viernes, 29 de mayo de 2015

A través de la ventana








-Dicen que si te mira directo a los ojos te sentencia a muerte.
-¡Estupideces!-dije pero mi cuello se entumeció y los vellos de la nuca se me erizaron.
-¡Si! y si te toca te pudrís porque ella es pudrición del infierno.
-¿Alguno de ustedes la vio siquiera? ¿Alguna vez?
-A través de la ventana. Cuando llega la noche y es luna nueva, ella se mueve y se asoma buscando nuevas presas. Dicen que los detecta a cientos de metros de distancia y que con la mente los llama. Entonces, su presa acude al llamado…
-…al llamado de la muerte y la locura

Quise vomitar. No me gustan las historias de ultratumba. Pero parece que a ellos les encanta. Agarré el vaso que tenía enfrente y me lo tomé de un sorbo. Era cerveza, nunca había la había probado.
-Ah te pusiste blanco como el papel. ¡Te están jodiendo! Es una leyenda urbana. No existe la vieja, pero la casa esta buena para visitarla-dijo Carla que se conmovió al verme.

Le vi la cara, esa expresión que a veces provoco en las chicas. Ya no sé si es bueno o malo. Lo cierto es que me miran y a esta edad es más que suficiente. Me mudé hace dos meses a este pueblo de morondanga. Mamá se divorció de papá porque lo encontró en la cama con otra. Tuvo una crisis y estuvo internada unas cuantas semanas. “Crisis nerviosa”, hijo me dice fumando como un escuerzo. Estuvo en el loquero. Ella piensa que no lo sé, pero tengo mis recursos. Él es un estúpido, lo sé, por dañarla a mamá y eso. Asique no le hablé más y me mudé con ella. Los dos terminamos acá, en lo de la abuela que nos hace el aguante hasta que mi vieja consiga laburo. Yo, mientras tanto, comencé en la secundaria a mediados de año, por lo que obviamente llamó la atención. Soy bastante desgarbado, no me considero lindo ni mucho menos, pero sé que provoco cierto enternecimiento en las chicas. Sobre todo cuando les cuento mi triste historia. “Vengo de un hogar roto”, les digo y eso las pone como locas.

-Si querés podemos ir-le dije a Carla cuando volvíamos de la fiesta del día de los muertos. Ella me miró sorprendida. Tal vez no entendió de qué le hablaba. O quizás ya se había arrepentido de sus palabras -Digo, a la casa de la vieja. Si querés vamos. Yo pienso ir…
-No sé si es buena idea, Daniel. ¿Y si es real la leyenda?
-No lo creo. Bueno yo voy, si tenés ganas el sábado voy a estar ahí…

Le dije haciéndome el canchero. Quería impresionarla porque me gustaba. Carla me había impactado desde el día en que llegué. Sus ojos negros, su piel blanca y su cabello rubio, largo, lacio. Era hermosa. Cada noche me acostaba pensando en ella. La pensaba desnuda, la deseaba en mis brazos. Jamás había hecho el amor y quería hacerlo con ella por primera vez. Si, tenía que ser mía. Tenía tiempo, no me iba a apurar. Ella requería trabajo extra, paciencia y estaba dispuesto a esperarla.

Llegué a casa como a las diez. Me acosté y soñé con el aroma de Carla. Ella me invitaba a quedarme entre sus brazos, en su busto suave y blanco. Desperté por la mañana, sudado y con sabor a sexo. Fui a la escuela y allí estaba ella con sus jeans ajustados y el pelo recogido. Parte de mí se excitó y tuve que ir al baño para disimular. Me lavé varias veces la cara y tuve que esperar unos minutos a que bajase. Una vez calmado salí y me acerqué al grupito de incipientes amigos.
-Daniel, lo pensé bien y acepto ir con vos a lo de la vieja. ¿Vamos esta noche?

