Una luz
brillante me encegueció y en ese momento supe que todo había terminado.
Entonces, formé parte de la nada misma. Pero voy a comenzar por el principio,
quizás de esa manera hasta yo pueda entender. Hace ya un tiempo, no sé cuánto en
realidad, lo conocí. Desgraciadamente, las circunstancias de ese encuentro no
fueron las mejores, aunque aún hoy y luego de cómo todo resultó, no me
arrepiento de nada, sobre todo de sus ojos de su mirada cálida y llena de amor.
Sé que en ese momento, entre nosotros hubo algo, una chispa, una conexión
cósmica, tal vez algo de otro mundo.
Una tarde, como
cada una de las tardes de mi vida, caminaba por una de las tantas calles de mi
ciudad. Una en particular, la que desembocaba en una enorme plaza llena de
árboles y juegos. Siempre la misma, nunca otra. Tomé esa dirección como muchas
otras veces había hecho en una bella tarde de invierno. El sol estaba en su
máximo esplendor entibiando el ambiente con su presencia, acariciando mi rostro
y haciéndome sentir parte de algo, del mundo, de esta bella tierra. A pesar de
eso, yo apuraba el paso ya que llegaba tarde a trabajar. En el preciso
instante, en el minuto justo en que iba a cruzar la calle, él apareció de la
nada y me miró. Brevemente me prestó esos maravillosos ojos donde me perdí
profundamente. En ese segundo de mi vida, creo que en el cielo algo se
estremeció porque el piso tembló bajo mis pies y no supe que hacer. Nos miramos
un largo rato quizás durante miles de años luz que fueron milisegundos a la vez.
Yo no esperaba verlo, ni siquiera encontrarlo. No esperaba conocerlo y quizás
por ello mi parte racional desconfió calando en mi cerebro. Así que recelosa le
pregunté: “¿Te conozco?”
Él me miró como
jamás nadie lo hizo. Me miró directo a los ojos, como si con eso escrutara mi
alma que en ese momento se abría como una flor. En esa, su mirada, pude vernos
reflejados caminando por la orilla del mar, bajo la luz de la luna llena,
sentados de la mano siendo ya viejitos, convertidos en polvo de estrellas y surcando
el universo. Despabilé mis pensamientos de ese magnetismo extraño que me hacía
mirarlo y como no dijera una palabra, volví a insistir: “Disculpame, ¿te puedo
ayudar en algo?” A lo que él me respondió sin titubeos: “Si… ¿me darías tu
teléfono?”. Yo me quedé pasmada. Jamás nadie había sido tan directo conmigo. “Y
¿para qué?”, le insistí. “Porque quiero volver a verte…”. Yo me reí porque
pensé que me estaba haciendo una broma, que se burlaba de mí. “¿Me estás
haciendo un chiste?”, pregunté. Pero él, seguro de sí mismo, me contestó: “En
serio, me encantaste y quisiera volver a verte…si no te parece mal…”. Mi
corazón palpitó como nunca, como si el cielo me hubiera tocado. A mí, una
insignificante personita que día tras día hacía lo mismo. Que no se atrevía a
cambiar de trayecto por miedo a que algo malo sucediese. Si, a mí me sucedía
algo de otro mundo y fui feliz por un breve instante. Le sonreí y creo que me
ruboricé. Pero en ese momento un hombre salido de la nada, se agachó y sacó un
arma de su botamanga. Todo fue tan rápido que aún no lo puedo entender. Cuando
le estoy diciendo a mi desconocido: “Vení, cruzá conmigo que te doy mi número”,
ese hombre con su mano cargada por algún demonio, disparó. Un certero disparo,
teledirigido como un mal designio, como una mala noticia, lo alcanzó y él cayó
desplomado. Mi visión del futuro, el amor que aún no había comenzado, que aún
no había nacido, estaba siendo destruido en ese breve momento desgraciado.
Mientras me miraba en su agonía, pude ver como los ojos que minutos antes
habían sido compañeros de mi vida por vivir, dejaban de ser y se transformaban
en algo más, algo diferente y vacío. Él ya estaba en otro lugar.
Grité. Un
alarido salió de lo profundo de mi garganta, desde mi alma. El terror se hizo
presente en mi corazón y lo único que pude hacer fue correr. Correr sabiendo
que mi vida dependía de eso. Sabiendo que dejaba tirado y muerto a mi amado
anónimo. Detrás de mí alguien más corrió desesperado. Los dos corrimos en
dirección a la plaza como si ese lugar fuera un sitio seguro, aunque muy dentro
de mí sabía que no era así. Pero cuando estaba por llegar, a la vuelta de la
esquina, nos encontramos casi de frente con el asesino que había rodeado la
manzana y que no contento con haber matado a mi alma gemela, empezó a disparar.
