sábado, 31 de agosto de 2013

Más allá de Helena

Una lágrima se le escapó y rodó por su mejilla. Sin embargo, la secó antes de que pudiese finalizar su camino. Ella se había ido para siempre y ya jamás volvería a sentir su piel suave o la calidez de su sonrisa. A partir del minuto en que el último suspiro salió a través de los labios supo que su destino había sido sellado. Ya nada en su mundo sería igual. Fue en ese momento que la realidad se transformó en una nube oscura y pesada, muy difícil de cargar.

Sintió una mano en el hombro. El sacerdote que llevaba adelante la misa le estaba diciendo algo. Sin embargo, no pudo entender qué. Los labios de aquel hombre se movían pero ningún sonido llegaba a sus oídos. Miró a su alrededor como esperando que al resto de la concurrencia le sucediese lo mismo pero lo que observó lo trajo bruscamente a la realidad. Un perturbador silencio y cientos de ojos posados en su persona en un día cada vez más negro y cruel. Miró a su alrededor y la realidad le pegó un cachetazo mostrándole un cementerio donde las almas dejaban a sus cuerpos descansar en paz.
El corazón se le hizo pequeño como si con eso lograse disminuir el dolor y repentinamente todo se volvió negro.

Abrió los ojos sólo para corroborar lo que todo su ser sabía: ya no estaba en aquel cementerio. Ya no se encontraba a la intemperie rodeado de tanta muerte y dolor. Estaba en otro lugar. Lugar por denominarlo de alguna forma. Él sabía que ya no estaba donde había estado.

El dolor que llevaba en su corazón se sentía ahora más liviano, más soportable. La carga parecía compartida con algo más, algo enorme, algo precioso y así era más llevadero todo. Miró a su alrededor y quedó fascinado por el espectáculo que se abría ante sus ojos: miles de delgados hilos entrecruzados que semejaban una gigantesca telaraña tridimensional se extendían rodeándolo. Pequeñas luces brillaban tenuemente de un azul celeste hipnótico. A medida que él avanzaba, se reproducían miles de pequeños destellos resultado de los choques que cada fotón de luz tenía contra los componentes del entramado. Si se concentraba hasta podía encontrarle un ritmo al rebote desquiciado y hasta frenético de la luz. Un ritmo musical delicado y bello. A medida que se abría camino flotando, estos pequeños hilos se acomodaban a su presencia y así se sentía acunado por esa red fluorescente, brillante, delicada aunque resistente a la vez. Él mismo se iluminaba por el simple contacto con esa telaraña universal y resplandeciente. Y suave… Miró mucho más hacia la nada que era toda esta madeja luminosa, y pudo saber, sentir y casi ver al Universo mismo. A las galaxias, a las nebulosas con sus hermosos colores. Era un viaje maravilloso y cósmico.
Sin embargo, algo, una sensación, lo hizo mirar hacia abajo. Hacia la realidad que dejaba atrás. Allí había varias cabezas reunidas sobre una especie de mesa rectangular. Eran personas vestidas todas iguales, tods de azul y con cofias en sus cabezas, inclinadas sobre algo. O alguien. Se dio cuenta de que se trataba de varios médicos que se debatían sobre una persona. Se acercó más a esta nueva visión que casi podía palpar y cuando ya estaba muy cerca, notó con horror que la persona sobre la que se debatían era él mismo. El espanto se apoderó de él y bruscamente se volvió todo oscuro otra vez.

Abrió los ojos sabiendo que había vuelto a la Tierra. Miró a su alrededor y lo primero que observó fue un techo gris. Ya no había estrellas ni nebulosas, sólo un simple y despintado techo. Un rítmico sonido llegó a sus oídos y se notó acostado en una cama, en una habitación sin ventanas y llena de aparatos. A su lado, una enfermera controlaba la endovenosa que él tenía conectada al brazo. Miró hacia el pasillo y reconoció a sus suegros vestidos de negro. Claramente estaba en un hospital. ¿Habría muerto? Si el más allá era lo que había experimentado, lo hacía feliz porque sabría entonces no sólo que existía realmente, sino también que era un hermoso lugar.

Pero, si no era la muerte lo que había experimentado ¿Qué sería? Pidió hablar con el médico para sacarse la duda. Por supuesto, nunca le diría lo que había experimentado ya que temía que lo creyesen loco. Loco por la pérdida. Loco por animarse a desafiar la realidad establecida. No, no dijo una palabra. pero escuchó y observó atentamente cada movimiento, cada palabra del profesional. El médico, luego de revisarlo sucintamente sólo pudo decirle que lo sufrido por él había sido un desmayo y que, afortunadamente, éste había durado unos breves minutos.
“¿Breves minutos?”, pensó. Le había parecido un viaje de horas. Pero no quiso contradecirlo. Deseaba irse de allí cuanto antes. Necesitaba procesar lo vivido, investigar, saber que había sido aquel viaje maravilloso. Vivir su pérdida....


Se despidió de todos en la puerta del hospital asegurándoles que estaría bien, que no necesitaba compañía. Y se fue, a pesar de que sintió las miradas de pena y misericordia en la multitud que lo había acompañado hasta ese momento. A pesar de sentir la lástima de ellos. Él no quería lastima. Él la quería de vuelta, viva y feliz. La pena se hizo enorme otra vez.

Trató de despejar las ideas de su cabeza. Ideas de muerte. Ideas de no ser, de no estar. Ideas de desaparecer de este mundo cruel. Llegó a su casa y se dio cuenta que su ausencia había durado días. La vorágine de todo lo sucedido se lo había tragado por completo. Ella había estado internada durante semanas en las que él sólo se apartó de su lado para asearse en la casa de sus suegros que estaba próxima al hospital. Luego de que Helena había partido, todo se había vuelto una espesa nube. Él, desde ese preciso instante, había sido llevado de acá para allá sin estar completamente consciente de su realidad.

La casa estaba fría, muerta como ella, como Helena.

