Suena
el teléfono y sabés que te espera una noche de “espantos”. Si, espanto entre comillas
porque tenés muy claro que los exorcismos que hacés son tan reales como los
fantasmas de las películas. Pura farsa, de verdad. No estás molesto o
contrariado con tu laburo cotidiano, pero la repetición, semana tras semana, mes
a mes, año tras año de la misma rutina, del mismo teatro (como llamás a la interpretación
del exorcista), ya se te está tornando algo monótono, carente de desafío y
pasión.
—¿Hola?
—decís, y del otro lado de la línea se siente una voz apurada y aterrorizada
que solicita tus servicios de inmediato.
—Esta
noche ¿le parece? —y luego de unos cuantos murmullos, la voz confirma que te
esperan a las diez de la noche.
Suspirás
añorando tus años jóvenes. Esa época donde todo era más fácil y la pasión
abundaba en todas partes, incluso en tu vida. Con lentitud y cierta parsimonia,
vas hasta el cuarto de los exorcismos, cómo lo denominás casi irónicamente. Ahí
tenés a mano tus cruces, agua bendita, estacas y cuanto elemento la gente
supone que se utiliza para tales fines. Y sí, usás lo que el público te pide,
lo que ellos creen que debés usar. Y jamás te falla, por supuesto. Ponés varios
de esos pertrechos en tu maletín desgastado, ese que siempre te acompaña casi
como un amigo incondicional, y te mirás al espejo. A pesar de todo, los años te
han tratado bien. Sobre todo a pesar de tu desencanto en todo y todos. Mirás
tus canas, que están ahí gritando que los años pasaron, y alguna que otra
arruga añade personalidad a tu rostro; pero sacando esas pequeñeces, aún sos
todo un galán. O eso querés creer. Porque sabés que estás más que solo.
Últimamente tus mejores compañeros han sido babeantes seres, simuladores de
tremendas posesiones que, en el mejor de los casos, terminan agradeciéndote con
una buena botella de licor (en el caso de los hombres) o con algún que otro
encuentro casual, si la poseída es bella y joven. Aunque por desgracia para vos,
las jóvenes guapas están preocupadas por cuestiones diferentes. Tanto, que los
demonios las evitan.
Terminás
de armar todo, te servís una copita de coñac y prendés un cigarrillo. El sillón
te invita a reposar y lo hacés, solo para pasar la hora. Entonces, observás el
humo del cigarrillo. Te encanta hacerlo; tiene cierto poder hipnótico, místico,
fantasmagórico sobre vos y te provoca mirarlo extasiado y en silencio. Siempre pensás
que deberías dejar de fumar, pero esa sensación de compañía que te ofrece en tus
momentos más solitarios, es como mínimo, fantástica.
Los
párpados te pesan. No querés dormirte, pero el sopor que te invade puede más y
estás a punto de caer. Mirás una vez más la chimenea artificial de tu
cigarrillo y al entrecerrar los ojos te parece que toma vida, que te envuelve
cual manos femeninas, invitándote a seguirla. De repente, la columna de humo
blanco dibuja la forma de una mujer hermosa, bien proporcionada, única y la
deseás con diabólica locura. Si, es bella y más que eso: tiene cierta atracción
poderosa que no te deja despegar los ojos de su figura. La mujer de humo te
acaricia el rostro y seca la lágrima de soledad que rueda por tu mejilla. Te sentís
viejo, solo, ridículo por lo que hacés cada día. Pero ella te hace pensar que,
de ahora en más, estarás acompañado en el corazón. “No sufras más”, te dice
mientras que unos labios perfectos y rojos se dibujan en el aire y se acercan a
los tuyos, estampándote un beso áspero, pero dulce a la vez.
Las
manos de la mujer se posan sobre tu ser y comienzan a explorarte. Primero te
resistís porque ¿estarás volviéndote loco? Pero luego nada te importa y te
excitás como un adolescente que mira una película porno. Y deseás no caer en el
sueño que te tironea al abismo oscuro de tu pesadilla: tu propia soledad, tu
existencia vacía, carente de afectos y de emociones. Rompés esas cadenas y te
entregás a tu demonio y la penetrás una y otra y otra vez, como si fuese de
carne y hueso, para luego caer en el dulce sopor poscoital.
****
Abrís
los ojos con cierta desesperación. Tenés una especie de angustia mezclada con
sabor a mujer, a ausencia y lápiz de labios. De repente, una imagen aparece en
tus neuronas agotadas: ojos claros y cabellos oscuros, largos, unos pechos
desnudos y turgentes que claman por tu lengua, un sexo abierto a la espera de
tu cuerpo. La imagen de una santa, una pura y bella deidad, pero impúdica a la
vez.
