Ella lo miró. Bello en su
tranquilidad, hermoso en su blancura. Sus labios, que minutos antes vociferaban
calamidades, ahora estaban en reposo, casi sin una mueca. Excepto por una
minúscula desviación de su comisura, que ella sabía muy bien se debía al dolor.
Estaban levemente azulados, pero con un resto de candor rosado. Sus párpados
dejaban entrever esos ojos azules intensos, que años luz atrás la habían
hipnotizado haciéndola creer en el amor a primera vista pero que tiempo después
emanaron odio seco, sin lágrimas. Es más, ella no recordaba una lágrima
proveniente de esos hermosos ojos. Al menos no por ella. Pequeñas arrugas se
podían observar, ella veía ahora que él tenía arrugas. Nunca antes lo había
notado y parecía tonto ya que llevaban décadas juntos.
Recuerdos…Celia lo había conocido en
sus años de adolescente. En ese tiempo ella creía en el amor para siempre, que
él era su príncipe azul. Aunque fundamentalmente, él había sido su escape del
hogar. De un hogar donde la palabra no era la moneda más común, más si los
gritos y hasta los golpes. En aquella etapa de su vida, Celia cuestionaba las
decisiones que su madre había tomado en la vida. Le recriminaba lo mal que no
una, sino varias veces había elegido. Entonces en ese momento, viendo el cuerpo
caído de su hombre azul, se vio a si misma siguiendo idénticos designios. Eso
le dolió, no sólo por ella.
Los primeros meses junto a él habían
sido el paraíso. Una luna de miel eterna donde ella no notaba, en su
embelesamiento y en su enamoramiento adolescente, la forma en que él la aislaba
poco a poco del resto del mundo, de su vida anterior. Sí, todo era por él. Pero
como en el resto del mundo estaba su familia y su dolor, ese aislamiento no le
molestaba demasiado. En cierta forma, lo sentía como una protección contra
aquellos que querían dañarla. Luego, muchos años después, se dio cuenta del
significado “estar sola”, pero ya era tarde.
Más recuerdos le pagaban a Celia
doliéndole en el corazón. Un dolor que en parte estaba provocado por ver ese
hombre allí tendido. Pero el dolor que por primera vez que Celia sintió debido
a él, había sucedido mucho tiempo atrás, luego de salir del trabajo. Unos meses
antes de esa trágica tarde, ella había logrado ser la secretaria en una oficina
y era feliz por sentirse útil y ocupada. “Me aceptaron”, le contó ella a él con
satisfacción en la mirada. Cada día Celia trabajaba con dedicación y con
eficiencia. Eso le traía enormes elogios de sus jefes que ella contaba con
orgullo a su marido. Entonces un día, de improviso, él llegó a su trabajo. En
ese momento Celia lo vio como un gesto dulce y despreocupado, aunque más tarde,
en la casa ella pagó caro su independencia. Él la llamó prostituta barata y la
acusó de rebajarse por unos cuantos pesos. “¡Seguro que sos la trola de tu jefe
y sus amigos!”, le había dicho. Ese día comenzó el menosprecio tanto hacia ella
como a su actividad. A Celia le dolió en lo más hondo de su dignidad, aunque
poco le quedaba. Pero lo dejó pasar como tantas otras cosas. Eventualmente
renunció, sobre todo para evitar malos entendidos y discusiones vacías con el
ahora su esposo.
Celia levantó la mirada y observó su
alrededor. Todo estaba calmo. El seguía allí tendido. Sus ojos continuaban
entrecerrados aunque más opacos que antes. Era como si la ira y el enojo fueran
el motor de su brillantez. Que irónico. Lo que ella más amaba de él solo tenía
su mayor plenitud con el odio.
Ella recordó que luego de un tiempo
de dejar su trabajo empezó a sentirse vacía y sola. También recordaba que en
esa soledad acompañada (y aunque era joven y hermosa) comenzó a esconderse tras
quilos de depresión. Y un día decidió ir al gimnasio. Consejo de una de las
pocas amigas que le quedaban. Entonces, una vez decidido y consultado a medias
con su “media” naranja comenzó a ir tres veces por semana a un gimnasio y con
ello logró moldear su cuerpo y su felicidad. El problema estaba en que ahora
era deseable. Y una Celia deseable era perjudicial para el mundo de su esposo.
Una tarde, en la que volvía contenta
del gimnasio, él la esperó sentado en la oscuridad. Ella primero se alegró ya
que él había salido temprano del trabajo, pero lo que le esperó en realidad fue
un cachetazo del destino. Y de su esposo. Esa fue la primera vez que él le
levantó la mano por el simple hecho de tener algo que hacer con su vida y sobre
todo, que ese hacer le hiciera bien y se le notara. Durante más de una semana
no salió de su casa. La marca en su rostro, que era menor que la de su corazón,
la obligaba a dar explicaciones al entorno. Explicaciones que ella no quería
dar. Ni siquiera podía dárselas a ella misma. Porque no había la más mínima
explicación de lo que había ocurrido.
Su universo se oscureció y el
encierro fue su respuesta. Su vida, angustiada y solitaria pasó a ser la de
exclusiva ama de casa sin intereses. Horas y horas de telenovelas y suspiros la
hacían anhelar una vida irreal y dorada que según ella, le estaba prohibida por
ser ella.
Un ruido la despertó de sus
recuerdos. Una lágrima, un suspiro. Escuchó atentamente y nada. Nada se escuchaba.