Me pareció ver cierto brillo maléfico en Carla, pero estaba tan embobado que acepté a ir a lo de la vieja. Enseguida me imaginé que la casa estaría abandonada y que Carla se entregaría a mí. Lo haría porque ella lo deseaba también, aunque se hacía la difícil. A más de uno le echó flit pero a mí no, yo le provocaba algo ¿lástima? Podía hacer muchas cosas con ese sentimiento si ella me dejaba.

Esa noche, una hora antes de lo acordado, ya estaba frente a la casona. Era una vieja casa victoriana de tres pisos. A la vista parecía abandonada. La madera estaba descascarada, el jardín descuidado y algunos de los vidrios rotos. Una brisa extraña me envolvió y me dio escalofrío. El cielo estaba cubierto de nubes negras y la temperatura estaba bajando. El tiempo comenzó a enlentecerse. Si, sentí que la hora no pasaba más. Yo estaba en la vereda de enfrente, entre unos árboles. Miré la casa y estaba a oscuras. No voy a negarlo, tenía miedo y por un segundo me pregunté si Carla valía la pena. Pero mis hormonas hablaron y de inmediato dijeron que sí. Sin embargo ella no llegaba y los minutos pasaban. De repente las nubes se corrieron. “La vieja aparece las noches de luna nueva”. Miré el cielo por instinto, nomás. Solo para constatar de que no había luna. Mi corazón comenzó a latir acelerado. “Son puras mentiras”, me dije para darme coraje pero no funcionó. Miré la casona y vi que una luz se prendía en la última habitación del último piso. Una sombra comenzó a moverse y preparé mi cuerpo para irme de ahí. Sin embargo Carla estaba en la puerta. ¿Le había dicho que nos encontrábamos ahí o entre los árboles? No podía recordarlo. Le quise gritar pero la sombra se detuvo al mismo momento en que mis pensamientos dijeron “Carla”. Enmudecí. Carla seguía allí y de repente miró para atrás como si alguien la llamase y sin más, entró a la casona “Está loca”, me dije y debatí durante unos segundos si seguirla o no.

Miré la ventana para decidirme. Fue entonces que la sombra se movió y otra luz se encendió. No lo pensé dos veces y tomé la decisión de entrar. Crucé la calle corriendo. De inmediato la puerta de entrada se cerró con brusco silencio, casi como ahogando un chillido a madera. “Ella elige a su presa”, pensé horrorizado y llegué a la conclusión de que había elegido a mi Carla. Miré el suelo en busca de algo y encontré una botella tirada. La estrellé contra el suelo y tomé uno de los vidrios en caso de que tuviese que defenderme.
Respiré hondo y me enfrenté a la puerta.

Solo con tocarla se abrió, silenciosa como cuando se había cerrado, como aquella noche aterradora. La oscuridad me envolvió de inmediato y el terror me invadió una vez más. Toda la pasión por Carla se estaba disipando. En su reemplazo, un pensamiento se apropió de mí: “Esta tarada se vino a meter acá, carajo ¿qué mierda está pensando?”, y mis pasos se hicieron titubeantes. ¿Valía la pena?, ya no estaba tan seguro. Pensé en mi vieja. Si me pasase algo, quedaría devastada. Me frené en seco. Agudicé mi oído. No se escuchaba nada. Comencé a pensar que quizás no era ella la que había entrado o incluso que ni siquiera había estado ahí. Pero de pronto escuché algo y me convencí de que estaba en grave peligro.
“Daniel, ¡ayudame!”

