Si,
esperanza fue lo que brevemente la invadió luego de que la casa la aplastase. Para
huir de la tragedia, se pensó junto a él y su pequeño bebé, los tres juntos
bajo un cálido sol de primavera, en la plaza de siempre. Con mariposas y
pájaros y una vida bella y eterna.
Pero
el llanto de su hijo era tan intenso que la trajo de vuelta a la realidad de
forma brusca. Deseó poder tocarlo, abrazarlo, sentir su aroma. Sin embargo,
tuvo que conformarse con saberlo vivo, a centímetros de ella, aunque
inalcanzable. De repente algo a la distancia llamó su atención: una figura se
acercaba hacia donde yacía. Sí… era él, su esposo, su compañero; esa imagen le
provocó alivio y hasta cierta paz, serenando su corazón. Aunque algo la hizo
recapacitar: esa imagen de Antón a la distancia… algo en él no encajaba. Sí, era
él, pero… sus ojos tenían un particular brillo, casi maquiavélico, de otro
mundo. Su cadencia, al caminar, tenía una maléfica parsimonia y lo delataba;
estaba segura de que ese no era su
esposo.
Se agitó
en su prisión de escombros. ¿Y si el golpe le había dañado alguna parte vital
de su cerebro o de sus ojos y por ello tenía esas visiones? “No”, pensó. Todo aquello
que la rodeaba, la casa derrumbada, el dolor en su carne, nada de eso se
encontraba alterado. Además, su niño seguía llorando a escasos centímetros, y
ella no podía -por más que ansiaba-, llegar a él para consolarlo. Si fuese una
ilusión, podría salir de allí, podría salvarse de una muerte casi segura. Lo
único que no encajaba, era él. Ese no era Antón.
—Ayudame
te lo ruego… por él —dijo mirando al niño.
Antón
se detuvo y la observó; vio en ella una especie de desafío, un animal sufriente
que así y todo, no lo conmovía, sino que le provocaba excitación, provocación.
Entonces, levantó el carro con el bebé dentro, como si se tratase de una hoja
de papel, y con inusitada violencia lo arrojó a los escombros. Silencio. Jane
gritó con un desgarro en la voz y en el alma. Quiso morir, irse con su niño y
con su verdadero amor. No con ese envase lleno de malignidad.
—¡Miserable!
—gritó ella —¡Es solo un niño! Mal nacido hijo de…
—Bueno,
bueno. No te alteres mamita —dijo acercándose a ella.
Sus
ojos brillaron aún más, como dos faros llenos de perversidad, y un horrendo
olor a muerte invadió a la joven atrapada. Él disfrutaba aquello y se divertía
con el sufrimiento de Jane.
—No
me digas lo que puedo o no decir, ¡maldita bestia! —gritó ella como si con eso
lograse algo.
La
ira y el odio se esparcían por cada rincón de su alma y se maldecía a si misma
por estar atrapada y no poder matar con sus manos a ese engendro que había
acabado con su pequeño bebé.
—No
te alteres querida… siempre hay posibilidades de cambiar el curso de la
historia… la vida es solo una sumatoria de pequeños e insignificantes momentos.
Si uno de ellos cambia…
Y
ella enmudeció. La contundencia de aquellas palabras no solo la golpeó, sino
que la dejó con una certeza: la decisión estaba en sus manos. Su corazón
palpitaba acelerado, tanto que creyó que se le saldría de su pecho. Su
respiración estaba agitada e irregular. De repente algo caliente subió por su
garganta y en un movimiento seco y brusco, borbotones de sangre comenzaron a emanar
por su boca. Estaba mal herida. El aplastamiento llevaba ya mucho tiempo y
entre la desesperación, el dolor y la furia, su cuerpo ya no tenía resto.
Moriría en ese momento y en ese lugar. Miró a su verdugo y deseó fervientemente
que nada de eso hubiese pasado. Y todo se volvió oscuridad.
Abrió
sus ojos y una luz cálida le acarició el rostro, encegueciéndola
momentáneamente. La risa de su hijito y su esposo la acunaron y cierto alivio
se instaló en su espíritu. Parpadeó varias veces y allí estaba en su casa,
junto a sus dos amores. “Fue un sueño”, pensó. Y se sintió feliz.
