en cada reunión de consorcio, los vecinos de Constanza Galarza.
Ella conocía muy bien esos rumores. Es más, se daba cuenta de la situación que vivían, aunque poco estaba a su alcance para cambiar algo. Había una realidad: si ella se ponía a dieta, su marido comenzaba a adelgazar progresivamente y terminaba internado, desnutrido por esa situación. 

¿No come usted, señor?le había preguntado el médico la última vez que había llegado al extremo de pesar cuarenta kilos.
El pobre hombre, llamado Hermenegildo Gomez, apenas si podía hacer un gesto. Acostado en esa cama de hospital, con un suero en su brazo, amarillo y desnutrido, apenas podía abrir los ojos haciendo un esfuerzo sobrehumano. Constanza contestó en aquella como en tantas otras oportunidades.
Él come muy bien…yo estoy a dieta.
Debería estarlo señora. ¿Cuánto pesa? ¿150, 170 kilos?
Y Constanza, abrumada y avergonzada por el trato del “profesional”, hacía silencio.
Pero usted, señor mío…debe comer. La dieta es para su obesa mujer, no para usted ¡hombre de Dios!

Hermenegildo la amaba y ella estaba muy segura de eso. Se llevaban muy bien, salvo por el detalle del peso. Cuando ella deseaba enflaquecer, él desaparecía lentamente hasta que terminaba internado. Esto ocurría de tanto en tanto porque la pobre mujer, literalmente comía a más no parar para que él engordase unos cuantos kilos y sobreviva a su consunción. Ella llegaba a su extremo por él y luego, cuando ya casi no podía respirar por su obesidad, hacía dieta hasta que él llegaba al suyo. Era un ciclo de nunca acabar. 

Ya se habían mudado varias veces con la ilusión de que el cambio de aires les viniera bien. Pero no habían tenido suerte. Y en este último lugar, en este barrio, las cosas se habían vuelto intensas. Con los vecinos, con la comunidad entera.
Son grotescosgritó Ilda a la muchedumbre que estaba en la reunión.Son una vergüenza…ella es una vergüenza y está consumiendo a ese pobre hombre que no puede alimentarse, porque no le deja nada para comer.
Claro, nadie sabía el calvario que esa pareja pasaba.
¿Qué vamos a hacer, amor?preguntó triste Constanza a su extenuado marido.
Él, se frotó la cabeza y no supo qué contestar.
Quizás debamos separarnos…

Él fue hasta donde ella descansaba, le tomó las manos y se las besó. Los ojos llenos de lágrimas, el nudo en la garganta. Ya habían pasado por tantas situaciones de tristeza y de violencia. Él entendió que Constanza ya no podía continuar. 

Ella, con mucha dificultad se paró. Armó un pequeño bolso y como pudo salió de la casa y del barrio. A medida que caminaba, lenta pero firmemente hacia otro futuro, su cuerpo se fue amoldando al que era cuando joven, mientras que Hermenegildo incrementó su peso. Sin embargo, no sintió alivio. Sino que su corazón se estrujaba  de dolor. 

Fue hasta donde los vecinos se juntaban y en medio del griterío iniciado por Ilda, habló:
Gracias a ustedes, malditos egoistas que no pueden ver a nadie vivir su vida, he perdido a la única persona que amé y me amó como soy. Con este embrujo que pesa sobre mí. Con esta maldición que provocaría que cualquiera que me amara engordaría enormemente, mientras que yo me consumiría de amor. Y estaba en paz con eso. Los dos estábamos en paz. Pero ustedes lograron que perdiera eso…que perdiera a mi única felicidad. 

Hermenegildo se fue dejando detrás de si un silencio mortuorio y miles de dudas en esas cabezas huecas que discutían lo que no entendían. Ya nunca más se habló del tema. Al menos de forma abierta, a viva voz. Ya nunca más lo volvieron a ver. Dicen que se recluyó aun más que antes. Que se volvió hermitaño. Dicen que murió mirando una foto donde estaba él, casi consumido junto a su obesa Constanza. Rozagante y maravillosa como era. Eso dicen, al menos las malas lenguas. 

¿Y Constanza? Dicen que se dedicó a modelar con su figura esbelta y delgada. Aunque bien podrían ser habladurías. Jamás se sabrá.

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2019

sábado, 24 de noviembre de 2018

Al son de su melodía





“Sólo es una noche”, te dijo. Una única noche. ¿Qué te iba a pasar? Nada. Te lo repetiste una y otra vez. Nada podría pasarte, era solo una casa. La casa más antigua del pueblo, la casa donde la habían asesinado. 

Cuando el doctor te hizo la propuesta de pasar una noche ahí para tratar tus terrores nocturnos, no dijiste ni una palabra. Porque, claro, no tenías terrores, tenías “dudas”. Miles de dudas. Y una nube densa, empetrolada que obstruía tus recuerdos.

El hombre te lleva a la sala principal, en silencio. Su mutismo te recuerda el velatorio de ella, a los pasos de la gente que como ahora, rebotaban por la casa sordos. Ahí mismo, hace tanto.

Te deja en la sala principal y se va. Ves el viejo piano lleno de telarañas, una silla y un enorme ventanal que está tapiado. Desde aquella época, toda la casa está sellada, salvo por la gran puerta principal. Ahí hay cadenas como las que pesan en tu alma. 

Unas cortinas de terciopelo cubren el ventanal y desde adentro no se nota el tapial. Un hermoso detalle que no te sirve de nada, porque vos lo sabés. Sabés que estarás encerrado toda la noche. Que no vas a poder escapar aunque lo intentes. Pero qué importa ya, ¿verdad? 