Sonaba lejano. Miré para todos lados y divisé en la penumbra una escalera de madera. Encaré para ahí. Subí peldaño tras peldaño y como la puerta, emitía un silencio jamás escuchado. Me preocupó aunque me concentré en qué hacer luego de encontrar a Carla. Miré para arriba por el hueco de la escalera. Percibí un tenue resplandor y hacia ahí me dirigí. Sin pensar apreté el vidrio que tenía en mi mano y sentí la carne cortarse, aunque no me dolió.
Seguí subiendo. Paso tras paso, latido tras latido. Podía escuchar el bombeo de mi corazón retumbando en mis oídos. Era desesperante. Me frené y me obligué a respirar hondo para calmarme. Funcionó a medias, sobre todo porque de repente escuché un alarido y tuve que iniciar una frenética carrera en la oscuridad. Subí. Los peldaños no se terminaban más, el resplandor parecía alejarse en lugar de estar más cerca. ¿Qué pasa?, pensé. No podía ser, la mente me estaba engañando. Sí, era eso. Continué subiendo. De repente, luego de miles de escalones, me topé con el descanso del tercer piso, o eso creí que sería. Recordé que allí estaba la sombra. ¿Sería la vieja? Temí que así fuese.  Pero otro alarido se presentó y corrí hasta la habitación desde donde provenía el grito.

Entré de golpe, corriendo, acelerado, blandiendo el vidrio y allí estaba. La vieja era horrible. Olía a demonios pudriéndose y ella tenía un rostro horroroso que se descascaraba. Corrí hacia ella y gritando como un guerrero medieval, le clavé el vidrio en el cuello.

¡Sí!, me dije. La había matado. Había hecho justicia y había liberado al pueblo de aquella maldición. O eso creí. De repente, de esa herida manó una sustancia espesa, violácea y maloliente. Ella se acercó a mí sonriendo y me tomó del cuello mientras que eso viscoso, que no era sangre sino pudrición, se derramaba sobre mi rostro. Me ahogaba por su mano y por esa sustancia horripilante y ella no me largaba. La oscuridad comenzó a surgir y a rodearme. Pensé en Carla, en dónde estaría pero ya no pude resistir más.

Abrí los ojos. La luz me hizo doler pero parpadeé varias veces. Mientras se acomodaban mis recuerdos pude ver varios rostros a mí alrededor. “Estoy muerto”, pensé. Pero no había lágrimas, ni nadie estaba vestido de negro. Miré mejor y entendí que estaba en un hospital. Suspiré aliviado. Mamá me sonrió y corrió un mechón de mi pelo. Quise decirle algo pero las palabras no salían. A su lado estaba la abuela. También me sonrió. Intenté de nuevo pero nada, ni una vocal… había una tercera persona que se acercó y me besó la frente. Su perfume me invadió y pude apreciar su clara piel y sus cabellos rubios. Era Carla. ¡Estaba viva! Mi corazón latió acelerado de felicidad. Quise preguntarle cómo se había salvado. Pero tampoco pude. Pero ella estaba tan cerca que no importó…

“Ojalá salgas de esta, Daniel”, me suspiró al oído, “pero es muy difícil escapar de un loquero”, finalizó y comencé a desesperarme. Y lo peor de todo fue que, al mirarla en detalle, noté una cicatriz en su cuello y una mirada diabólica. “Ella te elige, te caza y te llena de su pudrición infernal”, entendí. Quise levantarme desesperado pero mis brazos y mis piernas estaban atrapados. Me encontraba atado a la cama. Sáquenme de aquí, grité pero mis labios apenas se movieron y sentí que mi saliva se salía por uno de los costados.  “Doctor ¡está agitado otra vez!”, dijo mi madre. “¿Otra vez? ¿Cómo que otra vez?”, quise gritarles, pero todo seguía igual.

Carla hizo una media sonrisa y se fue meneando su cintura. “Mañana vuelvo a visitarte, querido”, dijo y mientras yo pataleaba, a través de la ventana vi como su cuerpo se distorsionaba por un breve segundo, transformándose en algo amorfo y horrible. Pero de inmediato una jeringa penetró mi brazo y la oscuridad reinó, otra vez.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2015

viernes, 22 de mayo de 2015

Ultraje







No sé. Luego de aquella confesión entre sollozos me la quedé observando en silencio. Estaba allí sentada en la silla del comedor, donde cada tarde tomábamos la merienda juntas, callada y colorada. Observé su rostro, sus gestos intentando adivinar qué pensaba. ¡Cómo si eso fuese posible! Dos minutos antes había escuchado las palabras que siempre temí escuchar y mi alma se desgarró, se partió en mil pedazos.