Él seguía donde estaba, ella a su lado y silencio como hacía mucho que no se
sentía allí. Más recuerdos…Una tarde, mientras limpiaba el baño y tras
olvidarse el tapón de la bañera puesto, vio como ésta se llenaba de deseos de
morir. Sacó su ropa lentamente, prenda por prenda y se sumergió en un futuro
oscuro pero liberador. Ella había encontrado la solución a sus problemas: la
muerte que como un suspiro pronto legaría a su cuerpo. Sin embargo, el destino
no la dejó descansar en paz y la mano de su esposo la sacó de un tirón del agua
y la llevó a un hospital. Allí, donde podría haber sido su oportunidad de
salvataje, se encontró ante la ceguera de los médicos. Luego de unas cuantas
horas y estudios le dieron el alta anoticiándola de su hijo por nacer.
Una vez en su casa, primero lloró y
maldijo su vida. Pasó semanas enteras de lágrimas que prácticamente la
inundaban y la hacían repensar en su plan de fallecer. Sin embargo su marido
alertado, aunque no preocupado por su salud y si por el que dirán, la tenía
vigilada para impedir nuevos atentados contra su integridad. Una mañana Celia
sintió burbujas en su bajo vientre. Eran como pequeños pececitos intentando
demostrar su presencia. Ese día algo en ella cambió drásticamente.
Con el correr de los días, además de
hincharse su cuerpo, lo hizo así también su dignidad y sus ganas de vivir. El
vientre que poco a poco pujaba por brotar la fortalecía y la hacía sentir
necesitada. No por su pareja que veía su desplazamiento con bronca y
preocupación, sino por ese niño que crecía lenta pero determinadamente gracias
a ella.
Mientras el vientre de Celia crecía,
así lo hacía también el resentimiento y los celos de su esposo. Cada acción de
ella era seguida de una reprimenda y una amenaza por parte de él. Pero ella
seguía adelante con su frente en alta y su cuerpo exhausto. Una mañana su bolsa se rompió y fue el
anuncio de una nueva esperanza. Un bello niño llegó a su mundo y llenó con
llantos y risas los rincones de su alma. Sin embargo, su marido acechaba como
un halcón embravecido, demandando lo que por derecho era suyo, aunque la vida
de Celia no tuviera dueño.
Pasaron los meses. Entonces, una
mañana Celia había estado amamantado a su bebe entre llantos del niño y su
cansancio a cuestas. Él se levantó protestando por la noche mal dormida,
vociferando que ese niño era hijo del infierno y que más le valía a ella
comenzar a rectificarlo desde pequeño. Mientras ella intentaba explicarle que
los niños eran así, que lloraban y demandaban atención continua, él sin
siquiera escucharla exigió su desayuno. Celia estaba realmente exhausta y
precisaba descanso. El bebé por un instante se había calmado y ella necesitaba
darse un baño y acostarse. Él le volvió a insistir levantando el tono, a lo que
ella le rogó que hablara más bajo y así no despertase al niño. Pero el no cedió
y ella por primera vez en su vida dijo “NO”. Una palabra que le había llevado
años construir y expresar. Él, sorprendido por semejante respuesta levantó la
mano para adoctrinarla. Levantó esa mano que tan pocas veces había usado para
acariciarla. Levantó esa mano que era el peso de su cruz y el destino de Celia.
Ella cerró los ojos esperando el dolor pero nada sucedió. Sin embargo, ocurrió
lo inevitable. Él dirigió sus rencores a lo indefenso del niño y su madre como
una leona lo protegió aún de su propio padre. Cómo no viniera el cachetazo ella
abrió sus ojos y miró entonces a su alrededor temiendo lo peor y vio con pánico
que su esposo había tomado una almohada y pretendía asfixiar a su pequeño. Él
quería matar a la única razón de vivir de Celia. Eso equivalía a matarla por
dentro, a asesinar su alma maltratada. Ella desesperada y con el corazón
desbocado, corrió hacia él tomando lo primero que encontró sobre la mesa para
defender lo suyo, lo inocente, lo angelical. Hizo lo que su madre no tuvo el
coraje de hacer tantas veces.
“Jamás te atrevas a tocarlo”, le
dijo ella mientras que la tijera que encontró sobre la mesa, se incrustó en uno
de sus costados. Esa arma afilada penetró su carne casi sin que le opusiera
resistencia. Allí mismo, su esposo cayó desplomado retorciéndose de dolor. Ella
lo miró parada, desde su altura de madre y mujer. Él de a poco se fue quedando
quieto, casi inerte.
Celia siguió observándolo. Lo vio
allí indefenso y frágil, casi efímero como era, como siempre había sido. Por un
instante ella pensó que él estaba muerto ya que repentinamente su cuerpo se
quedó inmóvil. Sin embargo, un respiro brusco y con dificultad, apareció de
golpe asustándola. Ella se agachó y se quedó a su lado mientras él emanaba
sangre por la herida como un animal abatido. Lo podría haber dejado desangrarse
allí, sin ningún remordimiento, pero en cambio, tomó un repasador e hizo
presión en la herida. Lo miró nuevamente, y vio cómo su alma pugnaba por seguir
en ese cuerpo que tanto mal le había hecho. Que tanto dolor había provocado en
su vida. Miró sus manos, esas que una vez la habían marcado a fuego, las notó
huesudas y ásperas. Entonces, de esa manera el hechizo que la mantuvo atada a
él, se rompió repentinamente. El abrió sus ojos triunfalmente y en esa mirada
helada desafió el temple de ella. Pero Celia, que supo de lo que era capaz por
el amor a su hijo, le devolvió la mirada llena de firmeza, convicción y
dignidad, y le dijo: “Nunca más te atrevas a acercarte a nosotros, nunca
jamás”, y se fue de allí con su pequeño en brazos. Ese día Celia comenzó a
construir su futuro.
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