Mi
intención, al escribir este relato, no es precisamente la de ser leído, sino la
de evitar la caída de una próxima víctima. Quizás mi desdicha les sirva de
algo. Sé que mi caso es inapelable y estoy casi resignado a afrontarlo…
Pero
no confundan mi resignación con entrega. Por el contrario, en estas líneas
estoy decidido a despabilar la razón de más de uno y a exponer la trágica y demasiado precoz desaparición de mi amigo.
Hace
unos cuantos meses atrás, recibí noticias de un viejo camarada que hacía años,
largos años que no veía. Cuando vi su firma en el sobre que envolvía la misiva,
sobrevino a mí como en un suspiro un nombre: Rosalía. Y unos ojos verdes como
el agua del mar con viento del sur. Ella fue la que se me escapó. El amor trunco,
ese que no se dio, porque mi cobardía no dejó que así sea. Rosalía fue la
oportunidad perdida de ser feliz.
Abrí
la carta y leí atentamente las líneas escritas por mi amigo. No eran muchas.
Con una letra apurada y desprolija, raro en él, relataba allí en forma escueta
y dejándome con miles de interrogantes, que se encontraba prácticamente
agonizando. Sus días, según su relato, llegarían pronto a un fin irremediable y
trágico. Sin embargo, clamaba por mí. Me necesitaba a su lado porque temía por
su hermana, Rosalía.
Esa
última frase me impactó. No porque la enfermedad de mi amigo no fuese lo
suficientemente grave, sino porque mi corazón era frágil. Mi carne era débil y
esa debilidad llevaba el nombre de Rosalía. Y si ella corría algún peligro, yo
debía protegerla a como diera lugar.
No
necesité más. Hice mis maletas y tomé el primer tren hacia Valdez, un pueblito
pequeño que se encontraba a unos cuatrocientos kilómetros de mi actual hogar. El
viaje duraría largas horas, por lo que llevé varios libros y mi cuaderno de
anotaciones. Ese que hacía las veces de diario de viaje. Sin
embargo, una vez que estuve dentro del tren, mi mente voló hacia ella, hacía
Rosalía. ¿Qué hubiera sido de mi vida si hoy estuviera junto a ella? En mi
ensoñación sólo veía su hermosa sonrisa y sus ojos claros. Aun así, tomé mi
libro de anotaciones y comencé a escribir preguntas que la carta no respondían:
¿Desde cuándo mi amigo estaba así?, ¿Qué dijo el doctor al respecto?, ¿Alguien
lo querría muer…? no me atrevía a finalizar esa pregunta aunque rondaba mi
mente. Sobre todo si él temía por su hermana. Ellos eran los únicos herederos
de una familia muy acomodada de Valdez. Y la desaparición física de mi amigo
Juan implicaba una enorme herencia en juego y un rápido matrimonio de Rosalía
con quien aprovechase la situación. Eso era un peligro claramente.
Lentamente,
y aunque mi cabeza no paraba de pensar, me volví a dormir. Un sonido agudo me
trajo a la realidad: ya estaba en mi destino, aunque para mí sólo habían
transcurridos algunas horas. Cerré mi cuadernillo. Me había dormido dibujando
los ojos de ella. ¿Estaría tan bella como siempre? Miré por la ventanilla y
allí la estación me trajo imágenes de antaño. Sobrevino una oleada de recuerdos:
de mi infancia feliz, de carreras en bicicleta, de tardes bajo el manzano de mi
casa. Nada había cambiado en diez años.
Bajé
del tren con mi sencilla maleta y mis ojos vieron lo que pensé que era un ángel
escapado del cielo: rodeada en una nube de vapor, se encontraba Rosalía parada
frente a mí. Aún vestida de negro era belleza pura y cándida. A pesar de su
palidez y de unas incipientes ojeras, su hermosura resaltaba y no podía, por
más que lo intentase, ocultarla. Y allí lo noté. El negro del vestido, las
ojeras y los ojos rojos. Todas las señales estaban allí: mi amigo había partido
a otro mundo.
