Ella sabía que en breve el
tiempo se terminaría, pero aún así intentó disfrutar del
espectáculo que le brindaba la naturaleza. El cielo estaba de un
azul claro impactante. La brisa cálida de primavera, le acariciaba
el rostro y ella se sintió en armonía con el universo. Aspiró una
bocanada de aire fresco y quedó intoxicada por el oxigeno puro del
lugar. Miró el reloj. Amaba ese reloj. Estaba decorado con diminutas
mariposas en lugar de números y eso la hacía sentirse menos
apurada, más relajada. Diez minutos más. El paisaje comenzó a
borrarse. “Aun faltan diez minutos”, se reprochó. El árbol que
tenía frente a ella desapareció en un parpadear de ojos. El sol se
oscureció y dio paso a un cielo gris, monótono, descolorido y sin
gracia. “No quiero que se termine”, se dijo aún sabiendo cómo
sería el final. El banco donde estaba sentada se fue
desmaterializando lentamente y en ese preciso instante una sombra
nueva y diferente apareció. Sólo un segundo, brusca y rápidamente:
ella vio su rostro. Alguien nuevo en su paisaje habitual. Los ojos de
él hicieron contacto con los de ella y hubo un segundo de impacto
mutuo. Ella sabía que se terminaba el tiempo. Se quería aferrar a
esa sensación de bienestar. A la mirada nueva y a ese rostro bello
que por primera vez, en miles de horas que llevaba allí, apareció
para romper con la armonía construida tan delicadamente. Y de la que
ella formaba parte. Memorizó la cara de él…
La alarma del despertador sonó
dos veces. Una más que de costumbre. Alma se levantó con un rostro
en su memoria. Debía afrontar un día más de su vida sombría. Pero
esta vez con unos bellos y serenos ojos que habían sido clavados en
su corazón.
Se levantó con esfuerzo. Desde
aquel accidente, unos cuantos años atrás, cada día que pasaba se
le dificultaba más y más el poder andar sola. Cada paso era un
dolor inmenso y los analgésicos, ya no surtían efecto. “No tiene
nada”, le había dicho su médico y ella se sintió tratada como a
una loca. Una desquiciada a la que intentaban convencer de que su
mundo era color de rosa cuando en realidad, era todo lo opuesto.
Luego de ello, de ese mal episodio con la medicina, decidió tener
una vida alternativa. Ya que su vida se había vuelto un infierno
decidió que su paraíso estaría en el mundo de los sueños.
Cada noche ella soñaba lo
mismo: un hermoso lugar. En ese sitio, ella estaba con su cuerpo de
otrora, bello y esbelto, como había sido antes del accidente. Joven.
El paso del tiempo no la afectaba en aquel rincón inventado por
ella. La epifanía comenzaba siempre de la misma manera: sentada en
un banco de plaza, frente a ella, un lago cristalino, donde los patos
paseaban. Era primavera, siempre primavera y el cielo estaba
despejado. Nunca llovió en aquel refugio mágico y nunca se ocultó
el sol. Un árbol frondoso le brindaba sombra y ella leía o tomaba
café, o sólo miraba el horizonte, disfrutando de la belleza de la
vida y la naturaleza. Una belleza que su vida real y cotidiana, había
perdido.
Muchas veces caminaba descalza
a la orilla del lago con sus pies sanos y fuertes. Podía así sentir
el agua cristalina y tibia en su piel. Otras veces paseaba en
bicicleta. Allí encontró la perfección y era feliz.