Mientras los minutos se sucedían, el comedor de mi casa, ese que tanto había costado construir, comenzó a desvanecerse. El cuadrito con la foto familiar se desmaterializó frente a mis ojos, la mesa con el florero se deshizo, el piso bien lustrado se transformó en un abismo inmenso. Las paredes, pulcramente pintadas de blanco se tiñeron de rojo, del color carmesí de la sangre, esa que debería derramarse ahora que había escuchado semejante confesión. Luego de la frase dicha con temor, -seguro tenía miedo a lo que yo pensase o quizás hasta que la juzgase- sentí que dentro de mí surgía el mal. Que esa parte acallada, esa pequeña porción capaz de odiar y destruir, emergía con la potencia de miles de demonios. Supe en ese segundo que si lo tenía frente a mí, sería capaz de matarlo con mis manos. Con esas manos con las que amorosamente arropaba a mi pequeña cada noche, las mismas que le hacían la comida. Las mismas que eran capaces de amar y cuidar, ahora lo destruirían. Podría, de un manotazo, arrancarle el corazón y prenderlo fuego mientras él, aún con vida, gritase. Si, gritaría que es inocente, que ella inventó todo. Pero ¿cómo podría ella inventarlo? Era tan pequeña, tan inocente… Solo deseaba que él sufriese, que se revolcase, que sintiese el dolor que ahora sentía yo.

Pero estaba paralizada. Cada porción de mi cuerpo se encontraba rígida como una estatua de mármol. Y por más que quise, no pude moverme. Aún no. Por un segundo me abstraje, salí de mi cuerpo y floté, y nos vi sentadas, frente a frente, en las sillas de siempre. Quietas. Al menos yo, porque a ella le temblaban las manos. Esas pequeñas manos que apoyaba sobre sus rodillas, con las uñas arregladas como yo le había enseñado no hacía mucho. Con su cabello oscuro y largo, trenzado porque era época de clases y los caminantes andaban por doquier. Con sus pantalones cortos, esos que ya le quedaban chicos por el estirón que había pegado el último mes, y su remera rosa, donde apenas asomaba…

¿Quién tendría el coraje de hacerle eso? ¿Quién se atrevería a romperla? Porque estaba rota. Si, ella ahora estaba rota para siempre. Quise gritar, putear. Salir corriendo y estrangularlo con mis propias manos. Hacerle mucho daño. Tan solo por esas palabras. Esas que ninguna niña debería pronunciar.

“Abrazala”, pensé “¿por qué no la abrazás?”. Continuaba petrificada. Y ese odio que surgía dentro de mí me ahogaba como se puede ahogar a alguien en un mar tempestuoso. Porque ahora se había desatado una tormenta atroz en mi corazón y en mi mente que ya no descansaría ni un minuto más. En lo único en lo que podía pensar era en matar a ese hijo de puta. ¿Cómo no pensar en ello? ¿Cómo quedarme quieta, impávida sin hacer nada? Algo tenía que hacer. Quería salir corriendo de allí con un cuchillo en la mano y clavárselo en medio de su pecho una y otra y otra vez. Pero estaba allí, inmóvil.

