sábado, 28 de abril de 2018

La expiación






Espero que estés cómoda, amor. Esto no se va a tardar mucho. Una historia más, de esas que te encanta escuchar. Te cuento que sucedió en la India, hace unos quince años, no más que eso. No sé porqué me sigue afectando. Lo sé en realidad, pero no debería ser así. No puedo permitir que me quite el sueño, que me provoque esta agonía eterna. Pero, en todo caso, es historia antigua y yo te lo cuento a vos ya sabrás por qué. Es que si no te digo esto ya no seré el mismo. Nunca más. 


No me mires así. Sé que me creés exagerado, siempre lo creíste, pero bueno. Quiero cantártelo antes de que... bueno, de que pase lo inevitable. 


¿Cuánto hace que sos mi esposa? ¿Un año ya? No tengas miedo, amor. Vamos a salir de esto. Yo voy a salir de esto, por eso tengo que contarte. 


Como te dije, fue en la India. Una pareja de jóvenes esposos habían viajado por trabajo. Ella era maestra de arte y le surgió la posibilidad de una maestría o algo así en el exterior. Fue becada por un año con todo pago incluso más.

Con ellos llevaron a su pequeño hijito, Demian de 4 años. 


La madre, Anya, estaba largas horas fuera de la casa, estudiando, pintando. El esposo, José, estaba en casa con el niño. El hombre no sabía hacer nada, excepto quejarse de todo, pero, vivir de arriba tenía sus beneficios. Pasaba el tiempo con su hijo, que frecuentemente lloraba extrañando su antiguo hogar, sus cosas, a su mamá. El hombre, semana a semana, mes a mes, fue perdiendo la paciencia. Necesitaba una distracción, algo diferente. Entonces ambos esposos acordaron contratar a una niñera para que el hombre pudiera tener “tiempo libre” para conocer el lugar o quizás estudiar algo.


La India es un país muy diferente. Yo sé que lo sabés, amor. Es diferente en la cultura, en las personas. Ellos son muy creyentes de diferentes dioses. Y también creen en los espíritus. El esposo que ahora tenía tiempo libre, comenzó a nutrirse de la idiosincrasia local. Leyó de fantasmas y espíritus y comenzó a creer en la posibilidad de la reencarnación. Aunque sólo tomó la lectura como algo ligero. Un entretenimiento.


La joven que cuidaba a Demian, Jalil, le ayudó a interpretar algunas escrituras, creyendo que José estaba interesado de verdad. Ella era de la aldea y conocía la historia local y el folklore. Además, él tenía una personalidad y bellezas que encantaban, por supuesto. Y con la misma facilidad con que Anya se había enamorado de él, muchas otras lo habían hecho también. Fue así que una tarde, la joven niñera le regaló un libro antiguo que había conseguido en una tienda. Él le propuso leerlo juntos como forma de agradecimiento y así hicieron, mientras Demian descansaba. Las horas se hacían placenteramente interminables, excitantes. Deseosas de más.


El esposo comenzó a sentirse atraído por la joven mujer que tan predispuesta estaba a sus caprichos culturales. Ella era hermosa, incluso más que su esposa. Y tenía una ventaja: estaba presente, dispuesta, al alcance de la mano.


Una tarde de lluvia torrencial, donde la oscuridad se hizo presente precozmente y la humedad de los cuerpos obligó a relajarlos de ropas, él se atrevió a traspasar el límite de la moralidad y la besó. Del beso a la piel hubo unos segundos de distancia y una vez que la desinhibición se apoderó de ambos, ya nada los paró. Desde entonces, ambos amantes no pudieron dejar de tocarse. Como si las fuerzas de la naturaleza o alguna otra desconocida los hubiera gobernado, se poseyeron el uno al otro. Fueron tardes intensas de lectura y sexo, mientras la esposa estudiaba. 


Pero el pecado, mi amor, está destinado a atraer el castigo divino a quienes lo ejercen. Lo sé muy bien.


Una de esas tardes, mientras la niñera y el esposo estaban en su frenesí sexual, el niño despertó gritando aterrorizado y febril. Se levantó y sin que nadie lo viera, salió al encuentro de su destino. Una enorme piscina llena de agua podrida lo esperó para tragarlo y entregarlo a la muerte.


