domingo, 27 de abril de 2014

Exceso





Él la contempló en silencio. Era realmente hermosa, y aun estando tan cerca de ella, podía notar que ni siquiera tenía una arruga en ese rostro blanco y suave como el mármol.
Sus ojos estaban entreabiertos, como detenidos en actitud de eterno romanticismo que emulaba a las modelos de los años veinte. En ese estado, él podía apreciar la claridad y pureza de su iris. Sus pestañas estaban cargadas de rímel y en sus párpados se distinguía una discreta sombra de color rosado. Y aunque el maquillaje estaba corrido, no la afeaba en lo más mínimo. No. Era muy hermosa y muy coqueta. Eso fue lo que lo enamoró en primer lugar. Bueno, enamorarse era algo exagerado ya que uno no puede enamorarse de una imagen ¿O quizás sí?

Tal vez eso había sucedido. Tal vez se había enamorado de una imagen. Una perfecta imagen de muñeca Barbie aparecida de la nada, una tarde de lluvia, 6 meses atrás. Y él se había paralizado al verla. Aun recordaba esa tarde de septiembre. Recién había comenzado la primavera y las hormonas parecían inundar todo el aire, alborotando al mundo entero. Él trabajaba en una clínica. Era médico de urgencias y esa tarde, en el instante en que hablaba con la secretaria acerca de una historia clínica, ella apareció en el hall de la clínica, empapada y con su ropa pegada al cuerpo.

La volvió a mirar. Continuaba recostada frente a él, como tantas otras veces, con apenas centímetros de aire entre ambos. Miles de veces lo habían hecho, aunque muy a su pesar. Cuando estaba frente a ella no podía dejar de contemplarla, de ansiarla. En ese momento, su piel, blanca y pálida, lo invitaba a más, siempre a más y eso era muy peligroso. Se contuvo.
Recordó ese día. ¿Por qué no se dio media vuelta y se fue? El destino. El universo, lo cósmico y quien sabe qué más atentaron contra él. Ese día lluvioso de septiembre, ella se desmayó allí frente a sus ojos y él era médico antes que nada. Al verla caer inició una carrera apresurada y casi en el momento en que ella tocó el suelo, él estaba a su lado. La cargó en sus brazos como si prácticamente no pesara nada y la llevó a una camilla. En un cuarto, a solas, la observó como la observaba ahora, sin poder dejar de contemplarla. Como si estuviese hechizado por esa aparición ante su persona. Su cuerpo, esculturalmente perfecto, apenas se disimulaba con la ropa mojada. Era joven y se notaba; sus senos simulaban dos duraznos perfectos y firmes. Su cintura, minúscula por cierto, dejaba ver un pircing en su ombligo trasluciéndose a través de la remera mojada y tensa. Y sus caderas, cuna de su perdición futura…

La deseó en ese instante. La deseó sin saber quién era ni qué le sucedía. La deseó como lo hacía ahora en esa palidez, junto a él, en la cama en la que tantas otras veces habían estado. En la misma cama en la que se habían amado una y otra vez.