“¿Quién será?”, se
preguntó mientras preparaba los mates de la mañana. “Yo no pedí
a nadie en mi mundo”. Estaba extrañada. Alguien en su sueño se
había aparecido y no era su esposo. Ex mejor dicho. Hombre bueno y
amable pero nunca fuerte y decidido como ella necesitó en el momento
más duro de su vida. Ella le reprochó solo una cosa: que la dejó
vivir. “Se feliz con alguien más” le había dicho sabiendo que
él estaba esperando esa libertad. Luego del accidente Alma había
estado en coma demasiado tiempo y cuando despertó, él había hecho
un duelo que se trasladó a la cotidianeidad. Entonces, una vez que
ella se pudo valer por si misma le agradeció el tiempo que la había
esperado y lo dejó volar. Y se quedó sola. Mucho tiempo sola, sin
articular palabra. No lo necesitaba. Trabajaba en una pequeña
oficina armando expedientes. Le dejaban en la mañana las copias
antes de que ella llegase y las retiraban luego de que ella se
hubiera marchado. Ninguna interacción. Ningún amigo. Pero no se
quejaba, “no lo necesito”, se decía a si misma para convencerse
de que su vida era como la del resto.
“Pero si yo no pedí… ¿y
si vuelve?” Alma se asustó con la idea. Se asustó porque tal vez,
ella quería que él volviese. Entonces, si esto era de esa manera,
la verdadera y molesta pregunta sería, ¿Por qué no volvió? Esos
ojos habían sido muy intensos y no podía borrarlos de su mente.
Tomó el colectivo de siempre para llegar a su trabajo y durante las
horas que transcurrieron allí Alma siguió pensando en esa
aparición, en su significado. Armó expedientes, como cada día, con
paciencia y dedicación, aunque con dolor. Un dolor que no sólo se
alojaba en su cuerpo sino que además se había instalado en su
corazón. Solo paró un instante para almorzar, sola como siempre.
Luego y sin demasiado ánimo, volvió a su casa. Allí y para
pasar el resto de horas que quedaban para la noche, arregló unas
plantitas, miró un poco de televisión (aunque nada le interesaba) y
sólo de esa forma, las horas se pasaron. Entonces, la noche llegó.
En ese momento, ella se puso de mejor humor. Sabía que al menos
durante 8 horas sería nuevamente la mujer de antes. Aquella joven,
sin problemas, sin dificultades. Se animó a tararear una canción.
“¿Estarás allí?”, pensó
y cerró los ojos. Entonces, nada. La puerta a su mundo paralelo y
personal estaba cerrada. No podía dormirse. La molestaba la
posibilidad de ya no estar sola en su rincón privado o tal vez, lo
que realmente la perturbaba era la posibilidad de estar sola para
siempre. “¡Qué tonta soy! ¡Es mi lugar! ¡Yo pongo las reglas!”,
se dijo. Tomó una píldora para dormir y cerró los ojos. Un libro.
El lago con cisnes blancos de cuello largo. El árbol que le brindaba
protección. Miró al cielo y notó que era un perfecto atardecer.
“Qué raro”, pensó. Ella había diseñado un cielo azul con el
sol inmaculado…y nunca, pero nunca se había alterado ese diseño.
Pero ese día su diseño era
otro muy diferente. El sol estaba siendo devorado por el propio
horizonte, entre dos cerros de picos nevados y a pesar de todo a Alma
le encantó esa vista. En la lucha por no desaparecer, el astro
destellaba miles de tonos naranjas que se mezclaban con rojo,
amarillo y rosa. Belleza pura. La brisa le tocó el rostro y de esa
manera despejó sus malos pensamientos. No era su diseño, pero ya no
le preocupaba demasiado: era feliz y se encontraba relajada otra vez.
Se levantó del banco y caminó hacia el lago. Se quitó los zapatos
y tocó el agua con sus pies. Frescura infinita.
-¡Hola!
Alma se asustó. Dio vuelta
sobre sus talones y allí estaba él, otra vez. Alto, bello,
sonriente. Parecía desafiarla con su mera presencia. Sus ojos eran
claros como el agua del lago al cual ella analizaba tirarse si esto
se ponía feo.
-¿Quien sos?- le preguntó
Alma sin siquiera saludarlo apropiadamente.
-Vos sabes quien soy
-No, no se quién sos. Si
supiera no te lo hubiera preguntado…
-Creo que sabés…pero bueno,
tal vez sea muy pronto. Yo sí te conozco. Te he observado todo este
tiempo.
-¿Sos un acosador, acaso?
-No, para nada –le contestó
el con una carcajada.