De repente sentí una lágrima que se me escapaba y caía solitaria. Sería la primera de muchas, de muchas noches de dolor que me esperarían junto a ella. De desesperada soledad y lucha. Serían océanos de lágrimas derramadas por ambas y todo por ese ser…

“¿Es mi culpa?”, escuché como en un eco lejano que me sacudió como si me hubiesen dado un cachetazo o me hubiesen arrojado un baldazo de agua helada. Levanté la vista y la observé otra vez. Tan chiquita, tan inocente. “¡Decile algo!”, me recriminé. No, no era su culpa. Por supuesto que ella no tenía nada que ver. Era culpa de ese mal nacido, de ese bastardo que se aprovechó de la inocencia, de lo puro, de mi ausencia. Mi ausencia. Yo estaba trabajando la tarde en que todo pasó. Hacía horas extras para pagar el nuevo televisor y no había conseguido que la niñera se quedase un rato más. Sentí que era mi culpa, sí. Por haberla dejado dos horas sola, con mil recomendaciones pero sola. Y ahora había pasado esto y ya no había forma de volver atrás. Ya nada sería igual. Ya no se podía enmendar semejante ultraje hacia ella. Él era el culpable, pero yo era la que pasaría toda una vida pidiéndole perdón. Quizás por eso no la acariciaba ¿Porque me recordaría este dolor día tras día? No podía permitirlo.

De a poco y en cámara lenta, mi mano se desentumeció. La levanté y acaricié el rostro de ángel de mi hija. Y en un segundo nos fundimos en un abrazo cálido y acompañado y ella pudo llorar y yo la pude consolar.

-No, mi bebé, no es tu culpa. Vamos, tenemos que hacer la denuncia.

Le besé el rostro y con un nudo en la garganta y el alma destrozada nos fuimos a la comisaría. 

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015

domingo, 17 de mayo de 2015

De tristezas y alegrías







Sube. Trepa desde mis pies hasta mi estómago. Va a la velocidad de la luz, lo sé. Es como una descarga que la tierra me da; una advertencia, casi un castigo. Llega y se anida allí en la mitad de mi cuerpo, como esperando. Y lo hace, espera. Se toma tiempo, como la venganza. Entonces, luego de unos segundos, explota. Es una bomba atómica dentro de mi cuerpo que hace estragos y marca el cuerpo, a fuego. Y no se detiene. Sigue trepando, más arriba y más. Llega hasta mis ojos los invade, los irrita. No hay forma de pararlo; surge. Brota, inconmensurable como el mar y con la fuerza de un tornado, de miles. Y me destroza aún más por dentro, me hace trizas. El cuerpo sufre, la carne grita. Yo estoy en silencio. Mis labios se contraen, pero no dicen nada.

La marea no se aplaca. Intento frenarla, contenerla, pero sigue avanzando. Los pensamientos se agolpan, surgen sin ser llamados. Utilizo todas mis fuerzas para apaciguarlos, para sofocar el sentimiento. No importa, no sirve. Llega a mi cerebro, se anida en mis recuerdos y va a estar allí por siempre. Y cada vez que se abra dolerá, y se ampollará y se hará cicatriz para nuevamente reabrirse y doler.

Y lloro mucho. Y me apeno. Las lágrimas brotan, también muchas, miles. Y mi cuerpo convulsiona  por el llanto y me libero.

Me siento liviana, puedo flotar. Si me concentro, podría volar. Pero dejo mis pies en la tierra, es que me provocó minutos antes. Y el cuerpo se vacía todo porque toda la tormenta se retira, como si hubiese renunciado. Como si la hubiese vencido. Y me siento mejor y ahora me invade otra cosa. Es agradable. Me hace cosquillas y siento mariposas. El llanto dio paso a la liberación y así pude dejar entrar a ese rayo de sol que me invita a ser feliz. Y también lo guardo, lo anido. Y la felicidad llega, aunque sea por un ratito. 

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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miércoles, 13 de mayo de 2015

La reyerta






 
Hacía más de media hora que Manuel esperaba en la esquina. Eran cerca de las once de la noche y ni un alma andaba por ahí. Solo Manuel que, según había acordado, esperaba por alguien. Su amigo lo había citado sin precisar demasiado para qué. 

