sábado, 30 de noviembre de 2013

Corazón de demonio



Mi intención, al escribir este relato, no es precisamente la de ser leído, sino la de evitar la caída de una próxima víctima. Quizás mi desdicha les sirva de algo. Sé que mi caso es inapelable y estoy casi resignado a afrontarlo…
Pero no confundan mi resignación con entrega. Por el contrario, en estas líneas estoy decidido a despabilar la razón de más de uno y a exponer la trágica  y demasiado precoz desaparición de mi amigo.

Hace unos cuantos meses atrás, recibí noticias de un viejo camarada que hacía años, largos años que no veía. Cuando vi su firma en el sobre que envolvía la misiva, sobrevino a mí como en un suspiro un nombre: Rosalía. Y unos ojos verdes como el agua del mar con viento del sur. Ella fue la que se me escapó. El amor trunco, ese que no se dio, porque mi cobardía no dejó que así sea. Rosalía fue la oportunidad perdida de ser feliz.
Abrí la carta y leí atentamente las líneas escritas por mi amigo. No eran muchas. Con una letra apurada y desprolija, raro en él, relataba allí en forma escueta y dejándome con miles de interrogantes, que se encontraba prácticamente agonizando. Sus días, según su relato, llegarían pronto a un fin irremediable y trágico. Sin embargo, clamaba por mí. Me necesitaba a su lado porque temía por su hermana, Rosalía.
Esa última frase me impactó. No porque la enfermedad de mi amigo no fuese lo suficientemente grave, sino porque mi corazón era frágil. Mi carne era débil y esa debilidad llevaba el nombre de Rosalía. Y si ella corría algún peligro, yo debía protegerla a como diera lugar.

No necesité más. Hice mis maletas y tomé el primer tren hacia Valdez, un pueblito pequeño que se encontraba a unos cuatrocientos kilómetros de mi actual hogar. El viaje duraría largas horas, por lo que llevé varios libros y mi cuaderno de anotaciones. Ese que hacía las veces de diario de viaje. Sin embargo, una vez que estuve dentro del tren, mi mente voló hacia ella, hacía Rosalía. ¿Qué hubiera sido de mi vida si hoy estuviera junto a ella? En mi ensoñación sólo veía su hermosa sonrisa y sus ojos claros. Aun así, tomé mi libro de anotaciones y comencé a escribir preguntas que la carta no respondían: ¿Desde cuándo mi amigo estaba así?, ¿Qué dijo el doctor al respecto?, ¿Alguien lo querría muer…? no me atrevía a finalizar esa pregunta aunque rondaba mi mente. Sobre todo si él temía por su hermana. Ellos eran los únicos herederos de una familia muy acomodada de Valdez. Y la desaparición física de mi amigo Juan implicaba una enorme herencia en juego y un rápido matrimonio de Rosalía con quien aprovechase la situación. Eso era un peligro claramente.

Lentamente, y aunque mi cabeza no paraba de pensar, me volví a dormir. Un sonido agudo me trajo a la realidad: ya estaba en mi destino, aunque para mí sólo habían transcurridos algunas horas. Cerré mi cuadernillo. Me había dormido dibujando los ojos de ella. ¿Estaría tan bella como siempre? Miré por la ventanilla y allí la estación me trajo imágenes de antaño. Sobrevino una oleada de recuerdos: de mi infancia feliz, de carreras en bicicleta, de tardes bajo el manzano de mi casa. Nada había cambiado en diez años.
Bajé del tren con mi sencilla maleta y mis ojos vieron lo que pensé que era un ángel escapado del cielo: rodeada en una nube de vapor, se encontraba Rosalía parada frente a mí. Aún vestida de negro era belleza pura y cándida. A pesar de su palidez y de unas incipientes ojeras, su hermosura resaltaba y no podía, por más que lo intentase, ocultarla. Y allí lo noté. El negro del vestido, las ojeras y los ojos rojos. Todas las señales estaban allí: mi amigo había partido a otro mundo.

En silencio fuimos a la casa. Al día siguiente sería el entierro y ella me rogó que estuviese presente. “No sé cómo podré afrontar esta pérdida…mi hermano Juan es lo único que tengo…que tenía. No sé qué voy a hacer sin él”, dijo Rosalía rompiendo en llanto y yo, no supe que hacer. Me quedé petrificado. Entonces ella repuesta, un poco a la fuerza por mi timidez que tal vez interpretó como frialdad, me hizo una media sonrisa y me condujo a la habitación que ocuparía. “Usted debe estar cansado por el viaje”, me dijo mientras abría la puerta y corría las cortinas para que entrase un poco del sol, que en pocas horas, se escondería en el horizonte. Yo sólo asentí con la cabeza mientras la seguía con la mirada. Entonces la luz acarició su rostro y la hizo aún más bella. Me sentí tan tonto que solo murmuré unas gracias. Ella se retiró diciéndome que me acomodase y que a las ocho se serviría la cena.

