martes, 27 de agosto de 2013

El peso de su destino




Ella lo miró. Bello en su tranquilidad, hermoso en su blancura. Sus labios, que minutos antes vociferaban calamidades, ahora estaban en reposo, casi sin una mueca. Excepto por una minúscula desviación de su comisura, que ella sabía muy bien se debía al dolor. Estaban levemente azulados, pero con un resto de candor rosado. Sus párpados dejaban entrever esos ojos azules intensos, que años luz atrás la habían hipnotizado haciéndola creer en el amor a primera vista pero que tiempo después emanaron odio seco, sin lágrimas. Es más, ella no recordaba una lágrima proveniente de esos hermosos ojos. Al menos no por ella. Pequeñas arrugas se podían observar, ella veía ahora que él tenía arrugas. Nunca antes lo había notado y parecía tonto ya que llevaban décadas juntos.

Recuerdos…Celia lo había conocido en sus años de adolescente. En ese tiempo ella creía en el amor para siempre, que él era su príncipe azul. Aunque fundamentalmente, él había sido su escape del hogar. De un hogar donde la palabra no era la moneda más común, más si los gritos y hasta los golpes. En aquella etapa de su vida, Celia cuestionaba las decisiones que su madre había tomado en la vida. Le recriminaba lo mal que no una, sino varias veces había elegido. Entonces en ese momento, viendo el cuerpo caído de su hombre azul, se vio a si misma siguiendo idénticos designios. Eso le dolió, no sólo por ella.
Los primeros meses junto a él habían sido el paraíso. Una luna de miel eterna donde ella no notaba, en su embelesamiento y en su enamoramiento adolescente, la forma en que él la aislaba poco a poco del resto del mundo, de su vida anterior. Sí, todo era por él. Pero como en el resto del mundo estaba su familia y su dolor, ese aislamiento no le molestaba demasiado. En cierta forma, lo sentía como una protección contra aquellos que querían dañarla. Luego, muchos años después, se dio cuenta del significado “estar sola”, pero ya era tarde.

Más recuerdos le pagaban a Celia doliéndole en el corazón. Un dolor que en parte estaba provocado por ver ese hombre allí tendido. Pero el dolor que por primera vez que Celia sintió debido a él, había sucedido mucho tiempo atrás, luego de salir del trabajo. Unos meses antes de esa trágica tarde, ella había logrado ser la secretaria en una oficina y era feliz por sentirse útil y ocupada. “Me aceptaron”, le contó ella a él con satisfacción en la mirada. Cada día Celia trabajaba con dedicación y con eficiencia. Eso le traía enormes elogios de sus jefes que ella contaba con orgullo a su marido. Entonces un día, de improviso, él llegó a su trabajo. En ese momento Celia lo vio como un gesto dulce y despreocupado, aunque más tarde, en la casa ella pagó caro su independencia. Él la llamó prostituta barata y la acusó de rebajarse por unos cuantos pesos. “¡Seguro que sos la trola de tu jefe y sus amigos!”, le había dicho. Ese día comenzó el menosprecio tanto hacia ella como a su actividad. A Celia le dolió en lo más hondo de su dignidad, aunque poco le quedaba. Pero lo dejó pasar como tantas otras cosas. Eventualmente renunció, sobre todo para evitar malos entendidos y discusiones vacías con el ahora su esposo.

Celia levantó la mirada y observó su alrededor. Todo estaba calmo. El seguía allí tendido. Sus ojos continuaban entrecerrados aunque más opacos que antes. Era como si la ira y el enojo fueran el motor de su brillantez. Que irónico. Lo que ella más amaba de él solo tenía su mayor plenitud con el odio.
Ella recordó que luego de un tiempo de dejar su trabajo empezó a sentirse vacía y sola. También recordaba que en esa soledad acompañada (y aunque era joven y hermosa) comenzó a esconderse tras quilos de depresión. Y un día decidió ir al gimnasio. Consejo de una de las pocas amigas que le quedaban. Entonces, una vez decidido y consultado a medias con su “media” naranja comenzó a ir tres veces por semana a un gimnasio y con ello logró moldear su cuerpo y su felicidad. El problema estaba en que ahora era deseable. Y una Celia deseable era perjudicial para el mundo de su esposo.
Una tarde, en la que volvía contenta del gimnasio, él la esperó sentado en la oscuridad. Ella primero se alegró ya que él había salido temprano del trabajo, pero lo que le esperó en realidad fue un cachetazo del destino. Y de su esposo. Esa fue la primera vez que él le levantó la mano por el simple hecho de tener algo que hacer con su vida y sobre todo, que ese hacer le hiciera bien y se le notara. Durante más de una semana no salió de su casa. La marca en su rostro, que era menor que la de su corazón, la obligaba a dar explicaciones al entorno. Explicaciones que ella no quería dar. Ni siquiera podía dárselas a ella misma. Porque no había la más mínima explicación de lo que había ocurrido.

Su universo se oscureció y el encierro fue su respuesta. Su vida, angustiada y solitaria pasó a ser la de exclusiva ama de casa sin intereses. Horas y horas de telenovelas y suspiros la hacían anhelar una vida irreal y dorada que según ella, le estaba prohibida por ser ella.
Un ruido la despertó de sus recuerdos. Una lágrima, un suspiro. Escuchó atentamente y nada. Nada se escuchaba. Él seguía donde estaba, ella a su lado y silencio como hacía mucho que no se sentía allí. Más recuerdos…Una tarde, mientras limpiaba el baño y tras olvidarse el tapón de la bañera puesto, vio como ésta se llenaba de deseos de morir. Sacó su ropa lentamente, prenda por prenda y se sumergió en un futuro oscuro pero liberador. Ella había encontrado la solución a sus problemas: la muerte que como un suspiro pronto legaría a su cuerpo. Sin embargo, el destino no la dejó descansar en paz y la mano de su esposo la sacó de un tirón del agua y la llevó a un hospital. Allí, donde podría haber sido su oportunidad de salvataje, se encontró ante la ceguera de los médicos. Luego de unas cuantas horas y estudios le dieron el alta anoticiándola de su hijo por nacer.