Se dirigió al baño y allí se vio. Había envejecido, ahora tenía más canas y asomaban arrugas en su frente. Se quedó unos instantes observando la nada en el espejo como hipnotizado. Pensando en cómo trágicamente su vida se aferraba a él como una garrapata a un perro. “¿Por qué ella y no yo?”, se preguntó llorando sin lágrimas. Él no quería que su vida se aferrase de esa manera. La hubiera preferido liviana y fácilmente desprendible, como había sido la vida de ella. Los recuerdos de Helena brotaban por sus poros y le dolían en sus huesos. Lo golpeaban una y otra vez. La realidad y la vida eran muy crueles y ya nada se podía hacer. Un destello en el espejo lo despabiló de sus pensamientos. Un destello que provenía de uno de sus ojos. Primero pensó que alguna luz de afuera había sido reflejada en el espejo, pero no. El destello provenía claramente de su ojo. Se acercó más al espejo y como un latido, una pulsación del corazón, su ojo izquierdo destellaba pequeñas luces. Se acercó aún más. Ya su nariz prácticamente tocaba el vidrio del espejo y allí vio como su iris se dilataba más y más. Y dentro de éste vio una galaxia y una nebulosa y hasta un agujero negro. Miró más profundamente dentro de su ojo y nuevamente apareció esa red mágica y brillante que él había visto horas atrás. Y su pesar se hizo liviano otra vez. Se hizo llevadero. Se hizo universal.

Nuevamente flotaba en esa nada que era todo a la vez. Desplazándose entre los hilos suavemente, casi en cámara lenta. Se dirigía hacia el Universo mismo y había paz, mucha paz en su corazón y en ese todo. Recordó los ojos de ella y sintió que eran parte de las estrellas. Azules como las gigantes azules que los científicos tanto hablaban y describían sin conocer. Él las conocía ahora. Las había conocido en los ojos de su Helena. Se dio vuelta y pudo ver el espejo y detrás, él. Él mismo petrificado, como una estatua, como un muerto rígido. Esa imagen horrorosa lo trajo a la Tierra violentamente.

Se despabiló y notó que estaba congelado. Un frío aterrador corría por su cuerpo, por su corazón que estaba lento, pausado. Su boca largaba vapor con cada respiración como si se encontrara en el polo sur, en la Antártida. “¿Qué sucede conmigo?”, pensó con cierta preocupación. ¿Y si se estaba volviendo loco? ¿Si la perdida de ella lo había trastornado hasta el extremo de alucinar? Pero él se había visto a si mismo dos veces. Él se había visto…

Salió del baño y entendió que debía investigar acerca de aquello que estaba viviendo. Fue a su biblioteca, a los libros de ella. Encontró entre las cosas de Helena una nómina de libros y un nombre en una nota que ella había escrito para a él. Decía: “Para cuando haya un después”. ¿Qué significaba eso? Quedó perplejo ante semejante mensaje. Miró los libros y éstos hablaban de experiencias extracorpóreas y cercanas a la muerte. “¡Cómo si supiera…!”, pensó. El nombre venía con un teléfono al cual decidió llamar. 


-Hola, yo hablé con usted ayer por la tarde…
-Sí, pase por favor.
Luego de una pequeña introducción él le contó a su interlocutor, un hombre extraño, vestido íntegramente de blanco, todo cuanto había vivido en las últimas horas. Pequeño de físico aunque algo entrado en años, el hombre lo escuchaba con una gran atención. Cada tanto asentía y anotaba en un cuadernito.
-Y ¿cuantas veces le ha sucedido esto?
-Dos veces en un mismo día ¿me estoy volviendo loco?
El pequeño hombre sonrió y le aseguró que no estaba loco. Que lo que él había sufrido se denominaba de muchas formas y entre ellas, una de las más comunes, era “proyección astral” o experiencia extracorpórea. El hombre también le dijo que era un privilegiado ya que muchas personas perseguían ese objetivo sin lograrlo y él lo había realizado dos veces sin esfuerzo.
-Usted debe tener algún don… ¿estuvo bajo estrés últimamente?
-Si…

Una lágrima se le escapó aunque la enjuagó rápidamente. Hacía varias horas que no pensaba en Helena y se lo reprochó ya que si él no la pensaba, ¿dónde quedaría su recuerdo? ¿Qué sería de ella si él no la recordaba, no la imaginaba? Una sensación de terror lo asaltó: si el moría en una de estas experiencias, ¿quién la recordaría con el amor que él le profesaba? Él tenía un recuerdo único de Helena. Él la conocía como nadie más, así que su recuerdo sería el más fiel. Y si él no estaba…se aterrorizó una vez más. El hombre que veía su transformación angustiosa le dijo:
-Ella me dijo que usted vendría. Me pidió que lo ayudase en este trance. Ella sabía lo difícil que sería para usted sobreponerse a la pérdida.
-¿Cómo? ¡No es posible!
-Helena había experimentado una vez lo que usted me ha contado y ese viaje la reconfortó. Ella estaba convencida de que había algo más en este Universo que nos rodea y que poco conocemos. Eso le dio paz en su enfermedad. Sobre todo siendo ella una no creyente…

Él se quedó en silencio y entonces la nota cobró sentido. No supo si reír o llorar. Helena siempre había estado a su lado cuidándolo, dándole todo su amor. Siempre había estado y de repente ya no. Debía concentrarse. Todo indicaba que Helena había partido en paz y que quería que el encontrase su paz también. Pero ¿cómo saberlo? Se levantó rápidamente del sillón en el que se había sentado por más de una hora. El hombre de blanco lo miró entendiendo por lo que estaba pasando, le dio su mano y le dijo:
-No dude en volver si lo necesita.

Regresó a su casa con demasiados pensamientos en la cabeza. Pensamientos que le impedían recordarla. Fue corriendo al cajón de su mesa de luz y sacó las fotos de Helena. Las esparció sobre la cama y se recostó sobre ellas. Se recostó con ella a su lado, por todos lados. La recordó dulce y frágil. Inteligente y hermosa. La recordó en un abrazo cálido y hasta pudo oler su perfume. Cerró los ojos para recordar su mirada. Entrecerró los ojos para sentirla mejor…