En
silencio fuimos a la casa. Al día siguiente sería el entierro y ella me rogó
que estuviese presente. “No sé cómo podré afrontar esta pérdida…mi hermano Juan
es lo único que tengo…que tenía. No sé qué voy a hacer sin él”, dijo Rosalía
rompiendo en llanto y yo, no supe que hacer. Me quedé petrificado. Entonces ella
repuesta, un poco a la fuerza por mi timidez que tal vez interpretó como
frialdad, me hizo una media sonrisa y me condujo a la habitación que ocuparía.
“Usted debe estar cansado por el viaje”, me dijo mientras abría la puerta y
corría las cortinas para que entrase un poco del sol, que en pocas horas, se
escondería en el horizonte. Yo sólo asentí con la cabeza mientras la seguía con
la mirada. Entonces la luz acarició su rostro y la hizo aún más bella. Me sentí
tan tonto que solo murmuré unas gracias. Ella se retiró diciéndome que me
acomodase y que a las ocho se serviría la cena.
Me
acomodé en la habitación en la que tantas otras veces había estado. Donde me
había despedido de Rosalía antes de partir a mi nueva ciudad, sin animarme a
pedirle que fuese mía. Todo estaba igual. Cada detalle estaba allí,
inmodificable. Sin embargo, algo no encajaba en ese paisaje que recordaba. Una
enorme caja de madera que simulaba un arcón, era algo nuevo. La observé un rato
ya que desentonaba con el resto, pero deduje que allí podría acomodar mis
libros. Al abrirla encontré varias cosas que, al parecer, pertenecían a mi
amigo desaparecido. Unas cuantas cartas, muñecos de su infancia, alguna ropa
vieja y cuando parecía que nada más había allí dentro, noté algo extraño. A los
laterales de la caja podía notar unos pestillos fuera de lugar a los que toqué
y sorpresivamente, me reveló un doble fondo. “Raro”, pensé. Saqué la bandeja
que hacía las veces del primer fondo y adentro encontré un diario. Ojeé algunas
páginas y me di cuenta de que pertenecía a Juan. Abrí en las últimas páginas y
decía:
“Ya
queda poco. Quien sea que me está haciendo esto, está ganando. Mi muerte lenta
es certera como lo fue la de mi madre y padre. El dolor es insoportable tanto
que me hace desear este final anunciado y precoz. ¿Que haré con Rosalía? El
mayordomo nuevo…”
Y se
interrumpía bruscamente. Ya no escribió más luego de esa página. Me horroricé
al instante. Mis sospechas eran confirmadas con esa pequeña hoja, mi amigo
había sido asesinado. Pero ¿quién había sido capaz de semejante atrocidad? Y
¿cómo lo había logrado? Una congoja invadió mi corazón y una preocupación:
Rosalía. Redoblé mi apuesta, debía protegerla a como diera lugar.
Acomodé
la poca ropa que había llevado, mis libros, me enjuagué la cara y baje por las
escaleras. Todo en la casa se encontraba en una penumbra mortuoria. El salón
principal, que años antes había sido cuna de fiestas majestuosas y de
complicidades amorosas, apenas mostraba la dureza de la madera oscura y
castigada por el tiempo. La mesa del centro, enorme y demasiado larga para dos
personas, seguía allí con un pequeño florero lleno de fresias para disfrazar un
poco el olor a humedad. Parecía que durante mucho tiempo allí no se bailó
ningún vals, ni se coqueteó entre las damas de la sociedad.
Me
dirigí hacia la biblioteca, un enorme lugar plagado de libros de todos los
temas imaginables. Tardes enteras me había perdido allí entre aventuras de
caballeros donde salvé a más de una doncella y me enamoré alguna que otra vez. Acaricié
el lomo de uno de los libros que tantos recuerdos me traía a mi mente nostálgica,
pero un gimoteo me sacó de los recuerdos. Noté, entonces que alguien estaba
allí escondido en la penumbra.
“¿Quien
anda allí?”, dije con voz firme y alta, aunque me había asustado bastante. “Disculpá…soy
yo…Rosalía”, dijo una vocecita de ultratumba y mi corazón se aceleró
inmediatamente. Allí estaba ella con un pañuelo, secándose las lágrimas.
