Mirás tus pies: están llenos de
barro. Hiciste un largo camino, tedioso. Pero ya te falta menos. Hace frío. Lo
sentís porque sólo tenés una campera de lana y es invierno. Por suerte tu bebé
se calmó, ya no llora, apenas se queja. No como cuando decidiste salir del
rancho. Si, tu casa es un ranchito de dos ambientes y sin baño. El frio y el
agua se filtran por todos lados. Pero es lo que podés tener. No te quejás,
nunca lo hiciste. Pero los chicos se enferman siempre y eso es un problema para
vos.
Mientras caminás cansada, con sueño y
hambre, recordás cómo te asustaste al oír el llanto agudo de tu Brian. Despertaste
de golpe, cerca de las tres o quizás cuatro de la mañana. Brian no paraba de
llorar y cuando lo tocaste sentiste su cabecita caliente. Tu bebé hervía en
fiebre. “No, otra vez”, pensaste con un nudo en la garganta y miraste casi
instintivamente por la ventana. Estaba muy oscuro, pero tenías que salir si
querías llegar a tiempo. No como te había pasado la mañana anterior.
-Tenés que venir más temprano, mamá
–escuchaste las palabras de la administrativa hiriendo tus oídos, como siempre.
Eran las diez de la mañana y se venía una tormenta, oscura y amenazante.
“Soy Rosana”, pensaste y ni siquiera
te dignaste en dar una excusa por la hora. ¿Para qué? Ya no tenía sentido para
vos explicar algo. No allí, donde claramente no les importabas. Porque la
realidad, la tuya, es que no le importabas a nadie. Eso lo tenías muy claro y
así vivías mejor. No esperabas nada de nadie.
Aunque a veces, era necesario que te
viesen…
Le pediste la leche para los otros
tres niños.
-¿Trajiste las libretas de los
chicos?
Y tu respuesta fue una negativa. Solo
venías por la fiebre de Brian.
-Mamá, sabés que tenés que traer la
libreta y tener los controles hechos para retirar la leche…
La observaste como se observa a una
pared blanca, insípida, sin sentido. La miraste con ojos vacíos y hasta quizás
diste lástima. Y como si te estuviera haciendo un favor saca una caja de leche
y te la da de contrabando. “Pasá por la enfermería así te toman la fiebre del
nene”, dice y le haces caso mientras que, con una mueca que se parece una
sonrisa, le demostrás un falso agradecimiento. Falso porque sabés que es tu
derecho que te den la leche, falso porque sabés que la pediatra está sentada
tomando mate y que ni siquiera se asoma a verte la cara. O la de Brian, que
vuela de fiebre.
-No le encuentro nada todavía. Dale
ibuprofeno y mañana vení temprano, con turno así lo vuelvo a controlar
“Gracias”, suspiraste. Pero allí no
terminó la cosa. Fuiste a buscar el antitérmico y te encontraste con otra
pared.
-Mamá, no hay ibuprofeno. Lo vas a
tener que comprar
Tragaste saliva porque querías
gritarle que tu nombre es Rosana, pero aguantaste. “No tengo plata”, dijiste
bajito, con vergüenza. Aunque ¿por qué deberías sentir eso? Acaso ¿es tu culpa?
Pareciera que sí. Para ellos sos una vaga que solo tiene pibe tras pibe, tras
pibe. No saben, no conocen tu historia. Nunca la conocerán…
-¿No cobrás la asignación? –dijo
socarronamente y te diste media vuelta y te fuiste.
Mientras avanzás con los pies llenos
de barro ves que sale el sol. Las nubes se corrieron, la lluvia ya paró, pero
el frío es tremendo, sobre todo en la zona descampada. Por suerte Brian sigue
dormido. La había pasado muy mal y vos también. Sin el ibuprofeno no pudiste más
que bañarlo y hacía frío, el agua estaba fría. La garrafa se te había vaciado
esa mañana y no podías comprar otra. Al menos hasta conseguir unos mangos
prestados. Porque el padre de tus pibes… bueno él era toda otra dimensión de
problemas. Pero te consoló que hacías algo por Brian. Luego del baño y para la tarde ya no quería
comer. Se notaba que le dolía algo. Pero la lluvia que había comenzado al
mediodía, no paraba y el anegamiento no te permitía ni siquiera pedir a algún
vecino que te llame a la ambulancia. Las ambulancias no llegaban hasta ahí. Lo
sabías.
Más tarde, por la noche, le pudiste
dar un poco de leche y Brian la tomó. Tomó poco y se durmió a eso de las once.
La fiebre seguía, pero al menos se había dormido. Sin embargo luego, cuando la
lluvia paró, él comenzó a llorar y fue cuando decidiste salir y encarar esas
cuarenta cuadras de barro, hasta la salita.
Ya queda menos. Pensás en qué
contestar cuando te pregunten por qué no le diste el ibuprofeno como te habían
indicado. Por qué no le habías dado el antitérmico que deberían garantizarte y
que vos no pudiste comprar porque aún no hiciste el trámite de la asignación. Y
no hiciste el bendito trámite porque no sabés cómo llegar a hacerlo y porque
cuando preguntaste por la trabajadora social solo te contestaron “Viene lunes y
jueves a la tarde”. Y era viernes y después ya no podías…
Sos la primera en la cola. En una
hora abren las puertas de la salita de tu barrio. Estás cansada. Ponés tus labios en la frente
de Brian, que está todo envuelto en mantillas, y la notás tibia. Dudás en
quedarte, quizá lo peor ya había pasado, pero habías llegado hasta ahí y en un
rato alguien, la administrativa vendría a abrir. Y te podrías sentar un rato.
Los minutos pasan, la mujer llega.
Querés entrar detrás de ella pero secamente te dice “Esperá un momento, por
favor”. Como si agregando el por favor,
fuese educada. Como si al decirte eso, mitigase esa molestia que implica
trabajar allí para ese barrio, para esa gente.
Cuando por fin entrás, te sentás y
esperás a que la pediatra llegue.
-Hoy no hay pediatría –dice la
administrativa y vos querés llorar. La impotencia sube por tu cuerpo y se
transforma en furia. Querés romper todo, borrarle de un sopapo esa sonrisa burlona
y embustera que la mujer tiene. Afortunadamente la enfermera que recién llegó
te ve y como si adivinase lo que pasa por tu cabeza, te hace pasar para
controlar la fiebre de Brian.
-Vení pasá –te dice y por dentro
agradecés que no te diga mamá, en ese tono irritante, condescendiente… y ponés
a tu bebé en la camilla. Y lo descubrís y lo mirás. Y entonces entendés porqué
estaba tan tranquilo…
Autor: Misceláneas de la oscuridad –
Todos los derechos reservados 2015
Imagen: digital art hallada en la web
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