viernes, 15 de agosto de 2014

Accidentalmente premeditado









  
“Vamos…un asesinato te va a hacer sentir mucho mejor”, dijo él para intentar cambiar su humor. Ella le hizo una mueca, aunque esas palabras quedaron impregnadas en sus neuronas, filtrándose y anidando en su materia gris. Sabía que tenía razón, siempre la tenía. 
Miró la pared y suspiró; un asesinato le vendría realmente muy bien, ya que podría distraerse y salir de ese hastío en el que estaba sumergida últimamente. Entonces, con lápiz y papel en mano, comenzó a diseñarlo en sus detalles más importantes. Por supuesto, lo primero que debía hacer, era elegir a su víctima. Esa tarea, quizás, fuese la más complicada y para ello tenía dos opciones: seleccionar a alguien completamente desconocido, un NN, o tal vez, elegir a alguien por quién tuviese cierta cuestión irresuelta. No deseaba un crimen perfecto. Aquello de la perfección siempre llevaba a un mal puerto y sobre todo a un anonimato tonto, sin mencionar los cientos o miles de detalles que debía cuidar. Porque, después de todo, siempre podrían decir que fue un acto de la naturaleza, la desgracia o alguna banda narcotraficante. No. Ella elegiría a un conocido, a quien despertase alguna cuestión en su ser. Por supuesto, no sería alguien que odiase profundamente, no era tan tonta como para cometer semejante estupidez; pero si debía enfocarse en un ser particular. 
Su cabeza empezó a seleccionar de entre sus “conocidos” alguna persona que le diera cierta repulsión, alguien que le generase un cortocircuito, aunque no quién la expusiese; alguien que la irritase, aunque no fuese muy manifiesto. Y de repente su nombre, ese ser individual, particular y único surgió: María. Si, sonaba a común y hasta a un cliché, pero la mujer tenía cierta edad, cierto recorrido en este mundo (inútil, según su visión), y su muerte, además, sería un evento beneficio no sólo para ella, sino para la humanidad. Si, María era la indicada.

El siguiente paso tenía que ver con lograr un profundo conocimiento acerca de las debilidades de aquella tremenda mujer, ya que, de alguna forma, debería usar esa particular información para eliminarla de la faz de la tierra. Recordaba más de un encuentro donde esa capacidad de dar opinión ante situaciones que no le eran consultadas (como por ejemplo el nombre de sus hijos o cómo debía ser su guardarropa) aparecían, y esa cuestión le revolvía el estómago, inclusive  la enfurecía. Recordó lejanas conversaciones donde aparecía la comparación rápida y fácil respecto de sus dotes culinarias, con frases como: “Un poquito de comino realzaría esta salsa que preparaste, querida” o quizás “Esa falda es algo corta para mujeres como vos”. ¿Qué significaba mujeres como ella? ¿Qué era muy vieja? ¿Qué no estaba en forma?  Trató de serenar su pensamiento, ya que si no lo hacía de inmediato, iría hasta su casa y la mataría con un cuchillo, clavándoselo en la yugular. Y problema resuelto. Pero, entendió que si hiciese aquello, no sería inteligente de su parte y lógicamente terminaría tras las rejas, privada de su libertad. Lo anotó en su papel, con letras grandes: serenarse.

Respiró hondo y dirigió sus pensamientos a cómo lograría su objetivo. Se imaginó decenas de situaciones donde ella, casi como una heroína, liberaba al mundo de semejante arpía. Se vio a sí misma, bella y escultural, con el cabello negro al viento, espada en mano, ataviada con tan solo una túnica blanca y casi transparente, atravesando el corazón despiadado de aquella bestia. Imaginó la sangre pútrida de la mujer, derramada, tocando sus pies descalzos y tiñendo el piso de un rojo oscuro, desagradable. Sin embargo, lo descartó de plano. No era tan alta ni tan bella como la joven guerrera. Su cabello era más bien rojizo y rizado, casi enmarañado y rebelde. Sus pies no eran perfectos (además de que le daría bastante asco que esa sangre tocase “sus” pies) y no sabría cómo blandir una espada o donde conseguirla. No, no. Debía ser de otra manera.