Sin embargo, una luz brillante lo encegueció y lo obligó a taparse los ojos con su mano. Una luz blanca e intensa que lo envolvía en su totalidad. Lo acunó y lo elevó en el éter. Su corazón se sintió liviano otra vez. ¿Y si debía ser así? ¿Si él debía dejarse llevar por la belleza de este nuevo mundo que se le presentaba? Helena sabía que él pasaría por esto. Decidió no mirar atrás.
Quitó las manos de su rostro para ver la luz y notó que ésta provenía de un punto minúsculo en la telaraña del espacio-tiempo. Un puntito minúsculo y brillante, casi imperceptible e insignificante. Pero un puntito intenso, tanto como si toda la energía del Universo se condensara en ese lugar. Con su dedo índice tocó el punto y notó que ese punto se transformaba en orificio y se estiraba. Sin embargo, ante esta sensación y pensando que lo rasgaba, apartó rápidamente su mano y el punto volvió a su tamaño original. “¿Y si lo estiro y el propio Universo colapsa?”, pensó. Entonces la recordó, una vez más. La recordó diciéndole lo que tantas veces: “Hay que arriesgarse en esta vida…si yo no me hubiera arriesgado jamás te hubiera conocido”. Tomó coraje y agrandó el pequeño orificio. Primero utilizando dos de sus dedos y como el orificio no ofreciera resistencia utilizó ambas manos y abrió una ventana. En esa ventana él vio un mundo igual aunque diferente al de él. Un mundo que tenía flores y plantas y animales bellos y un sol y un cielo. Pero que tenía personas desconocidas, lugares inexplorados. Abrió más la ventana hasta que pudo pasar. Caminó por el lugar y una alegría inmensa llenó su corazón con sólo ver el hermoso día. Allá a lo lejos pudo divisar una persona. Se acercaría y le preguntaría dónde estaba aunque eso lo hiciera sonar como un loco. Aunque casi ya no le importaba donde se encontraba. Caminó metros y metros para llegar a esa persona que estaba sentada en el césped de un parque. Ella tenía un bello pelo oscuro, largo y ondulado. Le daba la espalda por lo que no se percató de su presencia hasta que él le hablo:
-Disculpe señorita, podría decirme…
Ella lo miró y él se sintió desfallecer. Era ella, su Helena. Sus ojos y la dulzura de su sonrisa estaban intactos. Su piel era suave como había sido siempre. Allí estaba ella haciéndole una sonrisa.
-¿En qué puedo ayudarlo?- le dijo entonces ella con la mirada perpleja.

Él se agitó, no entendía lo que sus ojos veían: allí estaba quien había perdido hacía días nada más. ¡Viva! Sin embargo, algo no estaba bien. Los gestos no eran los de su Helena. Esa no era su Helena. ¡Era una impostora! ¿Acaso era un chiste? ¿Acaso el Universo se estaba burlando de él? Tanta tristeza invadió su corazón que la recordó enferma, lejos, muerta y todo ese mundo comenzó a borrarse. Comenzó a hacerse lejano y frío. El mundo alterno al que había accedido se caía a pedazos delante de sus ojos y ella, que a pesar de no conocerlo le había hecho una sonrisa cálida y de bienvenida, ahora le pedía que se quedase. Le pedía por favor que no perdiera la fe. Le extendía sus manos con el mismo rostro y la misma súplica que su Helena le había dado al morir. Una súplica por la felicidad de él. Un ruego para que continuase con su vida a pesar de no estar más para él, junto a él. Esos ojos suplicantes estaban ahora mirándolo…
Miró sus manos que se desintegraban con este mundo y notó que tenía algo en ella: la foto de Helena, su Helena. Y con un suspiro desde el alma, decidió.

El mundo comenzó a reacomodarse y esa Helena le dijo casi susurrando: “Sabés, sólo aquellos puros de corazón y con inmenso amor pueden pasar de un mundo a otro. Sólo ellos, como vos, pueden encontrar la fisura que separa los elementos y los Universos. Yo te perdí también. Te fuiste de este, mi mundo. Y un día ella llegó y me dijo que vendrías porque el dolor sería enorme y no lo podrías manejar, como me pasó a mi”
Él le extendió la mano y ella hizo lo mismo. Él pudo ver marcas en sus muñecas. Marcas del intento de desaparecer, de querer eliminar el dolor, aunque sin resultado. La miró y vio sus ojos azules como las estrellas y le dijo:
“Pero juntos podemos. Juntos podemos compartir un mundo nuevo y diferente”
El dejó caer esa lágrima que tanto le pesaba. La dejó rodar hasta el final y le dio la libertad que tanto precisaba. Entonces, su corazón se sintió más liviano. Él era parte del diseño de su Helena para que pudiese vivir después de ella, más allá de ella. Finalmente se aventuró en este extraño nuevo mundo para conocer a Helena, otra vez.

 



Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

martes, 27 de agosto de 2013

El peso de su destino




Ella lo miró. Bello en su tranquilidad, hermoso en su blancura. Sus labios, que minutos antes vociferaban calamidades, ahora estaban en reposo, casi sin una mueca. Excepto por una minúscula desviación de su comisura, que ella sabía muy bien se debía al dolor. Estaban levemente azulados, pero con un resto de candor rosado. Sus párpados dejaban entrever esos ojos azules intensos, que años luz atrás la habían hipnotizado haciéndola creer en el amor a primera vista pero que tiempo después emanaron odio seco, sin lágrimas. Es más, ella no recordaba una lágrima proveniente de esos hermosos ojos. Al menos no por ella. Pequeñas arrugas se podían observar, ella veía ahora que él tenía arrugas. Nunca antes lo había notado y parecía tonto ya que llevaban décadas juntos.

Recuerdos…Celia lo había conocido en sus años de adolescente. En ese tiempo ella creía en el amor para siempre, que él era su príncipe azul. Aunque fundamentalmente, él había sido su escape del hogar. De un hogar donde la palabra no era la moneda más común, más si los gritos y hasta los golpes. En aquella etapa de su vida, Celia cuestionaba las decisiones que su madre había tomado en la vida. Le recriminaba lo mal que no una, sino varias veces había elegido. Entonces en ese momento, viendo el cuerpo caído de su hombre azul, se vio a si misma siguiendo idénticos designios. Eso le dolió, no sólo por ella.
Los primeros meses junto a él habían sido el paraíso. Una luna de miel eterna donde ella no notaba, en su embelesamiento y en su enamoramiento adolescente, la forma en que él la aislaba poco a poco del resto del mundo, de su vida anterior. Sí, todo era por él. Pero como en el resto del mundo estaba su familia y su dolor, ese aislamiento no le molestaba demasiado. En cierta forma, lo sentía como una protección contra aquellos que querían dañarla. Luego, muchos años después, se dio cuenta del significado “estar sola”, pero ya era tarde.

Más recuerdos le pagaban a Celia doliéndole en el corazón. Un dolor que en parte estaba provocado por ver ese hombre allí tendido. Pero el dolor que por primera vez que Celia sintió debido a él, había sucedido mucho tiempo atrás, luego de salir del trabajo. Unos meses antes de esa trágica tarde, ella había logrado ser la secretaria en una oficina y era feliz por sentirse útil y ocupada. “Me aceptaron”, le contó ella a él con satisfacción en la mirada. Cada día Celia trabajaba con dedicación y con eficiencia. Eso le traía enormes elogios de sus jefes que ella contaba con orgullo a su marido. Entonces un día, de improviso, él llegó a su trabajo. En ese momento Celia lo vio como un gesto dulce y despreocupado, aunque más tarde, en la casa ella pagó caro su independencia. Él la llamó prostituta barata y la acusó de rebajarse por unos cuantos pesos. “¡Seguro que sos la trola de tu jefe y sus amigos!”, le había dicho. Ese día comenzó el menosprecio tanto hacia ella como a su actividad. A Celia le dolió en lo más hondo de su dignidad, aunque poco le quedaba. Pero lo dejó pasar como tantas otras cosas. Eventualmente renunció, sobre todo para evitar malos entendidos y discusiones vacías con el ahora su esposo.

