viernes, 11 de abril de 2014

Pecera


 
Hay días bellos en los que desde el minuto en que uno se levanta de la cama, todo sale a pedir de boca. Las luces de los semáforos están a tu favor, al sintonizar la radio aparece tu música favorita, la gente te sonríe por la calle. Hay días maravillosos que son así. Sin embargo, ese no fue uno de esos días.

Ya al levantarme y al poner los pies sobre la alfombra, noté que algo frío y húmedo trepó por mis pantorrillas haciendo que cada centímetro de mi piel se erizase. Eso no fue todo, cuando la sensación llegó a mi cabeza dormida, me hizo entender que aquello que congelaba mi sangre era agua. Agua por doquier, en pequeñas cantidades, pero uniformemente distribuida por todo mi departamento.  “¡Mis zapatos nuevos!”, fue lo primero que pensé y corrí al armario. Pero como dije, ese día sería desgraciado y en mi carrera desde la cama al placard, unos diez metros como máximo, mi pie enganchó con la ropa sucia y ahora mojada, que había amontonado para llevar a lavar. “¿Por qué no lo hice ayer?”, me fui preguntando a medida que mi cuerpo se desmoronaba en cámara lenta. Sabía que terminaría mal y así fue. Un tremendo golpe en mi cabeza me paralizó unos instantes en los que, afortunadamente, pude notar la fuente del mal. Un agujero en la pared que daba al baño y desde donde brotaba el agua a una velocidad considerable.

Luego de que el aturdimiento se fuese, me arrastré hasta la pared. Allí mismo agudicé mi visión y a la distancia, muy dentro del orificio y del concreto, divisé un brillo metálico: era el caño que perdía. En ese instante, se me vino a la memoria la lista de pendientes. Y por desgracia, ésta era una de las tantas cuestiones que había dejado para después. Como la ropa sucia que descansaba a centímetros de la pared en una bolsa pulcramente ordenada, y que había sido, en última instancia, la responsable de mi descubrimiento. Me incorporé. El agua seguía manando desde el orificio y ascendiendo centímetro tras centímetro. 
Ya había sobrepasado mis tobillos, y mis zapatos sin estrenar, sólo fueron una parte de las pérdidas.
Fui a la cocina mientras veía flotar la agenda y mi billetera, en forma libre y despreocupada. Ni atiné a tomarlas, las dejé pasar para que rebotasen por ahí.

Con paso presuroso llegué a la mesada y busqué en cada uno de los cajones. En el primero encontré solo desorden. Y a pesar de que revolví con insistencia no encontré las herramientas que tiempo atrás había guardado, aunque no recordaba dónde. Continué con el siguiente cajón, pero en el instante en que metí mi mano, un ardor se instaló haciéndome gritar del dolor. Saqué rápidamente la mano solo para ver cómo una cuchilla había hecho su trabajo en dos de mis dedos que ahora sangraban y manchaban lo cristalino del agua, con caprichosas gotas rojas. Se diluyeron mientras yo busqué un repasador y lo usé de venda. Apreté fuerte para que cortase la hemorragia, mientras veía las estrellas por el dolor. Respiré hondo y continué en mi búsqueda ya que el agua no se detenía. Fui al tercer cajón y con cuidado, aunque ansiosa, seguí revolviendo y cuando estaba por desistir, encontré un martillo y un destornillador. “Esto me tendrá que servir”, pensé y fui a la habitación. Me agaché y para alcanzar el orificio tuve que sumergirme en el agua helada. Mi cuerpo se estremeció y hasta intentó resistirse, pero comencé con la tarea de arreglar la pérdida. Con la mano sana, tomé el martillo y di un pequeño golpe a la zona del orificio que parecía una diminuta catarata. Un delicado golpe a una robusta pared blanca. Un suave golpe que provocó que un enorme trozo de pared se desprendiese y lo que en instantes previos había sido una simple gotera, ahora era un mar de agua brotando desquiciadamente. Y golpeaba mi rostro a pesar de colocar las manos.