Me acomodé en la habitación en la que tantas otras veces había estado. Donde me había despedido de Rosalía antes de partir a mi nueva ciudad, sin animarme a pedirle que fuese mía. Todo estaba igual. Cada detalle estaba allí, inmodificable. Sin embargo, algo no encajaba en ese paisaje que recordaba. Una enorme caja de madera que simulaba un arcón, era algo nuevo. La observé un rato ya que desentonaba con el resto, pero deduje que allí podría acomodar mis libros. Al abrirla encontré varias cosas que, al parecer, pertenecían a mi amigo desaparecido. Unas cuantas cartas, muñecos de su infancia, alguna ropa vieja y cuando parecía que nada más había allí dentro, noté algo extraño. A los laterales de la caja podía notar unos pestillos fuera de lugar a los que toqué y sorpresivamente, me reveló un doble fondo. “Raro”, pensé. Saqué la bandeja que hacía las veces del primer fondo y adentro encontré un diario. Ojeé algunas páginas y me di cuenta de que pertenecía a Juan. Abrí en las últimas páginas y decía:

“Ya queda poco. Quien sea que me está haciendo esto, está ganando. Mi muerte lenta es certera como lo fue la de mi madre y padre. El dolor es insoportable tanto que me hace desear este final anunciado y precoz. ¿Que haré con Rosalía? El mayordomo nuevo…”

Y se interrumpía bruscamente. Ya no escribió más luego de esa página. Me horroricé al instante. Mis sospechas eran confirmadas con esa pequeña hoja, mi amigo había sido asesinado. Pero ¿quién había sido capaz de semejante atrocidad? Y ¿cómo lo había logrado? Una congoja invadió mi corazón y una preocupación: Rosalía. Redoblé mi apuesta, debía protegerla a como diera lugar.

Acomodé la poca ropa que había llevado, mis libros, me enjuagué la cara y baje por las escaleras. Todo en la casa se encontraba en una penumbra mortuoria. El salón principal, que años antes había sido cuna de fiestas majestuosas y de complicidades amorosas, apenas mostraba la dureza de la madera oscura y castigada por el tiempo. La mesa del centro, enorme y demasiado larga para dos personas, seguía allí con un pequeño florero lleno de fresias para disfrazar un poco el olor a humedad. Parecía que durante mucho tiempo allí no se bailó ningún vals, ni se coqueteó entre las damas de la sociedad.

Me dirigí hacia la biblioteca, un enorme lugar plagado de libros de todos los temas imaginables. Tardes enteras me había perdido allí entre aventuras de caballeros donde salvé a más de una doncella y me enamoré alguna que otra vez. Acaricié el lomo de uno de los libros que tantos recuerdos me traía a mi mente nostálgica, pero un gimoteo me sacó de los recuerdos. Noté, entonces que alguien estaba allí escondido en la penumbra.

“¿Quien anda allí?”, dije con voz firme y alta, aunque me había asustado bastante. “Disculpá…soy yo…Rosalía”, dijo una vocecita de ultratumba y mi corazón se aceleró inmediatamente. Allí estaba ella con un pañuelo, secándose las lágrimas. Intenté decir algo para salir de esa situación: “Disculpame…no quise invadir tu espacio…me retiro…”. Pero ella me rogó para que no me fuera: “No, por favor. No te vayas. Me siento bastante sola. Estaba pensando en mi hermano, en lo último que le dije antes de que ya no existiera…”
Yo no entendía, “¿Estaban distanciados o algo?”, le pregunté inocentemente.
Ella me relató bastante apesadumbrada: “El murió aquí mismo” y señaló el piso donde estaba parada. “Ambos discutíamos por mi futuro. Él no debía esforzarse y yo no quería hablar de eso…”, y no pudo terminar.

Y esta vez reaccioné. Me acerqué y la abracé. La puse contra mi pecho como tantas veces había soñado y sentí el suyo, agitado, junto al mío. No quise, pero lo disfruté. Estaba consolando al amor de mi vida. Ella lloró un rato y yo la dejé ser. Sin embargo, repentinamente el mayordomo- un joven bastante guapo y al que no conocía- entró y ella se apartó rápidamente de mí. “La cena está preparada”, dijo demasiado solemnemente y fuimos hacia el comedor en silencio.

