domingo, 18 de enero de 2015

La Bestia





Jamás te creíste capaz de hacerlo y sin embargo allí estás, con ese revólver en mano y ese cadáver frente a vos…
Minutos antes le gritaste al viento, como si él te ayudase con su fuerza: “Desataste a la bestia que hay en mí…”, pero nadie escuchó ni se hizo eco de semejante sentencia. Ya no.
Bajaste la mirada y observaste lo que antes era un ser humano. No te dio pena, no te provocó dolor. Ya ni te asustó. Aunque en el momento en que la Bestia se va…  

“Es simplemente hermosa”, pensaste aquella tarde de otoño al verla con sus piernas largas y su cabello oscuro, caminando por el campus de la universidad. Vos estabas en cuarto año de psicología y ella era de la “nueva camada”, como le decías a los ingresantes. Y aunque te pareció raro, ella fue la que te invitó al grupo. Si. Porque para vos era inalcanzable. Un ser etéreo, casi fantástico que ni en tus sueños siquiera te hubiese mirado. Tal vez sí a Ricky, tu compañero de cuarto pero no a vos, un ratón de laboratorio con anteojos, que pasaba sus horas recluido en una biblioteca, sumergido entre libros.

Y sin embargo, se acercó hasta donde estabas y con total naturalidad te dijo: “Estás invitado al grupo de estudios de avanzada… nos encontramos en medio de una investigación muy interesante. Serías de gran ayuda para nosotros…” y dijiste si aun sin entender de qué se trataba todo.

El día del encuentro te vestiste y perfumaste para la ocasión. Ante todo debías cambiar esa imagen de infradotado que tanto detestabas; pero aun con la ropa nueva y el perfume, tu rostro seguía siendo el mismo y lo odiaste como cada día de tu vida. Por un segundo dudaste en presentarte.  Sin embargo, la recordaste y tus hormonas decidieron por vos.

Saliste apresurado y casi torpemente de la habitación y casi como en un suspiro escuchaste a Ricky que te lanzó una risita socarrona. “Si supieras con quién me voy a encontrar…”, pensaste triunfal y solo te fuiste de allí dejando a tu compañero con sus libros. Hacía frío pero no te importó. Caminaste unas cuantas cuadras y llegaste a una parte de la ciudad que desconocías. ¿Qué ibas a conocer si siempre te la pasabas estudiando? ¿Y tu vida? No tenías una. Nunca la tuviste. De repente y casi como surgido de la nada, apareció frente a vos un edificio viejo.

Era un galpón oscuro y casi abandonado. Lo supiste porque las ventanas estaban enmohecidas y los vidrios rotos. Ya había pasado largo rato luego de las diez de la noche, pero la ilusión de verla hizo que no midieses ninguna consecuencia. Hasta deseaste en secreto que ella fuese la única integrante del grupo. Aprovecharías el momento y acariciarías su piel, su entrepierna blanca y cálida. La harías tuya sin importar si ella accediese. Sí, ya era tuya, completamente de tu propiedad. Pero al llegar, el lugar estaba deshabitado. Una enorme y corroída puerta estaba cerrada frente a vos. Te reprochaste tu estupidez, porque de seguro habías entendido algo mal: la dirección jamás podría ser esa. Pero mientras deliberabas y te acusabas de torpe como siempre, un ruido proveniente en uno de los costados de la construcción te sacudió. Parecía un ruido de forcejeo, que tranquilamente podrías habérselo atribuido a un animal, un gato quizás. Pero vos pensaste en ella y creíste que alguien la atacaba. Y te hiciste el valiente.

Te acercaste lentamente como en esas películas de terror y la realidad fue que estabas aterrorizado. Podías sentir el corazón latir en tu cabeza como en una mala sentencia, una en la que perderías de seguro. Pero seguiste adelante porque la imaginaste agradeciendo tu valentía en la cama. Y eso te dio coraje, estúpida valentía. Al doblar la esquina viste el callejón desértico y respiraste profundo con cierto alivio. Pero por detrás de ti sentiste, como en una brisa, que alguien se acercaba a gran velocidad. La adrenalina se esparció por cada rincón de tu cuerpo como si se tratase de una corriente eléctrica. Te pusiste en alerta como un animal al que están por cazar y observaste en una fracción de segundo todo lo que estaba a tu alrededor. Entonces, viste a tu costado un palo y lo tomaste. No tuviste que esperar demasiado y al darte vuelta solo golpeaste algo que pasó corriendo.

