domingo, 21 de diciembre de 2014

El perfecto cadáver.









Cuando la viste aquella tarde supiste que perderías la cabeza por ella. Dudaste por un instante de tus habilidades que, en realidad, eran lo único que tenías; ¿podrías con ella?, no lo sabías, y eso quizás te costase mucho más que el trabajo.

La conociste unas cuantas semanas atrás, casi por casualidad. Su tez pálida, sus ojos cristalinos, sus labios rojos como pétalos de rosa calaron en tu corazón, profundo y oscuro, y anidaron para ya no irse nunca más. Era preciosa, sencilla y lejana. No podías enamorarte de ella, pero ahí estabas: observándola, devorándola con los ojos a la distancia, escondido, sin poder afrontar la realidad. Sin lograr confrontarla.

A la vez que la acechabas, continuaste con tu trabajo. Dicha actividad, magnifica y meticulosa por cierto, comprendía varias etapas -cada una importante a su manera- y no debías descuidar ni un detalle si no deseabas ser descubierto. Si, eras meticuloso aunque más que eso: un artista. Y como tal, necesitabas que tu imaginación volase. Si, gracias a tu mente, mantuviste tu estilo de vida y lo hiciste con placer. Te encantaba tu trabajo y lo mejor de todo: viviste de lo que te gustaba. Pero ella apareció y trastocó tu mundo.

Desde que la viste por primera vez, tu mente solo pudo pensarla preciosamente desnuda, con esa piel casi transparente y con perfume a vida. Juntos, íntimos, felices. Pero no podías, no debías. Ella sería un trabajo, quizás tu más sublime labor. Ella sería el punto cúlmine de tu tarea, aunque con la anterior por un instante pensaste lo mismo… Y como si de pronto te inundase una nube de sensaciones, recordaste a tu última obra de arte: una joven mujer.

No era ni un diez por ciento de lo bella que tu amada a distancia, pero era hermosa. Trabajaste en ella durante todo un fin de semana. La limpiaste, blanqueaste y maquillaste para luego presentarla apropiadamente. Si, la recordaste y cierta sensación de éxtasis te recorrió el cuerpo, casi de plena satisfacción. La habías exhibido en una larga mesa como si se tratase de un banquete especial. Completamente desnuda, cubierta apenas con un delicado tul negro y blanco; sus ojos y labios maquillados y el cabello lavado y perfumado. Lo mejor de todo fue cuando la encontraron: causó conmoción generalizada. Por supuesto fue uno de esos crímenes sin resolver. Al menos para vos ya que un culpable tuvo: un linyera del que extrajiste las huellas y que luego suicidaste convenientemente. Aun te invade ese éxtasis, esa sensación magnífica luego de cada trabajo.

Suspiraste y te fuiste a descansar. Al día siguiente continuarías con tu labor de espionaje. Pero mientras yacías recostado en tu cama pensaste en ella. En cómo sería todo. Pensaste en la envidia que causarías a tus rivales y te regocijaste por adelantado. Si, en el mercado había otros como vos, por supuesto. Aunque sólo uno –un desconocido al que denominaste arbitrariamente John- se acercaba a tu trabajo, a tu arte, a tu perfección. Pero no te igualaba. Jamás lo haría. Tu detalle era único y aunque más de una vez te habían imitado, jamás lograron igualarte. Sin embargo, estabas convencido de que ella sería tu labor perfecta. Y por ello la acechabas a la distancia. La seguías con discreción.

Pero esta vez, esta vez algo se movía dentro de tu pecho de piedra y el detalle se hacía borroso.

Al día siguiente, y como los anteriores, la perseguiste por toda la ciudad. Su porte y elegancia hacían que no te pesase caminar a distancia durante kilómetros. No. Porque la vista que te ofrecía era como mínimo alucinante. Caminaste durante horas y horas, en secreto. Sin embargo, ella te notó y a diferencia de otras veces -que al presentir siquiera la posibilidad, desistías- continuaste y sus ojos hicieron contacto con los tuyos. Y te sentiste desfallecer. Te paralizaste. Quedaste petrificado en el lugar, como si te hubieses convertido en una estatua de mármol. Y en ese instante ella avanzó hasta donde vos te encontrabas. “¿Te conozco?”, sentiste como si te hablasen a lo lejos y solo pudiste sonreírle y menear la cabeza en son de negativa, una estúpida negativa. ¿Por qué no te ibas de allí? No podías, ya no. “¿Te gustaría conocerme?”, te dijo con ojos brillantes y te sentiste un idiota. Un cachorrito hechizado por una mortífera doncella a la que, de repente, seguiste.