Mirás
instintivamente el reloj y solo faltan quince minutos para las diez. Te apurás
porque ya llegás tarde a lo de los Grombert, y salís casi corriendo de tu
apartamento precario, no sin antes agarrar el maletín de los milagros.
****
Tocás
a la puerta una vez. No querés insistir ya que, con suerte, nadie responderá al
llamado y podrás volver a tu ensoñación. Mientras aguardás, mirando las
estrellas que están más brillantes que nunca, pensás en tu amante imaginaria.
Tal vez, esa noche aparezca de nuevo y
le harás tuya más de una vez. Se te escapa una sonrisa porque de alguna forma,
te sentís perverso como antes, como cuando eras joven. Y aunque no se te escapa
lo patético de tu vida, deseás volver a verla.
De
repente, un alarido te arranca de tus pensamientos y notás que la puerta está
abierta. Parado en el marco, se halla un hombre enjuto, entrado en años y algo
enclenque.
—¡Gracias
a Dios! —te dice visiblemente afectado —Pase por favor…
Entonces,
él te observa colocar el maletín sobre la mesa, esperando algo, un milagro. Lo mirás
casi ausente y preguntás: “¿Dónde es?”
—Es
en la habitación de mi nieta…sólo tiene veinte años…ella es tan joven, tan inocente...
—te contesta mientras lo seguís por un pasillo de paredes desgastadas, pero
llenas de fotos de la familia.
Al
llegar a la habitación, ponés una mano en el hombro del abuelo, deteniéndolo.
El hombre, al observarte decidido, se frena y te deja pasar mientras se hace la
señal de la cruz en el pecho, más de una vez.
Con
solo traspasar la puerta, fue suficiente para que el corazón se te contrajera.
Allí está ella, la joven de tus sueños, pero en carne y huesos. La mujer de
humo que horas antes te había atrapado en sus garras, está allí, flotando,
frente a tu mirada atónita. Una larva espiritual y erótica, la que se apoderó
de tu corazón y de tu cuerpo y que ahora te seduce a través de una inocente
muchacha. La ves retorcerse, excitada, dentro del envase que es la joven poseída.
Extendés tu mano, sólo para intentar apaciguar aquel demonio. Pero sabés muy
bien que así no son las cosas. No. “Hay reglas, cariño”, te dice una voz
áspera, pero enloquecedora como la de una sirena. Y por un instante creés
enloquecer. La adolescente pende en el aire con los ojos volteados y con el
camisón manchado de sangre que brota de su nariz. La ves y sólo deseas
poseerla. Tratás de enfocarte. La piel blanca como la leche, está arrugada y
parece de cartón, y de su boca salen manos de humo. Las mismas que te habían
tocado y te habían hecho explotar de placer un par de horas atrás.
Subís
a la cama para estar a la altura de ella y te invade una sensación de pena, de
angustia. Por primera vez en toda tu carrera, no sabés qué hacer. Tenés que exorcizar
a alguien de verdad y estás en blanco. “¡Reaccioná!”, te decís para convencerte.
Tomás la cara de la joven entre tus manos y te acercás lentamente a sus labios.
Podés sentir el aliento dulce de la muchacha mezclado con humo, con el aroma
inconfundible de tu demonio allí presente, latente, y te excitás, otra vez. Sabés
que no debés, pero tus manos recorren los pechos de la joven y explotás de solo
imaginarla bajo tu yugo, bajo te pelvis. Te frenás. Tus ojos buscan sin
descanso en los ojos de ella y la ves, a lo lejos, en sus pupilas dilatadas. Abrís
la boca y tu lengua recorre la boca de la chica y te gusta. Le penetrás los
labios y aspirás, mientras te embriaga el aroma y la esencia de tu amante
incorpórea.
De
repente, un haz de luz brota de entre los ojos de la joven poseída, mientras
que un rayo poderoso y certero te penetra a vos, el exorcista, recorriendo todo
tu cuerpo.
La
mujer de humo, entonces, abandona a la muchacha y te penetra. Cerrás los ojos
mientras ella te llena de una oscuridad profunda, aunque acompañada, y ya nada
más te aferra a este mundo. Mientras caés en brazos de tu larva de humo y sexo,
sabés que ese fue tu último caso. Y ya no te importa…
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014
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