Desperté de golpe, asustada, con el
pecho agitado y la respiración entrecortada. Hubiese jurado que se trataba de
un ataque de pánico, pero la verdad era que no sabía de qué se trataba eso… o
algo. Miré a mí alrededor: la habitación de piedra estaba llena de sombras que
simulaban terribles demonios, como los que moraban mi mente turbada por el
miedo y mi corazón, que día a día se iba marchitando sin remedio. La tarde ya había caído y la
luna asomaba por la ventana de la habitación más alta de la torre. Cerré los
ojos. Así debía ser, siempre en mi eterno descanso onírico, esperando. Pero ¿y
si el mal sueño volvía? Eso era lo que más me aterraba.
Traté de no pensar en ello, aunque era difícil no hacerlo. La espera había
sido larga y no había mucho más en qué emplear mis horas. Durante mucho tiempo
me hice aquella pregunta básica: la del ¿cómo sería? Mi madre me había dicho
que pensara en ello, pero lo cierto era que jamás pude darle un rostro. No.
Siempre que lo intentaba aparecían miles de demonios rodeados de tinieblas,
lobos feroces y ojos rojos. Y un olor a azufre.
Suspiré en busca de sosiego. Esto se
estaba demorando demasiado. Estaba tomando más tiempo del que debía ser. ¿Y si
no llegaba? Eso era la peor pesadilla que había tenido en mi vida. Aunque
aquella otra, esa recurrente, era para trastornarse, también. Siempre se trataba
del mismo mal sueño: de repente despertaba y notaba que mi piel se había
consumido. Era acartonada y se encontraba pegada a mis huesos, como si me
hubiese transformado en una momia milenaria. Si, quería escapar; sin embargo me
rodeaban miles de ratas, que desde sus rincones oscuros, me atacaban y
carcomían mi piel avejentada. Y afuera el cielo se teñía de rojo. Siempre era
rojo.
Miré mis manos. Necesitaba saber si aquella
situación pertenecía a otra de mis pesadillas. Necesitaba confirmar que era “la”
realidad, por más cruel que ésta fuese. Y elevé los brazos a la altura de mis
ojos. Un rayo de luna se filtró en ese momento e impactó en una de mis manos. Estaban
huesudas, sí. La piel ya no era tan tersa como antes, pude sentirlo al
instante; ni era tan clara, ni tan bien perfumada como debía ser. La
desesperación poco a poco se fue instalando en mi espíritu, como una mala
sentencia de la que ya no podría huir nunca más. Respiré hondo intentando darme
coraje, ese que nunca tuve pero que ahora necesitaba con desesperación, y tomé
un mechón de mi cabello. Tanteando alcancé uno de mis bucles que reposaba en la
almohada de plumas, colocada allí por mi madre, y lo miré: no era tan rubio, ni
estaba tan ondulado como antes. Y algunas canas asomaban a pesar de que sólo
yacía en esa cama con dosel. Me invadió una infinita tristeza.
Intenté concentrarme en algo más, en
mi cuerpo. Me sentía escuálida y noté que el vestido me quedaba holgado. Palpé
mi tórax y sentí las costillas que asomaban y mi busto era más pequeño de lo
que recordaba. Quise calcular cuánto había pasado desde que me habían dejado
allí en lo alto y no pude. Habían pasado demasiadas primaveras y lo único que
recordaba eran los inviernos y la soledad. Y la ansiedad de la espera.
“¿Estará mal si me levanto?”, pensé
preocupada. El temor era grande. ¿Y si no estaba en mi lugar cuando llegase?
No. Debía dormir como me habían dicho. Pero cada vez que cerraba los ojos… las
pesadillas volvían y eran tremendas.
Dudé un segundo. Aguardé un instante
y como nada sucediese, me levanté con dificultad e intenté mantenerme de pie.
Enseguida un tremendo mareo me invadió y sentí que la torre giraba a ritmo
vertiginoso, mientras caía en un abismo sin fin. Entonces, a tientas, busqué la
cama y me senté. El torbellino de a poco cesó y el piso se sintió más estable,
aunque no del todo. Esa era mi realidad: el tiempo que había pasado recostada
había hecho estragos, pero me convencí de que tenía un espíritu fuerte y así
decidí recobrar fuerzas. Mientras tanto, observé el lugar, aunque había poco
para admirar. Adoquines y más adoquines, la ventana y una puerta.
Decepcionante, en verdad. Al otro lado
de donde me encontraba había un enorme espejo, cubierto por telarañas y entendí
que ese era mi objetivo: allí podría observarme.