Te paralizaste por unos segundos. Miraste en la penumbra pero poco lograste ver. Avanzaste unos pasos a tientas pensando: “Muy lejos no puede haber caído”, y pronto tropezaste con algo. Al parecer la persona había caído al suelo y yació allí. Te acercaste con sigilo porque no sabías si estaba armado o que quería de vos, pero no pudiste ver nada porque su rostro estaba tapado. Otra vez la indecisión carcomía tus entrañas. Por un lado no querías mirar, ya que una parte tuya gritaba que te fueras ya de ese lugar. Pero la otra, esa que calculó todo en plena acción deseaba fervientemente admirar a su presa. “El cazador cazado”, pensaste y se te dibujó una sonrisa. Te amonestaste enseguida e intentaste concentrarte. Con el mismo palo que habías usado de arma, le corriste el pelo de la cara y fue entonces que notaste con horror que se trataba de la joven que te había invitado al grupo; y lo peor de todo fue que parecía no respirar. El miedo trepó por tu cuerpo y se instaló en tu cerebro. Acababas de tirar tu carrera a la basura. Todo ese sacrificio no valió nada porque ahora eras un asesino.

No pudiste ni tocarla. Sólo imaginar que eras responsable de aquel cadáver te puso los pelos de punta. Saliste corriendo de ahí. ¿Para qué te ibas a quedar? Cualquiera podría haberlo hecho, te dijiste y ya no miraste atrás. Si, tenías mucho que perder y lo peor de todo, la habías perdido a ella.

Ya en el campus te encerraste en la habitación. Afortunadamente tu compañero no estaba. “Un testigo menos”, se te cruzó por esa cabeza perturbada y por tres días miraste las noticias en busca de algún indicio acerca de lo sucedido en el callejón y lo más triste, lo más patético, esperaste a que la policía fuese a buscarte. Cada ruido, aun de tu compañero de cuarto, te hacía sobresaltar. “¿Qué te sucede?”, te preguntó una tarde y sólo le echaste una mirada asesina que le provocó callarse la boca y ya no preguntó nunca más. Y los días pasaron.

Pero nadie te fue a buscar.

Y una mañana soleada saliste de tu habitación y sentiste que renacías. Si. Eras un sobreviviente apocalíptico, el hombre que había tomado la justicia por sus manos y no había sido descubierto. Eras un héroe a pesar de que ella había sido la muerta. Si una semana atrás te hubiesen contado que te convertirías en asesino te les hubieses reído en la cara, pero allí estabas caminando por las calles de la ciudad, libre y con un muerto en el ropero.

Los días pasaron, las semanas también. Y la calma habitual ya no era suficiente para vos. Entonces, algo empezó a movilizarse en tu interior: esa necesidad de adrenalina, la necesidad de sentirte hombre, otra vez. Y comenzaste a buscar una presa. Debía ser algo sencillo porque sería tu primera vez planificada. Esta víctima no sería azarosa. Todo lo contrario, sería correctamente seleccionada y ejecutada.

Durante unos cuantos días estuviste eligiendo, decidiendo, meditando. Hasta que finalmente llegó el gran momento. Habías elegido a una joven menuda, de cabellos cortos y costumbres solitarias. ¿Quién la iba a extrañar? Nadie, de seguro. Entonces, una noche de agosto, tarde cuando ya todos estaban encerrados en sus casas, la seguiste y con un cuchillo silenciaste aquella vida. Sin embargo, la desesperación se apoderó de vos inmediatamente y no sólo por la sangre que se esparcía por todos lados, sino porque esta vez se había sentido más real. Sus ojos, sus miembros inertes. Habías matado a esa joven. Las piernas te temblaron y los dientes castañeaban no sólo por el frío. Y la adrenalina…

La bestia había hecho lo suyo y te dejaba con los restos. ¿Dónde estaba esa sensación de hombría? Te diste cuenta de inmediato que no estabas preparado para ello. Ni siquiera habías pensado en cómo deshacerte del cadáver. ¡Ni una bolsa llevabas con vos! Comenzaste a hiperventilar. Miraste el cuchillo, el arma que te involucraba. Entonces te acordaste de que a unos metros estaba aquel canal donde en épocas de inundación la gente más pobre del lugar perecía. Y hasta allá la llevaste en un contenedor que se encontraba en el callejón. Y arrojaste todo y viste como se hundía despacio. Y tu corazón se serenó.