Salí del foco del problema; el agua ya estaba a una altura considerable, tal vez 50 o 60 centímetros. Miré a mí alrededor y supe que debía pedir ayuda. Fui por el teléfono inalámbrico. Un recuerdo se cayó de mis neuronas asustadas: mi mamá. ¿Y si me pasaba algo? Sería terrible para ella. Ese pensamiento me angustió y por unos instantes se aflojaron mis piernas. “¡No!”, me dije. “Tenés que ser fuerte… ¡vas a salir de aquí!”. Continué. Afortunadamente, el teléfono estaba en la biblioteca, en uno de los estantes más altos. “Por suerte…”, suspiré mientras con dificultad me dirigí a la sala de estar. Allí más cosas pasaron flotando delante de mi mirada estupefacta: los peluches, una maceta, una camiseta. Miré hacia la ventana. El sol estaba allí desafiante, riéndose en mi cara. Burlándose de lo desgraciado de ese acontecimiento, de mí desgracia. Aparté esos pensamientos y continué en la búsqueda de la salvación. Allí estaba, al resguardo del agua. Extendí mi mano temblorosa por el frío y lo tomé. Marqué el número de emergencias pero en el instante en que intenté decir “Hola, ayúdenme” un trozo de pared cayó en el agua provocando un estruendo y asustándome. Y la desgracia, que estaba instalada ese día en mi departamento y me acompañaba con obstinación, se hizo notar otra vez: el único elemento que me conectaba con el exterior, la única fuente posible de auxilio, mi teléfono, cayó como en una caprichosa cámara lenta, sumergiéndose en el agua. Al caer en mi mar personal, un ruido sordo y una burbuja fueron las únicas señales de su existencia. Durante varios minutos lo observé en el fondo del agua. Parada, estaqueada en ese momento, en ese lugar que por desgracia diabólica se desmoronaba llevándome con esa correntada helada, quise llorar pero no pude. Solo me quedé allí, paralizada.

El agua continuó subiendo. Debía hacer algo. No podía dejar que el destino se apoderase de mi vida, de mi destino así nada más. Entonces, me dirigí a la puerta. Crucé la cocina y allí estaba con el agua a media altura. Tomé con determinación el picaporte pero ya sin sorprenderme, no abrió. Estaba cerrada con llave y quién sabe dónde habría quedado el llavero con el peluche que días atrás había comprado para que, en casos de emergencia, lo encontrase con rapidez. “En casos de emergencia”, me reí casi con sorna. Era mejor que llorar. Fui nuevamente a la ventana. Caminar entre tanta agua, que ya llegaba a mis muslos, era difícil y agotador, pero las ganas de salir de allí eran mucho más intensas. Me acerqué lo más que pude y miré con coraje a pesar de mi vértigo. Estar en el piso veinte no había sido mi elección, sólo había sido así. El precio era más que favorecedor y ahora entendía por qué. Otra vez mi cerebro funcionó. Rompería el vidrio. Usaría el maldito martillo destructor de paredes para algo productivo y así lograría la libertad. Pero debía ser cuidadosa. Estos departamentos nuevos no tenían balcón. Ni siquiera cortinas, aunque el vidrio espejado me daba intimidad y me resguardaba de cualquier mirada indiscreta. Aunque ahora eso era un inconveniente. Sin embargo, en ese segundo vi movimientos en el edificio de enfrente. Un muchacho salía al balcón con una taza de café. Y lo miré largamente porque era hermoso. No era la primera vez que lo observaba. Su cuerpo era más que perfecto. Su rostro, soñado. Por un segundo quise estar acunada en su humanidad que parecía diseñada por un artista; y cada día, al verlo, él alegraba mis mañanas solitarias. Me prometí que si salía de allí con vida, le diría lo mucho que lo deseaba. Sí, eso haría. Reaccioné. Tenía que aprovechar ese momento ya que él me vería.

El agua ya me llegaba al pecho. Con mucha dificultad fui a buscar el martillo y una sábana. Volví agotada. Él seguía allí por lo que me apuré. Me até un extremo de la sábana a la cintura y el otro a la mesa de roble. Recé para que no se moviese y fui con el martillo a la ventana. Tomé toda la fuerza de mi agotamiento, de mi frustración por lo que estaba viviendo, de la desgracia de ese día y con toda bronca impacté el vidrio.