Cuando los amantes se dieron cuenta, ya era tarde para el niño.

El hombre supo que nada, pero nada llenaría aquel vacío que su hijo dejaría y sobre todo, que el hielo que se extendería entre él y su mujer sería enorme como un glaciar. 
Por supuesto, el hombre jamás le dijo a su mujer sobre las circunstancias alrededor de la muerte del niño. Sin embargo, ella lo sabía y lo perdonó. ¿Entendés que perdonó ese pecado enorme?


El esposo fue diferente. No pudo perdonarse jamás lo sucedido y lo peor, las circunstancias en que la fatalidad se había materializado. Comenzó a odiarse a sí mismo y a la joven mujer que lo había seducido. Sintió que ella era mayormente culpable porque su belleza era tóxica, contagiosa e inevitable. Su carácter se endureció, tanto que la Anya finalmente lo dejó y volvió al país en donde una vez había sido feliz. Mientras que él, se ensimismó al extremo.


Los años pasaron. El esposo rumió odio y oscuridad y dejó entrar a lo peor del universo en su alma. Su cuerpo se transformó, casi como por arte magia. Rapó su cabeza, dejó crecer su barba. Adelgazó casi en extremo. ¿Entendés, amor? De esa manera, no quedaban más vestigios de él. Pero nunca dejó de vigilar a Jalil. Conoció sus movimientos y sus gustos. Qué hacía cada día, cada hora.


La vio ir i venir. Rehacer su vida, conseguir nuevo trabajo, aunque lejos de los niños. Parecía que lo sucedido había sido superado o al menos que no la había afectado demasiado. Había cambiado, sí, pero así como él lo había hecho, ella se transformó en una mujer madura y fascinante.


Y un buen día José se presentó ante ella. Planeaba muchas cosas, gritarle, golpearla. Quién sabe todo lo que pensó. Pero ella al verlo, no lo reconoció. Y él…

Ya termino, amor. La historia ya llega a su fin. Sé que estás incómoda y que seguro tendrás miles de preguntas. Pero ya vas a ver. Todo tiene su razón de ser. El odio invadió a ese hombre herido por la muerte de su hijo. El rencor dueñode su alma, estuvo guardado pacientemente a pesar del dolor. Jamás le dijo nada a la mujer que, poco a poco sintió crecer un sentimiento por este nuevo hombre. Quizás la ayudaría a sobrellevar su pasado trágico, ese que nunca había podido superar o siquiera contar. Ella jamás dijo una palabra de ese pasado oscuro. Quizás, después de todo, estaba arrepentida.


Entonces, mi amor, te preguntarás por qué la historia, por qué las amarras y la mordaza. ¿Todavía no lo ves? Soy él, mi vida y vos, la maldita niñera que me sedujo y que dejó morir a mi único hijo. Y en este acto, bajo este puñal, vas a pagar.

No te resistas, mi vida. Ya queda poco para que la oscura muerte te lleve. Sé que duele, pero así habrá sido para mi pequeño Demian. El agua llegando a sus pulmones, colapsando todo su cuerpito… Mi pobre…hijo… ¿ves? No estoy enojado. Puedo manejar perfectamente mis sentimientos. Los manejé durante años, mi vida. ¿Qué? No te escucho…a ver esperá que te saco el pañuelo de la boca… ¿qué me querés decir, amor?


“No soy ella…soy su gemela, solo tomé…su nombre…porque la extrañaba mucho….ella se suicidó de dolor…y yo…te amé de verdad”

Autora: Soledad Fernández (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018

jueves, 19 de abril de 2018

In-comunicación





Estaciono el auto porque si no voy a chocar o me voy a llevar puesta a alguien. Hace más de media hora que estoy en una discusión encarnizada con un compañero de trabajo desubicado y prepotente. Sé que no debería darle el lugar que le doy, pero me invade esa necesidad de dar explicaciones, de justificar mis actos. Y esa necesidad es más grande que el mundo y me pesa. 

―La verdad que me doy cuenta de que la reunión fue al pedo y que no entendés nada de nada…
 Recuerdo la reunión. Le di la oportunidad a cada uno de los empleados a que diga lo que pensaba o lo que consideraba necesario decir para el buen funcionamiento de todo. Y sin embargo…nunca alcanza. Trago saliva para no mandarlo a la concha de su madre y respondo con la mayor tranquilidad que puedo.