La reclusión esta vez duró menos. Sin testigos, sin cadáver, sin arma homicida. Y la bestia dentro de vos necesitó salir. Y ya no hubo forma de pararla. A aquella que arrojaste en el arroyo, le siguieron varias otras jóvenes anónimas. Todas de distintas ciudades, todas muy parecidas a vos: irreclamables, solitarias. Eso te ayudó a no levantar sospechas. Y por momentos eras un hombre; aunque luego de la bestia, la culpa llegaba y te convertías nuevamente en aquel cobarde ratón ensimismado de laboratorio. Dejaste la carrera porque ya no tenía sentido para vos y te conseguiste un trabajo que te diese suficiente libertad para tu otra actividad. Atrás quedaron el campus y Ricky, y una nueva vida comenzó.

El tiempo pasó, tus crímenes continuaron. Nadie sospechaba de un pobre miserable como vos que trabajaba de conserje en la biblioteca local. Los diarios hablaban de este asesino serial que no encontraban, hasta decían que era la mafia y el tráfico de mujeres. Te hicieron perfiles psicológicos, esos que vos estudiabas en la facultad y te causaba gracia porque erraban una y otra vez. El asesino eras vos y te gustaba. Pero un día pasó algo que te descolocó. Un día en el que paseabas a tu bestia por la costanera rememorando tus mejores logros, viste a un fantasma. Porque en tu cabeza, eso solo podía ser. Esa joven, la que te había obnubilado, tu primer asesinato estaba a escasos metros tuyos mirando la puesta del sol. Estaba cambiada, por supuesto, pero no había dudas: era ella.

Tu mente de atolondrado no entendía nada. Ella estaba allí, viva y sin ningún problema. “¿Cómo es posible?”, te preguntaste.

La seguiste.

Caminaste durante horas detrás de ella. Tu bestia la deseaba y tu sed de venganza también. Ella era culpable de todo, de la bestia, de tus remordimientos, de las muertes que le siguieron.

La confrontaste y al verte ella palideció.

“Yo no quise… fue un experimento ¡te lo juro!”, gritaba. Y luego de horas de tortura, antes de expirar te dio un listado de las personas involucradas. Pero sólo un nombre fue el que querías oír. Aunque no estuviste tan seguro de haber escuchado de parte de ella la palabra Ricky, te convenciste de que había formado parte de todo este macabro juego. Y sólo pensaste en él: en sus risitas socarronas, en su cara de galán venido a menos, en sus burlas cotidianas, en cómo se reía de vos a tus espaldas, viéndote asustado como un animal acorralado luego de aquel primer falso asesinato. Recordaste cuándo te quitó tu primera y única novia y cuando sacó la nota más alta del curso dejándote en segundo lugar. Sentiste rabia porque lo imaginaste riendo por tu miedo, por tu terror a que la policía te fuese a buscar. Te acordaste del odio que le tenías. Entonces la Bestia se envalentonó más y más porque aquella situación, el estado de vida de tu compañero de cuarto, debía cambiar y ahora tenías la excusa perfecta entre tus manos. De ahora en más, el acorralado sería él y jamás te vería llegar…

Fuiste, conseguiste un arma y acá estás. Lo mataste y remataste mientras ante su mirada desconcertada le gritaste miles de cosas. No te importó su gesto de asombro. Tampoco que jurase que era inocente. “Todos juran cuando están por morir”, dijiste.

Luego de la balacera sobre el pecho de Ricky, respiraste paz por unos instantes y pensaste que todo terminaría allí: habías eliminado la fuente de tu perdición. Pero con el tiempo te darías cuenta de que la Bestia no se calmó, y lo peor de todo es que quizás, muy probablemente, ya no quiera calmarse nunca más. 

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
Imagen: The evil within 3
 

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