Una vez en su casa, primero lloró y maldijo su vida. Pasó semanas enteras de lágrimas que prácticamente la inundaban y la hacían repensar en su plan de fallecer. Sin embargo su marido alertado, aunque no preocupado por su salud y si por el que dirán, la tenía vigilada para impedir nuevos atentados contra su integridad. Una mañana Celia sintió burbujas en su bajo vientre. Eran como pequeños pececitos intentando demostrar su presencia. Ese día algo en ella cambió drásticamente.
Con el correr de los días, además de hincharse su cuerpo, lo hizo así también su dignidad y sus ganas de vivir. El vientre que poco a poco pujaba por brotar la fortalecía y la hacía sentir necesitada. No por su pareja que veía su desplazamiento con bronca y preocupación, sino por ese niño que crecía lenta pero determinadamente gracias a ella.
Mientras el vientre de Celia crecía, así lo hacía también el resentimiento y los celos de su esposo. Cada acción de ella era seguida de una reprimenda y una amenaza por parte de él. Pero ella seguía adelante con su frente en alta y su cuerpo exhausto.  Una mañana su bolsa se rompió y fue el anuncio de una nueva esperanza. Un bello niño llegó a su mundo y llenó con llantos y risas los rincones de su alma. Sin embargo, su marido acechaba como un halcón embravecido, demandando lo que por derecho era suyo, aunque la vida de Celia no tuviera dueño.

Pasaron los meses. Entonces, una mañana Celia había estado amamantado a su bebe entre llantos del niño y su cansancio a cuestas. Él se levantó protestando por la noche mal dormida, vociferando que ese niño era hijo del infierno y que más le valía a ella comenzar a rectificarlo desde pequeño. Mientras ella intentaba explicarle que los niños eran así, que lloraban y demandaban atención continua, él sin siquiera escucharla exigió su desayuno. Celia estaba realmente exhausta y precisaba descanso. El bebé por un instante se había calmado y ella necesitaba darse un baño y acostarse. Él le volvió a insistir levantando el tono, a lo que ella le rogó que hablara más bajo y así no despertase al niño. Pero el no cedió y ella por primera vez en su vida dijo “NO”. Una palabra que le había llevado años construir y expresar. Él, sorprendido por semejante respuesta levantó la mano para adoctrinarla. Levantó esa mano que tan pocas veces había usado para acariciarla. Levantó esa mano que era el peso de su cruz y el destino de Celia. Ella cerró los ojos esperando el dolor pero nada sucedió. Sin embargo, ocurrió lo inevitable. Él dirigió sus rencores a lo indefenso del niño y su madre como una leona lo protegió aún de su propio padre. Cómo no viniera el cachetazo ella abrió sus ojos y miró entonces a su alrededor temiendo lo peor y vio con pánico que su esposo había tomado una almohada y pretendía asfixiar a su pequeño. Él quería matar a la única razón de vivir de Celia. Eso equivalía a matarla por dentro, a asesinar su alma maltratada. Ella desesperada y con el corazón desbocado, corrió hacia él tomando lo primero que encontró sobre la mesa para defender lo suyo, lo inocente, lo angelical. Hizo lo que su madre no tuvo el coraje de hacer tantas veces.

“Jamás te atrevas a tocarlo”, le dijo ella mientras que la tijera que encontró sobre la mesa, se incrustó en uno de sus costados. Esa arma afilada penetró su carne casi sin que le opusiera resistencia. Allí mismo, su esposo cayó desplomado retorciéndose de dolor. Ella lo miró parada, desde su altura de madre y mujer. Él de a poco se fue quedando quieto, casi inerte. 
Celia siguió observándolo. Lo vio allí indefenso y frágil, casi efímero como era, como siempre había sido. Por un instante ella pensó que él estaba muerto ya que repentinamente su cuerpo se quedó inmóvil. Sin embargo, un respiro brusco y con dificultad, apareció de golpe asustándola. Ella se agachó y se quedó a su lado mientras él emanaba sangre por la herida como un animal abatido. Lo podría haber dejado desangrarse allí, sin ningún remordimiento, pero en cambio, tomó un repasador e hizo presión en la herida. Lo miró nuevamente, y vio cómo su alma pugnaba por seguir en ese cuerpo que tanto mal le había hecho. Que tanto dolor había provocado en su vida. Miró sus manos, esas que una vez la habían marcado a fuego, las notó huesudas y ásperas. Entonces, de esa manera el hechizo que la mantuvo atada a él, se rompió repentinamente. El abrió sus ojos triunfalmente y en esa mirada helada desafió el temple de ella. Pero Celia, que supo de lo que era capaz por el amor a su hijo, le devolvió la mirada llena de firmeza, convicción y dignidad, y le dijo: “Nunca más te atrevas a acercarte a nosotros, nunca jamás”, y se fue de allí con su pequeño en brazos. Ese día Celia comenzó a construir su futuro.


Autor: Miscelaneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados

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