La cena fue de la misma manera: callada y en penumbras. Solo nosotros dos bajo la atenta mirada del joven sirviente. Rosalía estaba estresada por la situación. Se le notaba porque apenas comía y reaccionaba desmesuradamente ante cualquier ruido que proviniese desde ese muchacho. “¿Le tendrá miedo?”, pensé. Y ¿si él tenía que ver con la muerte de mi amigo? Las circunstancias aún no estaban del todo claras y a estas alturas cualquier teoría loca me hubiese convencido de cualquier cosa. Tal vez en el entierro podría averiguar algo más.

Esa noche me fui a dormir con una aroma, con su dulce fragancia en mi piel. La soñé como tantas otras veces, en mis brazos, enlazados. Pero algo en su mirada era diferente. Un brillo maquiavélico, una entrega física prohibida, un goce poco angelical. Y unos ojos recientemente conocidos. Desperté en la madrugada de golpe y empapado de sudor.
Me sacudí del recuerdo de ese sueño y salí de la cama. Había sido tan vívido, tan intenso que aún podía sentir a Rosalía en mis brazos. Y los ojos conocidos, observando pacientemente. Me levanté a buscar agua. Si mal no recordaba, conocía la ubicación exacta de la cocina y no debería despertar a nadie por una necesidad tan banal como esa. 

En realidad era la excusa para salir de la habitación en el medio de la noche con la expectativa de cruzarme al motivo de mi desvelo, aunque era altamente improbable. Sin embargo y para mi sorpresa, me encontré con alguien más.
Tomé el pasillo casi a tientas. La oscuridad estaba cediendo ante la aparición precoz del sol que se asomaba con timidez a través de una de las ventanas, por lo que podía ver ciertos bultos, que imaginé eran muebles. Pero que para mi mente aturdida parecían demoníacas formas de animales moribundos. Sin embargo, algo diferente captó mi atención. Allí, parado en la entrada de la habitación de Rosalía, se encontraba una figura humana con el oído pegado a la puerta intentando oír algo. Espiando…

-¡Hey! –dije y el mayordomo, que me miró directamente a los ojos, salió corriendo amparado por la oscuridad en ese sector de la casa. “Es él”, pensé, “¡y ahora va por ella! ¡Pero no lo voy a permitir!”.

Salí corriendo detrás de él y tras varios metros de agitada carrera, lo alcancé. Y como se resistiera a mí accionar heroico y justiciero, le propiné un golpe en el rostro que lo dejó inconsciente. Entonces, lo levanté y lo até a una silla. Le revisé los bolsillos por si llevaba un arma y sólo encontré un frasco pequeño. Lo tomé entre mis manos y lo olí. Agrio. ¿Qué sería? Sin embargo, mis pensamientos se interrumpieron al ver al ama de llaves y Rosalía que luego de tanto griterío habían despertado y bajaron rápidamente para ver que sucedía. “¡Es él!”, le dije a ambas que observaban todo con asombro, “¡El mató a Juan! ¡Hay que dar noticia a la policía urgentemente!” Y en menos de una hora la policía estaba allí y se llevaba al mayordomo junto al frasquito que mismo les entregué. Yo me regocijé con haber resuelto el asesinato y haber protegido a Rosalía, y todo como mi amigo lo había solicitado.

El funeral pasó, así como las semanas. Entonces, decidí dar el paso que diez años atrás no había podido dar, por mi cobardía. Una tarde en la que Rosalía leía en la biblioteca me acerqué y en un suspiro le pedí que sea mi esposa y ella tras un instante de duda, aceptó. Yo no entraba en mí de la felicidad.  

En esos días ella se dedicó a preparar la boda y yo en poner en orden mis papeles en la ciudad. Por ello viajé a ultimar todos los detalles. Vendería mi propiedad o quizás contrataría a un cuidador. Eso lo vería en la marcha. Sin embargo, estando en mi antiguo hogar recibí una nota de la policía de Valdez. Me citaban por el caso de la muerte de mi amigo Juan. Yo supuse que para declarar finalmente y que ese truhan quedara encarcelado de una vez por todas. Volví al pueblo y me dirigí directamente a la estación de policía. Allí recibí ciertas noticias que me pusieron a pensar, aunque de muy mala gana. La verdad no quería perturbar mi alegría. Al día siguiente me casaría con el amor de mi vida y nada podría opacar la realidad y la felicidad que tenía en ese momento. Pero el comisario me detuvo en seco y me despertó con sus palabras. Ya se sabía el resultado de la autopsia y la causa de su muerte, que no había sido natural. Lo miré con la angustia de mi amigo muerto en el corazón y lo invité a que al día siguiente, luego de la boda, finalizáramos la charla. A lo que él accedió dándome una vez más el pésame por la pérdida de mi amigo.