―A ver Damián…vos no entendés. Soy tu jefa y necesito que cumplas tu maldito trabajo. No sé cuál es el inconveniente…no te estoy pidiendo nada raro…ni siquiera que te quedes después de hora…
―Me parece que voy a tener que dirigirme a tus superiores. Porque seguís insistiendo con lo del horario… ¿Vos querés una reunión ministerial?

Se hace un silencio. Intento deducir qué me está diciendo. Lo entiendo pero no entra en mis neuronas. Con bronca le pregunto:
―A ver si entiendo, vos ¿me estás amenazando?

 La tensión crece. Las palabras salen disparadas de uno y otro lado. No hay forma de frenar esto. Ya no. Es como una bola de nieve que se agiganta a medida que avanza. Así estamos. Agigantados y violentos. Él saca lo peor de mí. Es eso. Y no me gusta. Tengo ganas de asesinarlo o mejor: de hacerle sufrir en la carne lo que me hace padecer. Clavarle un enorme cuchillo en su abdomen y retorcerlo mientras grita de dolor. Sería pagarle con una moneda equivalente al nerviosismo y la violencia con la que se dirige a mí. Con lo que me hace padecer cotidianamente. Aunque quizás sería mejor poner mis manos en su cuello, apretarlo fuerte y asfixiarlo. Esa sería una gran solución porque además de matarlo, ya no escucharía su irritante voz. Pero no puedo, de momento. Su malicioso discurso moralista y acusador continúa sonando a través de mi teléfono celular y eso hace un poquito difícil mi misión homicida. Aunque no imposible, me digo. 

 Si lo matara…. Sería una dulce venganza, pero no dejaría de ser asesinato y no estoy preparada para ir a la cárcel… ¿por qué siquiera lo estoy pensando? Mi mente divaga cuando me estreso. Sus palabras amenazantes siguen llegando a mis oídos, me aturde, y yo pienso en los pro y los contras de un asesinato premeditado. ¡Basta!, me amonesto a mí misma. Él sigue, recitando la lista con mis innumerables defectos, según si visión sesgada y machista. Y  lo peor es que el cobarde no se atreve a decirme las cosas en la cara. 

Miro el celular: cuarenta y siete minutos de mala comunicación y una rayita de batería. La indignación crece, se hace enorme. Quiero estrellar el aparato contra una pared, revolearlo a la calle para que un camión lo pase por encima, pero me contengo porque la única que se perjudica con eso soy yo. Además, no podría comprar otro.  

Él sigue gritándome por teléfono. Su misoginia es tan enorme como la lista de mis defectos o su propio ego. Le molesta que sea su jefa y que le ponga los puntos. Es  ingrato conmigo y con sus compañeros. Su pensamiento es corto, chato…hay que estar en contra del jefe, siempre. Es condición implícita para él.  

Respiro hondo. Mi corazón está acelerado. Mis manos tiemblan. Quiero llorar, pero no le voy a dar el gusto de que me escuche gimotear. Trago el nudo de mi garganta y hablo. Le pregunto si quiere mi cargo, si quiere ser jefe. Le repito más fuerte “¿Vos querés ser el jefe?”. Se hace un silencio. Se asombra de mi pregunta, tartamudea brevemente y sigue vociferando acerca de mis desvaríos y mis malos entendidos. 

La discusión se eterniza como mi tiempo que se estira. El viento se frena. ¡Basta!, grito y el mundo se paraliza de pronto y yo…yo me meto dentro del celular.

Veo una luz violeta que sale del aparato y corro por ahí. Mi cuerpo está liviano, ágil como jamás lo estuvo. Tomo la velocidad de la luz, me estiro y me transformo en un fotón mágico, unidireccional. La línea violeta se transforma en verde y ahora me deslizo apenas rozándola. Soy una con la luz, con la energía. Recorro miles de nanoquilómetros en una dirección. La única. Mi norte es el odio que siento en este momento. Las ganas de triturar ese cuello, de dañar a ese tipo. 

