Jamás te creíste capaz de hacerlo y
sin embargo allí estás, con ese revólver en mano y ese cadáver frente a vos…
Minutos antes le gritaste al viento,
como si él te ayudase con su fuerza: “Desataste a la bestia que hay en mí…”,
pero nadie escuchó ni se hizo eco de semejante sentencia. Ya no.
Bajaste la mirada y observaste lo que
antes era un ser humano. No te dio pena, no te provocó dolor. Ya ni te asustó. Aunque
en el momento en que la Bestia se va…
“Es simplemente hermosa”, pensaste
aquella tarde de otoño al verla con sus piernas largas y su cabello oscuro,
caminando por el campus de la universidad. Vos estabas en cuarto año de
psicología y ella era de la “nueva camada”, como le decías a los ingresantes. Y
aunque te pareció raro, ella fue la que te invitó al grupo. Si. Porque para vos
era inalcanzable. Un ser etéreo, casi fantástico que ni en tus sueños siquiera
te hubiese mirado. Tal vez sí a Ricky, tu compañero de cuarto pero no a vos, un
ratón de laboratorio con anteojos, que pasaba sus horas recluido en una
biblioteca, sumergido entre libros.
Y sin embargo, se acercó hasta donde
estabas y con total naturalidad te dijo: “Estás invitado al grupo de estudios
de avanzada… nos encontramos en medio de una investigación muy interesante.
Serías de gran ayuda para nosotros…” y dijiste si aun sin entender de qué se trataba todo.
El día del encuentro te vestiste y
perfumaste para la ocasión. Ante todo debías cambiar esa imagen de infradotado
que tanto detestabas; pero aun
con la ropa nueva y el perfume, tu rostro seguía siendo el mismo y lo odiaste
como cada día de tu vida. Por un segundo dudaste en presentarte. Sin embargo, la recordaste y tus hormonas
decidieron por vos.
Saliste apresurado y casi torpemente
de la habitación y casi como en un suspiro escuchaste a Ricky que te lanzó una
risita socarrona. “Si supieras con quién me voy a encontrar…”, pensaste
triunfal y solo te fuiste de allí dejando a tu compañero con sus libros. Hacía
frío pero no te importó. Caminaste unas cuantas cuadras y llegaste a una parte
de la ciudad que desconocías. ¿Qué ibas a conocer si siempre te la pasabas
estudiando? ¿Y tu vida? No tenías una. Nunca la tuviste. De repente y casi como
surgido de la nada, apareció frente a vos un edificio viejo.
Era un galpón oscuro y casi
abandonado. Lo supiste porque las ventanas estaban enmohecidas y los vidrios
rotos. Ya había pasado largo rato luego de las diez de la noche, pero la
ilusión de verla hizo que no midieses ninguna consecuencia. Hasta deseaste en
secreto que ella fuese la única integrante del grupo. Aprovecharías el momento
y acariciarías su piel, su entrepierna blanca y cálida. La harías tuya sin
importar si ella accediese. Sí, ya era tuya, completamente de tu propiedad. Pero
al llegar, el lugar estaba deshabitado. Una enorme y corroída puerta estaba
cerrada frente a vos. Te reprochaste tu estupidez, porque de seguro habías
entendido algo mal: la dirección jamás podría ser esa. Pero mientras
deliberabas y te acusabas de torpe como siempre, un ruido proveniente en uno de
los costados de la construcción te sacudió. Parecía un ruido de forcejeo, que
tranquilamente podrías habérselo atribuido a un animal, un gato quizás. Pero
vos pensaste en ella y creíste que alguien la atacaba. Y te hiciste el
valiente.
Te acercaste lentamente como en esas
películas de terror y la realidad fue que estabas aterrorizado. Podías sentir
el corazón latir en tu cabeza como en una mala sentencia, una en la que
perderías de seguro. Pero seguiste adelante porque la imaginaste agradeciendo
tu valentía en la cama. Y eso te dio coraje, estúpida valentía. Al doblar la
esquina viste el callejón desértico y respiraste profundo con cierto alivio.
Pero por detrás de ti sentiste, como en una brisa, que alguien se acercaba a
gran velocidad. La adrenalina se esparció por cada rincón de tu cuerpo como si
se tratase de una corriente eléctrica. Te pusiste en alerta como un animal al
que están por cazar y observaste en una fracción de segundo todo lo que estaba
a tu alrededor. Entonces, viste a tu costado un palo y lo tomaste. No tuviste
que esperar demasiado y al darte vuelta solo golpeaste algo que pasó corriendo.