Y al día siguiente nos casamos. Rosalía estaba hermosa en su traje de novia blanco y largo. Parecía una princesa extraída de un cuento de hadas. Aunque un dejo de tristeza se posaba en nuestros corazones. La muerte de Juan me pesaba cada vez más y la cuestión de la charla con el comisario por las circunstancias de su asesinato, también.

Ya en la recepción, íntima y con sólo algunos conocidos, el jefe de la policía se hizo presente. Yo lo supe. Supe que no había vuelta atrás. Dudé si no debía entregarme yo, pero no podía justificar el uso del veneno que había usado lentamente para matarlo. No podía justificar tampoco la muerte de sus padres, sucumbidos en circunstancias similares, aunque disfrazadas de dolor y suicidio. Toda una historia de asesinatos lentos y solapados de los cuales yo no había participado, pero que Juan había comenzado a investigar al ver ciertos patrones extraños de semejanza. Tampoco podía justificarme delante del nuevo mayordomo, un cabo de la policía del poblado cercano, que se había ofrecido para trabajar en cubierto, luego de que Juan pusiera la alarma en la comisaría local.

Y se llevaron a mi Rosalía, a mi esposa, por el asesinato lento y metódico de toda su familia. Había envenenado uno a uno a los integrantes de su familia para quedarse con toda su herencia. Y su hermano, había perecido poniéndose en la línea de fuego. Y a mí me hubiera sucedido lo mismo si el comisario no me hubiese alertado. Y todo para descubrir un doloroso misterio que involucraba a alguien con cara de ángel, pero con corazón de demonio.

Y ¿por qué, se preguntarán, les advierto acerca de este caso? Porque mi amada Rosalía, con sus encantos, con su cara angelical, con sus modos, con  su dulce y letal cortesía, enamoró al cabo que se hizo pasar por mayordomo. Y una mañana de abril ambos se fugaron de la prisión. ¡Pobre tonto! Morirá en breve, y por desgracia, yo también. Cada día de mi vida la espero, espero verla llegar con su blanco vestido de novia, para que termine su trabajo. Porque yo, en el momento en que descubrí que su alma era negra como la noche, morí. Y este cadáver en vida que soy, la espera sabiendo que ella vendrá a finalizar su trabajo. Y ¿Para qué? Pues, para comenzar otra vez… Lo sé. 



Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

lunes, 25 de noviembre de 2013

El último segundo



Y de repente sentí que el mundo tal como lo conocía, se congelaba. Se detenía lentamente en ese instante único, en ese milisegundo de la vida, y súbitamente se paralizó. La mujer que tenía frente a mí, con el rostro rígido, me devolvía un gesto de asombro ¿o tal vez sería terror? Me miraba con ojos desmesuradamente abiertos y secos, cargados de todo y nada a la vez. Sus labios, delicadamente delineados y maquillados, tenían una palabra grabada. Un monosílabo que apenas si había podido emitir antes de que el tiempo se transformase en algo inexistente. Quizás se preguntaría ¿Por qué ese día tendría que ser así? ¿Por qué a ella? Tal vez, en realidad eso lo creo yo y ella no pensaba en nada más. Mente en blanco. Entonces, esa sílaba finalmente se le escapó como un reflejo. Un reflejo idéntico al que se produce cuando se saca la mano del agua caliente derramada por error, aún antes de sentir el calor desmesurado de sus más de noventa grados centígrados en nuestras terminales nerviosas. O cuando se pestañea en el momento casi previo a que alguien llegue a golpearte en el rostro. Reflejo. Tal vez el vidrio que se interponía entre nosotros no me permitía ver con precisión su sentir. Y digo ver porque yo no podía sentir sus sensaciones. No podía saber si su terror era real. Si no estaba fingiendo para que nada le sucediese, para que todo fluyese y terminase de una buena vez.


Miré al hombre que se encontraba detrás del vidrio, junto a la joven. Una gota de sudor se había detenido en la mitad de su frente. Tal vez era muy obeso y el calor reinante lo estaba torturando. Y hacía calor, porque era verano. Ese segundo congelado, era el de uno de esos días de tremendo calor en la ciudad y allí no había aire acondicionado. Y no lo había porque él era muy tacaño. Y lo sabía. Quizás también sabía que había mentido, tan solo cinco segundos atrás. Que había omitido decir la verdad cuando dijo que sus bolsillos y la caja estaban vacíos porque el camión recaudador se había llevado todo esa mañana temprano. Mentía. Sus ojos eran pequeños y habían mentido delante de mí, delante de mi mirada atónita que no le creía ni una sílaba. Esos ojos mentirosos y pequeños y sin embargo delatores, no eran como los de la mujer que aún tenía el “¡No!” petrificado en sus labios. Ella tenía enormes y asombrados ojos azules. Era bella, estaba bella y más que de costumbre. Entonces me di cuenta del porqué de su belleza actual: ella estaba embarazada. No de mucho ya que su vientre no asomaba bruscamente. Sino que tenía una delicada elevación en su abdomen. Apenas se podía ver desde donde yo estaba. Sus mejillas, ahora incendiadas de pánico, tan solo unos cinco minutos atrás eran sonrosadas y amables. Pero el hombre gordo y calvo de ojos pequeños y oscuros, él nunca fue agradable conmigo. Ni en ese momento, ni las tantas otras veces que fui a ese lugar a pagar mis cuentas.


