Medica, Madre, Escritora. Autora de El cuerpo habitado (Malisia), Un perro en la puerta de la casa velatoria (Paisanita) y La máquina de diagnosticar (Malisia)
martes, 3 de febrero de 2015
Inerte
Tras el impacto, se arqueó con delicadeza, con la sutileza de su género. Sus pies juntos, de punta como cuando bailaba, apenas se despegaron del suelo. Quizás no quería dejar del todo ese lugar. Quizás hasta supo lo que sucedía…
Su vestido blanco, suelto y casi transparente, la acompañó en esta danza inerte. Siguió cada movimiento de ella como un fantasma que persigue y da caza a su presa, envolviéndola, seduciéndola. Acunándola.
Su rostro blanquecino, no tenía expresiones. Ya no. Se habían borrado segundos antes, luego de un suspiro y una mueca de felicidad.
Sus ojos claros y tranquilos, como un estanque en plena primavera, dejaron escapar una lágrima cristalina que se estrelló en el suelo, muda, sola, abandonada.
Sus cabellos rojos y largos, volaron ondulados y casi caprichosos con la brisa, que en ese instante breve, la acarició toda. Como despidiéndose, como dándole un pésame.
Sus manos, apenas elevadas a los costados, ya no anhelaban aquel abrazo. Ni siquiera la caricia que faltó. No, yacían junto a su cuerpo mientras se deslizaba de espaldas al precipicio, como si éste la absorviera, la reclamase.
Quizás en la caída, le crecieran alas… quizás ya fuese un ángel. Después de todo, ella lo merecía.
Su corazón se paró sin remedios, unos segundos antes. La sangre comenzó a brotar de la herida, derramándose por todos lados, por el vestido, por su piel blanca y fría.
La flecha que la atravesó aún está allí, insertada en su pecho. Triunfal con su cometido. Y seguiría allí por toda la eternidad, como recordatorio de aquel momento breve, aunque feliz.
Esta vez Cupido había llegado demasiado lejos.
Autor: Misceláneas de la oscuridad - Todos los derechos reservados 2015
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