Intenté decir algo para salir de esa situación: “Disculpame…no quise invadir tu
espacio…me retiro…”. Pero ella me rogó para que no me fuera: “No, por favor. No
te vayas. Me siento bastante sola. Estaba pensando en mi hermano, en lo último
que le dije antes de que ya no existiera…”
Yo no
entendía, “¿Estaban distanciados o algo?”, le pregunté inocentemente.
Ella
me relató bastante apesadumbrada: “El murió aquí mismo” y señaló el piso donde
estaba parada. “Ambos discutíamos por mi futuro. Él no debía esforzarse y yo no
quería hablar de eso…”, y no pudo terminar.
Y
esta vez reaccioné. Me acerqué y la abracé. La puse contra mi pecho como tantas
veces había soñado y sentí el suyo, agitado, junto al mío. No quise, pero lo
disfruté. Estaba consolando al amor de mi vida. Ella lloró un rato y yo la dejé
ser. Sin embargo, repentinamente el mayordomo- un joven bastante guapo y al que
no conocía- entró y ella se apartó rápidamente de mí. “La cena está preparada”,
dijo demasiado solemnemente y fuimos hacia el comedor en silencio.
La
cena fue de la misma manera: callada y en penumbras. Solo nosotros dos bajo la
atenta mirada del joven sirviente. Rosalía estaba estresada por la situación.
Se le notaba porque apenas comía y reaccionaba desmesuradamente ante cualquier
ruido que proviniese desde ese muchacho. “¿Le tendrá miedo?”, pensé. Y ¿si él
tenía que ver con la muerte de mi amigo? Las circunstancias aún no estaban del
todo claras y a estas alturas cualquier teoría loca me hubiese convencido de cualquier
cosa. Tal vez en el entierro podría averiguar algo más.
Esa
noche me fui a dormir con una aroma, con su dulce fragancia en mi piel. La soñé
como tantas otras veces, en mis brazos, enlazados. Pero algo en su mirada era
diferente. Un brillo maquiavélico, una entrega física prohibida, un goce poco
angelical. Y unos ojos recientemente conocidos. Desperté en la madrugada de golpe
y empapado de sudor.
Me
sacudí del recuerdo de ese sueño y salí de la cama. Había sido tan vívido, tan
intenso que aún podía sentir a Rosalía en mis brazos. Y los ojos conocidos,
observando pacientemente. Me levanté a buscar agua. Si mal no recordaba, conocía
la ubicación exacta de la cocina y no debería despertar a nadie por una
necesidad tan banal como esa.
En realidad era la excusa para salir de la
habitación en el medio de la noche con la expectativa de cruzarme al motivo de
mi desvelo, aunque era altamente improbable. Sin embargo y para mi sorpresa, me
encontré con alguien más.
Tomé
el pasillo casi a tientas. La oscuridad estaba cediendo ante la aparición
precoz del sol que se asomaba con timidez a través de una de las ventanas, por
lo que podía ver ciertos bultos, que imaginé eran muebles. Pero que para mi
mente aturdida parecían demoníacas formas de animales moribundos. Sin embargo,
algo diferente captó mi atención. Allí, parado en la entrada de la habitación
de Rosalía, se encontraba una figura humana con el oído pegado a la puerta
intentando oír algo. Espiando…
-¡Hey!
–dije y el mayordomo, que me miró directamente a los ojos, salió corriendo
amparado por la oscuridad en ese sector de la casa. “Es él”, pensé, “¡y ahora
va por ella! ¡Pero no lo voy a permitir!”.
Salí
corriendo detrás de él y tras varios metros de agitada carrera, lo alcancé. Y
como se resistiera a mí accionar heroico y justiciero, le propiné un golpe en
el rostro que lo dejó inconsciente. Entonces, lo levanté y lo até a una silla. Le
revisé los bolsillos por si llevaba un arma y sólo encontré un frasco pequeño.
Lo tomé entre mis manos y lo olí. Agrio. ¿Qué sería? Sin embargo, mis
pensamientos se interrumpieron al ver al ama de llaves y Rosalía que luego de
tanto griterío habían despertado y bajaron rápidamente para ver que sucedía. “¡Es
él!”, le dije a ambas que observaban todo con asombro, “¡El mató a Juan! ¡Hay
que dar noticia a la policía urgentemente!” Y en menos de una hora la policía
estaba allí y se llevaba al mayordomo junto al frasquito que mismo les entregué.