Se estaba impacientando. Generalmente Andrés no llegaba tarde. Pero quizás algo lo había demorado. “Tengo que decirte algo muy importante, hermano. No me falles, por favor”, le había dicho por teléfono esa misma tarde. Se notaba que algo le preocupaba, pero no pudo sacarle ni media palabra acerca de qué era. 

Había dudado en ir. Pero su amistad iba más allá de los cánones regulares y Manuel le debía mucho a Andrés. Entonces, al pensar en el pasado que los unía, despejó sus dudas y fue. Quizás todo se tratase de esa mujer con la que se estaba viendo. Él le había dicho más de una vez que cortase la relación, que era una mujer casada. Pero Andrés era un galán por naturaleza y cuando una mina se le metía en la cabeza (por decirlo de una forma elegante), no paraba. Y no le importaba que estuviese casada o fuese madre de tres pibes. Y lo peor fue que quedó embarazada y nadie sabía si era de él o del esposo. 

“Te van a matar a palos, Andrés”, le había dicho la semana pasada cuando, luego de que la mujer hiciese las cuentas, notase que el niño por nacer era de su amigo y no del marido. “No pasa nada”, le había contestado, pero él que lo conocía desde pibe, notó en su mirada un atisbo de pánico. Quizás no estaba preparado para ser padre. Sin embargo, no tenía que preocuparse ya que ella estaba casada. Aunque lo cierto es que ella lo amaba de verdad. Quizás ella quería estar con él. Tal vez le diría a su esposo que lo dejaba. Tal vez hablase con la finalidad de que la cosa terminase de una vez. 

Se dio cuenta de que lo que en su cabeza giraba, se parecía más a una telenovela que a la realidad. Se sonrió y atribuyó la catarata de pensamientos a la impaciencia porque su amigo no aparecía. “Espero un rato más y si no viene, mañana me va a escuchar este boludo”. Pensó en su esposa, Catalina. Sabía que en cuanto llegase a su casa debería soportar sus reproches. Ella no era partidaria de su amistad con Andrés y no entendía que desde muy chicos se conocían y eran compinches, casi cómplices. Ella no entendía que gracias a él había llegado al país sano y salvo y que la había conocido a su Catalina. Asique se sentía en deuda con él.

Miró a su alrededor. Estaba muy oscuro. Era noche de luna nueva, asique ni siquiera esa claridad lo acompañaba. “¿Porque habrá elegido esta esquina?”, pensó. No era persona que temía, aunque casi como en un reflejo palpó su cintura para constatar que su facón estaba ahí, como siempre. Sí. Eso era una enseñanza de su amigo. Siempre andar armado por si acaso. Y eso le había salvado la vida más de una vez.

Agudizó la vista. Si, a lo lejos pudo ver que alguien se acercaba. Un hombre. Seguro que era Andrés. Se sintió aliviado porque estar ahí solo lo ponía tenso. El hombre se acercaba a gran velocidad. “Es mejor que te apures… vas a tener que darme explicaciones de todo esto, Andr…” Pero enseguida notó que quien se acercaba no era su amigo y para colmo de males, el individuo llevaba una faca en su mano. Para cuando quiso reaccionar, el metal estaba dentro de su abdomen. “Te dije que dejaras a mi esposa en paz, hijo de puta”, le gritó y Manuel sin entender de qué se trataba todo, solo pereció.

Antes de que la oscuridad lo envolviese Manuel creyó ver a su amigo. Andrés surgía de la nada, le quitaba con asombrosa habilidad la faca de su cintura y acuchillaba a su agresor. Se le ocurrió que si lo que veía era cierto, era además, incoherente. Andrés no sería capaz de traicionarlo así. ¿O lo era? Pero ya era tarde, muy tarde.  

Manuel agonizó durante unos segundos. Mientras su respiración fallaba y su sangre se derramaba en el piso, escuchó un susurro casi irreal: “La amo demasiado como para dejarla. Lo siento amigo, pero no se me ocurrió otra cosa.” Y Andrés se fue dejando a Manuel tirado, a su contrincante muerto y ambos facones en el suelo.