Sigo avanzando sin descanso. A mi alrededor el mundo se dobla, se estira. Las palabras son ralentizadas, pero reconozco esa voz. La misma que me torturó minutos antes. La prepotencia se ve transformada por la distorsión del campo que me rodea. Pero escucho. Los gritos siguen. La violencia se extiende como un cable maligno y negro. Se transforma en una serpiente que me punza por los lados. Me picotea para que desista, para que vuelva mis pasos y sea humana otra vez. No lo permito. Mis ojos se transforman en láseres y la atacan. Apunto a su cabeza y doy en el blanco. La serpiente explota y me baña de una pestilente brea negra. No importa, soy luz, me digo y de pronto la putrefacción desaparece y yo sigo mi camino. 

Al final, allá a lo lejos, hay un punto luminoso. Incandescente como una estrella en el firmamento nocturno. Hay números y una enorme pantalla. Me recuerda una película, pero mi mente está tan alterada que no logro recordar cual. No importa, ya queda menos, me repito. 

La serpiente revive y se transforma en un enorme dragón. Sus ojos son de fuego y su boca lanza llamaradas de lava incandescente. Me siento microscópica frente a semejante monstruo, me siento igual que cuando él me grita por teléfono. Intento esquivarlo pero se hace difícil. Acelero. Ya queda poco, me repito. Sin embargo el dragón aplasta mi línea de color con su enorme cola y entonces mi cuerpo sale expulsado. Me estrello contra la nada misma. Duele. Me levanto. Busco una salida y solo veo la pantalla: Conexión de mala calidad, leo. Estoy atrapada. 

 Mi nudo en la garganta se acrecienta, me envuelve, exprime mi alma y solo puedo llorar como una niña. No quiero hacerlo pero es más fuerte que yo. Mis emociones me dominan, me paralizo. No puedo más que dar vueltas sobre lo mismo, como un loop eterno y sentimental. Sé que si no hago algo voy a quedar atrapada por siempre en ese lugar, en mi teléfono. O peor, en el medio de una mala comunicación, por una peor empresa de telefonía celular. Reacciono. Mi mano se transforma en una enorme espada al estilo StarWars y de un salto, parto en dos al dragón. Hay un silencio breve y mientras mi cabeza descansa por un instante, corro nuevamente a la meta y me lanzo a través de la pantalla luminosa. 

Aparezco del otro lado y de inmediato tomo el cuello del empleado insurgente. Aprieto con ganas mientras su rostro pasa del rojo al blanco en uno segundos nomás. Le grito: “¡Callate ya, maldito gusano podrido!” y lo dejo caer en la vereda, mientras la gente aplaude por mi valentía o quizás porque gran parte de la humanidad lo desprecia. ¿Quién sabe?

No lo mato, solo lo dejo aturdido. Le saco el celular y lo estrello contra una pared. Me acerco a él y con odio le digo:
Mañana, ocho de la mañana en punto, te espero en la oficina, para resolver esto. Si no te gusta como son las cosas, presentá tu renuncia. 

Él abre un ojo, desorientado y aturdido, y me mira con desprecio.
¿Entendido? insisto para que reaccione.
responde bajito sin mirarme a los ojos.
Me doy media vuelta y emprendo el camino de regreso. Son varios quilómetros, pero bueno, servirán para calmarme.

Autora:  Soledad Fernandez (Misceláneas) - Todos los derechos reservados 2018
Imagen obtenida de la web