Tal vez, podría llevar adelante el cometido en un callejón oscuro. La citaría y como, a pesar de todo, María le tenía cierto aprecio, se encontraría con ella sin chistarlo en aquel hipotético lugar. Allí mismo, en el instante en que apareciese la imagen oscura y a contraluz de aquella vieja mujer, rengueando por la artrosis y dudando de si ese era realmente el lugar, ella, rodeada de una espesa neblina, sacaría un arma calibre 22, le apuntaría a su cabeza y le volaría los sesos. Sí. Ya se veía ataviada con un entallado traje tipo Armani, con un sobretodo negro y hasta con un sombrero, haciendo juego. Al verla, se quitaría el sombrero revelando su identidad oculta, mientras que su pelo, recogido en un tenso rodete, brillaría con la luz de la luna; estaría, además, maquillada para la ocasión y calzaría zapatos de punta rojo con tacos aguja… pero aquello de volarle los sesos era cruento, en verdad. Debía atinarle a la distancia y no era tan buena tiradora, especialmente de noche. Y ella no estaba preparada para ver sustancia gris esparcida por ahí si llegaba a dar en el blanco. Ni hablar de dónde encontrar un arma calibre 22. Y ¿tacos aguja? Su espalda maltrecha, resultado de sus cuatro embarazos y sus correspondientes niños, no le dejaba usar nada más que un taco chino y solo de vez en cuando.

No, debía encontrar otra manera.

Ya estaba exhausta de tanto pensar. Miró el papel que tenía frente a ella pero la palabra no funcionó. Además, los niños estaban por salir de la escuela y llegarían en cualquier momento clamando por atención y alimento. Por lo que les preparó la merienda con cierta resignación en el corazón. Minutos después, mientras merendaban juntos, su esposo llegó de trabajar y se percató de su rostro de desesperanza.
—¿No se te ocurrió nada aun?
—Sí, pero no te va a gustar… digo, ni siquiera a mí me gusta. —le contestó ella con duda en la voz.
—Bueno, tranquila. Luego de la cena me contás y vemos en que te puedo ayudar.
—Dale…
—¡Ah! Recordá que hoy viene mamá a cenar…
—Como cada viernes, cariño. —respondió entre dientes, mientras se disponía a pelar las papas para los ñoquis caseros.
Sin embargo, mientras revolvía distraída el tuco casero “como el que ella hacía”, supo cómo llevar adelante su cometido. Llegó casi como en una revelación y una sonrisa se dibujó en aquel rostro avejentado y aburrido de una vida automatizada. Su esposo la miró y también sonrió.
—Encontraste a quien matar en tu cuento, ¿verdad?
Y ella le guiñó el ojo.

La suegra llegó y la mesa se sirvió. Cenaron en familia con risas y anécdotas. Ella estaba distendida porque había resuelto el problema y cada vez que hacía eso se sentía bien, descansada.
—¿Te sirvo más, María? —le preguntó a su suegra, con un brillo particular en la mirada.
—Gracias, querida. Estoy que exploto… —la mujer le contestó.

Estaba feliz, con su problema resuelto. Observó todo: su esposo y sus hijos y ella. Por un instante dudó de su elección, pero sería un relato exitoso.
Terminaron de cenar y notó que su suegra estaba más colorada que lo habitual. Repentinamente, su rostro se había hinchado y respiraba con cierta dificultad. “¿Se siente bien, María?”, le preguntó, aunque ya era tarde. El ahogo y las convulsiones se hicieron presentes. Por fortuna, los niños ya estaban descansando, y no vieron la escena tremenda que se había desatado en el piso del comedor. Ella y su esposo intentaron ayudarla pero fue en vano. Nada pudo hacerse. Había muerto.

“Fui yo”, pensó y su corazón se aceleró. Sintió la adrenalina recorriendo cada rincón de su cuerpo, como una corriente eléctrica veloz. Fue a la cocina y revisó cada paso; estaba segura de que toda aquella elucubración había estado confinada a sus pensamientos, a su futuro cuento. Pero la duda rondaba. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si lo había agregado incluso de forma accidental? No. No era posible. No en su casa, estaba segura de eso. Trató de relajarse mientras la emergencia se llevaba el cuerpo de allí.

Luego del funeral, y mientras su esposo descansaba, revisó las gavetas de su cocina solo en caso de que algo, por error, se hubiese filtrado. Nada. Rememoró los ingredientes que había utilizado en la salsa. Si, la nuez moscada estaba allí, lejos… sintió un frio en la nuca, una sensación que erizó los vellos de su piel.
—El doctor llamó y dijo que murió de una reacción alérgica masiva… es extraño porque mamá solo era alérgica a la nuez moscada ¿te acordás? —dijo su esposo mientras ella, sobresaltada, lo observó en silencio.
—Si cariño…jamás lo usé en las cenas con ella. Tal vez, con los años, desarrolló otro tipo de alergia…viste que eso pasa.

El suspiró mientras le hacía una media sonrisa. Ella acarició el rostro triste de su esposo y en ese momento supo. Supo en qué se había convertido y se sintió sublime.

Autor: Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014

No hay comentarios.:

Publicar un comentario