A uno de mis lados, se encontraba un joven y apuesto policía que apuntaba hacia donde yo me encontraba parada. Podía notar, en ese congelamiento, la tensión de cada uno de sus músculos. Era el policía que cruzaba cada día al pasar por allí. Un hombre de familia. Y lo sabía porque en ese segundo increíble e interminable, veía el gordo anillo de casamiento que lo ataba a sus responsabilidades. Aunque más de una vez lo había visto coqueteando con una joven y voluptuosa mujer. Seguramente, él se convencería de que lo importante era que cada noche volvía a su casa, con su esposa y con sus hijos. A su hogar, trabajosamente sostenido por él y sólo por él. En ese segundo, en ese momento crucial de su vida probablemente…no, seguramente estaría pensando en ella. En ¿qué pasaría con su familia si esto salía mal?


El uniforme ya se encontraba empapado en sudor. Ese uniforme que indudablemente en la mañana tenía fragancia a apresto o incluso a la perfumina que su mujer le ponía a la ropa luego de plancharla, ahora, sólo olía a terror. A incertidumbre por un futuro desconocido. No tendría la fragancia a valentía que tanto le habían vendido en la escuela de policías, sino a remordimiento. Porque, ¿qué estabas haciendo tan solo tres minutos antes de ese segundo? ¿En dónde te encontrabas cuando todos te necesitaron? ¿Estarías con la voluptuosa en el baño? Quizás. Y quizás había sido la primera vez. Esa que te había tomado tiempo para decidirte, para dar el paso hacia la infidelidad. Y desde ese instante, ese breve momento de desenfreno y excitación, estaría marcado por el evento. Por ese segundo. Probablemente mientras apuntabas hacia donde yo me encontraba parada, te preguntabas ¿sabrán lo que hacía allí encerrado? Quizás el resto no, pero yo si sabía y lo sabré todo. Pero no te odié aunque podría si quisiera.


Un poco más hacía atrás del policía había una mujer tirada en el piso. Un charco de sangre la rodeaba en ese segundo. Una gota de sangre aun pendía en el aire añorando al resto con las que en breve, luego de esta parálisis del tiempo, se reuniría. Pero la mujer, que esa mañana se había despedido de sus nietos creyendo volver a verlos al día siguiente, jamás imaginaría que ese sería su último día en esta tierra. Ni que esa sería la última vez que vería a su familia. Ni tampoco que por gritar desmesurada y nerviosamente le dispararían sin piedad. Y que ese disparo fuese el que sacó al policía del baño que unos segundos atrás, estaba dentro de la voluptuosa mujer. Esa mujer sin vida ya, no supo que tal vez, si se hubiese serenado, si hubiera estado calmada, inclusive si hubiese tomado sus píldoras para la ansiedad, todo esto no hubiese ocurrido. Que si el policía hubiese estado en su lugar nadie hubiese entrado con un arma. Que si el hombre obeso le hubiera dado el dinero al asaltante, él no estaría con su arma en mi cabeza y que éste, tal vez, no sería mi último segundo de vida.


¿Y yo? Yo ese día, decidí seguir de largo y no entrar a pagar mis cuentas.





Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

miércoles, 20 de noviembre de 2013

El universo se equivocó




Y que te cuento que tenía mi vida arreglada. Faltaba menos de un mes para mi casamiento. No había dudas, ni el más mínimo titubeo. Estaba haciendo lo que debía, lo que había elegido hacer. Y entonces, pasó algo y desde ese instante, mi mundo tal y como lo conocía, comenzó a desmoronarse…
Pero quizás debería comenzar por el principio de las cosas. Como deberían ser ¿No? Aunque en este caso no sabría precisar con certeza cuál fue el principio…


Hace unas semanas atrás, las horas de mi día estaban dedicadas casi exclusivamente a la organización de mi boda. Casi sola he de decir, porque mi prometido pensaba que eso era cuestión de mujeres. Y a mí la verdad, no me disgustaba decidir cosas por mi cuenta: cómo se verían las flores, de qué color serían los manteles de la mesa. Esas eran cuestiones que me interesaban sólo a mí, así que ¿por qué él arruinaría mi diseño mental con cosas que desconocía o no le importaban? Mi vida de adulta había sido decidir por mí. Desde aquel día…siempre había sido así y jamás dejaría de serlo. En ese entonces no me parecía mal.