El
tiempo pasó, día tras día, semana tras semana. Una mañana, luego de cepillarse
los dientes, mientras se observaba en el espejo, una imagen oscura y de
ultratumba apareció de la nada. Se vio a si misma de un blanco mortal, con
ojeras y la piel acartonada. Trozos de su piel se estaban desprendiendo y
debajo solo veía restos óseos. Era la imagen de un cadáver. Y detrás de ella Antón,
pero no su esposo, sino aquel que una vez la visitara en el derrumbe. Quiso
gritar pero su voz se evaporó en el nada misma. Se dio vuelta y allí pudo verse
atrapada entre escombros, siendo invadida de gusanos y animales carroñeros. Las
lágrimas brotaban de sus ojos, imparables. El olor a putrefacción la invadió
otra vez y quiso vomitar. “Estoy enloqueciendo”, dijo mientras se tapaba el
rostro con ambas manos. Se secó las lágrimas y cuando la náusea calmó, volvió a
mirar a su alrededor y estaba otra vez en su baño. Miró con desesperación su
rostro y estaba intacto, joven y bello, como siempre.
Salió
de allí con el corazón atormentado y la vida continuó como siempre, solo que
ella comenzó a sentirse más y más extraña. Los mareos y las náuseas se
instalaron y se hicieron cotidianos, así como su preocupación. Entonces, ella y
Antón fueron con un médico que la examinó y le hizo varios estudios.
—Felicitaciones,
tendrán otro hijo... —dijo el hombre y a Jane se lo ocurrió ver un destello en
aquellos ojos, un brillo que la horrorizó.
Se
fueron de inmediato a la casa. Ambos estaban sorprendidos aunque no de la misma
manera. Antón estaba feliz, pero Jane… Inmediatamente hizo las cuentas y algo
no encajaba. La fecha de su embarazo coincidía con la de aquel extraño sueño
que aún la atormentaba. “¿Y si no fue un sueño?”, se encontró pensando. “¿Y si
ese hombre hizo algo…?”
—¿Estás
bien, cariño? —dijo Antón y la sacó de sus cavilaciones.
—Si…
bien. ¿Podremos arreglarnos? —dijo ella, algo ida.
—¡Por
supuesto! ¿No te alegra esto? Si no lo querés podemos…
—No,
por Dios… —se apresuró a decir y sintió una punzada en el bajo vientre que la
obligó a sentarse.
“¡Qué
extraño!”, pensó.
Las semanas comenzaron a sucederse y mientras
el abdomen se abultaba, Jane empezó a desmejorar. Los días la encontraban en la
cama con episodios de delirios que su esposo no sabía o podía manejar. De un
día al otro los rezos y plegarias llenaron las horas del día, a pesar de que
ella no se encontraba entre las que se definían como devotas religiosas; más
bien había estado alejada de la iglesia por diversas cuestiones. Sin embargo, desde
aquel evento de dolor en su vientre, Jane había obligado a su esposo a colgar
una imagen de Cristo en la cruz en la pared de la habitación, así como varios
rosarios y hasta una virgen. Él se preocupó aún más y lo habló con el médico.
—A
veces la espera altera a algunas mujeres, no se preocupe —dijo el facultativo
mientras observaba de lejos a Jane.
—¿No
va a revisarla?
—No
es necesario, su ecografía y los análisis están bien, solo tiene que descansar
Jane
observaba la conversación desde la distancia de su delirio, mientras continuaba
rezando. Los dolores en su vientre eran insoportables y ella tenía una
seguridad que se materializaba día a día: estaba embarazada del mismísimo amo
de las tinieblas, del Diablo.
Una
mañana en la que sintió que su vientre se desgarraba por dentro, pidió por un
sacerdote. Antón, desesperado, obedeció y trajo al Padre que los había casado.
Ella y el hombre rezaron juntos durante largas horas, mientras los dolores se
hacían lacerantes y le paralizaban sus piernas. Cuando finalmente la crisis
pasó y ella se calmó, el cura se retiró a hablar con Antón. Aunque, sin que
ellos supieran, Jane espiaba desde la habitación. Allí vio como el padre
meneaba la cabeza en una negativa contundente. En ese momento supo que todo
había sido en vano, que no había salvación. Entendió que solo tenía una salida
y estaba en sus manos.
Mientras
tanto, Antón despidió al sacerdote y de inmediato tomó el teléfono. Debía
llamar al médico para comentarle la inquietud suscitada en la entrevista con el
padre; pero entonces vio como Jane, arrodillada en la cama y rezando un Padre
Nuestro, se clavaba un cuchillo en el bajo vientre.
Antón
corrió desesperado hacia ella, como en una mala película de Hollywood, aunque
ya era tarde. Ella cayó entre sus brazos y mientras agonizaba vio en Antón un
brillo particular en los ojos; él le repetía una y otra vez cuánto la amaba y
la necesitaba. Entonces, oscuridad.
Dicen
que cuando hicieron la autopsia, el vientre de Jane estaba totalmente arañado
por dentro y vacío, como si una fuerza poderosa hubiese quitado el feto antes
de que el metal lo atravesase…
Autor:
Misceláneas de la oscuridad – Todos los derechos reservados 2014
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