Antes de intentar pararme otra vez, miré
por la ventana. El camino estaba despejado, el silencio se extendía por todo el
valle y ya había caído la noche. “No va a llegar a estas horas”, me dije y
nuevamente me levanté. Con esfuerzo y a pesar de que tenía cada uno de los
músculos entumecidos por la inactividad, di paso tras paso. De tanto en tanto
frenaba para tomar aire y para escuchar si él llegaba. Nada. Continué con
esfuerzo y, agitada, llegué hasta el espejo.
Observé con temor, con el pánico de
quién sabe con qué se va a encontrar. La luz de la luna ahora penetraba de
lleno en la habitación y a mí me iluminó desde atrás, todo lo cual se me
ocurrió fantasmal y de ultratumba. Pero si ese fuese el caso, podría volar y
salir de allí de inmediato. Pero no, estaba viva, en carne y hueso aunque no en
espíritu. Primero observé mis pies. No había mucho que destacar: eran los
mismos pies de siempre, con zapatos negros. Levanté la mirada. La cintura era
más pequeña de lo que recordaba, pero allí estaba con el listón azul frunciendo
el vestido, quizás en demasía. Continué inspeccionando, demorándome más de lo
debido por el terror a observarme después de tanto tiempo.
El busto era pequeño y muy disimulado
por el vestido y el cuello... Allí comencé a temblar. Quise pensar en otra
cosa, recordar cuando era pequeña y mi madre me protegía del mundo. Quería
volver a ese lugar, a ese estado de inocencia y de amor por alguien que al
final, me había dejado allí esperando. Eternamente esperando. Sacudí mis
pensamientos, intenté que el rencor no me invadiese. Y a duras penas lo logré.
Pero lo que tenía frente a mí era peor: mi corazón palpitó con fuerza al
observar el cuello envejecido y lleno de manchas. Una lágrima brotó y mis manos
temblaron.
Dirigí la mirada al techo, a un rincón
oscuro de la habitación tratando de tomar coraje para observar el resto. ¿Necesitaba
mirarme? Tal vez no. Pero ya estaba allí. Lo odié, aun sin conocerlo; detesté a
ese joven que debía rescatarme de la torre, que debía llegar y sacarme de aquel
letargo profundo y amarme por siempre. “¿Por qué no viniste?”, pensé con
tristeza.
Tomé coraje y miré de frente mi
rostro y allí observé con horror el paso del tiempo. Décadas de espera, de
sueños profundos y pesadillas terribles por él, solo por él. “¿Por qué no me
rescataste?”, grité con bronca al aire y sólo escuché el aullido de un lobo
solitario como respuesta. Solitario como mi patética vida…
Fui hasta la ventana y con las
fuerzas que me quedaban la trepé. El cielo estaba despejado, lleno de estrellas
que brillaban maravillosamente. Pero no me importó, ya no. “Una vida
desperdiciada”, pensé. “Esperando”. Miré hacia abajo, al abismo negro lleno de
tinieblas y rocas en punta. Era mejor que mi realidad. “Si”, pensé, “es mejor”.
Respiré hondo y maldiciendo al
príncipe me arrojé.
Las rocas eran enormes y amenazantes,
y en ese viaje frenético hasta mi muerte, esperé por el dolor. Tomé más y más
velocidad, tanto que sentí que mi carne se desgarraba. Estaba más y más cerca
de morir, pero con temor al dolor. “Ojalá mi corazón se detenga ahora”, pensé
aterrorizada, aunque mi corazón seguía batiendo frenético. Finalmente, una de
las rocas me impactó de lleno en el rostro y la oscuridad sobrevino.
Abrí los ojos. Miré a mí alrededor
creyéndome en el cielo, o incluso en el infierno, pero enseguida noté que me
encontraba en la torre de siempre. Pero algo había cambiado. Todo estaba
iluminado y las mariposas flotaban junto a mí. Observé mis manos y estaban
jóvenes y delicadas, como siempre, y al tocar mi rostro sentí que de nuevo era
suave: “soy joven otra vez”, pensé con alivio. Me levanté, ahora con gracia, y
caminé sin problemas hasta el espejo. Era yo misma de nuevo. Pero el cambio era
otro. Si, había una decisión en mi corazón y una certeza implacable. Enseguida
vi la puerta y corrí hasta ella.
“No necesito del príncipe encantador
para salir…”, me dije y salí a combatir al dragón con mis propias manos.
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
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