Celia levantó la mirada y observó su alrededor. Todo estaba calmo. El seguía allí tendido. Sus ojos continuaban entrecerrados aunque más opacos que antes. Era como si la ira y el enojo fueran el motor de su brillantez. Que irónico. Lo que ella más amaba de él solo tenía su mayor plenitud con el odio.
Ella recordó que luego de un tiempo de dejar su trabajo empezó a sentirse vacía y sola. También recordaba que en esa soledad acompañada (y aunque era joven y hermosa) comenzó a esconderse tras quilos de depresión. Y un día decidió ir al gimnasio. Consejo de una de las pocas amigas que le quedaban. Entonces, una vez decidido y consultado a medias con su “media” naranja comenzó a ir tres veces por semana a un gimnasio y con ello logró moldear su cuerpo y su felicidad. El problema estaba en que ahora era deseable. Y una Celia deseable era perjudicial para el mundo de su esposo.
Una tarde, en la que volvía contenta del gimnasio, él la esperó sentado en la oscuridad. Ella primero se alegró ya que él había salido temprano del trabajo, pero lo que le esperó en realidad fue un cachetazo del destino. Y de su esposo. Esa fue la primera vez que él le levantó la mano por el simple hecho de tener algo que hacer con su vida y sobre todo, que ese hacer le hiciera bien y se le notara. Durante más de una semana no salió de su casa. La marca en su rostro, que era menor que la de su corazón, la obligaba a dar explicaciones al entorno. Explicaciones que ella no quería dar. Ni siquiera podía dárselas a ella misma. Porque no había la más mínima explicación de lo que había ocurrido.

Su universo se oscureció y el encierro fue su respuesta. Su vida, angustiada y solitaria pasó a ser la de exclusiva ama de casa sin intereses. Horas y horas de telenovelas y suspiros la hacían anhelar una vida irreal y dorada que según ella, le estaba prohibida por ser ella.
Un ruido la despertó de sus recuerdos. Una lágrima, un suspiro. Escuchó atentamente y nada. Nada se escuchaba. Él seguía donde estaba, ella a su lado y silencio como hacía mucho que no se sentía allí. Más recuerdos…Una tarde, mientras limpiaba el baño y tras olvidarse el tapón de la bañera puesto, vio como ésta se llenaba de deseos de morir. Sacó su ropa lentamente, prenda por prenda y se sumergió en un futuro oscuro pero liberador. Ella había encontrado la solución a sus problemas: la muerte que como un suspiro pronto legaría a su cuerpo. Sin embargo, el destino no la dejó descansar en paz y la mano de su esposo la sacó de un tirón del agua y la llevó a un hospital. Allí, donde podría haber sido su oportunidad de salvataje, se encontró ante la ceguera de los médicos. Luego de unas cuantas horas y estudios le dieron el alta anoticiándola de su hijo por nacer.

Una vez en su casa, primero lloró y maldijo su vida. Pasó semanas enteras de lágrimas que prácticamente la inundaban y la hacían repensar en su plan de fallecer. Sin embargo su marido alertado, aunque no preocupado por su salud y si por el que dirán, la tenía vigilada para impedir nuevos atentados contra su integridad. Una mañana Celia sintió burbujas en su bajo vientre. Eran como pequeños pececitos intentando demostrar su presencia. Ese día algo en ella cambió drásticamente.
Con el correr de los días, además de hincharse su cuerpo, lo hizo así también su dignidad y sus ganas de vivir. El vientre que poco a poco pujaba por brotar la fortalecía y la hacía sentir necesitada. No por su pareja que veía su desplazamiento con bronca y preocupación, sino por ese niño que crecía lenta pero determinadamente gracias a ella.
Mientras el vientre de Celia crecía, así lo hacía también el resentimiento y los celos de su esposo. Cada acción de ella era seguida de una reprimenda y una amenaza por parte de él. Pero ella seguía adelante con su frente en alta y su cuerpo exhausto.  Una mañana su bolsa se rompió y fue el anuncio de una nueva esperanza. Un bello niño llegó a su mundo y llenó con llantos y risas los rincones de su alma. Sin embargo, su marido acechaba como un halcón embravecido, demandando lo que por derecho era suyo, aunque la vida de Celia no tuviera dueño.

Pasaron los meses. Entonces, una mañana Celia había estado amamantado a su bebe entre llantos del niño y su cansancio a cuestas. Él se levantó protestando por la noche mal dormida, vociferando que ese niño era hijo del infierno y que más le valía a ella comenzar a rectificarlo desde pequeño. Mientras ella intentaba explicarle que los niños eran así, que lloraban y demandaban atención continua, él sin siquiera escucharla exigió su desayuno. Celia estaba realmente exhausta y precisaba descanso. El bebé por un instante se había calmado y ella necesitaba darse un baño y acostarse. Él le volvió a insistir levantando el tono, a lo que ella le rogó que hablara más bajo y así no despertase al niño. Pero el no cedió y ella por primera vez en su vida dijo “NO”. Una palabra que le había llevado años construir y expresar. Él, sorprendido por semejante respuesta levantó la mano para adoctrinarla. Levantó esa mano que tan pocas veces había usado para acariciarla. Levantó esa mano que era el peso de su cruz y el destino de Celia. Ella cerró los ojos esperando el dolor pero nada sucedió. Sin embargo, ocurrió lo inevitable. Él dirigió sus rencores a lo indefenso del niño y su madre como una leona lo protegió aún de su propio padre. Cómo no viniera el cachetazo ella abrió sus ojos y miró entonces a su alrededor temiendo lo peor y vio con pánico que su esposo había tomado una almohada y pretendía asfixiar a su pequeño. Él quería matar a la única razón de vivir de Celia. Eso equivalía a matarla por dentro, a asesinar su alma maltratada. Ella desesperada y con el corazón desbocado, corrió hacia él tomando lo primero que encontró sobre la mesa para defender lo suyo, lo inocente, lo angelical. Hizo lo que su madre no tuvo el coraje de hacer tantas veces.