Me apuntaba a mí y a la persona que estaba detrás. Me agaché para esquivar las
balas, aunque en cierto momento dudé, porque tal vez debía dejarme morir. No
obstante, el instinto de preservación me tiró al suelo como si un imán hubiera
traccionado de mi cuerpo.
Mientras el
asesino seguía disparando a cuanta persona se moviera, el hombre que corría
detrás de mí sacó su arma y comenzó a devolver los disparos, aunque sin
atinarle al homicida. Entonces, sacando fuerzas de no sé dónde, le arranque el
arma de las manos y disparé yo. Yo que jamás maté a nadie. Yo que siempre me
había jactado de ser pacífica y moral. Yo disparé y maté al verdugo de mi futuro,
de mi porvenir.
Esa noche llegué
a casa con el alma vacía y lloré como si en esa trágica tarde de invierno yo
hubiera perdido al amor de mi vida. Como si él hubiera formado parte de mi
destino y éste se perdiese en la inmensidad del éter. Me dormí rogándole al
cielo que nada de lo sucedido fuese real, que lo vivido ese día fuese sólo un
mal sueño. Pero también rogué que si a pesar de todo, lo trágico había
sucedido, quien sea que estuviera a cargo del destino, me diera la oportunidad
de cambiarlo, de salvar la vida de ese desconocido por el que lloraba mi
corazón. Esa noche soñé con algo divino, casi mágico. Esa noche se me concedió
una petición, un deseo y en ese instante yo no podía parar de pensar en él.
A la mañana
siguiente, me levanté como pude. El dolor se acrecentaba más y más en mi
corazón, pero a pesar de todo, debí continuar con vida. A la misma hora del día
anterior, caminé por el mismo lugar donde horas atrás había perdido a mi amado
y aunque pensé en no regresar a ese sitio fatídico debía ser fuerte y
confrontar mi realidad. Cuando llegué nada había cambiado. Todo estaba
exactamente igual. La misma calle, los mismos autos, las mismas personas que
hacían sus cosas como si nada hubiera pasado. El mundo seguía girando como si
ninguna tragedia hubiera tenido lugar allí. Pero entonces, algo sucedió. En la
misma esquina, en exactamente el mismo rincón del día anterior lo vi y mi
corazón dio un vuelco. ¿Era posible o estaba alucinando? Tal vez la tristeza me
estaba jugando una mala pasada. Y que irónico porque estaba triste por alguien
que había conocido durante dos minutos. ¿Y si todo había sido finalmente un mal
sueño? Para mi asombro y perplejidad, ahí estaba él y me miraba como el día
anterior. Yo me acerque incrédula con lágrimas en los ojos. Le toqué el rostro
para convencerme a mí misma de su presencia y si, era él. Le dije “¡Estas
vivo!”, y él no supo que decir o en realidad no entendía mi asombro ni mi
acercamiento. Yo era una desconocida para él. Aunque su mirada estaba llena de
candor, de amor por llevar adelante, de futuro por planear. Pero entonces todo
pasó otra vez. Ese hombre lo volvió a matar delante de mis ojos y yo volví a
hacerle justicia, matando a su asesino. ¡Esto no podía ser verdad! Entonces
maldecí mi desgracia ya que, si esa había sido mi oportunidad, mi deseo
concedido, lo había desperdiciado terriblemente en no entender nada.
Esa noche lo
soñé, vivo junto a mí. Estábamos sentados en un prado lleno de hermosas flores.