Sin embargo, esa mañana, la que cambió el rumbo de mi existencia, me encontró yendo a retirar las tarjetas de invitación del casamiento. Las había diseñado yo en mi laptop y las había dejado, dos semanas atrás, en una imprenta en el centro de la ciudad. Una ciudad enorme, populosa y plagada de autos, donde siempre preferí manejarme en taxi y ocasionalmente en colectivo. Pero ese día, justo ese día era el día del taxista o algo por el estilo, por lo que no tuve más remedio que subir a un colectivo. 

Era el coche número 017. Tendría que haberlo visto venir. ¡17! ¡La desgracia! Pero uno ¿qué sabe del destino? Para mí esa cosa no existía. Yo lo inventaba cada día. En mi trabajo y en mi vida. Entonces, ¿para qué creer?

Al margen del número del coche, subí y me senté en el anteúltimo asiento. Me senté sola porque me gustaba disfrutar del viaje en compañía de mi misma. Y de mi música, por supuesto. Al sentarme noté que alguien estaba allí sentado en el último asiento. Pero en ese instante, ese alguien no era nadie que pudiera llamar mi atención.


Avanzamos varias cuadras y tuve una rara sensación. Esa que aparece en el momento en que alguien te mira con insistencia, con una mirada cargada de mucho por decir, de sentimiento diría yo. Es inexplicable pero ese día, en ese minuto me sucedió. Creo que a todos nos ha pasado alguna vez: cuando alguien te mira con mucha intensidad, dicen que se percibe por el sexto sentido y sin explicación volteamos la mirada. Bueno, ese día yo sentí algo así aunque luche para no mirar.

Minutos después de esa sensación, una suave mano tocó mi nuca. Y lo hizo de una forma familiar, conocida y donde, el dueño de esa mano, tenía muy en claro que esa forma, esa caricia, ese contacto era algo que me hacía…sentir. Y hacía tiempo que mi persona estaba apagada. Y de eso me di cuenta con ese contacto. Fue breve, tan solo un segundo o menos. Apenas rozó mi cuello con una delicadeza y suavidad que nadie, ni siquiera mi prometido, había usado en toda nuestra relación. Y fue una sensación que me transportó a miles de otros mundos, a otras vidas, a otro universo. Esa mano tibia y conocida me había hecho sentir lo que nunca nadie en años había podido. Pero ¿quién era el dueño de esa mano? Me di vuelta de inmediato y encontré a esta persona casi desquiciada que me sonrió desde lo más profundo de su alma. Como si me conociera de toda la vida y más. Y lo noté. Lo vi. Y aunque endurecí mi rostro, muy adentro mío algo pasó al verlo. Su piel, su cabello, sus ojos me transportaron casi de la misma manera que su caricia. Aun así, despeje esa sensación y le dije muy seriamente:

“¿Qué haces?”, se lo dije con cara de pocos amigos, intentando amedrentarlo, a lo que él me respondió con los ojos más sinceros y honestos que podría haber visto en toda mi vida: “¿Y si te digo que somos almas gemelas y que deberíamos estar juntos?”


Me levanté inmediatamente sin decir una palabra. No iba a entrar en una controversia con un loco por más sincero que me pareciese en ese momento. Me acerqué al chofer y le pedí por favor que me dejase bajar.

Una vez en la calle caminé aceleradamente. No quería mirar atrás porque sabía que él estaba detrás de mí caminando, aunque pacientemente.

“No podes huir de nuestro destino, mi amor”, me dijo con una voz bella que llegó a todos mis sentidos. Yo pensé que estaba loco. Ni me conocía, ni sabía quién era yo. ¿O sí? No, eso no era posible. Yo lo recordaría…aunque, tal vez era una de esas personas que acosaban a las mujeres y por eso sabía todo de mí… “¿Por qué me llamás amor si no nos conocemos?”, le dije sin para de caminar.