Te paralizaste por unos segundos. Miraste
en la penumbra pero poco lograste ver. Avanzaste unos pasos a tientas pensando:
“Muy lejos no puede haber caído”, y pronto tropezaste con algo. Al parecer la
persona había caído al suelo y yació allí. Te acercaste con sigilo porque no
sabías si estaba armado o que quería de vos, pero no pudiste ver nada porque su
rostro estaba tapado. Otra vez la indecisión carcomía tus entrañas. Por un lado
no querías mirar, ya que una parte tuya gritaba que te fueras ya de ese lugar.
Pero la otra, esa que calculó todo en plena acción deseaba fervientemente
admirar a su presa. “El cazador cazado”, pensaste y se te dibujó una sonrisa.
Te amonestaste enseguida e intentaste concentrarte. Con el mismo palo que
habías usado de arma, le corriste el pelo de la cara y fue entonces que notaste
con horror que se trataba de la joven que te había invitado al grupo; y lo peor
de todo fue que parecía no respirar. El miedo trepó por tu cuerpo y se instaló
en tu cerebro. Acababas de tirar tu carrera a la basura. Todo ese sacrificio no
valió nada porque ahora eras un asesino.
No pudiste ni tocarla. Sólo imaginar
que eras responsable de aquel cadáver te puso los pelos de punta. Saliste
corriendo de ahí. ¿Para qué te ibas a quedar? Cualquiera podría haberlo hecho,
te dijiste y ya no miraste atrás. Si, tenías mucho que perder y lo peor de
todo, la habías perdido a ella.
Ya en el campus te encerraste en la
habitación. Afortunadamente tu compañero no estaba. “Un testigo menos”, se te
cruzó por esa cabeza perturbada y por tres días miraste las noticias en busca
de algún indicio acerca de lo sucedido en el callejón y lo más triste, lo más
patético, esperaste a que la policía fuese a buscarte. Cada ruido, aun de tu
compañero de cuarto, te hacía sobresaltar. “¿Qué te sucede?”, te preguntó una
tarde y sólo le echaste una mirada asesina que le provocó callarse la boca y ya
no preguntó nunca más. Y los días pasaron.
Pero nadie te fue a buscar.
Y una mañana soleada saliste de tu
habitación y sentiste que renacías. Si. Eras un sobreviviente apocalíptico, el
hombre que había tomado la justicia por sus manos y no había sido descubierto.
Eras un héroe a pesar de que ella había sido la muerta. Si una semana atrás te
hubiesen contado que te convertirías en asesino te les hubieses reído en la
cara, pero allí estabas caminando por las calles de la ciudad, libre y con un
muerto en el ropero.
Los días pasaron, las semanas
también. Y la calma habitual ya no era suficiente para vos. Entonces, algo
empezó a movilizarse en tu interior: esa necesidad de adrenalina, la necesidad
de sentirte hombre, otra vez. Y comenzaste a buscar una presa. Debía ser algo
sencillo porque sería tu primera vez planificada. Esta víctima no sería
azarosa. Todo lo contrario, sería correctamente seleccionada y ejecutada.
Durante unos cuantos días estuviste
eligiendo, decidiendo, meditando. Hasta que finalmente llegó el gran momento.
Habías elegido a una joven menuda, de cabellos cortos y costumbres solitarias.
¿Quién la iba a extrañar? Nadie, de seguro. Entonces, una noche de agosto,
tarde cuando ya todos estaban encerrados en sus casas, la seguiste y con un
cuchillo silenciaste aquella vida. Sin embargo, la desesperación se apoderó de
vos inmediatamente y no sólo por la sangre que se esparcía por todos lados,
sino porque esta vez se había sentido más real. Sus ojos, sus miembros inertes.