Nada. Ni una muesca. “¡¡Maldito vidrio!!”, grité desaforada golpeándolo una y otra vez con frustración. Me desesperé porque, no sólo no tenía escapatoria sino que la mano estaba de un tono sospechoso y comencé a perder las fuerzas. El vidrio era prácticamente anti balas y yo ya no podía más. “Ese comité contra la inseguridad…viejas miedosas… ¡quien me va a robar en un piso veinte!”, exclamé sabiéndome presa de mi destino. Ya no había nada para hacer. Solo la oscuridad llegaría y me envolvería. No sentía mis pies por el frío y mis músculos estaban entumecidos. Lloré. Mis lágrimas se sumaron a la inmensidad de agua helada y desaparecieron como lo haría yo en breve. “No puedo terminar así…”, dije con pesar. Pero mi voz quedó tapada por un hermoso ruido. Un sonido que tantas otras veces me había molestado pero que ahora, en ese segundo, era una esperanza de luz, de salvación. Era el vecino de arriba que llegaba de su trabajo del turno noche y caminaba con su paso pesado y cansino de un lado a otro. “Es mi oportunidad”, me dije con un destello de felicidad. Yo flotaba. Restaban quince centímetros o tal vez menos para tocar el techo con mis manos. Necesitaba nadar hasta el otro extremo donde el ruido se encontraba, pero algo me trababa. La sábana. Con dificultad me desaté y esta vez la acción cumplió su cometido. ¿Sería ya el fin de mis desgracias? Así lo esperaba.  

Me dirigí con largas y cansadas brazadas hasta la fuente del sonido que provenía desde cerca de la cocina. A metros de mi impoluta ventana. El agua seguía subiendo y yo me sentí en una enorme pecera que en breve me dejaría sin oxígeno. Debía apresurarme. Llegué al techo, al rincón del ruido. “¡Auxilio!”, grité, pero mi garganta helada como el resto de mi cuerpo estaba adormecida y sólo se oyó un lánguido suspiro. Aclaré un poco mis cuerdas y lo intenté otra vez. El grito tuvo más potencia y el ruido del piso de arriba cesó. Al parecer me había escuchado. “Soy tu vecina…necesito ayuda acá abajo…me ahogo”, grite y el agua me tapó. Pero antes, segundos previos a estar completamente sumergida sentí la voz del hombre que gritaba “¡Ya voy a ayudarte! Aguantá querida!” y luego sus pasos que se dirigieron hacia la puerta. La felicidad me invadió. Solo tendría que aguantar unos segundos. Unos interminables segundos hasta que llegara y abriese la puerta. Tomé una bocanada del poco aire que quedaba entre el agua y el techo y me sumergí otra vez pero con la convicción de que saldría de allí con vida. Un papel pasó por delante de mis ojos mientras aguardaba lo que me parecía una eternidad. Era el presupuesto del gasista que me había dejado en la mesa. “Se debe cambiar urgentemente el caño de la habitación. Riesgo de ruptura e inundación”. Tarde…pensé. Escuché que alguien luchaba con la puerta dándole fuertes hachazos para derribarla. Si, ya llegaban a rescatarme. Lentamente, el agua comenzó a bajar, seguramente por la grieta que mi vecino había logrado hacer. Un ruido más. Un ruido que no era la madera rota. Tomé aire y miré. Otro ruido. Mis instintos dirigieron la mirada a la ventana. El enorme ventanal se había rajado por la presión. Miré mi cintura y recordé que ese día finalmente era desgraciado ¿por qué iba a cambiar ahora? “La sábana”, pensé. Pero ya era tarde. Ya había salido expulsada junto a la catarata helada, por la ventana de mi hermoso y moderno departamento. Lo último que se grabó en mi retina, la mirada de mi vecino, el horror pintado en su rostro al descubrir lo que había sucedido.




Autor: Miscelaneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

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