El cielo se encontraba despejado y azul y nosotros nos tomábamos de las manos,
disfrutando del tiempo y nada más. En el sueño me perdí en su mirar, en sus
caricias, en su calor. Descansé en su pecho y escuché su corazón palpitar. Nos
amamos y nos conocimos de siempre y por siempre. Allí supe que su nombre era
Joaquín y agradecí poder darle un nombre a ese rostro sereno y bello. Me acuné
en su corazón y desee fervientemente poder salvarlo…
Al día
siguiente, desperté y esperé que el cielo me hubiese concedido una nueva
oportunidad, y en ese anhelo fui temprano a buscar a mi Joaquín. Quería
anticiparme a todo ese desastre, si es que eso era posible. Pero la realidad
era que yo no sabía dónde encontrarlo. ¿Viviría allí? O tal vez, solo era un
transeúnte como yo, que ocasionalmente pasaba por ahí. Tomé una bocanada de
aire y esperé por él. Las horas desfilaron y Joaquín no aparecía. Sin embargo,
seguí esperando. En el instante indicado apareció de la nada, como
materializándose en ese allí y ese ahora, como si estuviera predestinado. Corrí
hacia él y le dije “Tenés que irte ya de acá”, pero él solo me sonrió y
contestó: “Estoy donde debo estar”, y todo sucedió otra vez.
¿Qué significaba
eso? ¿Qué quería decir con estar en el lugar donde debía? Yo quería entender,
pero no podía. Durante semanas enteras desperté e intenté salvar a Joaquín sin
lograrlo. Cada día que pasaba conocía algo más de él, de su persona. Que sus
ojos eran azules y honestos. Que su sonrisa era hermosa y blanca. Que sus manos
eran perfectas. Pero nunca lograba evitar que el destino cambiase. Cada muerte
de él hacía un hueco más y más grande en mi pecho. Una cruz que se estaba
haciendo difícil de llevar.
Una mañana,
cansada y aturdida, tomé una decisión drástica y fui al encuentro de mi
destino. Esta vez no esperé ver a Joaquín. Esta vez esperé a su asesino. A la
distancia lo vi, era un hombre desquiciado que me doblaba la edad y que al
parecer, nada ni nadie le importaba. Su mirada era oscura y vacía. Era como un
títere del destino, alguien manejado por una entidad superior. Maléfica, pero
superior si es que eso existía. En cuanto lo divisé me abalancé a él sin decir
una palabra y le arrebaté su arma. El dio batalla y en la lucha cuerpo a
cuerpo, en la que mi persona tenía clara desventaja, el arma se disparó y yo
caí al suelo. Entre tanto, escuché otro disparo que derribó al asesino, ahora
mi asesino. Joaquín corrió y me abrazó llorando, como si yo fuese lo más
preciado de su vida. Me acarició el rostro y me besó. Yo me alegré de verlo
vivir y de sentir sus labios cálidos por primera vez en mí. Entonces todo se
puso blanco y brillante.
Allá, en el otro
lado del universo, alguien estaba esperándome. Era un bello lugar, muy
iluminado y sereno, aunque no sabía bien donde me encontraba. Ese alguien me
dijo con voz severa: “¿Por qué no seguiste tu camino la primera vez?”. Yo lo
miré y aunque sólo podía ver sus ojos, le contesté: “Porque él es mi alma
gemela, mi futuro y mi presente y sin él nada ya tiene sentido”. El me miró y
me respondió “Pero…si no lo conocés”. Yo sonreí y le dije: “Con mirarlo a los
ojos una vez fue suficiente para saber que nos pertenecemos”.
Nuevamente la
luz se hizo intensa y me encegueció. Me sentí liviana como una pluma en el
aire. Luego me deslicé a través de un túnel acolchonado y suave. Cuando terminé
de caer abrí los ojos y para mi sorpresa estaba en una habitación. Tenía cables
por todos lados y había un monitor junto a mí que hacia un ruido rítmico.
Imaginé que era el ritmo de mi corazón por lo que deduje que estaba con vida.
No entendía dónde estaba ni que había sucedido hasta que miré a mi alrededor y
allí estaba él. Joaquín se encontraba sentado a mi lado sosteniéndome la mano.
Una lágrima se deslizaba por su mejilla al ver que yo abría mis ojos y con una
caricia se la sequé. El me abrazó y finalmente, luego de tanto tiempo, pudo
decirme que me amaba. Después de ese día jamás dejó de hacerlo.
Ah…se
preguntarán ¿porque pasó esto? Durante mucho tiempo pensé que todo había sido
un mal sueño. Sin embargo, luego de vivir aquello que había visto en los ojos
de Joaquín la primera vez que lo conocí, descarté esa posibilidad. La realidad
es que no se muy bien que pasó y cómo. Sospecho que el haber puesto mi vida
antes que la de él casi sin conocerlo ayudó. Además recuerdo que el hombre que
vi en el más allá, como en un suspiro dijo antes de dejarme volver: “Él hizo lo
mismo por vos antes…al parecer son el uno para el otro”.
Autor:
Miscelaneas de la oscuridad
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