domingo, 8 de abril de 2018

Ave Fénix








¡Contestá! ¿Por qué no contesta? Seguro que está con ella, en la cama. Los imagino desnudos, acariciándose y todo eso. Ella debe tener una piel perfecta. No como yo que tengo tantas cicatrices. No llores como una pelotuda. ¡Malditos los dos! Seguro que se están riendo de mí, como siempre. ¡No contesta, carajo! Dios. Tranquilizate, Ana. Vos podés con esto. Practicaste toda la semana y hoy es el gran día. ¿Pero qué le digo si atiende? Qué estupidez. Sé perfectamente qué decir, memoricé mi discurso miles de veces. “Hola. ¿Te acordás de mí? Soy…” No, eso no sirve. Seguro que ni se acuerda de mí. Ahora debe ser un importante ejecutivo y estará lleno de plata. “Hola Roberto. Soy Analía. Ana. ¿Te acordás?” No sirve, es lo mismo. Sigo siendo la misma idiota exasperante. No valgo nada. Ni siquiera un recuerdo. Que tonta soy. Ya basta, Anita. Recordá lo que el medico dijo “Tenés que quererte más Ana”. Tiene razón. Primero estoy yo, luego el resto de la humanidad. Como si fuera tan sencillo. Soy el ave fénix que resurgió de sus cenizas y él lo tiene que saber. Tiene que escarmentar. “Roberto soy Ana. Tu ex. No podes decir que no me recordás. No después del infierno que pase por tu culpa. Miles de noches en recuperación. Dolor, drogas y más dolor.” Creo que eso no sirve. No es momento de echarle en cara lo que sufrí. Más adelante cuando todo esté en marcha, sí. O quizás nunca me atreva. Al fin y al cabo la que cruzó sin mirar fui yo. Si pero... siempre hay un pero. “Hola Roberto soy Ana, tu Ana. La que tuvo ese accidente horrible luego de verte con otra. Si, estabas con otra. Yo los vi desde la vereda de enfrente. No discutas, estabas con ella y punto.” Eso está mejor. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estaban en un bar y él tomó su mano y sonrió. Jamás lo había visto así de feliz. ¿Cómo pude ser tan estúpida y no haber visto lo que pasaba frente a mis ojos? El amor es ciego. Si, y muy tonto. El amor es lo peor que pudo pasarle a los seres humanos. Es una mentira continua, una desgracia cotidiana. Un anhelo en vano, en pos de ¿qué? Mejor lo llamo en otro momento. Mejor. La vida no va a cambiar por esperar, Anita. Es cierto, todo será igual si eso es lo que querés. ¿Es lo que quiero? Que todo sea igual… Mi vida empeoró tanto al esperar, al tratar de entender de qué se trataba lo que mis ojos veían. Fui tan idiota que tuve que cruzar esa calle para corroborar que lo que veía no era lo equivocado. No quería confundirme. ¡Ilusa! Y ese camión se apareció de la nada.

435…5567 llama. Pero no atiende nadie. Maldita sea. Entonces ¿qué me queda? Aguantarme esto, arruinarme otra vez. No. No lo voy a dejar así. Ya sé que pasaron quince años. ¡Quince! ¿Y cuantas cirugías para quedar más o menos bien? Se terminó, desde ahora en… “Hola"... Por Dios, contestó ella. ¡Sigue con ella!  No desesperes Anita, tragá saliva y contesta. Dale ¡contestá!
Hola, si…con Roberto, por favor
¿Quién le habla?
Anita…Analía
Analía ¿la que era novia de Roberto?
Así que se acuerda de todo. Vas a sufrir mocosa de porquería.
Si, la misma. Quiero hablar con él.
Pero…¿Cómo estás? Pensé que…
Que había muerto ¿no? Sí, todos pensaron eso. Pero no. Acá estoy. ¿Puedo hablar con Roberto por favor?
Pasó tanto tiempo…
Necesito que me comuniques con él
Lo siento mucho, no puedo
No me vengas con esa estupidez. Por favor, decile que no se esconda de mí…por lo menos que dé la cara…me lo debe
Él falleció ¿sabés?

Hay un silencio penetrante en la conversación. No entiendo. ¿Cómo que murió? De vergüenza habrá sido. Estúpido ¿cómo se va a morir? ¿Y ahora qué hago con todo lo que tengo para decirle? Con esta bronca, con ese tiempo perdido... ¡mierda!
¿Se murió? ¿Cómo? ¿Cuándo fue eso?
Luego de tu accidente…yo estaba con él en el bar. Disculpame, no me presenté. Soy su hermana, Eli. Esa día le estaba contando de mi embarazo. Él estaba tan feliz. Iba a presentarnos. A vos y a mí y luego fue lo del accidente. Se quitó la vida al creerte fallecida…fue muy triste... para mí, para toda la familia.

Quince años sufriendo por algo que…Ni lo cuestiones Anita. Tu rostro desfigurado tiene que significar algo. Cortá. Ella miente. Te está mintiendo. Lo hace para cubrirse  para que no hables con él. Cortá. Si, mejor corto. Pero voy a necesitar un cuchillo de plata para cortar con todo de una buena vez y ya no volver a resucitar. Nunca más.  

Autora: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2018