A la mañana siguiente la policía encontró los cadáveres. “Fue una reyerta, se mataron mutuamente”, dijeron y cerraron el caso, mientras que Andrés se mudó con su nueva mujer y se dispuso a esperar a su primer hijo.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2015
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domingo, 10 de mayo de 2015

Maldita oportunidad




Ahi sentada en lo alto observa. Mira hasta donde sus ojos le permiten ver. Hay un horizonte nítido y colorido que se extiende a lo lejos y sin embargo está tan cerca. A un salto de distancia. A un aletear. A una lágrima. 

Está tan a la mano que asusta y por eso ella quizás no se mueve. Solo mira. Pone una mano en su pecho mientras que sus pupilas se dilatan. Su corazón está agitado de ansiedad y nada puede hacer con eso. Si tan solo se animase, si siquiera uno de sus músculos tomase la iniciativa, su futuro sería diferente. Quizás hasta maravilloso. 

Pero algo la obliga a permanecer quieta. ¿Será miedo al cambio? Quiere pensar que no. Quiere creer en el destino. Quiere creer que quizás ese que se ve ahi no es su destino. Tal vez es otro, uno diferente. Opaco. Quiere creer que si debe ser será. Que si alguien diseñó el universo y la pensó en él, habrá también creado cada uno de sus días venideros. Cada situación. Cada oportunidad. Entonces cree que si de verdad ese que está ahí fuese su destino, ya estaría viviéndolo. 

Pero lo cierto es que su alma esta paralizada. Y no puede ver que esa oportunidad se desvanece con cada segundo que pasa. Que el destino la desafía y ella solo permanece estática. 

El tiempo transcurre. Los colores desaparecen y ella, decepcionada se levanta y se va. No entiende aún si la decepciona mas su incapacidad para animarse o que el destino no entienda que jamas se animará.

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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martes, 5 de mayo de 2015

Caída libre









“¿Qué sucede?”, se preguntó mientras que el viento helado golpeaba en su rostro y cortaba su piel con diminutos pedacitos de hielo. 

Las lágrimas bañaban sus mejillas no por llanto, ni siquiera por felicidad. No. Se escapaban una a una porque el aire filoso, gélido y veloz le lastimaba los ojos. 

Una nube blanca la envolvió de repente y por un breve instante se sintió acunada, aunque cuando entendió qué significaba eso, se despertó del todo. “¿Qué está pasando?”, gritó con voz ronca y ante el silencio reinante, esta vez sí lloró. Su corazón se aceleró de repente cuando se dio cuenta, espantada, que estaba cayendo. Y lo hacía a extrema velocidad. Las nubes, como enormes columnas -casi edificios-, se sucedían una a una sin parar. Y la tierra se acercaba y se agrandaba con cada segundo que ella pasaba en el aire. Y lo que era un punto diminuto segundos antes, ahora comenzaba a tomar forma. Gigantesca y aterradora forma. 

Miró a sus lados en busca de alguna respuesta, pero estaba sola. El único observador, era el sol que a la distancia, seguía su trayecto impávido y sin interferir con nada. Trató de observarse a sí misma, a sus ropas, pero lo único que pudo ver fue su túnica blanca, que con la velocidad a la que caía, se iba haciendo girones hasta casi desaparecer.  Se sintió desnuda y expuesta, aunque sin saber a qué o a quien.

Sus pensamientos desordenados y agitados, viajaban a la misma velocidad que su caída. Intentaba buscar razones que explicasen su situación, pero nada surgía. Su mente estaba alterada y rota, como la túnica que vestía. Quiso recordar donde había estado antes de eso, pero tampoco hubo respuesta. ¿Y antes? ¿Ayer? Su vida era una página inmaculada y así como no tenía nada malo, tampoco tenía algo en absoluto. Era la sumatoria de la nada misma y lo preocupante fue que se sintió una especie de cabo suelto que se deshecha. Un programa perdido que anduvo mal y se descarta. Era un ser que jamás había existido y a pesar de ello, caía. Y la tierra se acercaba a gran velocidad. “Pensá…” y notó que tampoco sabía su nombre.