Yo me regocijé con haber resuelto el asesinato y haber protegido a Rosalía, y
todo como mi amigo lo había solicitado.
El
funeral pasó, así como las semanas. Entonces, decidí dar el paso que diez años
atrás no había podido dar, por mi cobardía. Una tarde en la que Rosalía leía en
la biblioteca me acerqué y en un suspiro le pedí que sea mi esposa y ella tras
un instante de duda, aceptó. Yo no entraba en mí de la felicidad.
En
esos días ella se dedicó a preparar la boda y yo en poner en orden mis papeles
en la ciudad. Por ello viajé a ultimar todos los detalles. Vendería mi
propiedad o quizás contrataría a un cuidador. Eso lo vería en la marcha. Sin
embargo, estando en mi antiguo hogar recibí una nota de la policía de Valdez.
Me citaban por el caso de la muerte de mi amigo Juan. Yo supuse que para
declarar finalmente y que ese truhan quedara encarcelado de una vez por todas.
Volví al pueblo y me dirigí directamente a la estación de policía. Allí recibí
ciertas noticias que me pusieron a pensar, aunque de muy mala gana. La verdad
no quería perturbar mi alegría. Al día siguiente me casaría con el amor de mi
vida y nada podría opacar la realidad y la felicidad que tenía en ese momento.
Pero el comisario me detuvo en seco y me despertó con sus palabras. Ya se sabía
el resultado de la autopsia y la causa de su muerte, que no había sido natural.
Lo miré con la angustia de mi amigo muerto en el corazón y lo invité a que al
día siguiente, luego de la boda, finalizáramos la charla. A lo que él accedió
dándome una vez más el pésame por la pérdida de mi amigo.
Y al
día siguiente nos casamos. Rosalía estaba hermosa en su traje de novia blanco y
largo. Parecía una princesa extraída de un cuento de hadas. Aunque un dejo de
tristeza se posaba en nuestros corazones. La muerte de Juan me pesaba cada vez
más y la cuestión de la charla con el comisario por las circunstancias de su
asesinato, también.
Ya
en la recepción, íntima y con sólo algunos conocidos, el jefe de la policía se
hizo presente. Yo lo supe. Supe que no había vuelta atrás. Dudé si no debía entregarme
yo, pero no podía justificar el uso del veneno que había usado lentamente para
matarlo. No podía justificar tampoco la muerte de sus padres, sucumbidos en
circunstancias similares, aunque disfrazadas de dolor y suicidio. Toda una
historia de asesinatos lentos y solapados de los cuales yo no había participado,
pero que Juan había comenzado a investigar al ver ciertos patrones extraños de
semejanza. Tampoco podía justificarme delante del nuevo mayordomo, un cabo de
la policía del poblado cercano, que se había ofrecido para trabajar en cubierto,
luego de que Juan pusiera la alarma en la comisaría local.
Y se
llevaron a mi Rosalía, a mi esposa, por el asesinato lento y metódico de toda
su familia. Había envenenado uno a uno a los integrantes de su familia para
quedarse con toda su herencia. Y su hermano, había perecido poniéndose en la
línea de fuego. Y a mí me hubiera sucedido lo mismo si el comisario no me hubiese
alertado. Y todo para descubrir un doloroso misterio que involucraba a alguien
con cara de ángel, pero con corazón de demonio.
Y
¿por qué, se preguntarán, les advierto acerca de este caso? Porque mi amada
Rosalía, con sus encantos, con su cara angelical, con sus modos, con su dulce y letal cortesía, enamoró al cabo que
se hizo pasar por mayordomo. Y una mañana de abril ambos se fugaron de la
prisión. ¡Pobre tonto! Morirá en breve, y por desgracia, yo también. Cada día
de mi vida la espero, espero verla llegar con su blanco vestido de novia, para
que termine su trabajo. Porque yo, en el momento en que descubrí que su alma era
negra como la noche, morí. Y este cadáver en vida que soy, la espera sabiendo
que ella vendrá a finalizar su trabajo. Y ¿Para qué? Pues, para comenzar otra
vez… Lo sé.
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