Fueron a un bar y se miraron durante horas. O así te pareció. No necesitabas hablar, sólo deseabas observarla, mirar la forma de sus labios, ese lunar en la mejilla derecha, sus pestañas largas y negras. Ella hablaba suave, pero no te interesaba el mensaje: ella te hablaba y eso era suficiente.

Luego de un rato ella se marchó con la promesa de verte nuevamente y así lo hizo. Pero esta vez en su departamento. Mientras ella preparaba la cena, tomaste una copa de vino y observaste, en silencio. La imaginaste como una de tus piezas de arte: inmaculada, pálida, en tu mesa de trabajo. Perfumada y maquilada como siempre hiciste. Perfecta y esta vez, tuya.

-¿Te gusta? –dijo ella, sacándote de tus cavilaciones, y te le abalanzaste.

Con desesperación le desabotonaste la blusa exponiendo su busto perfecto, joven, blanco. Besaste aquella piel y te impregnó su perfume, su esencia. Buscaste sus labios y los besaste con ansias y ella se dejó ser. Tus manos recorrieron su cuerpo escultural y flashes de lo que sería como obra final se te aparecieron en tu mente perturbada. Intentaste enfocarte en el momento, disfrutar de ese manjar del que se te alimentaba. No debías perder ningún detalle. Cada instante debía quedar atesorado en tus neuronas, así la recordarías por siempre.

Avanzaste hasta la habitación que estaba a oscuras. Sin despegarte de ella ni un segundo intentaste prender la luz, pero no encontraste el interruptor. “No importa”, te dijiste “te lo haré en la oscuridad y te sentiré aullar”, te contentaste. Mientras a tientas buscabas la cama, sentiste un mareo y por un instante perdiste el equilibrio. “No ahora”. La deseabas con locura. La amabas casi sin conocerla. Debía ser tuya antes de que sucumbiera y sin embargo, oscuridad.

Nunca supiste cuánto tiempo duró la ausencia. Pero al despertar ya no estabas en el departamento de tu joven amante.  

Quisiste incorporarte pero unas fuertes amarras te lo impedían. Miraste con desesperación a los lados y allí la viste. A tu amante perfecta e inalcanzable, vestida con estrecho un mameluco gris, ordenando los instrumentos con los que trabajaría sobre vos.

Tu corazón latió con fuerza, acelerado y por más que gritaste, nadie te escuchó. Ella te limpió, te perfumó y te maquilló. Acarició tu cabello y te observó con fría mirada. Te agarró del mentón, tomó un bisturí y solo sentiste un ardor en tu garganta y algo caliente que chorreaba a tus costados.

Entonces, supiste quien era ella, pero ya no importaba. Habías sucumbido ante la mejor, y ahora te habías convertido su perfecto cadáver. 

Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos lo derechos reservados 2014

martes, 16 de diciembre de 2014

Traspaso…






Luego de la oscuridad, un rayo partió el cielo en dos y algo se movió dentro de ella.

La penumbra se había instalado hacía rato, aunque ya no importaba. Al menos no para Clotilde que había visto a la Parca muy de cerca unos cuantos días atrás, en soledad y lejos de los suyos. Ojo, no es que Clotilde fuese un amor de persona, pero su final fue cruel, aun para una persona como ella. Aunque no sería la primera vez…

Las cortinas se elevaron con delicadeza. La brisa que entró por la ventana, movió el aire espeso y maloliente, llegando hasta ella y moviendo sus rizos canosos. El gato, que no se apartó de su dueña más que para comer, presintió la llegada de alguien. Con sus ojos que todo lo ven, miró la puerta y supo, aun sin ver, que quien llegase era el responsable de aquella situación.

La puerta se abrió y un hombre entró con tablas y un martillo en su mano. Con parsimonia y al abrigo de la noche, tapió cada ventana.  Luego de aquella actividad, se dirigió al cuerpo intentando no respirar y tomó al gato por el lomo.  Mientras, en son de despedida, el animal lamió la mano de su dueña. Podría haber sido por cariño o despedida… aunque… Luego de ver aquella acción el hombre sintió una enorme repulsión pero continuó: se cargó con el animalucho y salió de allí luego de cerrar la puerta con llave. Doble llave.