Luego de aquel primer encuentro pasaron varios días de ansiosa espera hasta que ella se apareció para agradecer su atención. Era hermosa ahora que podía verla con gestos, aunque la actitud de bella durmiente de la vez anterior lo había impactado sobremanera. Sin embargo, ahora podía ver sus dientes perfectos, sus sonrisa sincera. Le traía una caja de bombones, pero él se marchaba apresurado a una reunión.
—No importa…sólo quise agradecerte. Esto es para vos —le dijo extendiéndole el pequeño paquete.
—Gracias….
Él no supo que hacer. Una lucha se libró en su interior mientras Ella se marchaba, quizás para siempre, y él sentía que se desgarraba su interior partiéndolo en dos. A pesar de no conocerla. A pesar de que prácticamente ella era una anónima. Ese encuentro, breve por cierto, lo había modificado, lo había cambiado para siempre y no sabía si dejarse sucumbir o vivir por siempre en agonía. La miró mientras se marchaba. Miró su falda casi juvenil y esas hermosas piernas. La imaginó desnuda. Cerró sus ojos, contó hasta diez para calmarse y respiró lentamente. Ese no era el mejor momento en su vida. Quizás ninguno fuese el mejor. Pero ese no era “el” momento. Se relajó y abrió sus ojos, pero allí estaba ella, frente a él, casi tocándole el rostro con sus labios. Podía sentir su aliento entrándole por la nariz. Su aroma era dulce y perfecto. La deseó aún más que la primera vez y ella lo notó. Tomó su mano y lo llevó a su departamento. Esa tarde, él sucumbió a su sexo y la disfrutó de todas las formas imaginables. Cerró los ojos y pudo sentir su cuerpo caliente y sudoroso al ritmo del suyo. Una y otra y otra vez. Nunca había disfrutado de esa manera en su vida. Ella, que tenía la mitad de sus años, le enseñaba cosas nuevas. Ella era perfecta. Eran perfectos, juntos en la cama. Eran uno.

Pero ella sabía que ese amor era prohibido. Sabía que tarde o temprano se terminaría, él se lo había dicho más de una vez.
—Tenés que entender, esto se tiene que terminar…
—¿Por qué? No le voy a contar a nadie…te juro… ¡no me dejes por favor!
Y él se aferró a esa necesidad de ella y el tiempo pasó. Sin embargo, tampoco podía dejarla. No si era sólo por él.

Lo había intentado una vez, tiempo atrás. Eligió un lugar público, perfecto para plantarla sin escándalos y allí se encontraron. Todavía recordaba cómo iba vestida: unos jeans ajustados y una camiseta rosada. Eso sí, maquillada y perfumada como siempre, como le gustaba a él. Se sentó, lo miró y supo que él la iba a dejar. No medió ni una palabra entre los dos, sólo se miraron. Ella, con sus enormes ojos claros, escrutó cada rincón de su alma. Leyó su mente como puede leerse un libro abierto dejado sobre la mesa. Entonces, con solo una lágrima rodando por su mejilla, se levantó y se fue.

Él cerró sus ojos y contó hasta diez, aunque sabía que debería contar hasta mil para calmar sus impulsos. Pero en el número diez los abrió y allí continuaba ella. Recostada junto a él. Ajena a sus pensamientos, a sus recuerdos. Le acarició el rostro. Una de las tantas lágrimas que habían emanado de sus ojos, rodó por su mejilla y dejó una huella en el maquillaje. ¿Le pediría perdón? Ella lo merecía. Merecía su remordimiento y más. Pero era tarde. Ya no tenía sentido.

Aquella vez del bar, luego de contar hasta diez también abrió sus ojos y ella se había marchado. Y con seguridad lo habría hecho para siempre. ¿Por qué no la dejó partir? Ahora ya no tenía cabida esa pregunta. Luego de sentir la ausencia de ella, no la resistió. Se levantó y la fue a buscar. Y esa tarde la amó hasta entrada la noche. Entonces, se dio cuenta de algo: ella era su droga. Jamás la podría dejar. Y comenzó a temerle. A temer el significado de no poder dejarla. Tenía mucho que perder, él se lo había repetido hasta el hartazgo y ella lo sabía. Aunque ella no era el problema. El problema lo tenía él. Se había convertido en un adicto a su cuerpo y eso ya no tenía cura. Y su esposa….

Luego de esa tarde de lujuria desenfrenada, volvió a su casa. Su esposa lo esperaba como siempre con la cena preparada y el silencio entre sus labios. Lo había aprendido desde el primer minuto que estuvo con él. Eso era ser la esposa de un médico: callada resignación. Siempre estaría con algún paciente, siempre en algún congreso, siempre trabajando. Aunque sabía que eso no era así. Ella sentía el olor a la mentira, pero aun así callaba. Él la besó en la frente y corrió a ducharse. A quitarse el olor a ella, a su droga. Luego cenaron silenciosamente, con el peso de la mentira en el corazón. Más tarde, le hizo el amor, mecánicamente y sin pasión, como siempre, para acallar su conciencia. Pero secretamente comparándola con los encuentros con ella.