Al parecer a él le divertía
toda esta situación, aunque a Alma la ponía de un humor extraño y
contradictorio.
-Si querés me podés llamar
Leandro.
-Leandro…y ¿cómo se supone
que te conozco?
-No tiene importancia…ya no
hay tiempo para discutir. En diez minutos…
-…me voy…
Alma se quedó pasmada. Miró
su reloj de mariposas y notó que ya era la hora. El tiempo se había
pasado rápidamente. No quería irse. Más allá de la invasión,
necesitaba imperiosamente hablar con este hombre que súbitamente se
había aparecido en su mundo.
-Necesito explicaciones…
-¡Hasta mañana, bella mujer!
Miró el cielo. El sol
desapareció definitivamente detrás del horizonte. Irremediablemente
el tiempo se acababa y ella no quería irse. Lo miró y se empapó de
su rostro, de sus ojos, de su sonrisa.
-Hasta mañana…
Abrió los ojos. Su mundo gris
y tedioso comenzaba otra vez.
Ese día ni siquiera intentó
cambiarse de ropa. Apenas si se levantó y desayunó. Sólo se quedó
mirando el reloj, esperando que éste avanzara. Pero al parecer, el
tiempo era tirano y ella se había transformado en su esclava.
Deseaba dormir y en la medida de lo posible, eternamente, junto a él,
a su nuevo conocido. Intentó recordarlo. Hacer que la sensación
descubierta al estar junto a Leandro, se instalara y se hiciera
perpetua. Pero no lo logró. Lo intentó una vez más: sus ojos eran
bellos, de un verde que le rememoraba la primavera, esa de sus
sueños. Esos ojos eran sinceros, una ventana al alma de Leandro. Le
parecían, ahora que lo meditaba, vagamente conocidos, familiares
quizás. Su cabello, entrecano, le daba un aspecto de hombre
experimentado, de alguien que conocía el mundo. Y sus manos, firmes,
pero suaves… ¿Suaves? Cómo lo sabía. Estaba segura de que eran
suaves, pero ¿cómo?
Era inquietante saber algo de
un total desconocido. Y sin embargo, Alma estaba segura de la
suavidad de sus manos. ¿La habría acariciado alguna vez?,
“Imposible”, se dijo. Pero a pesar de ello, si lo intentaba,
podía describir la sensación producida por las manos de Leandro en
su piel…
El reloj marcó las 10 de la
noche. Tomó un té caliente y se fue a dormir…
Abrió sus ojos y nadie había
allí. El paisaje era el habitual. Sol, árbol, laguna, primavera. Su
corazón se sintió desfallecer. ¿Por qué él le haría eso?
Aparecer y ser alguien, para marcharse después. Sintió un peso en
el corazón, una sensación que ya había tenido aunque no podía
recordar cual había sido el motivo. Una lágrima cristalina rodó
por su mejilla. Entonces, una mano conocida se la secó y le acarició
el rostro.
-¿Llorás por mi?
-¿Dónde estabas? – le
reprochó ella
-¿Aún no me recordás?
-¿De dónde? Recuerdo esa
caricia…
Él la besó intensa y
prolongadamente. Entonces, su cuerpo estalló en un éxtasis como el
que no disfrutaba desde mucho tiempo atrás, quizás demasiado. Lo
conocía. Conocía esos labios, esas manos, esa piel. Pero ¿de
dónde? Sin embargo, en ese precioso momento de pasión, no le
interesaba. Sólo deseaba a ese hombre. Deseaba que no parase de
besarla nunca y por sobre todas las cosas, deseaba no despertar
jamás.
-Ya te tenés que ir…
-No me quiero ir… ¿Te
volveré a ver?
-Si lo deseas, así será.
Estoy aquí para vos.
Leandro le tocó los labios con
el pulpejo de sus dedos y ella despertó. Miró el otro lado de la
cama, vacía y helada. Tal cual era su vida. Sin embargo, algo en
ella había cambiado. Ese día Alma se levantó con alegría. Porque
esa noche, ella tenía una cita con el amor, una cita con Leandro.