“¡Tengo amnesia!”, se dijo y comprendió que alguien la había arrojado luego de borrar sus recuerdos. Si, era lo más probable aunque desquiciado como la situación que estaba viviendo. Pero ¿desde dónde la arrojarían? No había nada en el mundo que fuese tan alto… quizás un avión. Pensó que tal vez alguien se deshacía de ella porque había sido testigo de algo o peor aún: quizás ella era la villana y había matado a alguien. Quizás tenía conciencia, una que pesaba, y se había arrojado de… ¿dónde?
Nada cerraba en sus pensamientos. Lo único contundente además de viajar a gran velocidad, era el dolor en su espalda. Un terrible ardor corría por sus escápulas y juraría que estaba lastimada, muy severamente. Aunque era imposible constatarlo. Y siempre lo mismo: ¿Quién le habría hecho algo semejante? En ese estado de cosas, la joven comenzó a desesperarse más y más. Su respiración se agitó al extremo y en su garganta se le formó un nudo. Sintió una especie de mano que aprisionaba su cuello y que el aire se iba extinguiendo de su cuerpo. “Voy a morir”, pensó y eso le provocó un dolor angustiante en su pecho. Sí, moriría en cualquier momento y lo peor era que no tenía recuerdos a los que aferrarse. “Dicen que en el último segundo de tu vida, ésta pasa como en una película, con los momentos más significativos”, pero ella no los tenía.

Velocidad, más velocidad. Lo que era un manchón se transformó en un prado con una hermosa casita. Se horrorizó, porque caería justo en medio del techo. Pero no pensó en su dolor. Rogó que la casa estuviese vacía, que hasta fuese abandonada así no sentiría la culpa de lastimar a otro ser humano. “Otro ser humano… ¿lo seré yo?”. Otra incógnita que se presentaba sin tiempo para una respuesta.

Trató de concentrarse en lo que veía para no pensar en su cruel e inmediato destino. Divisó el techo de la casa: era rojo, a dos aguas. El lugar era prolijo e invitaba a pensar en cosas dulces, ricas, en un domingo por la tarde y en familia. Lloró otra vez por sus recuerdos perdidos, por su futuro trunco, por su vida a medio vivir. A los costados de la modesta casita, había árboles y de uno de ellos pendía una hamaca. Imaginó como sería hamacarse y el viento en el rostro…

El viento… “Ya no queda tiempo”, pensó y comenzó a transitar su último segundo de vida. Y allí aparecieron imágenes difusas: una luz blanca, unas alas maravillosas, su dolor en la espalda, un cometido en la vida. Las cosas se fueron acomodando lentamente, aunque ya era demasiado tarde.

El techo se transformó en un manchón rojo. Quiso cerrar los ojos para no sufrir, sin embargo no pudo. Veía todo así como sufría también. “La vida es sufrimiento”, escuchó en un suspiro. Traspasó el techo y la habitación y vio a una mujer que gemía con los ojos y los puños cerrados. Vio que tomaba la mano de alguien  que estaba a su lado, pero la velocidad impidió ver quién era. Solo vio a la mujer y su rostro se quedó grabado en su retina. Sintió una conexión con ella, una inexplicable. Pensó en sus alas perdidas. ¿Eran suyas? No estaba claro.

Pensó en la luz y se aferró a eso. Y en el segundo exacto, en el instante único en el que la mujer gritaba y daba a luz a su bebé, se estrelló en él; se fundió con su piel cálida y suave y nueva. Miró a través de ojos nuevos y respiró un aire diferente. Y luego de aquel segundo último, la joven que caía, pudo llorar como humana por primera vez. 

Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derecho reservados 2015
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