Seguís observando la habitación. Todo está prolijo, limpio. Quizás demasiado, por ser una casa abandonada. Te preguntás si habrían limpiado para dejarte ahí. ¿Por qué pensar en eso? Ahí sucedieron cosas más graves que el polvo acumulado o una alfombra mal aspirada. Esos pensamientos son tus distractores. Como siempre. Para no pensar en lo malo, siempre te enfocás en lo ínfimo, en lo inútil. En los detallitos periféricos que no aportan nada. Quizás te sentís culpable por no haber visto lo que pasaba. Por haber estado tan ciego. O tal vez te repetís que estabas distraído, que el árbol te tapó el bosque. Porque según la policía, ella se mató. Hipócrita. 

Pensás en Clara. En cuando habían sido felices ahí, en esta misma casa, veinte años atrás. ¿Por qué volver? Según tu declaración, no recordás nada de aquella noche. Nada significativo. Incluso dijiste que estabas descansando, unos cuantos metros más allá. Raro ¿no? Por ahí necesitás explicaciones, porque la duda siempre te acompañó, desde aquella noche. Y ya es tiempo de enfrentar a los fantasmas de tu pasado y pasar una noche en el mismo lugar en que ella apareció muerta, sentada en esa silla.
Sola. 

El tiempo corre, pero vos no estás seguro de a qué velocidad. No hay reloj o tic tac que te acompañe, que pueda guiarte en esta única noche. Aunque la casa tiene un ritmo propio y lo sentís en tu sistema, en tu conciencia. Es enloquecedor estar encerrado ¿no? Así se habrá sentido ella. Pensalo, ella pasó tanto tiempo acá sola, desesperada pidiéndote clemencia y vos le ponías llave a esa puerta y la dejabas llorando por su mal comportamiento. Por su libertad… su libertinaje, según vos. Te sentías hecho a un lado, basureado por sus aires de diva. Y tenías que disciplinarla. Y luego de un tiempo, cuando ya no le quedaban lágrimas para llorar, Clara tocaba el piano y vos te sentabas afuera y llorabas por ese destino retorcido que los unía.

¿Y quién la mató? No estás seguro, ¿verdad? No te pongas nervioso. No es necesario. El pasado está en el pasado, aunque la casa te envuelva y te confunda. 

Sí. Es mejor que camines, que andes por ahí rememorando aquellos años. Recordá a Clara tocando en el piano esa melodía que jamás terminaba de componer. Porque estaba distraída al final y nunca supiste el motivo de su distracción. Y eso te provocaba celos, odio, envidia. Todo junto. Sin embargo, la música era lo más hermoso de ella. Y ella era perfectamente hermosa, aun con sus cositas… ya sé. No querés recordar cómo era en realidad ¿no? Claro. A la larga, ella te dominaba, te doblegaba con su carácter, con sus exigencias de gran artista. Con su belleza extrema. Con su apasionado amor. Y cuando te excedía la encerrabas… y esta casa era testigo de su dolor.

La habitación se hace pequeña de pronto. Sentís que te absorbe, que te oprime como lo hacía Clara. Te falta el aire porque está viciado. El encierro te aprieta en el pecho. Vas hasta la puerta. Querés abrirla pero está cerrada. ¿Querés irte ya? Claro que querés irte, pero no podés. Porque hay algo que no cierra de aquella noche. Hay algo que está oscuro, denso. Y la casa sabe la respuesta. La casa te va a contar qué pasó, o mejor dicho, lo que no querés aceptar.

Volvé al piano. El piso ya no está tan limpio. Ahora se nota que el tiempo pasó. Hay tierra por todos lados, hojas secas que entraron por la chimenea. Una melodía vuelve a tu cabeza una y otra vez. No quieras evadirla. Aceptala. Es un regalo, como te decía ella. Sí. Su música era perfecta y única. Hubiera sido tan grande pero….

¿Quién la mató? Acaso ¿es tan importante saber quién empuñó el cuchillo después de cómo la tratabas? Parece que sí. Pero no te vayas. Sentate tranquilo que ya no falta tanto. ¿Ves a tu alrededor, como todo cambia? Ah ya sé, ese destello te saca de quicio. ¿Qué es eso que brilla en la mesita de allá? Dale, andá a ver y sacate las dudas. Desde que entraste a la habitación no te habías percatado de eso. Tampoco de la suciedad o del deterioro de la paredes. El papel tapiz está descascarado y las cortinas llenas de hongos. Los detalles, mi querido, son importantes. Y vos creíste que todo estaba bien, en orden. 

Caminás hasta la mesita, mientras sentís el latir de tu corazón en tus oídos. Al final no era tan buena idea pasar el tiempo ahí, junto a tantos recuerdos. ¿Qué va a pensar el doctor cuando te encuentre así de desquiciado en la mañana? ¿Qué le vas a decir? 

Llegás al destello. Es metálico. Lo agarrás mientras tu cuerpo tiembla por completo. La casa te habla, te cuenta de aquella noche pero no querés escucharla. Ya no.  Mirás el cuchillo, chorrea sangre fresca, roja. ¿De quién es? Te preguntás pero ya sabés la respuesta. Escuchá, te está contando lo que pasó. ¿Querías saber la verdad? Aceptala. 

Lo denso se va disolviendo lentamente, como el humo que se despeja con el viento. Ese viento te envuelve, te lleva, te sienta en la misma silla en la que Clara murió. Agarrá el cuchillo, dale. Agarralo firme y hacé lo mismo que  le hiciste a ella. Pasalo por tu garganta, profundo. Y perecé convulsionando, igual que Clara mientras la casa toca su música y el sol sale en el horizonte. 

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018