-¿Ya te vas?
-Si amor, como cada mañana a trabajar…
-No me contestes así sabes que…
-No te contesto, solo te aclaro porque después…
-¿Después qué?
-Nada. Me voy que se hace tarde.
Él le dio un beso en la frente y ella solo lo miró salir de
la casa.
El bebé comenzó a llorar casi al instante en que su padre se
fue y ella suspiró con cierto fastidio. A la pasada, miró su escritorio, con
papeles apilados y casi llenos de tierra. Lo extrañó y sin embargo... Se
dirigió a donde el niño clamaba por atención y lo levantó. Mientras él
continuaba con su berrinche, ella fue hasta la cocina y con una mano puso la
leche en la mamadera. Maniobró hábilmente mientras que en el otro brazo el nene
se seguía retorciendo. Calentó la mamadera en el microondas y luego de treinta
segundos eternos, la sacó y se la puso en la boca al bebé.
Enseguida el pequeño se calmó y ella le hizo una media
sonrisa. Se sentó mientras lo observaba. Se parecía a su papá, algo, no mucho.
Los ojos, de color verde claro eran idénticos. Le acarició el rostro, suave
como terciopelo. Le gustaba cuando estaba así de calmado. Pero entonces, el
teléfono sonó.
-¿Hola?
Del otro lado se escuchó la respiración de alguien que no se
atrevía a hablar.
-¡Hola! ¿Quién es?... ¿Quién es?
Nada. Ella se puso nerviosa y el niño empezó a llorar otra
vez. Del otro lado de la línea el silencio se acentuó entonces ella colgó. Se paró
y arropó al niño que seguía en su frenético llanto. Pero la que necesitaba
calmarse era ella. Estaba angustiada, alterada. Sabía muy bien quien era pero
¿qué iba a hacer? Nada. No en ese momento, no en ese estado. Finalmente el niño
se calmó y se volvió a dormir. Entonces, lo llevó a la cuna.
Esos tres meses habían sido duros pero así eran los niños, le
había dicho su suegra. Mientras el niño descansaba, ella aprovechó para ordenar
algo del caos que era su casa. Fue a la habitación en la que dormía sola “para
no molestarte cuando llego tarde, amor” y casi sin querer pasó por frente del
espejo. Y de la misma forma se miró y vio a otra mujer. Una desgarbada,
despeinada y agobiada mujer. Miró su ropa. Un camisón desgastado y manchado con
vómito de bebé y la bata entreabierta. Suspiró y continuó con los quehaceres.
Mientras hacía la cama pensó en aquel llamado. Se enojó con
él pero también consigo misma. Estaba cansada a toda hora, pero “así son los
bebés”, se repitió y entonces pensó en arreglarse. Sí, eso haría. Esperaría por
él con ese vestido que no había usado en mucho tiempo y se pondría tacos y se
peinaría. Si, sería lo mejor. Tal vez de esa manera todo cambiase.
Por la tarde, mientras el niño dormía, se bañó. No recordaba
la última vez que lo había hecho así de relajada. Secó su cabello y lo peinó y
se puso aquel vestido. Y se sentó a esperar. Miró la mesa y la acomodó, prendió
unas velas y puso un vino en la heladera y esperó. Le dio de comer al niño y
esperó. Pasaron unas horas, le dio otra mamadera al bebé y esperó.
Esperó sentada, con su vestido y sus tacos y su perfume y la
mesa arreglada. Sintió un gemido y fue a ver si el bebé descansaba bien. Si,
falsa alarma. Pasó frente el espejo y otra vez miró a esa mujer que no era.
Entonces, cuatro horas después se quitó todo, se colocó el viejo camisón
manchado y se metió en la solitaria y fría cama.
Cuando él llegó, le besó la frente creyéndola dormida y la
inundó de un perfume ajeno. Pero ya no importó. Quizá más adelante, ella lo
volvería a intentar.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2014
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