-Debería haber prendido fuego la casa, Laura –le dijo a su mujer mirando el gato con asco que, ahora en casa ajena, investigaba cada rincón.
-¡Y perder todo! No… Hay que esperar… lo más difícil ya pasó. Ahora hay que esperar a que la naturaleza haga lo suyo…
-O que algún vecino sienta el olor a putrefacción… ya está muerta. Mañana hablamos con la policía preocupados, vamos hasta la casa y lo único que verán es cómo una mujer se suicidó con unas cuantas píldoras…
-Pero sabés que no es la primera…
-¡Callate mujer! De solo pensar que creés esas cosas me pone los pelos de punta. Te digo que estaba bien muerta, ¡había olor a podrido por Dios!
-No es suficiente… te digo que no es suficiente… contame bien como encontraste todo.

Ella estaba preocupada. Su abuela, de 105 años, había sobrevivido a demasiadas cosas. Tanto que a cualquiera le hubiese llamado la atención, como mínimo. Pero Laura estaba acostumbrada a esas rarezas familiares. Algo que su esposo jamás entendería.

Ella y Osvaldo estaban necesitados y habían diseñado un plan que desde el principio no le había gustado, para nada. Una vez cometido el crimen, ambos heredarían una suma considerable de dinero. Pero ella sabía que su abuela era un hueso difícil de roer.

-Entré por la puerta de adelante…
-¿Estaba abierto o cerrado?
-¿Qué importancia tiene…?
-Abierto o cerrado, Osvaldo.
-¡Cerrado! Luego fui hasta las ventanas y las tapié como dijiste. Después tomé al gato que la estaba lamiendo…
-¡Por Dios! ¿La lamió?
-Si Laura… ella era su dueña ¿o no? Eso hacen los animales con sus dueños… los lamen.

Laura se quedó pensando. ¿Por qué el gato haría algo tan asqueroso? No le gustaba. Nada de todo eso le gustaba. Y las respuestas de su marido no la convencían para nada.

-¿Y cerraste con doble llave al salir?
-Si… Qué, ¿tenés miedo de que la vieja se levante y salga a caminar en la noche?

Osvaldo se fue a dormir riendo a carcajadas. La inocencia de su esposa era algo que le divertía sobremanera. Pero a ella no le hacía ninguna gracia. Conocía a su abuela… conocía a su familia y las cuestiones oscuras estaban por doquier. Cosas que jamás había contado a su esposo porque eran aterradoras en verdad. Además, él la creería loca. Si a ella le hubiesen contado una de esas historias, habría reaccionado de esa manera. Por un segundo se quedó parada, pensativa. Miró el teléfono. ¿Sería descabellado intentarlo? A lo sumo…

Se recriminó la estupidez de su temor pero necesitaba saber, asegurarse.

Con manos titubeantes, discó el número de teléfono de la casa de su abuela. Escuchó el tono de llamada: una vez. En ese instante el gato se acercó, meloso como todos los gatos, buscando caricias, tal vez. Segundo tono. Con su cola se enredó entre sus piernas, insistiendo para que lo mimasen. “Maldito gato”, dijo Laura y se agachó para quitarlo de en medio. Tercer ring. En cuanto ella acercó su mano el animal la lamió. Sintió su áspera lengua deslizarse por su piel y le pareció notar cierta mirada libidinosa en aquel animalucho. Le dio asco, además de que un escalofrío le recorrió por todo el cuerpo. Entonces, aterrorizada, Laura quitó de inmediato la mano y apartó al animal de una patada.
“Hola”, una voz grave y ronca, respondió y Laura solo dejó caer el tubo del teléfono como si le quemase en las manos. El gato la miró como si esperase algo por parte de ella y de repente un vapor negro salió de aquella asquerosa boca y la penetró por la nariz. Sintió cómo el horror trepó por entre sus piernas mientras éstas le pesaban. Levantó el tubo y volvió a escuchar: muerto, como su abuela. Sus manos temblaron aún más que antes y vio su piel acartonarse de a poco. Un olor desagradable apareció de la nada. Sus ojos se nublaron y la penumbra la invadió. Miró a su alrededor pero solo vio ventanas tapiadas. Fue hasta la puerta, aunque supo que la encontraría cerrada.

-¡Auxilio! –gritó pero nadie le respondió.

Golpeó la puerta con todas sus fuerzas y vio con horror como su carne se desintegraba con cada manotazo, dejando sólo huesos en descomposición. Entonces solo pudo llorar…

Osvaldo se despertó. Había descansado realmente bien aquella noche. Decidió hablar con su esposa y convencerla de que todo aquello marchaba según el plan. Que debería relajarse ya que se habían librado de aquella tacaña mujer. Al llegar a la cocina vio a su esposa con muy buen talante. Su rostro estaba relajado y tenía un brillo particular. Tanto que se excitó con solo mirarla. Se acercó a ella, la tomó por la cintura y besó su cuello. Ella le devolvió un beso húmedo y la promesa de una noche apasionada.