“Te conozco de siempre, sos mi amor y no importa cómo te llames en esta vida, sos mi alma gemela”. Él estaba calmado como un estanque de agua. Ni una sombra de duda tenía su voz o su ser, y yo, que me encontraba más que desesperada, no sabía cómo ahuyentarlo. Entonces, me dije a mi misma: “¡No te dejes vencer por el miedo!” y me di vuelta y lo enfrenté como había enfrentado todo en mi vida. Como había afrontado a ese vil ser aquel día en la plaza. “¡Alejate de mí!”, le grité con determinación, pero él me miró con la misma tranquilidad que mostraba minutos antes y siguió caminando, lenta pero definitivamente hacia mí. Mi corazón latía como un caballo desbocado golpeando mi pecho a demasiadas revoluciones por minuto, aunque no podría decir que se debiera solo al miedo. Algo en todo esto calaba en mi curiosidad recientemente despierta por él, pero también estaba el temor. Temor sobre todo a las posibilidades. Y ¿si todo cambiaba para siempre?  En ese desasosiego, saqué el celular del bolso, pero las manos me temblaban tanto que no pude marcar el número de emergencias.


“No me toques”, le dije a punto de llorar de los nervios y él, al darse cuenta de mi terror, se frenó en seco. “No pretendo lastimarte ni atormentarte. Por favor, sólo te pido que me escuches…nada más”. Entonces, viendo que la cuestión no prosperaba de ninguna forma y para que todo eso terminase de una buena vez, me sequé las lágrimas y accedí a escuchar su loca historia. Pero le pedí que fuese en un lugar público y concurrido. Así, si la situación se tornaba incómoda o peor, tendría a quien recurrir.


Hicimos unas cuantas cuadras en silencio, con prudencial distancia y nos dirigimos a una plaza. Allí nos sentamos en un banco y mientras yo relojeaba si había la suficiente cantidad de personas para mi eventual rescate, él comenzó a hablar. Al principio tuve que prestar bastante atención para seguir el relato porque mi temor era demasiado grande y no podía concentrarme. Pero luego de a poco, me fui relajando.


El comenzó a contarme una historia, bastante fantástica por cierto, pero más o menos decía así:

“Mi nombre en esta vida es Juan, pero eso no tiene importancia porque nuestra historia es cósmica y tiene miles de años. Ya sé que no entendés mucho. A mí mismo me costó entender. Pero te pido por favor, que estés abierta a las posibilidades”. Y como viera que no salía corriendo de allí, continuó con su ya habitual serenidad:

“Hace unos cuantos años, imagino que desde el momento en que la fatalidad tocó a tu puerta…si, sé lo que te sucedió, como también ya sé que te vas a casar y no, no soy un acosador. Ese día fatal debías conocerme a mí. ¿Cómo sé eso? Más adelante te lo voy a decir, no desesperes. La realidad es que ese día debíamos toparnos de casualidad en esta misma plaza. Yo estaría en mi bici camino al trabajo, como cada mañana y vos irías a una entrevista de trabajo. Alguien intentó robarte y yo al ver ese evento, debería haberte rescatado y evitado lo que sucedió después. Yo debería haber estado allí para salvarte y evitarte el mal trago que tuviste que pasar. Luego de ese momento, y en agradecimiento, vos me invitarías a tomar algo y así comenzaría nuestra relación que sería perfecta, porque nuestro amor es perfecto….”


Yo escuchaba su relato y en realidad, no sabía qué hacer. Todo era tan inverosímil, pero sus datos no eran del todo erróneos. Yo había cruzado esa misma plaza años atrás y me habían robado y golpeado muy mal efectivamente, pero nadie había estado allí para socorrerme. Yo misma me defendí de un atacante, yo misma recuperé mi dignidad…todo yo.

Él continuó…

“Esa mañana en la que supuestamente debía salvarte, algo pasó….y una serie de eventos que se desencadenaron por un embotellamiento de autos, me hicieron llegar tarde…muy tarde”


Pero no le creí. “Vos seguís diciendo que no debía ser así… ¿cómo sabés que ese no debía ser nuestro destino, que yo en breve me tendría que casar con alguien más?”, le dije con la convicción de quien no quiere creer porque muy en el fondo estaba decepcionada de su mala suerte. “¿Cómo podes saber que estábamos predestinados, mejor aún, que somos almas gemelas?”, insistí para que, si todo esto tenía un trasfondo de verdad, me lo confirmara. Yo necesitaba saber en qué basaba todo ese delirio.


Me miró y respiró hondo por lo que imaginé que su fundamento sería más que débil, pero así y todo, escuché cada palabra:

“Ese día, luego de pasar por esta plaza y no encontrarte ni conocerte, en teoría nada debería haber pasado. Mi vida debería haber continuado como si nada, hubiera llegado tarde al trabajo ese día, pero nada más. Sin embargo, en el instante en que pase por este mismísimo lugar, se produjo un vacío en mi corazón. Algo me faltaba, algo profundo, casi como si mi propia alma hubiese abandonado mi cuerpo o se hubiese evaporado, y ese sólo fue el comienzo. Una tristeza infinita se apoderó de mí, como cuando uno pierde al ser más querido de tu vida, a un amigo, a tu madre, pero todo junto. Creí que iba a morir de dolor. Cada mañana despertaba esperando, rogando que esa necesidad de algo desconocido y a la vez perdido, se fuera y no volviese más. Pero no, cada día el sentimiento era peor. Fui a cuanto médico pude porque la realidad era que deseaba morir. Morir sería mejor que esa agonía permanente.