“Jamás te atrevas a tocarlo”, le dijo ella mientras que la tijera que encontró sobre la mesa, se incrustó en uno de sus costados. Esa arma afilada penetró su carne casi sin que le opusiera resistencia. Allí mismo, su esposo cayó desplomado retorciéndose de dolor. Ella lo miró parada, desde su altura de madre y mujer. Él de a poco se fue quedando quieto, casi inerte. 
Celia siguió observándolo. Lo vio allí indefenso y frágil, casi efímero como era, como siempre había sido. Por un instante ella pensó que él estaba muerto ya que repentinamente su cuerpo se quedó inmóvil. Sin embargo, un respiro brusco y con dificultad, apareció de golpe asustándola. Ella se agachó y se quedó a su lado mientras él emanaba sangre por la herida como un animal abatido. Lo podría haber dejado desangrarse allí, sin ningún remordimiento, pero en cambio, tomó un repasador e hizo presión en la herida. Lo miró nuevamente, y vio cómo su alma pugnaba por seguir en ese cuerpo que tanto mal le había hecho. Que tanto dolor había provocado en su vida. Miró sus manos, esas que una vez la habían marcado a fuego, las notó huesudas y ásperas. Entonces, de esa manera el hechizo que la mantuvo atada a él, se rompió repentinamente. El abrió sus ojos triunfalmente y en esa mirada helada desafió el temple de ella. Pero Celia, que supo de lo que era capaz por el amor a su hijo, le devolvió la mirada llena de firmeza, convicción y dignidad, y le dijo: “Nunca más te atrevas a acercarte a nosotros, nunca jamás”, y se fue de allí con su pequeño en brazos. Ese día Celia comenzó a construir su futuro.


Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

lunes, 19 de agosto de 2013

Eleonor



Él abrió el baúl de su auto y encontró un cuerpo sin vida allí. Estaba prolijamente envuelto en plástico. Tanto que ni siquiera podría saberse si era hombre o mujer. Tal vez se presumiría que era una mujer por la delgadez y hasta por algún contorno que asomaba, pero todo era una suposición. Solo lo confirmaba la pequeña tarjetita. Esa que recibía cada semana. Se quedó un instante observando y preguntándose qué habría hecho esa persona para terminar así. Él sólo se encargaba de eliminar la evidencia. Sólo eso. Para esa tarea le pagaban. Nada de preguntas. Solo recibía tres datos para completar su labor: una dirección, un nombre y un cadáver. Pero estaba cansado de ese trabajo. Deseaba dejarlo, tal vez formar una familia. Acallar su alma inquieta de tanta muerte. Se encogió de hombros y cerró el baúl sin más. Lo roció con gasolina, lo prendió fuego y luego de observar como todo se consumía en las violentas llamas, reduciendo todo a cenizas, echó a andar.

Eleonor…

El despertó de un sueño agitado, completamente empapado en sudor y con la boca seca de desesperación. Por un minuto había creído tener a su Eleonor entre sus brazos, que sus manos pudieran acariciar la piel suave y el rostro dulce de ella. Por un instante, su sueño fue más vívido que nunca. Eleonor era el motivo por el que sus noches eran soportables. Era la mujer que desde hacía un tiempo soñaba y hasta amaba en silencio. Una mujer que no conocía, pero que deseaba desde el rincón más profundo de su alma, si es que aún poseía una.
Cuando la vio por primera vez en un sueño intranquilo, quedó perdido por su belleza gótica y casi tétrica. En ese sueño ella lo salvaba de un mundo horroroso y hostil, de su infierno. Lo salvaba de su inquietante destino. Ella era hermosa. Su piel, de un color blanco casi transparente, estaba acompañada de una larga cabellera: brillante como el azabache, negra como una noche sin luna. Desde esa primera vez, nunca más la dejó de soñar.
Durante la noche, la observaba, la amaba, la llenaba de pasión. En el día pasaba horas buscándola en una ciudad llena de gente anónima e ingrata. Y no la hallaba jamás.
Su temor más profundo era que ella sólo fuese un invento de su mente que día a día enfermaba debido a la naturaleza de su trabajo. Trabajo heredado por su padre y que odiaba profundamente. Sin embargo, y por más que ya había intentado dejarlo, no podía. Le costaría la vida. Y no sólo a él. Mucha gente inocente estaba involucrada y él no quería ser responsable de sus muertes.
Pero Eleonor no aparecía y eso confirmaba su sospecha.

Cada semana él desaparecía un cadáver, esa era su tarea desde hacía muchos años, tantos que ya no recordaba cuantos, y le pesaban en el corazón. Sabía que el infierno era su destino final, pero no podía evitarlo. Jamás podría.
Luego de ese acto, en los días subsiguientes, él encontraba consuelo visitando el cementerio. Ese cementerio, cuna de miles de almas perdidas y de familias encontradas, era el lugar donde encontraba cierta paz. Imaginaba que muchas de las personas que estaban allí enterrando a sus muertos, lo hacían con cajones vacíos. Porque él los había desaparecido. Él no dejaba rastros, no dejaba qué enterrar. Pero también, él se apiadaba de esas familias y cada semana mandaba una corona de flores a ese grupo de personas a las que había quebrado violentamente y para siempre. Lo hacía para que al menos, tuvieran la certeza de que ya no era necesario seguir buscando fantasmas.

Una tarde de otoño en la que él recorría el cementerio, de la misma forma que en uno de sus sueños vio una cabellera negra como el azabache. Larga y lacia y bella. Apuró el paso abriéndose camino entre lápidas viejas y cruces torcidas. La imagen del rostro de Eleonor se esfumaba en el éter y él quería tocarla y decirle que la conocía de siempre, que la había amado cientos de veces, que su carne estaba desesperada por ella. Extremó la marcha. Allá a lo lejos, detrás del álamo que hacía sombra a un mausoleo enorme, allá estaba su Eleonor.
El corazón de él estaba desbocado. Sí, era ella. ¿Quién más podría ser? Tropezó violentamente con una cruz y casi la arrancó de cuajo. No le importó. Quedaban unos pocos metros para alcanzarla, no quería perderla, no otra vez. Ella se movía. Su cabellera se agitaba con el viento. Su cuerpo esbelto y poco más que escultural, cubierto con un hermoso vestido negro, se desplazaba casi como flotando, como si sus pies no tocasen el suelo. Era una aparición casi angelical. Ella dio vuelta suavemente, como buscando algo o a alguien. Sus ojos, negros y profundos, recorrieron el lugar y se cruzaron con los de él. Pero como era de esperarse, no lo reconoció. Sin embargo él confirmó que ella era su Eleonor. Y se estaba marchando de allí…

Caminó más rápido. Una y otra se lápida se sucedían a ambos lados de su camino. A cada paso muerte por doquier. Sin embargo, nada importaba, debía alcanzarla. En este frenético paseo, él no vio que se dirigía derecho a una tumba abierta. Sólo cuando prácticamente estaba por caer en ella, la notó y se frenó en seco. Dos metros de nada se extendía ante él. Una nada como la que habitualmente lo perseguía en sus sueños y en la vida. Una nada llena de muerte y destrucción. Tomó una bocanada de aire y miró hacia el mausoleo. Una enorme construcción de más de tres metros de alto y unos cuantos de ancho. Con ángeles tallados en mármol en su puerta y el álamo gigantesco a su lado. Tan enorme, que parecía tomar la fuerza de los muertos de allí para erigirse. Y nadie más... Su Eleonor se había esfumado en el aire.

Su corazón se contrajo. Se hizo pequeño y quiso morir allí mismo. Sintió que esa tumba abierta y vacía estaba hecha a su medida. Que la serie de eventos en lo que su vida se había convertido lo habían llevado a que muriera en ese momento y lugar. Pensando en su Eleonor. ¿Qué otra cosa le quedaría por hacer? Obviamente aquello había sido una alucinación de su mente loca y enferma.
Trató de serenarse, de pensar con claridad. Alguien allí había estado, alguien al menos muy parecido a la mujer de sus sueños. Una mujer real que lo había contemplado aun sin conocerlo y a pesar de eso, él pudo sentir el peso de su mirada en el corazón ¿Y si era ella de verdad? ¿Si existía su Eleonor?

Luego de darle vueltas al asunto, concluyó que era más que posible que ella fuese Eleonor. Sí, sus ojos no lo engañarían de esa manera. Entonces, caminó hasta el mausoleo y miró a quien pertenecía. Familia Rosales, decía una chapa metálica y desgastada, colocada a un costado de la puerta de roble. Tal vez ella sería pariente de esa familia o quizás una amiga. Se contentó porque ahora al menos, sabía algo de ella. Un dato. Un apellido, tal vez.
La tarde ya había caído y estaba dándole paso a una noche oscura y fría, preámbulo del invierno que se acercaba. Luego de sentir un estremecimiento en su cuerpo, se fue a su casa. Decidió que volvería al día siguiente a esperarla. Decidió que iría cada día de su vida si era necesario, a esperar a su Eleonor.

Esa noche por primera vez en mucho tiempo, no la soñó. A cambio, el infierno con sus lenguas de llama envolventes y demonios que se disputaban por su alma, fue lo que reemplazó a la calmada y hermosa Eleonor. Y peor aún, ella no estaba allí para salvarlo de su destino. Él sabía que su suerte estaba echada, que la providencia no estaba de su lado, sino que era su enemiga. Sabía que esas llamas estaban inquietas por él. Clamaban por su carne desesperada. Una carne desesperada por el cuerpo de Eleonor.

A la mañana siguiente, se dirigió al cementerio sin siquiera desayunar. Debía encontrarla, necesitaba encontrarla. Fue directamente al mausoleo y allí, al pie del álamo gigante la esperó. Los minutos y las horas se sucedían una tras otra sin que ella apareciese. Miró el cielo y vio que las nubes se hacían cada vez más negras. Entonces, un fuerte vendaval se desató y él buscó refugio en el mausoleo. Abrió la enorme y pesada puerta con fuerza. El aire allí adentro estaba viciado. Al parecer, la familia Rosales no recibía visitas desde hacía un largo tiempo. Entonces, ¿a quién visitaba Eleonor? Miró al interior de la estructura de granito y mármol y notó que era de una inquietante y tétrica belleza. Un espacio amplio se abría con una tumba de mármol. Su dueño era un hombre entrado en años. En una pequeña chapita se podía leer “Facundo Rosales, amado esposo y padre. QPD. 1879-1917”
“¡Qué joven murió!”, pensó él y se sintió reflejado en esos despojos abandonados. Más allá había otro, una mujer nacida en 1950 que había muerto no hacía muchos años. Se llamaba Ernestina Rosales.
Muy hacia el fondo casi a oscuras, había una especie de mesada con un cartel donde se leía: “Aquí debería yacer Eleonor Rosales, más el destino hizo que su carne se evaporase en el éter…”.
Un grito quiso salir, pero él lo ahogó inmediatamente. ¡No podía ser! ¿Ella estaba muerta? Imposible, él la había visto. El día anterior ella estaba allí.
Salió corriendo del lugar. El cementerio estaba casi desierto debido a la lluvia torrencial que se había desatado minutos antes. El viento golpeaba su cara pero él ya no lo sentía. No sentía nada. Debía encontrar a Eleonor Rosales a como diera lugar.

Entró desesperado a su apartamento. Se dirigió atontadamente a su habitación. Mientras recorría el lugar, mojaba todo cuanto tocaba. Estaba empapado y sin embargo no le importaba. La pulcritud que tanto había atesorado y cuidado en todos estos años, la que le permitía no dejar rastros en su trabajo, se había interrumpido. Pero eso ya no era esencial. Una preocupación lo había asaltado y necesitaba confirmar. Necesitaba saber si ella se encontraba en su lista. Su lista, la carga mortal y angustiante que llevaba. Su cruz. El interminable registro de nombres, de almas desaparecidas entre sus manos.
Metió la mano en el cajoncito de la mesa de luz. Revolvió entre la cantidad innumerable de objetos que había allí dentro. Cuanto más revolvía, más nervioso se sentía. Su corazón quería explotar. No podría ser ella. No debería estar en su lista. Lo recordaría. Un nombre como ese estaría guardado en su memoria. ¿Y eso era lo que estaba realmente sucediendo? ¿Y si su memoria le estaba jugando una mala pasada? Solo estaría soñando con uno de sus pecados. Una y otra vez sin darse cuenta…
¡Allí estaba! Encontró una libreta negra con aspecto de insignificante, aunque con poderosa información. Se sentó en la cama sin importarle su estado y comenzó a leer uno por uno los nombres. Había cientos y cientos de ellos. Cada nombre que leía era un golpe a su corazón y a su alma casi muerta por tanto pecado.
Leyó la primera página. No estaba su nombre. Torres, Giménez, Hernández. Muchos hombres y algunas mujeres. Continuó leyendo. Llegó a la página 10 y aun nada. Melo, Dupuy, Carrizo. Un recuerdo se le cae junto a una lágrima. Una familia con niños pequeños llorando por su papá desaparecido. Contreras, Pérez, Molinari. Se sucedían las hojas y aún nada. Su corazón estaba perturbado, debatiéndose entre la exaltación de no encontrar a su Eleonor y el peso de tantos muertos. Un anciano. Recordó que una de las personas muertas era un anciano decrépito. Tal vez se lo merecía. Que podría saber él. Las páginas se sucedían una detrás de otra. Nombres y más nombres. Mujeres, hombres, familias destrozadas. Llegó a la última página, al último nombre. No estaba allí. Suspiró aliviado.
Un sopor se apoderó de él. Un mareo y unas ganas terribles de desaparecer del mundo. Repentinamente cayó al suelo y yació allí durante horas y horas.