-Mmmmhhh veo que se te pasó la paranoia de anoche –le dijo, y mirando al gato que se enredaba entre las piernas de ella, agregó –y que te amigaste con el gato de tu abuela…
-Sí, Osvaldo. El pobre no tiene la culpa y además debe estar sufriendo la pérdida… estuve pensándolo mejor… creo que definitivamente hay que incendiar la casa… de última cobramos el seguro y es casi lo mismo… ¿no te parece?
-Bueno, esta noche lo hago.

Esa madrugada, mientras las llamas consumían todo, a Osvaldo le pareció escuchar un pedido de ayuda lejano, proveniente desde dentro de la casa y casi conocido. Miró la vieja construcción, pensó en las palabras de Laura y aterrorizado se largó de allí.
Al llegar a su hogar, ella lo esperaba vestida de encajes. Él se aprontó para su noche apasionada, mientras que Laura le ofreció un elixir que, en unos minutos, le haría explotar el corazón… literalmente.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

viernes, 5 de diciembre de 2014

Culpable






-¡Teresa! –grita él con la voz arrastrada –¡traeme otra cerveza, mujer!

Pero solo se escucha el sonido de la televisión que está mirando. Toma el control remoto y baja el volumen mientras que se endereza en el sillón enmohecido, ese que encontró en la calle quince años atrás. Nada. El silencio es su única compañía.

“¿Dónde se metió esta mina?”, piensa entre burbujas de alcohol y un vómito que pugna por salir, y se levanta a buscarla.

-Ya vas a ver… ¡si te encuentro te voy a cagar a palos, mujer! ¡Te voy a moler los huesos solo porque me estás haciendo levantar!

La caminata se le hace difícil. De tanto en tanto, la visión se le torna borrosa pero sabe que no hay muchos rincones donde buscar. Va a la cocina y todo está quieto. Los platos lavados, la mesa limpia, el piso lustrado. “Por lo menos sabe que le conviene que todo esté ordenado...”, piensa aunque por lo bajo putea porque tiene que seguir buscando.

-¡Teresa carajo! ¡Te estoy llamando, mujer! –pero el silencio es pronunciado, aun en el barrio que al parecer ya está durmiendo.

Mira por la ventana del comedor, ese donde minutos atrás yacía embobado con la televisión, y nota que es entrada la noche. Las horas se le pasan rápidas cuando bebe cerveza. Esa es su justificación: su sufrimiento es tal que debe mitigarlo de alguna forma y el alcohol le parece lo más apropiado. Sobre todo para olvidar cuando se sobrepasa con ella.

Pero esa tarde no había pasado nada. En el trabajo la recaudación había estado bien, por lo que llegó a su casa de buen humor. Hasta le sonrió a Teresa mientras ella iba y venía con las tareas del hogar. Si… Ella estaba haciendo algo, aunque ahora no recuerda que. Luego cenaron en silencio y él se fue directo al sofá… con las latas de cerveza… ¿había sido así? Está borroso.

Va tambaleándose hasta la habitación. “Tal vez está durmiendo”, se dice. Quizás está leyendo algo porque esa noche, Teresa no trabaja en el bar. No. Es lunes asique debería estar en la casa. Llega al dormitorio como puede y ve la cama que está tendida, pero sin Teresa. Siente la ira que sube, el enojo que quiere brotar como siempre. “Después suplicás que no lo haga, pero vos me provocás nena… siempre lo hacés”, dijo al aire esperando que ella contestase, aunque ahora está preocupado.

Su mente le juega malas pasadas mientras se dirige al garaje donde, en realidad, está el lavadero porque no tiene auto. El auto con el que trabaja es alquilado y no siempre saca para vivir bien, aunque generalmente nada les falta. “Hijos, nos falta”, y a pesar de que sabe que es porque no puede, le echa la culpa a ella. Siempre la culpa es de ella. Jamás de él.

Pero en el fondo algo siente por Teresa y se acuerda de cuando la conoció. Eran adolescentes y ambos deseaban huir de sus hogares: él porque el padre era un borracho violento, ella porque su padrastro la había violado. Y sin embargo, ambos habían caído en lo mismo: en la violencia, en el alcohol, en el abuso. Siente una tristeza extraña. Hace mucho que no piensa en aquella época. La amargura llega, se instala. Recuerda a Teresa llorando, con más de una marca en el rostro…

Aunque Teresa jamás dice nada. No. Ya no lucha. ¿Para qué? ¿A dónde va a ir?