Nadie pudo darme una respuesta. Y ya estaba por rendirme a la necesidad de dejar de ser, de renunciar a la vida, mi vida cuando el amigo de un amigo me dio una tarjetita. Una poderosa tarjetita. Era una tal doctora Weis.

Deliberé si ir o no. Porque ya tanta gente me había dicho que no tenía nada, que darme la cabeza contra la pared una vez más…no sabía si mi cuerpo, mi mente, mi alma marchita, lo aguantarían. Pero una mañana de desesperación la llamé. Me juré que sería la última, ya no más luego de ella. Y fui. Le conté mi angustia, mi deseo de morir por dolor, por un dolor anónimo. Y ella me dijo que yo adolecía de amor. Por supuesto me reí porque ¿de amor por quién? Estaba más solo que loco malo…Entonces me explicó que lo síntomas encajaban perfectamente y que el tratamiento que ella proponía en sus sesiones, tenían que ver con la regresión. ¿A la infancia? Pregunté con inocencia pensando en algún trauma oculto. Y ella sonrió y respondió “No…a tus vidas pasadas”.


Yo me levante del sillón en el que me había acomodado y salí de ahí. Era obvio que me estaba timando, que era una charlatana que solo quitaba el dinero. Pero una frase de ella me frenó en la puerta de su consultorio: “Lo que sufrís es una pena de amor, porque el universo se equivocó…”

¿El universo se equivocó? Me pregunté. ¿Cómo sería eso posible? ¿Cómo algo que está compuesto solo de estrellas y planetas y cometas, tendría que ver con el amor, con mi amor frustrado o inconcluso? En un segundo me hice todas esas preguntas y unas cuantas más. Te preguntaras si le creí… ¿qué más podía hacer? Volví y me senté. ¿Cómo explicarte que te conocí en miles de vidas? ¿Qué te vi por primera vez hace más de mil años y que nos fugamos a pesar de tus padres? Porque vos eras de la realeza y yo un simple guardia…que en otra vida fui piloto y vos azafata y a miles de metros de altura nos amamos. Que yo fui rey de una cultura lejana y quedé perdido por tus ojos y evité tu muerte…pero siempre, siempre terminábamos siendo vos y yo. En miles de vidas en miles de universos…

Cuando desperté de ese viaje cósmico, mi corazón estaba más sereno y el hueco del corazón ya era más pequeño. Lo único que hice luego, fue buscarte y después de años te encontré…y espero que no sea muy tarde porque voy a morir si es así”


Yo me quedé sin palabras. ¿Qué hacer? Y ¿si era verdad? ¿Tiraría mi vida a la basura? Le pedí que me dejara pensar tranquila en mi casa, con mis cosas, con mi vida y que en una semana volveríamos a encontrarnos allí y le diría que había decidido. Él lo pensó mientras no despegaba sus ojos de mí y, aunque supe que una batalla se libraba en su pecho, accedió no sin antes tomarme la mano suavemente. Y otra vez esa sensación, cada una de mis terminales nerviosas fueron disparadas por un extraño que conocía hacía una hora. Por un loco que inventó una historia milenaria de nuestro supuesto amor. Pero mi corazón palpitó como nunca y sus ojos entraron en los míos y vi su vida y la mía y las anteriores y las futuras.


Entonces lo miré rendida a lo eventual, a lo que pudiera suceder y él se acercó más, me tomó de la cara y me besó con la ansiedad de miles de vidas juntas. Y yo lo bese con mis labios, con mi corazón y mi cuerpo. Y volamos por miles de años, por cientos de encuentros y desatinos. Por besos y abrazos y vidas juntos y por venir. El universo en ese instante explotó y corrigió su destino y nosotros dos compusimos nuestras almas atormentadas por estar lejos, por no haberse encontrado. Pude ver cada estrella en el cielo, cada nuevo sol y nueva luna y supe, supe que él tenía razón. Supe que no necesitaba más para completar mi vida.


Y te preguntarás ¿porque mi vida se está desmoronando? …porque la que fui no soy más. Porque cambié todo por Juan y hoy me caso con él, con mi alma gemela, con mi compañero de vida, de miles de vidas y estoy nerviosa porque sé que voy a ser inmensamente feliz y que a pesar de que el universo se equivocó, él hizo todo para corregirlo. Y siempre, pero siempre lo hará en esta vida y en las que están por venir.


Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados