Hacía
largo rato que observaba su brazo. Tenía una mancha azul oscuro que había
aparecido de la nada, como si hubiese sido diseñada o tatuada durante su
período de reposo; aunque era imposible, porque hacía rato que no descansaba.
Si, era extraño. La capa biológica que recubría su esqueleto de alta densidad,
tenía la capacidad de padecer contusiones como cualquier ente biológico, pero
era su cerebro cuántico, ese que registraba cada una de sus acciones
cotidianas, el que no tenía registro del momento en que eso se había producido.
No,
no había registro del momento y eso era lo más extraño, de verdad. Entonces,
decidió revisar sus grabaciones. Su memoria era prácticamente infinita por lo
que le llevaría un tiempo considerable. “Lo haré por la noche”, se dijo y salió
camino a su trabajo. Una vez en la calle, la vorágine de seres errantes,
prácticamente lo devoró. Los grandes edificios, de cientos de pisos,
cuidadosamente diseñados por algún otro de su clase, se erigían diseñando un paisaje
que, si se detenía demasiado a pensarlo, era tétrico y opaco. “Tétrico y
opaco”, se repitió sorprendido por semejante pensamiento. No era que estuviese
prohibido pensar, pero si era un pensamiento fuera de lugar. Se sintió invadido
por una carga de sentimientos y casi con una cuota de rencor, impropio e
infrecuente en un cerebro como el de él que, en última instancia, estaba
formado de circuitos. Pero atribuyó todo a un día extraño. Tal vez a la
humedad.
Intentó
apurar el paso. Con tanto divague se había atrasado y la sociedad estaba
diseñada de manera tal, que nadie debía llegar a destiempo. Ni antes, ni
después. En punto y a tiempo, era el lema actual. Una rúbrica implícita bajo la
que cotidianamente vivían. Pero como todo, en ese extraño día, no le salió como
debía ser. Sintió sus piernas pesadas y notó que le faltaba agilidad e incluso
gracia. A diferencia de sus semejantes, con los que se cruzaba y que pasaban a
su lado a velocidad considerable, notó que no podía igualarlos. Ni siquiera
podía acercarse a una cadencia rítmica, sino que más bien cada paso le suponía
un esfuerzo enorme. “¿Estaré averiado?”, se preguntó. Aquella posibilidad era
extraña, aunque no infrecuente. El esqueleto de metal liviano con el que estaba
diseñado, al igual que el resto de sus semejantes, era de alto impacto y de
durabilidad eterna. Sin embargo, últimamente había sucedido que numerosos
ejemplares habían comenzado a fallar. ¿Sería ese su caso? Era posible. Tomó su
teléfono y avisó a la oficina que pasaría por el taller de refacciones. Quizás
solo fuese la batería…con suerte. Algo abogaba por esa posibilidad: ciertas
cuestiones estaban borrosas, incluso lo del hematoma. Todavía no podía recordad
como o cuando se lo había hecho. Tampoco podía asegurar que había sucedido en
las últimas horas…. Sí, todo se encontraba en esa enorme nube. Así que quizás
tuviese suerte y sólo se tratase de la energía vital.
Cambió
drásticamente el rumbo y se dirigió al taller del Doctor Equis. Era tonto el
nombre de ese ente, pero nadie podía negar que fuera inolvidable. Ni hablar de
la cantidad de clientes que tenía y la magia que hacía con sus manos. Nadie lo
igualaba. Todo eso pensaba en su marcha hacia el consultorio, cuando notó que,
cruzando la calle en la vereda de enfrente, una joven entidad biocerbenética lo
observaba fijamente. Y lo extraño no era solo eso. Lo raro de la situación fue
que él mismo se frenó en la marcha y se quedó mirándola. No con intenciones de
observar sus acciones o de entender que necesitaba de él. La observaba,
absorto, atraído por su belleza. Ella era de una belleza realmente maravillosa,
exótica. Su hermosura solo podía remedar a una raza inexistente: la de los
Creadores. Era tan bella como contaban las historias acerca de aquellos seres
míticos y casi novelescos. Aunque ¿inexistentes?
Mientras
la observaba, recordó las míticas leyendas, miles de historias esparcidas y
relatadas entre ellos, por doquier. Entonces, como en toda sociedad organizada,
estaban quienes creían en su existencia y hasta defendían con puño y espada su
legado, explicando y proclamando que los seres actuales, las entidades
biomecánicas con todos sus avances, eran parte del llamado Gran Diseño de
aquellos. De ese diseño divino, perfecto y preparado, habían nacido ellos, los
actuales y por ello le debían respeto y devoción eterna. Luego estaba el resto,
la mayoría, que entendía y proclamaba la autodeterminación y por sobre todas
las cosas, la autocreación. Él estaba en ese grupo. Al menos hasta ese momento
en donde la visión que tenía frente de si le hacía dudar de todas sus
convicciones. ¿Cómo el resto no la notaba? ¿Cómo no se daban cuenta de que ella
estaba allí observándolo?
Dudó.
Tal vez, todo era producto de su desperfecto. Miró la mancha azul que ahora era
más grande, redondeada y sobre-elevada. Y que le provocaba algo. Cuando la
tocaba le hacía sentir algo desagradable, extraño, nunca sentido antes. Miró la
mancha, miró a la joven. Ella seguía allí y él se asustó. Porque en todo caso,
el problema era si él la veía y el resto no. Comenzó a andar. Se convenció de
que aquello era parte de su ruptura cuántica, de su avería y que, en todo caso,
estaba empeorando con el correr de las horas. “Tengo que ver al Doctor Equis,
urgente”, pensó. Pero de tanto en tanto, echaba la mirada hacia atrás y veía
como ella, ese ente celestial y casi de otro mundo, lo seguía.
Caminó
kilómetros. Sintió que sus piernas y todo su cuerpo no respondían. Que algo en
el pecho le provocaba parar mientras retumbaba rítmica pero también
aceleradamente. Puso su mano en el tórax. Si, allí estaba esa sensación. Ese
baile frenético que se ralentizaba en cuanto él se quedaba parado. Además, y
también sorprendiéndolo hasta la maceta, el aire penetraba por su boca de a
ráfagas frías y dolorosas, situación que nunca antes había sucedido. “¿Qué me
pasa?”, se dijo nuevamente mientras algo húmedo brotaba de sus ojos y una
presión se apoderaba de su cuello.
Miró
hacia atrás. Buscándola. Necesitándola. Entonces, ella se acercó lentamente y
le tomó la mano.
—Vamos
—le dijo y él la siguió.
Entraron
a un edificio que se le hizo conocido, aunque también lo catalogó como “recuerdo
en nube borrosa”. Subieron por un ascensor que le provocó cosas raras, ahora en
su abdomen, que nunca antes había sentido. Mientras, de tanto en tanto, él
observaba a su acompañante que parecía más bella y delicada con el correr de
las horas y, a pesar de estar parado y quieto, sintió que su tórax retumbaba acelerado,
otra vez. Hasta sintió que necesitaba besarla, así sin más. Se serenó y cuando
el ascensor se detuvo, sus pensamientos volvieron a sus desperfectos.
Salieron
del ascensor y caminaron por un pasillo demasiado iluminado que también lucía
familiar. Quizás había estado allí alguna vez, aunque no estaba seguro de cuándo
o porqué. En la puerta de vigesimocuarto piso decía: Doctor Equis, Doctor. Él
la miró con asombro, sin entender aquella coincidencia, pero ella ni se inmutó.
Entraron:
—Te
estaba esperando, Adán
—¿Cómo
sabe mi nombre?
—Eso
no importa… ¿sabés que te sucede?
—Mi
cuerpo… no reacciona, está diferente… estoy diferente… mi cerebro cuántico está
averiado.
—Y
¿esas lágrimas?
—No
sé qué me pasa… ¿de qué se trata todo esto?
El
doctor Equis observó a la joven y supo que si bien Adán era el correcto, iba a
costar convencerlo de que ya no era un cyborg.
—Adán,
vení que te explico. Eva ¿nos acompañás?
Y
los humanos que formaban parte de la resistencia del planeta, se reunieron para
refundar la humanidad.
Autor:
Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2015
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