Despertó de su sueño atormentado. Recordó que no había encontrado el nombre de su amor en la libreta. Se sintió revivir. El mundo volvía a tener sentido para él. Ese día sería grandioso y lo disfrutaría. Intentaría encontrarla pero sabiendo que no estaba en su lista.
Se bañó, desayunó y cuando estaba por salir, un sobre debajo de la puerta fue deslizado. Recordó que era día de trabajo. Intentó serenarse y se juró que ese sería su último trabajo. No le importarían ya las consecuencias. Ese sería el último a como diera lugar.
Abrió el sobre y vio con horror la sentencia que jamás quiso encontrar: Eleonor Rosales, calle Rivadavia al 1000. Sin embargo, nunca terminó de leerlo. Murió en el acto. Su corazón se destrozó en mil pedazos por la pena.

Una blanca y delicada mano acarició su rostro. Una luz, una imagen…Eleonor, su salvadora, estaba allí para él. Desde ahora y para siempre.



Autor: Miscelaneas de la oscuridad

sábado, 10 de agosto de 2013

El asesino interior


Él se dirigió a ese lugar sin saber que le esperaba allí. Una frase le rondaba en su mente: “Hay un asesino viviendo dentro tuyo y necesito que aflore”. Eso le asombró bastante. “¡Un asesino!”, se repetía Gabriel, una y otra vez. Un asesino, algo con poca lógica en él que se regodeaba con saber que nunca había matado ni siquiera a una simple mosca. Pero ese hombre desconocido y hasta sombrío, había observado algo en él que le provocó decirle eso. Esa afirmación lo había puesto de un humor que no podía definir. Podría decirse que era un mal humor, pero no. Era una rara sensación, casi confusa que le hacía repetirse una y otra vez “¿Yo, un asesino?” Al parecer esa idea era la cosa más ridícula que había escuchado y sin embargo, le daba curiosidad toda la cuestión.

Comenzó su recorrido para llegar a donde, según ese hombre, él hallaría todas sus respuestas.
-¿Respuestas a qué?- Gabriel había preguntado ante semejante afirmación.
-Cuando llegues al lugar, lo sabrás- fue la sentenciosa respuesta dada por el desconocido mientras le deslizaba un papelito con unos números garabateados en él.

Hizo unas cuantas cuadras a pie en el medio de la noche. Mientras caminaba, en más de una oportunidad se cuestionó lo que estaba haciendo. ¿A dónde iba? ¿A qué iba a ese lugar?
“Ya sé, ¡a convertirme en asesino, ja!”, se dijo a sí mismo en voz alta. Parecía un loco interrumpiendo el silencio con esa frase. Nada se escuchaba allí, ni siquiera el canto de algún pájaro. Incluso los insectos nocturnos parecían haber renunciado a expresar sus cadencias.
Avanzó unos metros más y se encontró con un sitio que sólo una mente retorcida y trastocada hubiera sido capaz de inventar. Era el vivo reflejo de un mal sueño, de una pesadilla de esas que te dejan con el corazón latiendo vertiginosamente y que, aun despierto, éste tarda en volver a su lento galope. Primero pensó que le estaban haciendo una broma de mal gusto. Pero no había nadie allí como para que ese pensamiento tuviera un correlato real.

Cruzó la calle y se dirigió a una construcción que si bien se levantaba en medio de la urbe, al parecer nadie se percataba de ella. Se erigía impoluta en una manzana entera, de tal forma que daba la impresión de absorber toda la oscuridad de la mismísima ciudad. Era un edificio centenario, con ladrillos sin revestir, amplio y lleno de humedad. El follaje que lo rodeaba parecía acompañar lo macabro del entorno, donde raquíticos árboles, con sus ramas retorcidas y despojadas de hojas ornaban los laterales de la puerta. En conjunto parecía una vieja pérgola venida a menos. Una parpadeante luz se encontraba solitaria alumbrando la entrada y esa era toda la iluminación reinante en el lugar. Se acercó y tocó al antiguo llamador de aquella puerta herrumbrosa. El sonido que emanó de allí denotaba la inmovilidad padecida durante décadas. Esperó pacientemente, o eso quería hacer sin lograrlo, pero nadie respondió. Es más, la oscuridad y silencios reinantes lo invitaban a que se fuese cuanto antes de allí. Sin embargo, una fuerza poderosa lo hacía permanecer en ese lugar que al menos podría definirse como lóbrego. “Una vez más y me voy”, se dijo y en ese preciso instante la puerta se abrió como si una fuerza oscura la estuviese manipulando. Y peor aún, como si fuese puesto a prueba por el lugar…

Gabriel meditó unos segundos preguntándose si seguiría o no. Pero la curiosidad en su interior se había disparado y estaba en la expresión máxima. Por el contrario, una pequeña voz, la de autoprotección, le gritaba que debía abandonar ese lugar si no quería confirmar la sentencia dada por aquel hombre o peor, que alguien se transformase en su verdugo.
Desoyó todas las señales de alerta de su cerebro y dio un paso hacia el interior del edificio. Su corazón pugnaba por salirse del pecho y eso le provocó una excitación desmesurada. Otro paso, ya estaba dentro de aquel lugar y seguía con vida. Eso era importante. Se relajó un instante tomado una bocanada de aire y en ese momento, la puerta se cerró bruscamente tras de sí y la oscuridad se hizo dueña de aquel lugar. El pánico se apoderó brevemente de él y quiso abrir la puerta. Pero ésta ya se encontraba trabada. Intentó no perder la calma y se asombró de ese poder suyo y recientemente descubierto para no desesperar. Entonces se dio cuenta de que ya era tarde. Ya formaba parte de aquel juego desconocido y horroroso. ¿A dónde iría ahora? Esperó unos instantes a que sus ojos se acostumbrasen a la falta de luz y cuando pudo divisar bultos en la penumbra, avanzó a lo que le pareció un resplandor a lo lejos.