Las horas que transcurrieron
entre la mañana y la hora de dormir no fueron tan descoloridas como
habían sido hasta ese día. En su trabajo se animó a charlar con
una persona que trabajaba junto a su oficina y le pareció bien.
Volvió a su hogar, y en el viaje admiró el cielo y el sol del
invierno que se posaba cálido, sobre su rostro. Admiró sus plantas,
comió algo y se fue a dormir. Pero en el instante en que cerró los
ojos un recuerdo la golpeó con una fuerza inmensa: recordó a
Leandro, recordó cómo y donde lo había conocido.
Esa noche el no apareció y por
primera vez en su sueño, llovió con intensidad.
Las siguientes noches fueron
inquietas para ella. Un pensamiento le rondaba en su mente. “Quiero
que estés conmigo por siempre”, le había dicho Leandro la primera
vez que ella lo abandonó. Ese abandono, había sido la decisión más
difícil que Alma había tomado en su vida. Pero lo hacía por su
esposo. Debió resolver eso antes de intentar ser libre. Muchos
recuerdos se hicieron presentes y ella no entendía cómo los había
ahogado. ¿Como había sido posible que se hubiera olvidado de
Leandro, de lo que había significado su amor? Un amor que se había
aparecido de la nada, en el momento de mayor oscuridad de su vida, en
el tiempo en que ella supo estar perdida.
Esa semana, no consiguió
dormir. A pesar de las píldoras, a pesar de concentrarse. Estaba
dividida entre dos mundos y debía elegir. A estas instancias, así
debía ser. Leandro la esperaba desde hacía años y ella lo sabía:
tendría quedarse con su vida monótona, solitaria y gris o decidirse
por un mundo bello y placentero, junto a él.
Y al parecer, el simple hecho
de no poder descansar le estaba señalando la triste realidad. Su
corazón ya había decidido y su mente debía acatar esa decisión.
Esa noche Alma se vistió de
blanco. Un hermoso vestido de gasa, largo hasta los talones que
llevaba guardado en su placard durante demasiado tiempo. Se peinó su
larga cabellera negra, se maquilló y se sentó en la cama. Echó un
vistazo a su alrededor. Su casa, nunca allí había escuchado el
llanto o la sonrisa de un niño, jamás. Esa era su tarea pendiente.
Y quedaría así. Notó que el ambiente era oscuro, casi depresivo y
se dio cuenta de que había estado sumergida en tinieblas durante
mucho tiempo. Ese lugar era la antinomia de su otro mundo. Hasta se
animó a creer que ese mundo tal vez era su pesadilla cotidiana. Se
aferró a su lugar feliz para tomar coraje.
Miró su mesita de luz y contó
las pastillas. Estaban todas las que necesitaba junto a un gran vaso
lleno de agua. Respiró hondo, algo nerviosa ya que extrañaba el
rostro y las manos de Leandro. Una a una se tomó las treinta
píldoras para dormir y se recostó. Su cuerpo comenzó a temblar y
su garganta se cerró. Oscuridad.
Miró desesperada hacia uno y
otro lado y sólo veía tinieblas, oscuridad por doquier. Sintió que
su corazón flaqueaba y que su respiración se hacía lenta y
dificultosa. “Es mi fin”, pensó y se dejó caer en la nada.
Una mano la agarró y la sacó
de ese mar negro en el que estaba luchando. Ella se aferró a
Leandro, sintió su cuerpo cálido y lo besó con intensidad. Ansiaba
sus labios, los extrañaba horrores. Mientras lo besaba se juró
nunca más abandonarlo. Entonces, se amaron miles de veces en
minutos.
-Te acordaste de mí- dijo
Leandro entre lágrimas.
-Si, vos fuiste mi faro cuando
estuve perdida, en coma. Te amé en ese tiempo, te amo hoy y te amaré
por siempre.
-Eternamente juntos, mi bello
amor, eternamente juntos…
Alma había despertado de un mundo agonizante y sin color. Una nueva vida, junto a Leandro comenzaba y de ahora en más, ya nunca se volverían
a separar…
Autor: Miscelaneas de la
oscuridad
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