La brisa cálida de primavera
se filtró a través de uno de los enormes ventanales de la antigua casona. El
sol que luchaba por traspasar las nubes, ocasionalmente lo lograba, dándole una
tenue y cálida iluminación al lugar. En uno de sus triunfos, el astro rey iluminó
aquel pasillo y cuando eso sucedió, el efecto provocado era casi de otro mundo.
Los rincones, así clareados, parecían estar desiertos y se podían divisar
cientos de pequeñas lianas que alguna araña se había tomado el tiempo de tejer.
En la pared, frente a la ventana de mayor tamaño, se veía un cuadro con el
rostro de una bella mujer. Su cabello oscuro, contrastaba con lo pálido del
rostro y hasta una mirada triste se dejaba entre ver. Por el ángulo en que el
retrato se hallaba ubicado podía observarse el reflejo del jardín que estaba
justo frente a él. Y de esa manera, una extraña sensación de superposición de
imágenes se formaba casi sin querer. Era como si la composición artística
hubiera sido tenida en cuenta en su conjunto a la casa y más precisamente, a la
galería con las moribundas plantas del parque; formando un todo que llegaba a
ser casi surrealista.
Ese cuadro había capturado la
atención de Ana quien se sintió cautivada no sólo por la imagen sino también
por el juego del entorno. Luego de haberla visitado la primera vez, soñó ese
retrato por más de una semana y en su corazón se instaló la idea de que esa
mujer necesitaba compañía y hasta ayuda. Más precisamente la suya. Entonces, se
decidió a adquirir la propiedad e inmediatamente llevó sus cosas al lugar. La
mudanza en solitario, había durado hasta entrada la noche, por lo que luego de
semejante tarea y con mucho por terminar, se recostó y cayó en un sueño
profundo, donde la mujer del cuadro, de rostro triste, pugnaba por decirle
algo.
“Ana”. Un suspiro en el aire
parecía escucharse.
Ella despertó bruscamente. No
estaba muy segura de cuánto tiempo llevaba durmiendo; allí estaba todo oscuro. La
habitación que había elegido para dormir daba al parque principal. Unas pesadas
cortinas blancas y claramente antiguas, le daban cierta intimidad al entorno de
la habitación ya que sólo el vidrio se interponía con el exterior. Ella se
asomó y desde allí pudo ver la galería cruzando el jardín. Aquel espacio,
otrora lleno de vida y color, estaba rodeado por la propia casa. Aún se podía
apreciar alguna que otra planta que los años habían castigado volviéndolas
ramas de extrañas y retorcidas formas. La aridez reinante hizo además, que en
el lugar del césped, creciera una opaca vegetación que desafiaría a Ana en el
arte de la jardinería. Ese jardín era como el corazón de la casa, agonizante
pero con una belleza casi tétrica. La luna emitía en ese momento, una luz que caía
como derramada en el parque y se posaba caprichosamente sobre el cuadro. A
pesar de la distancia entre la habitación y la galería, Ana podía apreciar con
una nitidez increíble, hasta intimidante, la imagen en su totalidad. Ella se
sintió hipnotizada.
“Ana”, escuchó a lo lejos y
su piel se erizó por completo. Miró con detenimiento el cuadro y le pareció que
la mujer se movía, que extendía sus brazos fuera del marco pidiendo por ella. Una
sensación de doblegamiento y dependencia se apoderaron de ella, tanto que tuvo
que luchar por desprender la mirada de esa mujer suplicante y salir de allí.
Cuando finalmente venció la inmovilidad, se alejó de la ventana con el corazón
palpitando a demasiada velocidad. Creyó volverse loca y corrió hacia la puerta de
la habitación. Prendió las luces y volvió a mirar por la ventana. Pero para su
sorpresa, todo estaba en su lugar: las cortinas del pasillo se encontraban
cerradas y la oscuridad reinaba en aquel sitio. Ni siquiera la luna estaba
alumbrando.
“Estoy alucinando”, pensó y decidió
prepararse un café para despertarse. Salió de la habitación y pasó por el
comedor. Allí sintió una presencia extraña, como si algo más invisible pero
poderoso, la estuviese siguiendo. Era como un presentimiento de algo, algo que
no podía precisar o definir con exactitud, aunque muy contundente. Prendió las
luces y sin embargo todo estaba tal cual ella lo había dejado horas antes: cajas
apiladas en varios rincones que le recordaron que su tarea aún no había
finalizado, algunos muebles aún cubiertos por sábanas y maletas que debían
organizarse. Nada extraño y menos aún, ningún ente indefinido por allí. Llegó
al otro extremo del comedor y notó que debía atravesar aquel pasillo para
llegar a la cocina. Intentó prender las luces de la galería pero estas no
quisieron encenderse. “No pasa nada”, se dijo para tomar coraje y empezó a
caminar con cierto sigilo. Las cortinas se elevaron suavemente. Comenzaron a
volar como si el viento las acariciase. Sin embargo, afuera, la noche estaba
calma, sin viento. Ni siquiera la más mínima brisa. La luna salió y comenzó a
alumbrar nuevamente, tanto que parecía un reflector apuntando al retrato.
“Ana”, nuevamente se escuchó como en un
suspiro y del cuadro pareció salir una mano de mujer. Ana se paró en seco por
el terror que le provocaba una posibilidad. La posibilidad de estar
enloqueciendo. Despabiló su cabeza y decididamente avanzó. La galería era
enorme. Bella, de una extraña y oscura manera. Antigua y simplemente adornada
con ese maravilloso retrato. Ana pasó a su lado y por más que hizo un esfuerzo
descomunal por no observarlo, su cabeza giró como poseída por una fuerza mayor
y desconocida, y lo miró. Para su sorpresa nadie había allí dentro. El lienzo,
que minutos atrás mostraba a una joven hermosa y triste, estaba vacío.
“¡No puede ser!”, pensó Ana y
se acercó más. Un paso hacia adelante le permitió ver que lo que ella creía
vacío, muy hacía el fondo mostraba un árbol sin hojas, con las ramas
retorcidas. Muy similar al árbol de su nuevo parque. Se acercó un paso más y
pudo ver que antes del árbol había unas cortinas largas y enormes que ornaban
unos ventanales gigantes. Dio otro paso
más y observó que una mujer se acercaba tímidamente, como investigándola a
ella, a Ana. “¿Quién será?”, pensó y se acercó aún más. Estaba casi tocando el
cuadro con su rostro cuando logró divisar con horror que alguien más estaba con
esa mujer curiosa; alguien se acercaba por detrás con un cuchillo en la mano. “¡No!”,
salió el grito de sus entrañas intentando prevenir a aquella mujer de lo que
inevitablemente iba a suceder. Entonces Ana estiró su mano y atravesó el vidrio
del cuadro como si éste no existiese, intentando advertir del peligro a la
mujer. Pero mientras Ana se desesperaba por lo que estaba observando, una
fuerza poderosa e invisible la empujó haciéndola caer sin más remedio dentro de
ese submundo, dentro del cuadro dejándola atrapada.
Ana miró a través del vidrio
del cuadro y vio que al otro lado del ventanal, a través del jardín muerto, había
una luz en “su” habitación. Desde allí, una mujer joven miraba, la observaba
con asombro y terror. La luz de la luna, mientras tanto, iluminaba a la mujer atrapada
en el retrato que con el rostro triste, le pedía auxilio a esa desconocida que
ahora habitaba su hogar.
Autor: Miscelaneas de la
oscuridad
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