Caminó a lo largo de un pasillo ancho. El olor a humedad se hizo intenso y casi asfixiante. Una enorme telaraña que colgaba del techo se enredó en su rostro haciéndolo desesperar. Con ambas manos trató de quitárselas de su cara, haciéndolo a medias. Se frenó y se llamó a la serenidad una vez más. Meditó y se dio cuenta del significado de esas telarañas allí colgando. Eso le mostraba algo preocupante: nadie había caminado por allí en mucho tiempo. Y sin embargo, la puerta se había abierto. Semejante cuestión lo descolocaba y lo excitaba aún más. Siguió caminando y notó que el resplandor observado metros atrás, se había expandido y provenía de un hueco por debajo de una gran puerta. Él apuró el paso y la traspasó. Allí se encontró con un cuadro que no hubiera imaginado jamás: en un amplio salón tenuemente iluminado, una bella mujer se encontraba maniatada y amordazada. Ella estaba vestida íntegramente de blanco y podía verse cómo las lágrimas rodaban por su hermoso rostro. Frente a ella se encontraba el hombre que horas antes le había increpado llamándolo asesino. Ese hombre, que ahora se percató entrado en años y de una palidez extraordinaria, le estaba apuntando a la joven con un arma. Cuando Gabriel se hizo visible, el hombre que estaba sentado tranquilamente, lo miró con un gesto de triunfo. Ese ser amenazante sabía que el asesino dentro de Gabriel había sido despertado y pugnaba por salir. Se lo podía ver en el rostro, en sus ojos, en su respiración entrecortada y vacilante. Todo en su cuerpo era una metamorfosis: un simple joven que escondía algo más. Y él lo había visto. El sería su creador. Sólo se necesitaba una frase para activar toda la maquinaria que llevaría a la sucesión de eventos previstos por ese hombre.

Gabriel observó como la joven se sacudía en su inmovilidad y se desesperó por liberarla. Quería ser su héroe. De una extraña forma se adelantaba a los hechos imaginándola en sus brazos agradecida. Sin embargo, el arma de aquel hombre lo intimidaba. ¿Cómo hacer para liberarla?

-Agarrá el arma que está frente a vos- le dijo el hombre y Gabriel se asombró con semejante pedido.
-¡No!- le contestó -¡Hay otras formas de arreglar esto!- mintió Gabriel.
-No me decepciones amigo mío, tengo toda la fe en vos.
Gabriel se debatía entre irse de aquel juego macabro o tomar el arma y dispararle. Él se dio cuenta de que, muy adentro de su corazón, deseaba tomar aquel revólver y disparar. Sabía que la sensación de poder que conllevaría tal acción sería el propio éxtasis, sería puro placer. Él quería sentir eso, quería sentir placer y éxtasis y lujuria. Aunque no sabía de dónde provenía todo ese deseo, él se debatía entre dejarse llevar o seguir siendo ese hombre común y corriente que había sido hasta ese momento. Ese ser de perfil bajo que no atraía a nadie, que no se arriesgaba por nada. Un hombre chato y mediocre del que muchas veces se arrepentía ser.
-Vamos amigo, mi mano se está acalambrando. Es ella o yo.
El hombre insistía para que Gabriel tomase el arma. Lo desafiaba a liberar al monstruo que moraba dentro de él. La chica se agitaba cada vez más y el hombre, que por un minuto se estaba arrepintiendo de su elección, cambió de objetivo y le apuntó a Gabriel. Redoblando la apuesta.
-Muy bien, entonces. Primero te mato a vos y luego a ella.
Entonces Gabriel tomó el arma y le apuntó al desconocido. Un río de adrenalina se esparció por todo su cuerpo. Adrenalina en cada rincón de su ser. Miles de sensaciones se dispararon en cada milímetro de su piel. Era algo mejor inclusive, que el pobre sexo que ocasionalmente tenía.
El arma en su mano se sentía bien. El poder se iba incrementando así como la determinación de su destino. Él era eso, muy en un rincón de su persona, muy escondido en su alma achicharrada, él se estaba convirtiendo en el asesino que ese hombre necesitaba. Miró a aquel que lo seguía desafiando. A ese que lo tentaba en su orgullo de hombre renegado con el mundo y con la vida. Gabriel lo contemplo un rato. Vio una palanca a su lado y asumió que así le había abierto la puerta. Miró que en realidad ese ser era frágil y estaba exhausto. Observó que movía sus labios, que algo le decía.
-Lo vas a hacer o….

Pero ya no lo escuchó. El asesino ya se había apoderado de él a pesar de entender lo que estaba sucediendo. Un disparo. El hombre cayó desplomado en el piso sucio, con un tiro en el pecho. Gabriel corrió hacia él para comprobar lo que había dispuesto su mano. Su Dios y hacedor, agonizante sobre un charco de su propia sangre lo miró y le dijo “Gracias…por un momento dudé de vos, pero no…me…defraudaste”, y murió.

Gabriel fue a desatar a la joven que seguía con los ojos hinchados de tanto llorar y había observado aterrorizada toda la escena. Pero cuando él la desató, ella lo empujó y lo insultó mientras corría hacia el muerto. Entonces, él se quedó perplejo, sin entender nada de lo sucedido.
-¡Asesino!- le gritó ella en un llanto de dolor -¡Mataste a mi padre! ¿Cómo pudiste aceptar esa apuesta? ¡Él jamás me hubiera hecho daño! Sólo estaba enfermo…
Entonces Gabriel terminó de entender.
Ella lloraba desconsolada mientras abrazaba el cadáver de su padre.
-Pero…yo no sabía… ¿apuesta?- dijo Gabriel haciéndose ahora el sorprendido y el enojado, aunque alejándose lentamente del cuadro. Sin embargo, ella se levantó con los ojos desorbitados por el dolor y la ira, sosteniendo el arma de su padre y apuntándole a Gabriel sin dudarlo ni un minuto.

Otro disparo.

“Hay un asesino dentro mío, él tenía razón”
Gabriel salió por la misma puerta que minutos atrás su creador había entrado. Si bien había sido preso del artilugio mental de un viejo loco y enfermo, le estaba profundamente agradecido. Eso lo había liberado de su prisión mental. De su miedo a enfrentar el destino, su destino. Miró el horizonte y el sol se asomaba tímida pero inexorablemente. Un nuevo día estaba naciendo y una nueva persona había sido parida…el Asesino de su interior.



Autor: Miscelaneas de la oscuridad