Una lágrima se le escapa mientras que, a los tumbos, vuelve al living. Mira la tele enmudecida, el sillón viejo. Las paredes descascaradas le gritan con la voz ronca de su padre: “¡Inútil, jamás hiciste nada bueno!”, y se agarra la cabeza para no escuchar. La desesperación comienza a aparecer. ¿Qué haría si ella se va, si lo deja por otro? No, ella jamás lo dejaría.

Continúa con la búsqueda.

Luego de lo que parecen horas, llega al garaje y no entiende lo que ve. No sabe si lo rojo es pintura derramada en el piso o qué. Avanza con lentitud y con cierto temor. Su pie pisa el charco porque ya no puede evitarlo, su borrachera es intensa. Se agacha para ver mejor y lo que parecía un muñeco tirado en el piso, es su mujer Teresa. Luego de unos segundos de idiotez se da cuenta de todo y la borrachera se le pasa solo por el terror que le asciende en el cuerpo.

En un enorme charco de sangre roja escarlata, su mujer yace muerta con un puñal clavado en el corazón. Debajo de ella, un enorme trozo de plástico transparente. Quiere sacarle el puñal porque cree que la puede salvar. Lo intenta tras arrodillarse a su lado. La mira, ve sus ojos abiertos ya inertes y perdidos en la nada. Algo se estremece en su pecho, pero al instante, siente la humedad de la sangre en su piel. No le interesa: quiere rescatarla, realmente cree que podrá. Forcejea con el metal y logra sacarle el puñal del pecho. Nota que es su cuchillo de pesca y lo deja caer al suelo con horror, como si quemase en sus manos. El metal tintineante en el suelo de cerámica le provoca un efecto extraño. La sensación de que una idea rebota en sus neuronas sin poder anclarse a ninguna.

Se endereza de golpe y mira sus rodillas manchadas de sangre. Se quiere limpiar y solo logra empeorar todo: ahora sus manos están embadurnadas y su ropa también. Rojo por doquier. Su respiración se acelera a medida que las fichas tintineantes van cayendo una tras otras en esa cabeza dañada. “Te vas a arrepentir”, siente como en un suspiro “Algún día te voy a hacer pagar por todo lo que me hacés vivir”.

Escucha una sirena lejana. Es la policía que está llegando, lo sabe. Mira instintivamente el teléfono del lavadero y está descolgado. “Señora aguante… la ayuda va en camino” escucha al levantar el tubo. Corta en seco.

“Enfocate”, se recrimina, pero no sabe qué hacer. La hombría, esa que usó siempre contra Teresa, no aparece. “Soy inocente”, se dice mientras la policía, pateando la puerta principal, entra y le apunta. “Yo no lo hice”, dice con voz finita y baja mientras el policía pide una ambulancia que ya no servirá.

En la sala de interrogaciones el policía que toma el caso de Teresa, un padre de familia respetado, le pregunta por quinta vez ¿cómo se declara?: “Inocente”, repite el marido de Teresa.

“¡Auxilio… mi marido me quiere matar!”, dice la cinta del 911.

-¿Algo más incriminatorio que eso, desea el señor? –dice sarcásticamente la mujer policía.
-Yo no lo hice… -repite mientras se tapa la cara.

Mira sus manos; tiene una mezcla de colores: rojo de la sangre de Teresa y negro de tinta porque le tomaron las huellas al entrar a la comisaría. Y sabe que todo va a coincidir. Y sabe que no tiene coartada. Y sabe que los vecinos escucharon más de una vez los gritos de Teresa.

El abogado del estado le muestra un sinfín de denuncias hechas por los vecinos y por Teresa. Todas reflejan lo mismo: violencia. Sabe que no hay escapatoria y el tipo le habla de confesar para atenuar la sentencia. Quiere una cerveza, tiene la garganta seca. Pero ya no habrá más nada para él. Dice que si a todo, aunque sabe que saldrá perdiendo.

Mientras espera en la celda, siente una brisa que le eriza la nunca. Su corazón se dispara porque le parece escuchar: “Te advertí que pagarías… pero no pudiste dejar de pegarme… yo me pudriré bajo tierra, pero vos lo harás en la cárcel”. Ya de nada le servirá gritar, nadie más lo escuchará.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014