Esa noche ya no pudo dormir. Sólo pensaba en ella, en su cuerpo, en su sexo. En lo riesgoso de ambos, en la mentira a su esposa. Y desde esa noche, todas y cada una de las siguientes noches sería lo mismo: horas y horas de insomnio, de pensamientos y sentimientos encontrados. De remordimiento. Una batalla feroz se había desatado en su ser: una batalla entre el ser y el deber ser. Siempre había sido lo que los demás le habían dicho que debía ser: el ejemplo. El mejor doctor. El esposo ejemplar. Y había comenzado a fallar.

Sus días se repartían entre la clínica y ella. Aunque las horas con sus pacientes lo encontraban pensando en sus momentos con ella. Y entonces, un día sucedió lo inevitable. Lo que él sabía que iba a suceder. Un joven muchacho con el futuro por delante llegó a su consulta. Estaba agitado y él solo pensaba en ella, en sus muslos, en su cintura. El relato del joven se hacía lejano, como ecos sobre una nube. Sin embargo, de repente despertó al escuchar a una enfermera gritarle que el muchacho ya no respiraba.
—Doctor ¿qué hace? ¡Se muere!
Y se paralizó.

Salió corriendo de allí con una muerte a cuestas. Desesperado fue a refugiarse en su droga, en ella. Pero para su sorpresa la notó distante. El necesitaba su pasión y ella estaba fría. “Me está engañando”, pensó con horror. Sí. Seguramente era eso lo que ocurría. Tendría otro. Sería la única forma de escapar de esa relación tóxica que ya había sobrepasado su persona y la había contagiado.

En ese momento, recordó el dolor de creerse engañado. Aun teniéndola frente a él desnuda, sintió la pena de perderla. Quiso parar, los recuerdos lo atormentaban, le provocaban un inmenso dolor. Pero la miraba allí recostada y todo volvía a su conciencia una y otra vez.

Luego de aquel encuentro, nuevamente no pudo dormir. Tenía dos témpanos. Su droga que se había helado y su esposa que continuaba en su interminable distancia silenciosa. Y su carrera que se caía a pedazos. “¿Quién será ese que me la robó?”, pensó amargado. Imaginó como ese anónimo le hacía el amor a ella, su droga. Una y otra vez imágenes de ambos desnudos y gimiendo lo trastornaban. Entonces, viendo que no podría conciliar el sueño se levantó en silencio y se fue a buscarla a su departamento.

Ella abrió la puerta con los ojos aún dormidos y sin entender los planteos que le hacía esa persona que antes solía admirarla y amarla. Quiso cerrar la puerta, pero él, de un golpe, la abrió y luego de golpearla en el rostro, la llevó de los pelos a la cama. Allí la hizo suya a pesar de ella. A pesar de que sus gritos no eran de placer sino de dolor. Pero él no pararía. Ya no. La miró nuevamente y la vio en su desesperación de llantos y gritos y le tapó la boca. “Ya mi vida no llores, perdón”, le decía mientras le obstruía la boca y la nariz violentamente. En su deseo de calmarla solo lograba asfixiarla más y más. Y lentamente, la palidez se apoderó de ella y el movimiento la abandonó como lo hizo su espíritu.

La volvió a mirar luego de la tormenta que significó sus momentos juntos. Los ojos, que habían quedado entreabiertos, le recordarían eternamente lo vivido. La pasión, el desenfreno y el exceso de él por ella. Sin importar dónde, esos ojos muertos lo acompañarían de ahora en más.

Finalmente, el hechizo que lo ataba a ella se disolvió y él solo se levantó y salió para vivir su vida anterior. Ahora restaba esperar la llegada de su nueva droga. De otra ella. De seguro, luego de un período de tensa calma familiar, aparecería con naturalidad y espontáneamente, como esa vez. Como todas las veces anteriores.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

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