Habías matado a esa joven. Las piernas te temblaron y los dientes castañeaban no
sólo por el frío. Y la adrenalina…
La bestia había hecho lo suyo y te
dejaba con los restos. ¿Dónde estaba esa sensación de hombría? Te diste cuenta
de inmediato que no estabas preparado para ello. Ni siquiera habías pensado en
cómo deshacerte del cadáver. ¡Ni una bolsa llevabas con vos! Comenzaste a
hiperventilar. Miraste el cuchillo, el arma que te involucraba. Entonces te
acordaste de que a unos metros estaba aquel canal donde en épocas de inundación
la gente más pobre del lugar perecía. Y hasta allá la llevaste en un contenedor
que se encontraba en el callejón. Y arrojaste todo y viste como se hundía
despacio. Y tu corazón se serenó.
La reclusión esta vez duró menos. Sin
testigos, sin cadáver, sin arma homicida. Y la bestia dentro de vos necesitó
salir. Y ya no hubo forma de pararla. A aquella que arrojaste en el arroyo, le
siguieron varias otras jóvenes anónimas. Todas de distintas ciudades, todas muy
parecidas a vos: irreclamables, solitarias. Eso te ayudó a no levantar
sospechas. Y por momentos eras un hombre; aunque luego de la bestia, la culpa
llegaba y te convertías nuevamente en aquel cobarde ratón ensimismado de
laboratorio. Dejaste la carrera porque ya no tenía sentido para vos y te
conseguiste un trabajo que te diese suficiente libertad para tu otra actividad.
Atrás quedaron el campus y Ricky, y una nueva vida comenzó.
El tiempo pasó, tus crímenes
continuaron. Nadie sospechaba de un pobre miserable como vos que trabajaba de
conserje en la biblioteca local. Los diarios hablaban de este asesino serial
que no encontraban, hasta decían que era la mafia y el tráfico de mujeres. Te
hicieron perfiles psicológicos, esos que vos estudiabas en la facultad y te
causaba gracia porque erraban una y otra vez. El asesino eras vos y te gustaba.
Pero un día pasó algo que te descolocó. Un día en el que paseabas a tu bestia
por la costanera rememorando tus mejores logros, viste a un fantasma. Porque en
tu cabeza, eso solo podía ser. Esa joven, la que te había obnubilado, tu primer
asesinato estaba a escasos metros tuyos mirando la puesta del sol. Estaba
cambiada, por supuesto, pero no había dudas: era ella.
Tu mente de atolondrado no entendía
nada. Ella estaba allí, viva y sin ningún problema. “¿Cómo es posible?”, te
preguntaste.
La seguiste.
Caminaste durante horas detrás de
ella. Tu bestia la deseaba y tu sed de venganza también. Ella era culpable de
todo, de la bestia, de tus remordimientos, de las muertes que le siguieron.
La confrontaste y al verte ella
palideció.
“Yo no quise… fue un experimento ¡te
lo juro!”, gritaba. Y luego de horas de tortura, antes de expirar te dio un
listado de las personas involucradas. Pero sólo un nombre fue el que querías oír.
Aunque no estuviste tan seguro de haber escuchado de parte de ella la palabra
Ricky, te convenciste de que había formado parte de todo este macabro juego. Y sólo
pensaste en él: en sus risitas socarronas, en su cara de galán venido a menos,
en sus burlas cotidianas, en cómo se reía de vos a tus espaldas, viéndote
asustado como un animal acorralado luego de aquel primer falso asesinato. Recordaste
cuándo te quitó tu primera y única novia y cuando sacó la nota más alta del
curso dejándote en segundo lugar. Sentiste rabia porque lo imaginaste riendo
por tu miedo, por tu terror a que la policía te fuese a buscar. Te acordaste
del odio que le tenías. Entonces la Bestia se envalentonó más y más porque
aquella situación, el estado de vida de tu compañero de cuarto, debía cambiar y
ahora tenías la excusa perfecta entre tus manos. De ahora en más, el acorralado
sería él y jamás te vería llegar…
Fuiste, conseguiste un arma y acá
estás. Lo mataste y remataste mientras ante su mirada desconcertada le gritaste
miles de cosas. No te importó su gesto de asombro. Tampoco que jurase que era
inocente. “Todos juran cuando están por morir”, dijiste.
Luego de la balacera sobre el pecho
de Ricky, respiraste paz por unos instantes y pensaste que todo terminaría
allí: habías eliminado la fuente de tu perdición. Pero con el tiempo te darías
cuenta de que la Bestia no se calmó, y lo peor de todo es que quizás, muy probablemente,
ya no quiera calmarse nunca más.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
Imagen: The evil within 3
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